LA DEVOCIÓN MARIANA DE SAN FRANCISCO
6. VIVENCIA DE LA PIEDAD MARIANA
por Kajetan Esser, ofm
Las biografías destacan con acentos particulares la predilección de Francisco por los lugares marianos, por las iglesias puestas bajo la protección de la Virgen. Tres de estas iglesitas las restauró personalmente. La más significativa e importante para la vida futura de Francisco y de su orden fue la ermita de Santa María de los Angeles, cerca de Asís, llamada Porciúncula. El santo no se cansaba de contárselo a sus hermanos: «Solía decir que por revelación de Dios sabía que la Virgen santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a lo ancho del mundo, y por eso el santo la amaba más que a todas» (2 Cel 19). Este relato resalta inequívocamente que Francisco se afanaba con infantil sencillez en amar todo lo que sabía que María amaba. Y este amor era particularmente premiado precisamente en la Porciúncula. Por eso, lleno de confianza llevó a sus doce primeros hermanos a esta iglesita, «con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la orden de los menores, recibiera también -con su auxilio- un renovado incremento» (LM 4,5). Y aquí fijó su primera residencia, por su entrañable amor a la Madre bendita del Salvador. Y cuando se sintió morir, se hizo conducir allá, para morir «donde por mediación de la Virgen madre de Dios había concebido el espíritu de perfección y de gracia» (Lm 7,3).
Por así decirlo, quiso pasar toda su vida en la casa de María, para encontrarse siempre cerca de su solicitud maternal. Y lo deseó también para sus seguidores. Por eso, ya moribundo, recomendó de modo especialísimo a sus hermanos este lugar santo: «Mirad, hijos míos, que nunca abandonéis este lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por el otro» (1 Cel 106; cf. LM 2,8).
Sintiéndose muy íntimamente vinculado a la Madre de Dios y tan profundamente obligado con ella a lo largo de su vida, se mostraba particularmente agradecido: «Le tributaba peculiarmente alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2 Cel 198). Como lo demuestran las rúbricas para el Oficio de la pasión, diariamente rezaba especiales «salmos a santa María» (OfP introducción), muy probablemente el así llamado Officium parvum beatae Mariae Virginis, compuesto ya en el siglo XII y que con frecuencia se rezaba juntamente con las horas canónicas. Enseñaba a sus hermanos a decir también el Ave María, en la forma breve de la edad media, cuando rezaban el Pater noster. Debían meditar particularmente las alegrías de María, «para que Cristo les concediese un día las alegrías eternas».
Parece que entre todas las fiestas de la Virgen, Francisco tenía predilección por la de la Asunción. Acostumbraba prepararse a ella con un ayuno especial de cuarenta días. Puede que se deba a él el que los hermanos de la penitencia (los terciarios) estuvieran dispensados de la abstinencia este día, como ocurría en las fiestas más grandes, si coincidía con alguno de los días que según la regla fueran de abstinencia. En esta fiesta debía prevalecer la alegría por el honor concedido a María.
Poseído por la más completa confianza en la Virgen, Francisco realizó obras maravillosas. Así, cierto día cogió unas migas de pan, las amasó con un poco de aceite tomado de la lámpara que «ardía junto al altar de la Virgen» y se lo mandó a un enfermo, que «por la fuerza de Cristo» curó perfectamente (LM 4,8). Se apareció también a una señora, aquejada por los dolores de un parto dificilísimo, y le dijo que rezara la «Salve, Regina misericordiae». Mientras la rezaba, dio felizmente a luz un niño (3 Cel 106). Aunque estos relatos pudieran ser dejados de lado por legendarios, demuestran cuando menos hasta qué punto los contemporáneos de Francisco apreciaban su confianza en María y con qué delicadeza la han asociado a su imagen.
La piedad mariana de Francisco, acuñada en muchos detalles por la corriente de la tradición cristiana, pero nacida especialmente de la espiritualidad de este gran santo, fue recogida vitalmente por su orden, y transmitida a través de los siglos. Si un examen más amplio y una reflexión más profunda han aportado algunas novedades y han introducido algunas diferencias, con todo permanecen como columnas firmes aquellas verdades que Francisco transmitió con tanta convicción a los hermanos menores: María es la madre de Jesús, y, como tal, es el instrumento escogido por la Trinidad para su obra de salvación; María es la «Señora pobre», y, como tal, la protectora de la orden. Su culto en la historia es la actualización de una corta y admirable oración compuesta por Tomás de Celano: «¡Ea, abogada de los pobres!, cumple en nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre» (2 Cel 198).
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