“¿Dios es de veras misericordioso?”. Es ésta una pregunta que quizás no la hacemos en voz alta, pero delante de pecados personales, delante de nuestra mediocridad y falta de correspondencia a la gracia, a veces el pensamiento de que Dios ponga un límite a su misericordia puede salir a flote a nuestro espíritu de modo inquietante.
Lo sabemos en teoría que Dios es misericordioso, pero sólo si experimentamos su misericordia nos convencemos realmente de que es verdad, más aún, es una de las verdades centrales de nuestra fe. Y ¿dónde experimentamos la misericordia de Dios? Sin duda ninguna en el sacramento de la confesión de modo principal, pero también y de modo muy profundo en la oración.
En la oración el Señor manifiesta de modo especial su misericordia al alma. Sabemos que uno de los principales atributos de Dios, el fundamental según no pocos autores, es la misericordia. Nuestro Dios es un Dios “rico en misericordia” (Ef 2, 4). Ya en el Antiguo Testamento el Señor se presenta en el Antiguo como un Dios que “usa misericordia hasta mil generaciones hacia quienes lo aman y guardan sus mandamientos” (Deut 5, 9-10). La oración es el lugar donde Él se revela al alma como lo que Él es: un Dios lleno de amor misericordioso. Santa Teresa, exclamaba, comentando el Cantar de los Cantares: “¡Oh Señor, qué son aquí las misericordias que usáis con el alma! Seáis bendito y alabado por siempre, que tan buen amador sois”(Comentario al Cantar de los Cantares, 5, 5).
Dios se va revelando poco a poco al alma y en el diálogo con Él, el alma va conociendo al Señor, va descubriendo lo buen “amador” que es, cómo sabe amar por encima de cualquier pecado, debilidad y fragilidad. Él está ahí esperando no para alzar sobre nosotros la vara de la justicia sino para revelarnos el rostro de la misericordia.
Misericordia en concreto
En la oración la misericordia no se experimenta en abstracto, sino cada orante reconoce en su historia personal cómo el Señor ha estado velando por su vida, la ha acompañado, la ha levantado cuando se había caído, la ha esperado cuando era necesario, ha tenido una paciencia infinita con ella, en una palabra, ha sido para ella un verdadero “amador”, que no se desanima ante las numerosas faltas de correspondencia, los pecados, las veleidades, las indiferencias, la visión estrecha de la realidad, incluso la malicia del hombre.
El Señor se manifiesta en la oración como Padre de las misericordias que no deja de esperar que el hijo pródigo que somos nosotros vuelva al hogar. Si recurrimos constantemente a la oración iremos conociendo mejor el rostro misericordioso de Dios, y alejaremos ese cliché del Dios de la venganza y del castigo, que no es el Dios, Padre bueno lleno de amor por sus hijos, que nos ha revelado Jesucristo. La santa de Ávila, experta en oración, se maravillaba de la gran misericordia que Dios había usado con ella y exclamaba: “¡Oh Dios mío y criador mío! ¿Es posible que hay nadie que no os ame?” (Comentario al Cantar de los Cantares 5, 5).
Reconocer el amor misericordioso de Dios nos lleva a querer corresponder a este amor: ¿cómo no amar a este Dios que tanto nos ama? ¿Será posible – se pregunta la santa- que haya alguien que no ame a Dios, habiéndolo conocido en la oración como Amor misericordioso. Será posibe misericordioso, y me espera en la oración para mostrarme su rostro de amor.
Agradecemos esta aportación al P. Pedro Barrajón, L.C. (Más sobre el P. Pedro Barrajón, L.C)
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