Lo ignoramos casi todo de lo que Dios quiere de nuestro corazón. Nos hemos olvidado a menudo de las palabras de Jesús en el Evangelio, según las cuales Dios “no rechaza el corazón que ha creado”. Es decir, que Dios quiere y puede convertir nuestro corazón, que la caridad desborda y supera nuestro corazón, pero que “toma carne” en nosotros a través de nuestro corazón.
Jesús no vino para arrancarnos nuestro corazón malvado y convertirnos en personas sin corazón, sino para darnos un corazón nuevo capaz de convertirse en un corazón semejante al suyo.
Desde el principio hasta el final, el Evangelio nos enseña, nos muestra y nos propone la conversión del corazón.
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Para vivir, hay que amar.
El Sagrado Corazón, el corazón de Cristo nos muestra cómo podremos ser cuando hayamos resucitado del pecado y vivamos la vida eterna.
Este corazón que tenemos que imitar, reproducir, encarnar en nuestras entrañas no es sólo el corazón de un justo. Para asemejarnos a él, no basta con dotar nuestro corazón de sentido común, verificarlo o rectificarlo, en definitiva no basta con hacer un examen de conciencia y diversos ejercicios de perfección. Para conseguir el corazón del hombre nuevo, el corazón tiee que ser invadido, dinamizado y poseído por el amor de Dios y por el Dios que es Amor.
Y este corazón nuevo, este corazón injertado de vida nueva, debe aceptar filialmente, de decir libremente, que el amor de Dios se convierta en él en pasión de hombre: la pasión de entregar a Dios, sin cesar y de una forma plena y absoluta, la vida por el mundo, esa vida que él mismo nos regala a cada instante.
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Hemos buscado en el Evangelio en qué consiste “la conversión del corazón” y un corazón convertido. Y el Evangelio nos respondió sin ambigüedad. Y nos puso delante de los ojos ese “corazón de carne”, filial y fraternal, creado y rescatado. Y nuestro corazón no se le parece en absoluto.
Y eso que, durante muchos años, nos hemos afanado y hemos derrochado mucha voluntad. Entonces, empezamos a dudar de si, obedecer a los mandatos del a caridad, es posible. Y sobre nosotros sentimos que pesa como una carga el viejo “corazón de piedra” del hombre pecador.
Entonces leemos juntos l pasaje de Mateo 11,28. Esta lectura o nos ha aportado “perspectivas espirituales”, sino seguridades concretas, seguridades basadas en la fidelidad de Cristo a su palabra.
“Venid a mi”: Jesús quiere una búsqueda personal que vayamos en busca de aquel que nos espera personalmente…
“Cargad con mi yugo y aprended de mí”: las dos cosas a la vez. Hacer lo que él dice y no aprender en otra parte cómo hacerlo. Permanecer directamente conectados con él, para escuchar su palabra y dejarle que nos haga capaces de obedecerla.
“Y yo os aliviaré”: No seremos personas ociosas, sino personas cansadas por nuestra culpa y descansadas por la suya, porque solo Él puede concedernos el descanso que necesita nuestra fatiga.
“Porque soy manso y humilde de corazón”: Su corazón es manso y humilde por naturaleza, por constitución. En su escuela, nuestro corazón debe convertirse, por disposición libre, o debe intentar convertiré en corazón manso y humilde y luchar en nosotros contra todo lo que no sea la mansedumbre y la humildad de Cristo.
“Y hallaréis descanso para vuestras vidas.”: Porque la humildad y la mansedumbre cambian nuestro corazón de piedra en corazón de carne. La humildad y la mansedumbre nos liberan son signo vivo de la conversión, de esa conversión aceptada y deseada. La humildad y la mansedumbre del pecado habitual y de esa tendencia profunda que atenta contara la gracia.
Sí, “porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. No se trata de ejercitarse en una serie de virtudes deportivas, sino de acostumbrase a ver con los ojos de la fe.
Ser humilde es ser consciente del lugar que ocupamos como criaturas y como rescatados por Dios. Un lugar indiscutible, desde el que tenemos que sopesar la voluntad de Dios. Un lugar común a todos los hombres. El único lugar en el que todos somos hermanos. (No existe humildad ni fraternidad descendente: estamos todos juntos abajo). Nos hacemos humildes no fabricando humildad, sino conformando nuestra vida a la de Dios, a través de la fe, en la oración y en Cristo.
Ser manso es reconocer nuestra incapacidad de conocer mejor que Dios, lo que es bueno. Es ser dóciles y dejarnos llevar de su mano. Es sabernos sin derechos innatos y fundamentales sobre los demás. Es subordinar todo amor materno, educativo, protector, defensor, etc., al amor fraterno fundamental: el de nuestra fraternidad de creación y de redención.
Esto también e adquiere no a través de ejercicios, sino a través de la rectificación de “nuestra vida” en la oración- “Si tu ojo está sano…”.
MADELEINE DÊLBREL,
Comunidades según el Evangelio. PPC, Madrid, 1998, Extracto pp. 122-127.
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