LA CIUDAD DE DIOS
CONTRA PAGANOS
Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA
LIBRO IX
[Cristo, Mediador]
CAPÍTULO I
A qué punto ha llegado el debate y qué resta por tratar sobre la cuestión
Respecto a los dioses, hay algunos que piensan que los hay buenos y malos; otros, en cambio, teniendo mejor opinión de los mismos, les atribuyeron tal honor y alabanza que no se atrevieron a juzgar por malo a ningún dios. Pero los que afirmaron que había dioses buenos y malos llamaron dioses también a los demonios; aunque también, si bien más raras veces, llamaron demonios a los dioses. Así nos encontramos con que confiesan que el mismo Júpiter, que tienen como el rey y príncipe de todos, fue llamado demonio por Homero.
En cambio, los que dicen que todos los dioses son buenos, y muy superiores a los hombres que con razón tenemos por buenos, se dejan influir por los hechos de los demonios.
Y como no pueden negarlos, piensan que estos hechos no pueden ser realizados en modo alguno por los dioses, a todos los cuales tienen por buenos, y así se ven precisados a establecer diferencia entre los dioses y los demonios. De suerte que atribuyen a los demonios, y no a los dioses, cuanto con razón les desagrada en las obras o afectos malos, en que se manifiesta la fuerza de los espíritus ocultos.
Ahora bien, piensan que de tal modo están los demonios intermedios entre los hombres y los dioses, que ningún dios se ocupa de presentar los votos de parte de los hombres ni de traer los favores de parte de los dioses. Y esta opinión es, sobre todo, de los nobilísimos filósofos platónicos, con los cuales, por ser los más excelentes, nos plugo someter a examen esta cuestión: si el culto de gran multitud de dioses es útil para conseguir la vida feliz que vendrá después de la muerte.
En el libro anterior hemos indagado cómo, por estar más cercanos y ser más amigos, pueden conciliar a los hombres buenos con los dioses buenos los demonios, que se deleitan con lo que rechazan y condenan los hombres buenos y prudentes; esto es, las ficciones de los poetas sacrílegos, torpes, criminales, no sobre cualquier hombre, sino sobre los mismos dioses, y la violencia depravada y punible de las artes mágicas. No hemos podido descubrir razón alguna que haga posible aquella mediación.
CAPÍTULO II
¿Existen entre los demonios, que son inferiores a los dioses, algunos buenos,
bajo cuya protección pueda el alma humana llegar a la verdadera felicidad?
Por consiguiente, en este libro, como prometí al final del precedente, será objeto de debate la diferencia, si creen que hay alguna, no de los dioses entre sí, que dicen son buenos, ni sobre los dioses y los demonios; a aquéllos los alejan muchísimo de los hombres, y a los demonios los colocan entre los dioses y los hombres. El debate versará sobre la diferencia entre los mismos demonios; esto sí pertenece a la cuestión que tratamos.
La mayoría acostumbra llamar demonios buenos a unos y malos a otros. Sea esta opinión de los platónicos o de cualesquiera otros, no puede pasarse por alto la controversia. Debe prevenirse que nadie piense tiene que seguir a los presuntos demonios buenos, es decir, a aquellos cuya mediación con los dioses, todos buenos, procura conciliarse a fin de poder estar después de la muerte con ellos; debe prevenirse que no se deje enredar y engañar por la falacia de los espíritus malignos, y así se vea muy alejado del verdadero Dios, con el cual, en el cual y del cual solamente se hace feliz el alma humana, esto es, la racional y la intelectual.
CAPÍTULO III
Atribuciones de los dioses según Apuleyo; sin sustraerles la razón,
no les asigna virtud alguna
¿Qué diferencia hay, pues, entre los demonios buenos y malos? Ciertamente, el platónico Apuleyo, disertando de una manera general sobre ellos, y extendiéndose tanto sobre sus cuerpos aéreos, pasó por alto las virtudes del ánimo de que estarían dotados si fuesen buenos. Silenció, pues, la causa de la felicidad; no pudo, sin embargo, silenciar la denuncia de la miseria. Confiesa que su mente, por la que los presenta como racionales, sin estar impregnada y armada con la virtud para no ceder a las pasiones irracionales del ánimo, se siente sacudida, como suelen las mentes necias, por tormentosas perturbaciones. Tales son sus palabras sobre esta materia: «De esta especie de demonios suelen fingir los poetas, no sin cierta verdad, a los dioses contrarios y amigos de los hombres: levantan a unos y los hacen prosperar, contrarían a otros y les molestan. Así, se compadecen, se indignan, se angustian, se alegran, soportan todos los aspectos de la pasión humana, zarandeados al vaivén del oleaje de los pensamientos, con los mismos movimientos del corazón y agitaciones de la mente. Estas perturbaciones y tempestades están muy lejos de la tranquilidad de los dioses celestes».
¿Hay en estas palabras duda alguna de su afirmación sobre que no son algunas partes inferiores del ánimo las que se sienten alborotadas como un mar borrascoso por la tempestad de las pasiones, sino las mismas mentes de los demonios, que los hacen animales irracionales? De suerte que no se han de comparar con los hombres sabios, que, sacudidos según la condición de la vida por estas perturbaciones del ánimo, no ajenas a la flaqueza humana, las resisten con serenidad de espíritu, sin consentir en la aprobación o realización de obra alguna que vaya contra la sabiduría o la justicia. Al contrario, semejantes, por no decir peores en cuanto más viejos y por justa pena incurables, a los mortales necios e injustos, no por los cuerpos, sino por las costumbres, fluctúan en el mar de su misma mente, como indicó Apuleyo; y no se mantienen en la más mínima parte de su ánimo en la verdad y en la virtud, gracias a las cuales se puede luchar contra los afectos turbulentos y depravados.
CAPÍTULO IV
Pensamiento de los peripatéticos y estoicos acerca de las perturbaciones
que sobrevienen al ánimo
1. Dos son las sentencias de los filósofos sobre estos movimientos del ánimo, que los griegos llaman πάθη; algunos latinos, como Cicerón, perturbaciones; otros, disposiciones o afectos, y otros, siguiendo al griego con más amplitud, como Apuleyo, pasiones. De estas perturbaciones, o disposiciones, o pasiones, dicen algunos filósofos que también las soporta el sabio, aunque moderadas y sometidas a la razón, de suerte que el dominio de la mente les impone, en cierto modo, leyes que las mantengan en la moderación necesaria. Opinan así los platónicos o aristotélicos, ya que fue Aristóteles, discípulo de Platón, quien fundó la escuela peripatética.
Otros, sin embargo, como los estoicos, no están de acuerdo en que el sabio esté sujeto a pasiones semejantes. A éstos, a los estoicos, pretende convencer Cicerón en los libros sobre Los fines buenos y los malos, de que se enfrentan con los platónicos o peripatéticos más bien de palabra que en la realidad.
Los estoicos, en efecto, no quieren llamar bienes a las comodidades corporales y externas, ya que no admiten que el hombre tenga bien alguno, a excepción de la virtud, que es como el arte de bien vivir, que existe sólo en el ánimo. A esas otras comodidades, en cambio, las llaman bienes sólo por el modo corriente de hablar; pero pequeños e insignificantes si se comparan con la virtud, que nos otorga el vivir con rectitud. De donde se sigue que llámelos como quiera cada uno, bienes o comodidades, los tienen en igual estimación, y en esta cuestión los estoicos no miran sino a la novedad de las palabras.
Así también me parece a mí que cuando se pregunta si las pasiones del ánimo pueden afectar al sabio, o si está totalmente libre de ellas, la controversia entre ellos se reduce más bien a palabras que a realidades. Pues pienso que ellos no opinan algo diferente de los platónicos o peripatéticos en lo que se refiere a la sustancia de las cosas, no en cuanto al sonido de las palabras.
