ORAR CON EL CORAZÓN ABIERTO
Meditaciones diarias para un sincero diálogo con Dios
Hay palabras en nuestro tiempo que van volviéndose extrañas pero no dejan de ser profundas: perdón, arrepentimiento, pecado… Todas ellas esconden la realidad exigente del ser humano que Dios ha creado a su imagen y semejanza. Me pregunto muchas veces como verán mis hijos mis actitudes para afrontar esta realidad en mi vida. Ayer, antes de comenzar la Misa, fui a confesarme. Cuando regresé al banco mi hijo pequeño me preguntó: «¿Ahora estás más contento, papá?»
¿Arrepentirme? ¿Perdonar? ¿Pecar? ¿Por qué pedir perdón? Los pequeños perdones cotidianos son algo natural en nosotros, en cierta manera son fáciles de pronunciar. Pero el auténtico perdón, aquel que transforma interiormente y que ofrece un sentido fructífero, ese perdón es una auténtica rareza.
Sin embargo, desde la perspectiva de Dios el perdón es substancial a Él. Y ahí está la parábola del hijo pródigo. En cierta ocasión, alguien me dijo: «¡En realidad el padre no debería perdonarlo!». Pero en realidad, aquella persona olvidaba que el padre no castigaba, sino que «celebraba» con gran gozo el regreso de su hijo.
Esta parábola me invita siempre a un buena preparación para la confesión. Y, sí, me llena de alegría. Me permite reconocer la verdad del Evangelio como fruto de un encuentro personal con Dios. Es en este encuentro íntimo con el Padre el que hace que la Palabra de Vida germine en lo profundo del corazón.
Confesarse es tener una encuentro extraordinario para encontrarse de bruces, cara a cara, con el Señor. Hay quien lo teme, porque debe enfrentarse a su propia realidad y darse cuenta lo poco que ama, porque al final el pecado es consecuencia del egoísmo y la soberbia. Aceptar amar es, en ocasiones, dolorosa. ¡Pero qué alegría recomenzar de nuevo, poder vivir desde cero!
Cada vez que me confieso mi interior se llena de gozo. Participando de este sacramento renuevo mi unión con la Iglesia, con Dios y con los que amo. Siento que he participado en la gran fiesta del amor.
Confesarse es la ocasión de presentar todos aquellos actos negativos que deseo deshacer. Me permite desenmascarme ante el Señor. Cada fallo o error que le presento es una ocasión para sentir el abrazo de Dios. En el momento de la confesión, mi corazón se predispone a que se haga en mí su voluntad.
Confesarse es una experiencia íntima, simple, privada y muy profunda. Te permite unirte al Padre y a los demás porque el pecado lo que hace es separarte del prójimo y también de Dios.
En la confesión, responde a la pregunta que Dios le hizo a Adán: «¿Dónde estás?». Y en ese mismo momento, cuando abres el corazón, es el mismo Cristo el que te recibe abriendo sus brazos y diciendo: «¡Ve, tu fe te ha salvado!». Y escuchas también el susurro de Dios que, como el padre de la parábola del hijo pródigo, exclama: «¡Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida!»
¡Señor, gracias por tu amor infinito que todo lo perdona cuando abres el corazón y sientes arrepentimiento! ¡Ayúdame, Señor, en primer lugar a reconciliarme conmigo mismo para amarte más a Ti y a los demás! ¡Ayúdame, Señor, a vivir con el corazón abierto, con las luces de mi vida y también con mis sombras, con mis alegrías y mis penas, con las rémoras de mi pasado y con las esperanzas de mi futuro! ¡Que mi encuentro contigo en la confesión sea una iniciar de nuevo mi camino, para amar como tu amas y vivir como tu viviste, acogiendo como tu acogiste y entregándose como tu te entregaste! ¡Busco la santidad, Señor, de la que tan alejado estoy pero de tu mano todo es más sencillo! ¡Concédeme la gracia de examinar examinar mi corazón y aprender y ver lo que debe ser cambiado! ¡Concédeme la gracia de arrepentirme como hizo aquella noche en Jerusalén tu amado Pedro, para encontrarme con tu mirada, con tu perdón, con tu cariño, con tu ternura y tu misericordiosa piedad! ¡Concédeme, Señor, la gracia de eliminar de mi corazón el egoísmo y la soberbia para salir de mi mismo y vivir acorde con tu Evangelio! ¡Concédeme, Señor, la capacidad de perdonar desde el amor, de olvidar desde la humildad, de entregarse desde la generosidad! ¡Renueva, Dios mío, en mi interior las maravillas de tu misericordia y envía cada día tu Espíritu Santo sobre mi para que obre en mi corazón para hacerme cada día digno de llamarme hijo tuyo!
Mírame, Señor, es lo que le pedimos hoy cantando al Señor desde nuestra pequeñez:
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