martes, 26 de diciembre de 2017

La Navidad y la Civilización Cristiana



“La luz resplandecerá hoy sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor; y será llamado Admirable, Dios, príncipe de la paz, Padre del siglo futuro, cuyo reino no tendrá fin” *

Plinio Corrêa de Oliveira

Considerando los hechos en una extensa perspectiva histórica, el día de Navidad fue el primer día de vida de la civilización cristiana. Vida aún germinativa e incipiente, como las primeras claridades del sol que nace, pero vida que ya contenía en sí todos los elementos incomparablemente ricos, de la espléndida madurez a la que estaba destinada.

En efecto, si es cierto que la civilización es un hecho social, que para existir como tal ni siquiera puede contentarse con influenciar a un pequeño puñado de personas sino que debe irradiarse sobre una colectividad entera, no puede decirse que la atmósfera sobrenatural que emanaba del pesebre de Belén sobre los circunstantes, ya estaba formando una civilización.


Pero si, por otro lado, consideramos que todas las riquezas de la civilización cristiana se contienen en Nuestro Señor Jesucristo como en su fuente única, infinitamente perfecta, y que la luz que comenzó a brillar sobre los hombres en Belén habría de extender cada vez más sus claridades hasta difundirse por el mundo entero transformando las mentalidades, aboliendo e instituyendo costumbres, infundiendo un espíritu nuevo en todas las culturas, uniendo y elevando a un nivel superior todas las civilizaciones, se puede decir que el primer día de Cristo en la tierra fue desde luego el primer día de una era histórica.

¿Quién lo hubiese dicho? No hay ser humano más débil que un niño. No hay habitación más pobre que una gruta. No hay cuna más rudimentaria que un pesebre. Sin embargo, este Niño, en aquella gruta, en aquel pesebre, habría de transformar el curso de la historia.

¡Y qué transformación! La más difícil de todas, pues se trataba de orientar a los hombres en el camino más opuesto a sus inclinaciones: la vía de la austeridad, del sacrificio, de la Cruz. Se trataba de invitar a la fe a un mundo descompuesto por las supersticiones, por el sincretismo religioso y por el escepticismo completo. Se trataba de invitar a la justicia a una humanidad inclinada a todas las iniquidades. Se trataba de invitar al desapego a un mundo que adoraba el placer bajo todas sus formas. Se trataba de atraer hacia la pureza a un mundo en que todas las depravaciones eran conocidas, practicadas, aprobadas. Tarea evidentemente inviable, pero que el Divino Niño comenzó a realizar desde el primer instante en esta tierra, y que ni la fuerza del odio, ni la fuerza del poder, ni la fuerza de las pasiones humanas podría contener.

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Natividad, Giotto di Bondone, 1304-06 – Al fresco, Capilla de los Scrovegni, Padua

Dos mil años después del Nacimiento de Cristo, parecemos haber vuelto al punto inicial. La adoración del dinero, la divinización de las masas, la exasperación del gusto de los placeres más vanos, el dominio despótico de la fuerza bruta, las supersticiones, el sincretismo religioso, el escepticismo, en fin, el neo-paganismo en todos sus aspectos invadieron nuevamente la tierra.

Blasfemaría contra Nuestro Señor Jesucristo quien afirmase que este infierno de confusión, de corrupción, de rebelión, de violencia que tenemos frente a nosotros es la civilización cristiana, es el Reino de Cristo en la tierra. Apenas uno que otro gran lineamiento de la antigua cristiandad sobrevive, quebrantado, en el mundo de hoy. Sin embargo, en su realidad plena y global la civilización cristiana dejó de existir, y de la gran luz sobrenatural que comenzó a resplandecer en Belén muy pocos rayos brillan aún sobre las leyes, las costumbres, las instituciones y la cultura del siglo XXI.