2. Pasando por alto, para no hacerme prolijo, otros argumentos que demuestran esto, expondré con cierta detención alguno bien claro. En los libros que se titulan Noches Áticas escribe Aulo Gelio, autor de brillante estilo y de vasta y abundante erudición, que en cierta ocasión navegó él con un noble filósofo estoico. El tal filósofo, como narra Aulo Gelio extensa y profusamente, y lo recogeré con brevedad, viendo el barco sacudido por horrible tempestad y el mar peligrosísimo, se vio palidecer por la fuerza del temor. Notaron esto los presentes, y aunque en las proximidades de la muerte, observaban, llenos de curiosidad, si el filósofo se turbaba en su espíritu. Pasada la tempestad, tan pronto como la seguridad les dio lugar para charlar y chancear, uno de los que iban en la nave, un rico disoluto asiático, apostrofa al filósofo, mofándose de que hubiera temido y palidecido, mientras él había permanecido intrépido en la catástrofe que los amenazaba. El filósofo contó la respuesta del socrático Aristipo. Habiendo oído éste en ocasión semejante las mismas palabras de un hombre parecido, respondió que era natural no estuviera solícito por el alma de un banal charlatán, pero que él era justo temiera por el alma de Aristipo. Confundido el rico con esta respuesta, preguntó luego Aulo Gelio al filósofo no para molestar, sino para aprender, sobre el motivo de aquel miedo. Y el filósofo, por enseñar a un hombre ávido de sabiduría, sacó al punto de su carpeta el libro del estoico Epicteto, en que se consignan los escritos que concuerdan con los principios de Zenón y Crisipo, príncipes de los estoicos.
Dice Aulo Gelio haber leído personalmente en este libro que enseñaron los estoicos que no es posible conocer si le llegaban al alma y cuándo las visiones anímicas, llamadas fantasías: si proceden de acontecimientos terribles y temibles, por necesidad impresionan aun al alma del sabio; de tal suerte que por un momento cede al miedo o se encoge de tristeza, como si estas pasiones se anticiparan al ejercicio de la mente y de la razón; sin que por ello se contagie la mente del mal ni apruebe o consienta estas cosas. Lo único que hay en la voluntad, y piensan que se diferencia el espíritu del sabio y del necio, en que el del necio cede a las mismas pasiones y acepta el asentimiento de la mente y, en cambio, el del sabio, aunque se ve sometido a ellas por necesidad, mantiene con mente imperturbable el concepto verdadero y estable de lo que debe apetecer y huir razonablemente.
He expuesto, según mis posibilidades, no con más elegancia, pero sí, pienso yo, con más brevedad y llaneza que Aulo Gelio lo que dice él que leyó en el libro de Epicteto, y que éste lo había dicho y pensado según los principios de los estoicos.
3. Si esto es así, en nada o casi nada se diferencia la opinión de los estoicos de la de los otros filósofos sobre las pasiones y perturbaciones del espíritu; unos y otros defienden la mente y la razón del sabio del dominio de aquéllas. Quizá los estoicos dicen que no afectan al sabio porque no pueden ofuscar con error alguno o manchar la sabiduría que lo hace sabio.
Eso sí, salvo la serenidad de la sabiduría, pueden afectar al alma del sabio, por lo que llamamos comodidad o incomodidad, aunque no quieran llamar a éstas bienes o males. Porque si aquel filósofo tuviera en nada las cosas que veía iba a perder en el naufragio, como esta vida y la salud del cuerpo, no hubiera temido el peligro hasta el punto de manifestarlo con su palidez. Podría, sin embargo, aun sufriendo esa conmoción, mantener convencido la opinión de que aquella vida y la salud del cuerpo, cuya pérdida se sentía amenazada por desaforada tempestad, no son bienes de tal categoría, que, como la justicia, hacen buenos a los que los poseen.
Por lo que se refiere a no hablar de bienes, sino de comodidades, se relega a contienda de palabras, no a cuestión de realidad. ¿Qué importa llamarlos bienes o comodidades si ante su pérdida se estremece y palidece no menos el estoico que el peripatético, sin llamarlos por el mismo nombre, pero estimándolos igualmente? Cierto, si con peligro de estos bienes o comodidades fueran incitados a cometer alguna torpeza o algún crimen, de tal suerte que no pudieran conservarlos de otra manera, uno y otro afirman que antes de violar la justicia cometiendo esas fechorías, prefieren perder cuanto asegurara la vida y la salud del cuerpo.
De esta suerte la mente, en que está firme esta opinión, no permite que en sí pueda prevalecer contra la razón perturbación alguna, aunque sólo tenga lugar en las partes inferiores del apetito; más aún, la razón domina sobre ellas, y no consintiendo en ellas, sino más bien resistiendo, hace que reine la virtud. Así describe también Virgilio a Eneas cuando dice: «Su resolución permanece inmoble, y en vano lo asedian las lágrimas».
CAPÍTULO V
Las pasiones que agitan el alma del cristiano no arrastran al vicio,
sino que ejercitan la virtud
No es preciso demostrar al presente con profusión y diligencia lo que sobre estas pasiones nos enseña la Escritura divina, donde se contiene la ciencia cristiana. Pues ella somete la misma mente a Dios para que la gobierne y la ayude, y somete a la mente las pasiones para que las modere y las frene, haciéndolas servir a la justicia. Es decir, en nuestra doctrina no se cuestiona tanto si el ánimo piadoso se aíra, cuanto por qué se aíra; ni si está triste, sino por qué está triste; ni si teme, sino por qué teme. Porque airarse con el que peca para que se corrija, entristecerse con el afligido para que se vea libre de su aflicción, temer por el que corre un riesgo para que no perezca, no creo, bien considerado, pueda reprenderlo nadie.
Aunque los estoicos suelen reprender aun la misericordia, ¡cuánto más hermoso es ver al estoico perturbarse por la misericordia de librar a un hombre que por el temor de un naufragio! Mucho mejor, más humana y más conforme con el sentir piadoso es la alabanza que tributó Cicerón a César: «Ninguna de tus virtudes es más admirable ni más grata que la misericordia».
¿Y qué es la misericordia sino cierta compasión de nuestro corazón por la miseria ajena, que nos fuerza a socorrerlo si está en nuestra mano? Este movimiento está subordinado a la razón si se ofrece la misericordia de tal modo que se observe la justicia, ya sea socorriendo al necesitado, ya perdonando al arrepentido.
Cicerón, ilustre estilista, no tuvo reparos en llamar virtud lo que los estoicos no se avergonzaron de contar entre los vicios; y, sin embargo, éstos, como enseña el libro del ilustre estoico Epicteto, según las doctrinas de Zenón y de Crisipo, jefes de esta escuela, admiten tales pasiones en el ánimo del justo, que dicen está libre de todos los vicios. De donde se sigue que no tienen por vicio a estas pasiones, cuando de tal modo afectan al sabio, que no tengan poder alguno contra la virtud de la mente y contra la razón. El mismo sentir tienen los peripatéticos, o platónicos, y los mismos estoicos; pero -dice Cicerón- ya desde muy antiguo estos pequeños griegos se sintieron presa de la controversia sobre las palabras, más amantes de la discusión que de la verdad.
Aún se puede preguntar si pertenece a la flaqueza de esta vida presente el sufrir semejantes movimientos, aun en cualquier clase de buenas ocupaciones. Los santos ángeles castigan sin ira a quienes entregó la ley eterna de Dios para ser castigados; lo mismo que socorren a los miserables sin sufrir ellos la miseria, y favorecen sin temor a sus amigos que están en peligro. Y, sin embargo, por la costumbre del lenguaje humano se aplican también a ellos los nombres de estas pasiones, no por la flaqueza de los afectos, sino por cierta semejanza de las obras. Al igual que, según las Escrituras, se irrita Dios, pero no se turba por pasión alguna. Esta palabra expresa el efecto de la venganza, no el alborotado afecto.
