Siempre me he preguntado si realmente es posible para mí, en mi limitación, llegar a amar, como Cristo, a aquellos que me han hecho daño.
En ocasiones, ofrecer la otra mejilla no sólo parece imposible sino incluso algo que atenta contra el más básico y primitivo instinto de supervivencia.
La manera en la que lo he interpretado, sin pretender que sea la correcta, no es exponerme sin defensa alguna a un daño mayor, sino simplemente dejarlo pasar, ofrecerlo a nuestro Señor y no hacer nada.
Lo que yo percibo como un daño real, lo es también para Cristo. No pretendo escapar al dolor, sino sufrirlo en su compañía. Él ha cargado cada uno de esos dolores en la cruz. Cada falta de uno de sus hijos es otra espina en su corona, un nuevo golpe que hunde cada vez más alguno de los clavos en su cuerpo. Y no debo olvidar que también lo son cada uno de mis pecados.
Entonces ¿quién soy yo para juzgar? ¿Quién soy yo para llamar
culpable a nadie cuando soy tan culpable como los que acuso? Cuando me he acercado en oración a Dios le he preguntado ¿qué puedo hacer con lo que no puedo cambiar y me duele tanto? ¿Cómo aceptar el daño para después dejarlo ir?
Él me ha respondido claramente diciéndome: déjalo en mí. No hagas nada. Ninguna recriminación o juicio. Ninguna acción contra el ofensor. Y sobre todo, ninguna difamación; ya que desacreditar a una persona frente a los demás es un acto sutil de venganza.
Guardar silencio, confiar en Dios y refugiarme en su amor, será mi forma de amar a mi enemigo.
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