¿Por qué eso? ¿Habría perdido la acción de Jesucristo —tan presente en nuestros tabernáculos como en la gruta de Belén— algo de su eficacia? —Evidentemente no.

Y, si la causa no está ni puede estar en Él, por cierto está en los hombres. Venido a un mundo profundamente corrompido, Nuestro Señor y después de Él la Iglesia naciente encontraron almas que se abrieron a la prédica evangélica. Hoy, la prédica evangélica se disemina por toda la tierra. Mientras tanto crece de modo sorprendente el número de los que se niegan con obstinación a oír la palabra de Dios, de los que por las ideas que profesan, por las costumbres que practican, están precisamente en el polo opuesto a la Iglesia.

“Lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt” (La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron – Jn 1, 5).

En esto, solo en esto, está la causa de la ruina de la civilización cristiana en el mundo. Pues si el hombre no es, no quiere ser católico, ¿cómo puede ser cristiana la civilización que nace de sus manos?

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Asombra que muchos pregunten cuál es la causa de la crisis titánica en que el mundo se debate. Basta imaginar que la humanidad cumpliese la ley de Dios, que ipso facto la crisis dejaría de existir. El problema, pues, está en nosotros. Está en nuestro libre arbitrio. Está en nuestra inteligencia que se cierra a la verdad, en nuestra voluntad que, solicitada por las pasiones, se rehúsa al bien. La reforma del hombre es la reforma esencial e indispensable. Con ella, todo estará hecho. Sin ella, todo cuanto se hiciere será nada.

Esta es la gran verdad que se debe meditar en Navidad. No basta que nos inclinemos ante el Niño Jesús, al sonido de los himnos litúrgicos, en unísono con la alegría del pueblo fiel. Es necesario que cuidemos cada cual de nuestra reforma, y de la reforma del prójimo, para que la crisis contemporánea encuentre solución, para que la luz que brilla en el pesebre recobre el campo libre para su irradiación en todo el mundo.

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¿Pero cómo conseguirlo? ¿Dónde están nuestros cines, nuestras radios, nuestros periódicos, nuestras organizaciones? ¿Dónde están nuestras bombas atómicas, nuestros tanques, nuestros ejércitos? ¿Dónde están nuestros bancos, nuestros tesoros, nuestras riquezas? ¿Cómo luchar contra el mundo entero?

La pregunta es ingenua. Nuestra victoria proviene esencialmente y ante todo de Nuestro Señor Jesucristo. Bancos, radios, cines, organizaciones, todo eso es excelente, y tenemos obligación de utilizarlos para la dilatación del Reino de Dios. Pero nada de eso es indispensable. O, en otros términos, si la causa católica no cuenta con esos recursos, no por negligencia y falta de generosidad nuestra, sino sin culpa nuestra, el Divino Salvador hará lo necesario para que venzamos sin ello. El ejemplo nos lo dieron los primeros siglos de la Iglesia: ¿no venció esta, a despecho de haberse coligado contra ella todas las fuerzas de la tierra?

Confianza en Nuestro Señor Jesucristo, confianza en lo sobrenatural, aquí tienen otra preciosa lección que nos da la Navidad.

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Y no terminemos sin descubrir una enseñanza más, suave como un panal de miel. Sí, hemos pecado. Sí, inmensas son las dificultades que se nos deparan para volver atrás, para subir. Sí, nuestros crímenes y nuestras infidelidades atrajeron merecidamente sobre nosotros la cólera de Dios. Pero, junto al pesebre, está la Medianera clementísima, que no es juez sino abogada, que tiene hacia nosotros toda la compasión, toda la ternura, toda la indulgencia de la más perfecta de las madres.

Puestos los ojos en María, unidos a Ella, por medio de Ella, pidamos en esta Navidad la gracia única, que realmente importa: el Reino de Dios en nosotros y en torno de nosotros.

Todo lo demás nos será dado por añadidura. 



* En la Misa de la Aurora. Introit. Lux fulgebit hodie.

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