CAPÍTULO VI
Pasiones que, según Apuleyo, perturban a los demonios,
cuyo concurso afirma ayuda a los hombres ante los dioses
Dejando de momento esta cuestión sobre los santos ángeles, veamos cómo dicen los platónicos que los demonios, puestos como intermedios entre los dioses y los hombres, sufren los vaivenes borrascosos de las pasiones. Si en verdad soportaran estos asaltos con mente libre de ellos y señora de los mismos, no diría Apuleyo que sufrían el oleaje de estos pensamientos a merced de un movimiento semejante del corazón o de la agitación de la mente. Su misma mente, pues -esto es, la parte superior del espíritu que los hace racionales y en la cual está la virtud y sabiduría, si es que tienen alguna-, tendría su dominio en el gobierno y moderación de las pasiones turbulentas de las partes inferiores del alma. Mas esa misma mente, como confiesa este platónico, se siente sacudida en el mar de tales perturbaciones.
Por tanto, la mente de los demonios está sujeta a las pasiones de la torpeza, el temor, la ira y demás de esta naturaleza. Entonces, ¿qué parte está libre de ellos y consciente de la sabiduría, por la cual puedan agradar a los dioses y estimular a los hombres a sus buenas costumbres? Porque su mente, sometida y oprimida por los vicios de las pasiones, cuanto tiene de razón naturalmente lo dirige al engaño y seducción con tanta mayor fuerza, cuanto más la domina el ansia de perjudicar.
CAPÍTULO VII
Los platónicos dicen que los dioses han sido desacreditados por las ficciones
de los poetas, haciéndolos sujetos de afectos contrarios,
propios de los demonios y no de los dioses
Puede decir alguien que no se refiere a todos, sino al número de los malos demonios, a quienes los poetas, sin apartarse mucho de la verdad, representan como dioses enemigos o amantes de los hombres, y que de éstos afirmó Apuleyo estaban sometidos a todos los vaivenes de pensamientos. ¿Cómo podremos entender esto si al decirlo describía el lugar intermedio que ocupan, en razón de sus cuerpos aéreos, no algunos, o sea, los malos, sino todos los demonios? Ésta es -dice- la ficción de los poetas: hacer dioses del número de estos demonios e imponerles los nombres de los dioses y distribuirles a su voluntad amigos o enemigos de entre los hombres, y esto valiéndose de la impunidad que les otorga la ficción del verso. Y, sin embargo, nos presentan a los dioses alejados, por el lugar celeste y la opulencia de su felicidad, de estas costumbres de los demonios. En esto consiste la ficción de los poetas, en llamar dioses a los que no son dioses y en hacerlos contender entre sí bajo el nombre de dioses por causa de los hombres, a quienes aman u odian por espíritu partidista. Y aun afirma que esta ficción no está lejos de la verdad porque, designando con el nombre de dioses a los que no son dioses, los describe tan demonios como son.
Dice, finalmente, que tal es la famosa Minerva de Homero, «que intervino en las asambleas de los griegos para calmar a Aquiles». Sobre la tal Minerva, la declara él una ficción de los poetas, ya que a Minerva la tiene por diosa y la coloca en alta mansión etérea entre los dioses, a todos los cuales tiene por buenos y felices, lejos del trato de los mortales. En cambio, confiesa que los poetas no andaban lejos de la verdad al decir que hubo algún demonio favorable a los griegos y contrario a los troyanos, como algún otro socorredor de los troyanos contra los griegos, a quien el mismo poeta (Homero) designa con el nombre de Venus o de Marte, dioses que coloca éste en las moradas celestes sin realizar esas obras. Y estos demonios luchaban entre sí en favor de los que amaban, contra los que odiaban.
Tales cosas dijeron de éstos que atestiguan están sometidos a todos los vaivenes de pensamiento con movimiento del corazón y borrasca de la mente semejantes a los hombres. De suerte que pudieran ejercitar en favor de unos contra otros sus predilecciones y sus odios, no según la justicia, sino como el pueblo, su semejante, entre los cazadores y los aurigas, según su espíritu partidista. Esto parece intentó el filósofo platónico, a fin de que, al ser cantadas estas cosas por los poetas, se creyeran realizadas no por los demonios intermedios, sino por los mismos dioses, cuyos nombres les ponen los poetas en su ficción.
CAPÍTULO VIII
Definición de los dioses celestes, de los demonios aéreos
y de los hombres terrenos dada por el platónico Apuleyo
¿Qué? ¿Merece alguna atención la definición que da de los demonios (donde abarcó ciertamente a todos, señalándolos bien) en que dice que los demonios son, por su linaje, vivientes; por su ánimo, pasibles; racionales por su mente; aéreos por el cuerpo; eternos por el tiempo? En las cinco propiedades citadas no ha dicho en absoluto que los demonios parezcan tener de común con los hombres, al menos buenos, lo que no hay en los malos.
Describe luego los hombres buenos con más extensión, hablando de ellos en su lugar como de los ínfimos y terrenos, después que había hablado de los dioses celestes; y habiendo citado las dos partes extremas, la superior y la inferior, habla en tercer lugar de los demonios intermedios. «Por tanto -dice-, los hombres célebres por su razón, dotados de lenguaje, con almas inmortales, miembros mortales, con costumbres desemejantes y errores parecidos, de audacia obstinada y de esperanza firme, de actividad estéril y de fortuna inestable, mortales individualmente, pero sucediéndose en conjunto siempre, perpetuándose, a su vez, en la prole, con su existencia fugitiva, tarda sabiduría, muerte rápida y vida quejumbrosa, habitan en la tierra».
Al citar aquí tantas cosas, que tienen muchísimos nombres, ¿pasó en silencio acaso el detalle de «tarda sabiduría» lo que sabía es propio de pocos? Si lo hubiese pasado, en modo alguno hubiera delimitado al género humano en la esmerada diligencia de esta descripción. Ahora bien, al poner de relieve la excelencia de los dioses, afirmó que en ellos se destacaba la misma felicidad a que aspiran los hombres llegar por medio de la sabiduría. Por consiguiente, si quería dar a entender que había algunos demonios buenos, pondría en su descripción alguna propiedad por la que viniéramos a entender que tenían alguna parte de felicidad con los dioses o alguna sabiduría con los hombres. Sin embargo, no hizo mención de ningún bien suyo que distinga a los buenos de los malos. Y aunque se mostró reservado en expresar con libertad su malicia, no fue tanto por no chocar con ellos cuanto con sus seguidores, a quienes se dirigía.
Pero bien claro les dio a entender a los prudentes qué opinión debían formarse de ellos, ya que procuró separar con precisión a los dioses, todos buenos y felices, a su entender, de las pasiones, y aun -dice- de las perturbaciones de los demonios, y sólo los relacionó por la eternidad de los cuerpos; en cambio, en cuanto al alma, recalcó abiertamente que no son semejantes a los dioses, sino a los hombres. Y aun esto no por la cualidad de la sabiduría, de que pueden participar los hombres, sino por la perturbación de las pasiones, que domina sobre los necios y los sabios; mas es dominada en tal manera por los sabios y los buenos, que prefieren no tener que superarla.
Si en efecto quisiera dar a entender que los demonios tenían con los dioses la eternidad de las almas, no la de los cuerpos, no excluiría a los hombres de la participación de este privilegio, porque sin duda, como buen platónico, piensa que también los hombres tienen alma inmortal. Por eso, al describir este género de vivientes, dice que los hombres tienen alma inmortal y miembros sujetos a la muerte. Y así, si los hombres no tienen en común con los dioses la eternidad por tener un cuerpo mortal, síguese que la tienen los demonios por su cuerpo inmortal.
CAPÍTULO IX
¿Puede la intercesión de los demonios granjear a los hombres
la amistad de los dioses celestes?
¿Qué clase de mediadores entre los hombres y los dioses son éstos, por los cuales pueden los hombres aspirar a la amistad de los dioses? De hecho, tienen en común con los hombres lo peor, que es lo mejor en el viviente, esto es, el alma, y con los dioses, lo mejor, que es lo peor en el ser viviente, el cuerpo. Pues el ser animado, el animal, consta de alma y cuerpo, siendo el alma mejor que el cuerpo; y aunque sea viciosa y débil, siempre es mejor que el cuerpo más sano y fuerte, puesto que su naturaleza es más excelente y no puede ser pospuesta al cuerpo ni aun con la mancha de sus defectos; como se estima en más el oro, aunque esté sucio, que la plata o el plomo, por purísimos que estén. Así estos mediadores, por cuya interposición se une lo humano con lo divino, tienen con los dioses el cuerpo eterno, y con los hombres el espíritu vicioso; como si quisieran demostrar que la religión, por la que se unen los hombres con los dioses a través de los demonios, está fundada más bien en el cuerpo que en el alma.
En fin, ¿qué malicia, qué castigo suspendió a estos mediadores falsos y falaces como si dijéramos con la cabeza abajo, de suerte que tengan común con los superiores la parte inferior del viviente, esto es, el cuerpo, y con los inferiores la parte superior, el alma? Así, están unidos con los dioses celestes por la parte esclava, y son miserables con los hombres terrestres por la parte señora. Porque el cuerpo es esclavo, como dice también Salustio: «Usamos del espíritu más bien para mandar y del cuerpo para servir». Y aún añade: «Lo uno nos es común con los dioses; lo otro, con las bestias».
Pero éstos, que los filósofos nos propusieron como mediadores entre nosotros y los dioses, bien pueden decir del alma y el cuerpo: el uno nos es común con los dioses; la otra, con los hombres. Con la diferencia, como dije, de que están atados y colgados al revés, teniendo el cuerpo esclavo común con los dioses felices y el alma señora con los hombres miserables, como si dijéramos, exaltados por la parte inferior, y abatidos por su parte superior. De donde se sigue que si alguien juzga que tiene en común con los dioses la eternidad, porque ninguna muerte puede separar su espíritu del cuerpo, como el de los vivientes terrestres, aun así no se puede juzgar a su cuerpo como portador eterno de seres honorables, sino como vínculo eterno de seres condenados.
CAPÍTULO X
Según la opinión de Plotino, son menos miserables los hombres en el cuerpo mortal
En los tiempos más próximos a nosotros se alaba ciertamente a Plotino por haber interpretado a Platón mejor que los demás. Tratando de las almas humanas, dice: «El Padre, en su misericordia, les preparó vínculos mortales». Así juzgó que el ser los hombres mortales por el cuerpo pertenece a la misericordia de Dios padre, a fin de que no estuvieran siempre sujetos a la miseria de esta vida. De esa misericordia ha sido tenida por indigna la iniquidad de los demonios, que recibió en la miseria de un ánimo posible no un cuerpo mortal, como los hombres, sino un cuerpo eterno.
Serían, efectivamente, más felices que los hombres si tuvieran un cuerpo mortal común con ellos y un espíritu feliz con los dioses. Y serían iguales a los hombres si junto con un alma miserable hubieran merecido tener común con ellos al menos un cuerpo mortal; claro, si lograban algo de piedad para reposar de sus quebrantos al menos con la muerte. Ahora bien, no sólo no son más felices que los hombres por su espíritu miserable, sino más miserables por la atadura perpetua del cuerpo. Pues no juzgó que, por su progreso en la piedad y la sabiduría, pudieran hacerse dioses de demonios, ya que los declaró expresamente demonios eternos.
CAPÍTULO XI
Sentir de los platónicos, según el cual las almas de los hombres
son demonios después de la muerte
Dicen también que las almas de los hombres son demonios, y que de los hombres se hacen Lares, si tienen buenos méritos; Lemures o Larvas, si los tienen malos; y, en cambio, se hacen dioses Manes si es incierto tengan buenos o malos méritos. ¿Quién no ve en esta opinión, por poca atención que preste, qué abismo abren a las costumbres depravadas? En efecto, por perversos que sean los hombres, al pensar que se convierten en Larvas o dioses Manes, se harán tanto peores cuanto más deseosos de perjudicar; de suerte que los sacrificios, que se les ofrecen como honores divinos después de la muerte, son como una invitación a perjudicar, pues dice que las Larvas son demonios nocivos que provienen de los hombres.
Pero esto es otra cuestión: asegura que si en griego se les llama a los felices εὐδαίμονες, es porque son espíritus buenos, es decir, «demonios buenos»; con lo cual confirma que también los espíritus de los hombres son demonios».
CAPÍTULO XII
Tres propiedades contrarias que, según los platónicos,
distinguen la naturaleza de los demonios de la de los hombres
Al presente tratamos de aquellos demonios que describió Apuleyo entre los dioses y los hombres: vivientes en cuanto al género, racionales por la mente, pasibles en cuanto al espíritu, aéreos por el cuerpo, eternos por el tiempo. Es, a saber: al distinguir primero a los dioses en el cielo sublime y a los hombres en la tierra más baja, separados por los lugares y por la dignidad de la naturaleza, concluye así: «Tenéis así dos clases de vivientes: los dioses tan diferentes de los hombres por la sublimidad del lugar, por la perpetuidad de la vida, por la perfección de la naturaleza, y sin ninguna comunicación cercana entre sí, ya que tan elevado espacio separa las moradas supremas de las ínfimas; y, además, es allí la vitalidad eterna e indefectible, y aquí caduca y pasajera; están aquellos ingenios elevados a la felicidad, y éstos rebajados a las miserias».
Veo aquí citadas tres propiedades sobre las dos partes extremas de la naturaleza, es decir, la suprema y la ínfima. Pues las tres que hizo resaltar como laudables en los dioses, las repite luego, aunque con otras palabras, para oponerles otras tres contrarias en los hombres. Las tres de los dioses son éstas: la sublimidad del lugar, la perpetuidad de la vida, la perfección de la naturaleza.
Y repitió estas tres con otras palabras para oponerles tres contrarias de la condición humana: «Tan elevado espacio separa las moradas supremas de las ínfimas», lo cual corresponde a la sublimidad del lugar. «Es allí la vitalidad eterna o indefectible, y aquí, caduca y pasajera», lo cual se refiere a la perpetuidad de la vida. «Están aquellos ingenios elevados a la felicidad, y éstos rebajados a la miseria», lo cual se refiere a la perfección de la naturaleza. Por consiguiente, propone tres propiedades de los dioses: lugar sublime, eternidad, felicidad; y las tres opuestas de los hombres: lugar ínfimo, mortalidad, miseria.
CAPÍTULO XIII
¿Cómo los demonios, sin ser dichosos con los dioses ni miserables con los hombres,
pueden ser mediadores entre ambas partes, sin comunicación con ninguna?
1. En estas tres propiedades de los dioses y de los hombres, como colocó en medio a los demonios, no se suscita controversia alguna sobre el lugar: entre el sublime y el ínfimo existe y se habla con toda propiedad de un lugar medio. Quedan las otras dos, en que hay que poner una diligencia más atenta: cómo se demuestra que son ajenas a los demonios, o cómo se les distribuyen según parece exigirlo el lugar medio. Pues no podemos decir justamente que, así como afirmamos que hay un lugar supremo y otro ínfimo, así los demonios, siendo vivientes racionales, no son ni felices ni miserables, como las plantas y los brutos, que carecen de sentido o de razón, puesto que los que están dotados de razón han de ser miserables o felices.
Tampoco podemos decir que los demonios no son mortales ni eternos, ya que todos los seres vivientes o viven para siempre o terminan su vida con la muerte. ¿Qué resta, pues, sino que estos intermedios tengan una propiedad de las dos supremas y otra de las dos ínfimas? Pues si tuvieran las dos de los ínfimos o las dos de los supremos, ya no serían intermedios; o se remontarían o descenderían a una u otra parte. Pero como no pueden carecer, según se ha demostrado, de una y otra, tendrán que mediar tomando una propiedad de cada parte. No pudiendo tener de los ínfimos la eternidad, que no existe en ellos, ya tienen una propiedad de los sublimes, y no les queda otra, para cumplir su mediación, sino tomar de los ínfimos la miseria.
2. Así, pues, según los platónicos, es propio de los dioses sublimes la eternidad feliz o la felicidad eterna; de los hombres ínfimos, la miseria mortal o la mortalidad miserable, y de los demonios intermedios, la eternidad miserable o la eterna miseria.
Entre las cinco propiedades que expuso al definir a los demonios no demostró, como prometía, que estuvieran en medio. Dijo, en efecto, que tenían tres cosas comunes con nosotros: ser vivientes por la naturaleza, racionales por la mente, pasibles por el espíritu. Otra propiedad tenían con los dioses: ser eternos por el tiempo. Y, finalmente, una propia: ser aéreos por el cuerpo. ¿Cómo pueden, pues, estar en medio si tienen una sola cualidad común con los seres supremos y tres con los ínfimos? ¿Quién no ve cómo, dejando ese lugar medio, tienen que doblegarse y bajarse a los ínfimos?
Cierto que pueden llamarse medios de otra manera: teniendo un cuerpo propio, que es aéreo, como los supremos tienen su cuerpo propio, el etéreo, y los hombres tienen el suyo, el terreno; y que tengan todos dos cosas comunes: el ser vivientes en cuanto al género, y racionales por la razón. Pues él mismo, hablando de los dioses y de los hombres, dice: «Tenéis dos clases de seres vivientes». Y no suelen éstos tener a los dioses como racionales sino por la mente.
Dos notas, pues, quedan ya para los demonios: que son pasibles por el ánimo y eternos por el tiempo. Lo uno les es común con los ínfimos; lo otro, con los supremos; de suerte que, equilibrados proporcionalmente en ese término medio, ni traten de emular a los supremos ni se abatan hasta los ínfimos. Y ésa es precisamente la mísera eternidad de los demonios o la miseria eterna. Pues quien ha afirmado que son pasibles por su espíritu también los hubiera llamado miserables si no fuera por el respeto a sus adoradores. Pero rigiendo al mundo sin fortuita temeridad, como éstos confiesan -la providencia del Dios supremo-, no sería eterna la miseria de éstos si no fuera grande su malicia.
3. Por tanto, si justamente los felices son llamados εὐδαίμονες, no son εὐδαίμονες los demonios a los que éstos han colocado intermedios entre los hombres y los dioses. ¿Cuál es, pues, el lugar de los demonios buenos, que, estando por encima de los hombres y debajo de los dioses, prestan su ayuda a aquéllos y su ministerio a éstos? Si son buenos y eternos, son también felices. Pero una felicidad eterna no es posible los deje en medio, ya que los acerca mucho a los dioses y los separa también mucho de los hombres. Entonces en vano se esforzarán éstos en demostrar cómo los demonios buenos, si son inmortales y felices, están situados con razón en un lugar medio entre los dioses inmortales y felices, y los hombres mortales y miserables.
Si tienen comunes con los dioses esas dos cualidades, la felicidad y la inmortalidad, y nada de esto con los hombres miserables y mortales, ¿cómo no están alejados de los hombres y unidos a los dioses, más bien que intermedios entre unos y otros? Serían intermedios si tuvieran dos cualidades suyas propias, no comunes con las dos de uno de los otros dos, sino con una de uno y otro; como es intermedio el hombre entre los brutos y el ángel: como el bruto es un ser viviente irracional y mortal, y el ángel racional e inmortal, se encuentra el hombre en medio, inferior a los ángeles y superior a los brutos; teniendo la mortalidad con los brutos y la razón con los ángeles, es un ser viviente racional y mortal. Así, pues, al buscar un intermedio entre los felices inmortales y los míseros mortales, nos encontramos que o siendo mortal es feliz o siendo inmortal es miserable.
CAPÍTULO XIV
¿Pueden los hombres, siendo mortales, gozar de verdadera felicidad?
Existe entre los hombres esta gran cuestión: ¿puede el hombre ser feliz y mortal? Algunos, rebajando su propia condición, negaron al hombre la capacidad de ser feliz mientras vive sujeto a la mortalidad; otros, en cambio, considerándose superiores, se atrevieron a afirmar que si poseen la sabiduría, pueden los hombres ser felices.
Si esto es así, ¿por qué no se coloca a éstos como intermedios entre los mortales miserables y los inmortales felices, pues tienen la felicidad común con los inmortales felices y la mortalidad con los mortales miserables? Ciertamente, si son felices, no tendrán envidia de nadie, pues no hay cosa más miserable que la envidia; y por eso se preocupan cuanto pueden por que los mortales miserables consigan la felicidad, a fin de que puedan ser inmortales después de la muerte, y unirse a los ángeles inmortales y felices.
CAPÍTULO XV
Sobre el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús
1. Si todos los hombres, como es mucho más verosímil y probable, mientras son mortales son necesariamente desdichados, habrá que buscar un intermedio que no sea sólo hombre, sino también Dios; así, con su intervención la mortalidad feliz de este intermedio conducirá a los hombres de la miseria mortal a la feliz inmortalidad. Era necesario que ese intermedio se hiciera mortal y no permaneciera mortal.
En efecto, se hizo mortal no debilitando la divinidad del Verbo, sino tomando la debilidad de la carne. Pero no permaneció mortal en la misma carne que hizo resucitar de los muertos; ése es precisamente el fruto de su mediación: que no permanezcan en la muerte de la carne aquellos para cuya liberación se hizo mediador. Por tanto, fue preciso que el mediador entre nosotros y Dios tuviera una mortalidad transeúnte y una felicidad permanente con el fin de acomodarse a los mortales en lo pasajero y llevarlos de entre los muertos a lo que permanece.
Así, los ángeles buenos no pueden estar intermedios entre los miserables mortales y los felices inmortales, ya que ellos mismos son felices e inmortales. Pueden serlo, sin embargo, los ángeles malos, porque tienen la inmortalidad con aquéllos y la miseria con éstos. Contrario a ellos es el buen Mediador, que, contra la inmortalidad y miseria de los ángeles malos, quiso hacerse mortal temporalmente y pudo permanecer feliz en la eternidad. Así, con la humildad de su muerte y la suavidad de su felicidad destruyó a aquellos inmortales soberbios y miserables maléficos, a fin de que no arrastraran a la miseria con la jactancia de su inmortalidad a aquellos cuyos corazones liberó de su inmundo dominio, purificándolos por la fe.
2. Así, pues, ¿qué mediador puede elegir el hombre mortal y miserable, tan alejado de los inmortales y felices, para insertarse en la inmortalidad y felicidad? Lo que pueda deleitarle en la inmortalidad de los demonios es miserable; lo que pueda chocar en la mortalidad de Cristo ya no existe.
Allí tiene que precaverse contra la miseria eterna; aquí no debe temer la muerte, que no pudo ser eterna, y ha de amar la felicidad eterna.
Para esto precisamente se interpone un mediador inmortal, para no permitir el paso a la inmortalidad feliz, porque persiste lo que la impide, esto es, la miseria; como por el contrario se interpuso un mortal y feliz, para hacer de mortales inmortales, pasada la mortalidad, lo cual demostró en sí mismo con su resurrección, y para dar a los miserables la felicidad que él jamás perdió.
Uno es, pues, el mediador malo, que separa a los amigos, y otro el bueno, que reconcilia a los enemigos. Por eso hay muchos mediadores que separan, porque la multitud feliz lo es por la participación del único Dios. Privada de esa participación, la miserable multitud de ángeles malos se opone como impedimento, más bien que interpone su valimiento para la felicidad. Tratando en cierto modo de ensordecernos, para que no podamos llegar al único fin beatificante. Para su consecución no se necesita de muchos, sino de un solo mediador; de aquel, precisamente, cuya participación nos hace felices, del Verbo de Dios increado, por el cual todo fue hecho.
Pero no es mediador por ver Verbo; pues como sumamente inmortal y sumamente feliz, el Verbo está tan lejos de los mortales miserables. Es mediador en cuanto es hombre, manifestando con ello que no sólo para el bien feliz, sino también para el bien beatificante es preciso no buscar otros mediadores, a través de los cuales pensamos que hemos de preparar los escalones de la llegada; ya que un Dios feliz y beatificante, al hacerse partícipe de nuestra humanidad, nos suministró el resumen de la participación de su divinidad. Y al librarnos de la mortalidad y de la miseria, no nos transportó hasta los ángeles inmortales y felices para que fuéramos inmortales y felices con la participación de su gloria, sino que nos introdujo en aquella Trinidad cuya participación hace felices a los ángeles. Por eso, cuando quiso estar más bajo que los ángeles en la forma de esclavo1 para ser mediador, permaneció sobre los ángeles en forma de Dios: haciéndose camino de vida entre los inferiores, el mismo que es vida entre los superiores.
CAPÍTULO XVI
¿Han definido racionalmente los platónicos a los dioses celestes,
diciendo que para evitar el contagio terreno no se mezclan con los hombres,
que necesitan ayuda de los demonios para allegarse a la amistad de los dioses?
1. No es verdad lo que el mismo platónico atribuye a Platón: «Ningún dios se mezcla con los hombres». Y la mejor prueba de su sublimidad dice que es no dejarse contaminar por contacto humano alguno. Por tanto, confiesa que los demonios sí se contaminan. Y, así, no pueden purificar a aquellos por quienes son contaminados, y todos se hacen igualmente inmundos, los demonios por el contacto de los hombres, y los hombres por el culto de los demonios. A no ser que puedan los demonios tener trato y mezclarse con los hombres sin contaminarse; y entonces serían mejores que los dioses, que si se mezclan, se verán contaminados. Pues se atribuye a los dioses como algo principal el que, al estar separados por su sublimidad, no puede contaminarlos el contacto humano.
Del Dios supremo creador de todo, que nosotros llamamos el Dios verdadero, afirma que, según Platón, es el único que no puede ser expresado ni de lejos por cualquier discurso del pobre lenguaje humano; y que apenas cuando, por la fuerza del espíritu, se despojan en lo posible de lo humano, se les transparenta a los hombres sabios la comprensión de este Dios, y esto sólo a veces como un brillante relámpago en profundas tinieblas.
Luego si el Dios soberano de todo se hace presente a las mentes de los sabios, con cierta presencia inteligible e inefable, aunque sólo a veces y como un brillante relámpago, cuando se despojan en lo posible del cuerpo, y no puede ser contaminado por ellos, ¿por qué se les sitúa a estos dioses lejos, en un lugar sublime, precisamente para no ser contaminados con el trato humano? Como si no fuera suficiente ver estos cuerpos etéreos, cuya luz ilumina la tierra cuanto es suficiente.
Además, si no se contaminan los astros al ser vistos, a todos los cuales llama dioses visibles, tampoco se contaminan los demonios por la vista de los hombres, aunque los vean de cerca. Pero ¿podrían contaminarse por las voces humanas los que no se contaminan con la viveza de los ojos, y por eso ponen a los demonios intermedios, para que se les comuniquen por su mediación las voces de los hombres, de quienes están lejos, a fin de perseverar lo más incontaminados posible?
¿Qué diré ya de los otros sentidos? Ni aun los dioses podrían contaminarse si estuvieran presentes; ni los mismos demonios cuando lo están, pueden contaminarse con los vapores de los cuerpos humanos vivos si no se contaminan con tantas pestilencias de los cadáveres de los sacrificios. Con relación al sentido del gusto, no los apremia necesidad alguna de restablecer su mortalidad, para que, movidos por el hambre, anden buscando de los hombres alimento. El tacto está bajo su potestad. Pues aunque el tacto parece recibir el nombre sobre todo de este sentido, en el resto, sin embargo, si quisieran, se mezclarían con los hombres para verlos o ser vistos, para oírlos o ser oídos; pero en cuanto al tacto, ¿qué necesidad tienen de ello? Ni los hombres osarían apetecer esto, cuando se hallaran en la presencia o conversación de los dioses o demonios buenos. Y si llegara a tanto su curiosidad que lo pretendieran, ¿cómo podría tocar a un dios o un demonio contra su voluntad quien no es capaz de tocar a un pájaro sin haberlo cogido?
2. Por consiguiente, los dioses podrían mezclarse con los hombres por la vista, oyéndolos o escuchándolos. Así se mezclan los demonios, como dije, sin contaminarse, y los dioses se contaminarían si se mezclasen. Dicen que los demonios son incontaminables, y contaminables los dioses. Y si se contaminan los demonios, ¿en qué pueden ayudar a los hombres después de la muerte para la vida feliz, a los cuales no pueden limpiar estando ellos contaminados? ¿Cómo pueden presentarlos limpios a los dioses incontaminados, entre los cuales y los hombres están constituidos mediadores?
Y si no les hacen este servicio, ¿de qué les aprovecha a los hombres la amistosa mediación de los demonios? ¿Acaso para que, después de la muerte, no pasen los hombres a los dioses por mediación de los demonios, sino que vivan unos y otros contaminados y así ni unos ni otros felices? A no ser que alguno trate de explicarlo diciendo que los demonios limpian a sus amigos a modo de las esponjas o cosas parecidas, de suerte que queden ellos tanto más sucios cuanto quedan los hombres más limpios sirviendo ellos de detergentes.
Si esto es así, mezclan con los demonios más sucios a los dioses, que, para no contaminarse, rehuyeron la proximidad y el trato de los hombres. ¿Pueden acaso los dioses limpiar a los demonios contaminados por los hombres, sin ser contaminados ellos, y no podrían lo mismo limpiar a los hombres? ¿Quién puede pensar esto sino quien ha sido engañado por los falacísimos demonios? Si el ver y el ser visto trae contaminación, y son vistos por los hombres los dioses que llama visibles, «brillantes luminares del mundo», y los demás astros, ¿estarán más seguros de esta contaminación de los hombres los demonios, que no pueden ser vistos si no quieren? Y si no es el ser visto, sino el ver lo que contamina, tendrán que negar que estos «brillantes luminares del mundo», que llaman dioses, ven a los hombres cuando proyectan sus rayos sobre la tierra. No se contaminan estos rayos que se derraman sobre todas las cosas inmundas, ¿y se habrían de contaminar los dioses, si se mezclaran con los hombres, aunque fuera necesario el contacto para socorrerlos? Pues los rayos del sol y la luna tocan la tierra, y no quedan manchados por ella.
CAPÍTULO XVII
Para conseguir una vida feliz, que consiste en la participación del bien supremo, no
necesita el hombre un mediador como el demonio, sino como es el único, Cristo
Estoy maravillado de que hombres tan sabios, que tuvieron en tan poco lo corporal y sensible en comparación de lo incorpóreo e inteligible, hagan mención de los contactos corporales cuando se trata de la vida feliz. ¿Dónde queda aquello de Plotino: «Es preciso refugiarse en la patria amadísima, y allí está el padre y allí todas las cosas»? «Y ¿en qué consiste -continúa- esta fuga? En hacerse semejante a Dios». De suerte que si cuanto uno es más semejante a Dios, tanto más cerca está, el mayor alejamiento será la desemejanza. Y el alma del hombre tanto menos se asemejará a aquel incorpóreo, eterno e inmutable cuanto más se alampe por las cosas temporales y mudables.
Para superar esto se hace preciso un mediador, ya que los seres mortales e inmundos de aquí abajo no pueden reunirse con la inmortal pureza de arriba. Pero el tal mediador no ha de tener un cuerpo inmortal cercano a los seres supremos, y un espíritu enfermizo semejante a los ínfimos, ya que con la enfermedad nos podría envidiar más bien para que no curemos que ayudarnos para sanar; sino que adaptado a nuestra bajeza por la mortalidad de su cuerpo, nos suministre un verdadero auxilio divino para nuestra limpieza y purificación, por la justicia inmortal de su espíritu, mediante la cual permaneció en las alturas, no por la distancia del lugar, sino por la excelencia de su semejanza.
Un Dios incapaz de la contaminación no puede temer lo contamine el hombre de que se ha revestido o los hombres con quienes trató siendo hombre. Son grandes en verdad estos dos misterios que por su encarnación nos mostró para nuestra salud: ni la carne puede contaminar a la verdadera divinidad ni hemos de tener por mejores a los demonios por no tener carne. Éste es, como nos enseña la Sagrada Escritura, el Mediador entre Dios y los hombres, un hombre, el Mesías Jesús2. No es éste el lugar para hablar a medida de nuestras posibilidades ni de su divinidad, por la cual es igual al Padre, ni de su humanidad, por la cual se hizo semejante a nosotros.
CAPÍTULO XVIII
La falacia de los demonios, al prometerse con su intercesión el camino hacia Dios,
no tiene otra pretensión que apartar a los hombres de la verdad
Los demonios mediadores, falsos y engañosos, que en sus muchas obras se muestran claramente miserables y malignos por la inmundicia de su espíritu, intentan, mediante el espacio de los lugares y por la agilidad de sus cuerpos aéreos, distraernos y apartarnos del perfeccionamiento de los ánimos; lejos de ofrecernos el camino hacia Dios, impiden que nos mantengamos en el camino. Ciertamente en este mismo camino, que es falsísimo y opuesto al error, por el cual no camina la justicia, ya que no es a través de la altura corporal, sino por la semejanza espiritual, esto es, incorpórea, como tenemos que ascender hacia Dios; en el mismo camino corporal, que disponen los amigos de los demonios por los escalones de los elementos, establecidos los demonios aéreos como mediadores entre los dioses etéreos y los hombres terrenos, piensan que los dioses tienen por fin principal no contaminarse por el contacto humano mediante el espacio de estos lugares.
Así juzgan más fácil contagiarse los demonios por los hombres que purificarse los hombres por los demonios, y que los mismos dioses se contaminarían, si no estuvieran preservados por la altura del lugar. ¿Habrá alguien tan infeliz que piense puede quedar limpio por este camino, donde se dice que los hombres contaminan, los demonios son contaminados y los dioses contaminables? ¿No elegirá más bien el camino en que mejor se evite la contaminación de los demonios y, para entrar en la compañía de los ángeles incontaminados, se purifiquen los hombres de la contaminación por el Dios incontaminable?
CAPÍTULO XIX
El nombre de demonio no se toma ya en buen sentido ni entre sus mismos adoradores
Como algunos de estos que podríamos llamar adoradores de los demonios, entre los cuales se encuentra Labeón, dicen que otros llaman ángeles a los que ellos llaman demonios, para no dar la impresión de que también nosotros andamos enzarzados en un debate de palabras, me parece ya hora de tratar algo sobre los ángeles buenos, cuya existencia ciertamente no niegan éstos; aunque prefieren darles el nombre de demonios buenos en vez de ángeles. En cambio, nosotros, siguiendo la Escritura, que nos hace cristianos, siempre encontramos ángeles buenos y ángeles malos, nunca demonios buenos; y donde quiera que en aquellas letras se encuentra este nombre, dæmones o dæmonia, siempre se quiere significar los espíritus malignos. Los pueblos por doquier han seguido esta manera de hablar; de suerte que aun de los llamados entre ellos paganos, que defienden el culto de muchos dioses y demonios, no habrá alguno, por literato que sea, que le diga a un esclavo en tono de alabanza «tienes un demonio»; antes bien, no se puede dudar que, cuando dice esto a alguno, no lo dice sino en plan de maldición.
¿Qué motivo, pues, puede forzarnos a exponer lo que dijimos, después de ofender con esta palabra tantos oídos, por no decir todos los que acostumbran a oírla sólo en sentido peyorativo? Mucho más, ya que podemos, usando el nombre de ángeles, evitar esa ofensa que podía tener lugar con el nombre de demonios.
CAPÍTULO XX
Cualidad de la ciencia que hace soberbios a los demonios
El mismo origen de esta palabra, si consultamos los libros divinos, nos suministra una enseñanza notable. Reciben el nombre deεὐδαίμονες, demonios de la ciencia, pues la palabra es griega. El Apóstol, inspirado por el Espíritu Santo, dice: El conocimiento engríe; lo constructivo es el amor3. Palabras cuyo sentido es que sólo aprovecha la ciencia cuando está animada por la caridad; sin ésta, la ciencia hincha, es decir, levanta a la soberbia de la hinchazón más vacía. En los demonios existe, pues, la ciencia sin caridad, y por ello están tan hinchados, es decir, tan soberbios, que se han procurado con afán los honores divinos y el servicio de la religión, que saben se debe al verdadero Dios, y todavía se lo están procurando cuanto pueden y en cuantos pueden. Qué poder tenga la humildad de Dios, que apareció en forma de esclavo, contra la soberbia de los demonios, que dominaba por sus favores al género humano, no lo conocen las almas de los hombres hinchadas por la inmundicia de la jactancia, semejantes a los demonios por la soberbia, no por la ciencia.
CAPÍTULO XXI
Hasta qué punto quiso el Señor descubrirse a los demonios
No se les oculta esto tampoco a los demonios, pues le dijeron al mismo Señor revestido de la debilidad de la carne: ¿Quién te mete a ti en esto, Jesús Nazareno? ¿Has venido aquí a atormentarnos antes de tiempo?4 Queda patente en estas palabras que había en ellos una gran sabiduría, pero no había caridad. Temían su castigo de parte de Cristo, no amaban en Él la justicia. Se les manifestó tanto como quiso, y quiso tanto como fue conveniente. Pero se les dio a conocer no como a los ángeles santos, que gozan de la participación de su eternidad, en cuanto es el Verbo de Dios, sino cual era necesario darse a conocer a éstos para atormentarlos, de cuyo tiránico poder, por así decir, había de librar a los predestinados a su reino y a su gloria, siempre veraz y en verdad eterna.
Se manifestó, pues, a los demonios, no por lo que es la vida eterna y la luz inconmutable que ilumina a los piadosos, cuyos corazones se purifican por la fe que se tiene en él; se les dio a conocer por algunos efectos temporales de su poder y prodigios de su ocultísima presencia, que podían ser más visibles a los sentidos angélicos, aun de los espíritus malignos, que a la flaqueza de los hombres. Finalmente, cuando tuvo a bien suprimir un tanto esos signos, y alguna vez lo ocultó profundamente, llegó a dudar de él hasta el príncipe de los demonios; e indagando si era Cristo, le tentó hasta donde él mismo permitió ser tentado para proporcionar, en la humanidad de que era portador, un ejemplo a nuestra imitación.
Pero después de aquella tentación, cuando, como está escrito, le servían5 los ángeles, buenos y santos, y por ello temibles y terribles para los espíritus inmundos, más y más se descubría a los demonios qué poder tenía, de suerte que nadie osase resistir a su mandato, por más que pareciera en él tan menospreciable la debilidad de la carne.
CAPÍTULO XXII
Diferencia entre la ciencia de los santos ángeles y la de los demonios
Para estos ángeles buenos es despreciable toda la ciencia de las cosas corporales caducas, de que se enorgullecen los demonios, no porque desconozcan esas cosas, sino porque estiman tanto la caridad de Dios, que les santifica. Ante su hermosura, no sólo incorpórea, sino también inconmutable e inefable, en cuyo santo amor se inflaman, menosprecian todas las criaturas que están por debajo y todo lo que no es Él, y a sí mismos entre todas ellas; gozan, en cuanto son buenos, del bien que los hace buenos. Por eso conocen con más certeza estas cosas temporales y mudables, porque ven sus causas principales en el Verbo de Dios, por el que fue hecho el mundo: causas que aprueban algunas cosas, reprueban otras, las ordenan todas.
Los demonios, en cambio, no contemplan en la Sabiduría de Dios las causas eternas y, en cierto modo, principales de los tiempos, sino que con una mayor experiencia de ciertos signos que nosotros, ven muchas más cosas futuras que los hombres, y a veces también hacen saber de antemano sus intenciones. Finalmente, muchas veces se equivocan éstos, no los ángeles.
En efecto, una cosa es conjeturar los acontecimientos temporales por los signos temporales, y los mudables por los mudables, e introducir en ellos el módulo temporal y mudable de su voluntad, lo cual, en cierto modo, está permitido a los demonios; y otra, ver los cambios de los tiempos en las leyes eternas e inconmutables de Dios, que tienen su asiento en su Sabiduría, y conocer por la participación de su Espíritu la voluntad de Dios, que es la más inequívoca y poderosa de todo; y esto es un privilegio concedido con justa elección a los ángeles. Así, no sólo son eternos, sino también felices. Y el bien que los hace felices es su Dios, por el que fueron creados: gozan indefectiblemente de su participación y contemplación.
CAPÍTULO XXIII
El nombre de dioses, falsamente atribuido a los dioses de los paganos, es común a los
santos ángeles y a los hombres justos según la autoridad de las divinas Escrituras
1. Si los platónicos prefieren llamar dioses a éstos mejor que demonios, y agregarlos a los que, según su jefe y maestro, Platón, habían sido hechos por el Dios supremo, háganlo enhorabuena; no merece la pena sostener una controversia sobre las palabras. Si dicen que son inmortales, aunque hechos por el Dios supremo, y que son felices no por sí mismos, sino por su unión al que los hizo, dicen, ni más ni menos, lo mismo que nosotros, llámenlos como los llamen.
Que éste sea el sentir de los platónicos, ya de todos, ya de los mejores, se puede constatar en sus libros. Aunque sobre el mismo vocablo, con que designan dioses a criaturas inmortales y felices de esta clase, no puede haber apenas disensión entre ellos y nosotros, puesto que en nuestras letras sagradas se lee: El Dios de los dioses, el Señor habla6; y en otro lugar: Dad gracias al Dios de los dioses; y también: Soberano de todos los dioses7.
Por qué se dijo aquello otro: Es terrible sobre todos los dioses8, se aclara luego cuando dice: Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo9. Dijo, pues, sobre todos los dioses, pero de los gentiles, esto es, de los que los gentiles tienen por dioses, que son los demonios. Por eso dice terrible, y bajo este terror decían al Señor: ¿Has venido a destruirnos?10 En cambio, donde dice: Dios de dioses, no puede entenderse del Dios de los demonios; como Soberano de todos los dioses, no puede admitirse se diga soberano de todos los demonios. Pero la misma Escritura llama dioses a los hombres en el pueblo de Dios: Yo dije: sois dioses e hijos del Altísimo todos11. Y así se puede entender como Dios de estos dioses el que fue llamado Soberano de todos los dioses.
2. Sin embargo, podría preguntársenos: si fueron llamados dioses los hombres, porque están en el pueblo de Dios, al cual habla Dios por medio de los ángeles o de los hombres, ¿cuánto más dignos de este nombre son los inmortales, que gozan de aquella felicidad, a la que por el culto de Dios desean llegar los hombres? Tendríamos que responder que no en vano en las Sagradas Escrituras se llama dioses a los hombres más claramente que a los inmortales y felices, a los que se nos promete seremos iguales en la resurrección, a fin de que nuestra debilidad falta de fe no osara constituir dios alguno de ellos por su excelencia. Lo cual es fácil evitar en el caso de un hombre.
Debieron llamarse más claramente dioses los hombres en el pueblo de Dios para que estuvieran seguros y confiados de que su Dios era aquel de quien se dijo Dios de dioses; ya que aunque se llamen inmortales y felices los que están en el cielo, sin embargo, no se llamaron dioses, esto es, dioses de los hombres establecidos en el pueblo de Dios, a quienes se dijo: Yo dije: sois dioses e hijos del Altísimo todos. Por eso dice el Apóstol: Aunque hay los llamados dioses, ya sea en el cielo, ya en la tierra -y de hecho hay numerosos dioses y numerosos señores-, para nosotros no hay más que un Dios, el Padre, de quien procede el universo y a quien estamos destinados nosotros, y un solo Señor, Jesús Mesías, por quien existe el universo y por quien existimos nosotros12.
3. Por tanto, no hemos de proseguir el debate sobre el nombre, pues la cosa está tan clara que excluye todo escrúpulo de duda. Cierto que no les place a ellos nuestra afirmación de que del número de sus inmortales felices Dios ha enviado a los ángeles para que anunciasen su voluntad a los hombres; y esto porque ellos creen que este ministerio se realiza no por aquellos que llaman dioses, esto es, inmortales y felices, sino por los demonios, a los que sólo se atreven a llamar inmortales, pero no felices; o, a lo más, inmortales y felices sólo en el sentido de que son demonios buenos, no dioses colocados tan arriba que están alejados del trato humano. Aunque parezca esto una controversia de nombre sólo, es tan detestable el nombre de los demonios que tenemos que rechazarlo totalmente de los santos ángeles.
Al terminar este libro, quede bien claro que los inmortales y felices, o como quieran llamarlos, formados al fin y creados, no son intermediarios para llevar a la felicidad inmortal a los mortales y miserables, de los cuales los separan una y otra diferencias. Y los que son intermedios por su inmortalidad común con los superiores y su miseria con los inferiores, siendo miserables justamente por su malicia, pueden más bien envidiarnos esta felicidad, que no tienen que procurárnosla.
De suerte que no tienen los amigos de los demonios nada digno que ofrecernos para que honremos como auxiliares nuestros a aquellos de los que más bien debemos huir como engañadores. Hay otros buenos, y, por tanto, no sólo inmortales, sino también felices, que juzgan deben ser honrados con el nombre de dioses con ceremonias y sacrificios para alcanzar la vida feliz después de la muerte; y éstos, cualesquiera que sean, y reciban el nombre que quieran, dicen que no quieren se dé tal testimonio de religión sino al único Dios, por quien han sido creados y con cuya participación son felices. De éstos, con la ayuda del mismo Dios, trataremos con más atención en el libro siguiente.
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