miércoles, 27 de junio de 2018

SAN IRENEO DE LYON - LA GLORIA DE DIOS CONSISTE EN QUE EL HOMBRE VIVA, Y LA VIDA DEL HOMBRE CONSISTE EN LA VISIÓN DE DIOS Del tratado de san Ireneo "Contra las herejías"




SAN IRENEO DE LYON
De la Catequesis de Benedicto XVI del 28 de marzo de 2007

San Ireneo nació con gran probabilidad, entre los años 135 y 140, en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía), donde en su juventud fue alumno del obispo san Policarpo, quien a su vez fue discípulo del apóstol san Juan. No sabemos cuándo se trasladó de Asia Menor a la Galia, pero el viaje debió de coincidir con los primeros pasos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a san Ireneo en el colegio de los presbíteros.

Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a san Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, que murió a causa de los malos tratos sufridos en la cárcel. De este modo, a su regreso, san Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202-203, quizá con el martirio.

San Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Tiene la prudencia, la riqueza de doctrina y el celo misionero del buen pastor. Como escritor, busca dos finalidades: defender de los asaltos de los herejes la verdadera doctrina y exponer con claridad las verdades de la fe. A estas dos finalidades responden exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros Contra las herejías y La exposición de la predicación apostólica, que se puede considerar también como el más antiguo «catecismo de la doctrina cristiana». En definitiva, san Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.


La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la gnosis, una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, que no pueden comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales -se llamaban gnósticos- comprenderían lo que se ocultaba detrás de esos símbolos y así formarían un cristianismo de élite, intelectualista.

Obviamente, este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes corrientes con pensamientos a menudo extraños y extravagantes, pero atractivos para muchos. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios, Padre de todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo, afirmaban que junto al Dios bueno existía un principio negativo. Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la materia.

Cimentándose firmemente en la doctrina bíblica de la creación, san Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con decisión la santidad originaria de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que la del espíritu. Pero su obra va mucho más allá de la confutación de la herejía; en efecto, se puede decir que se presenta como el primer gran teólogo de la Iglesia, el que creó la teología sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe. En el centro de su doctrina está la cuestión de la «Regla de la fe» y de su transmisión. Para san Ireneo la «Regla de la fe» coincide en la práctica con el Credo de los Apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio. El Símbolo Apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender qué quiere decir, cómo debemos leer el Evangelio mismo.

De hecho, el Evangelio predicado por san Ireneo es el que recibió de san Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de san Policarpo se remonta al apóstol san Juan, de quien san Policarpo fue discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, más allá de la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el transmitido por los obispos, que lo recibieron en una cadena ininterrumpida desde los Apóstoles. Estos no enseñaron más que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. Como nos dice san Ireneo, así no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo esta fe es apostólica, pues procede de los Apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.

Al aceptar esta fe transmitida públicamente por los Apóstoles a sus sucesores, los cristianos deben observar lo que dicen los obispos; deben considerar especialmente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de hecho, tiene su origen en las columnas del Colegio apostólico, san Pedro y san Pablo. Todas las Iglesias deben estar en armonía con la Iglesia de Roma, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la Iglesia.

Hay un párrafo muy hermoso de san Ireneo en el libro Contra las herejías: «Habiendo recibido esta predicación y esta fe [de los Apóstoles], la Iglesia, aunque esparcida por el mundo entero, las conserva con esmero, como habitando en una sola mansión, y cree de manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma y un solo corazón; y las predica, las enseña y las transmite con voz unánime, como si no poseyera más que una sola boca. Porque, aunque las lenguas del mundo difieren entre sí, el contenido de la Tradición es único e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Alemania, ni las que están en España, ni las que están entre los celtas, ni las de Oriente, es decir, de Egipto y Libia, ni las que están fundadas en el centro del mundo, tienen otra fe u otra tradición" (I, 10,1-2).

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LA GLORIA DE DIOS CONSISTE EN QUE EL HOMBRE VIVA,
Y LA VIDA DEL HOMBRE CONSISTE EN LA VISIÓN DE DIOS
Del tratado de san Ireneo "Contra las herejías"

La claridad de Dios vivifica y, por tanto, los que ven a Dios reciben la vida. Por esto, aquel que supera nuestra capacidad, que es incomprensible, invisible, se hace visible y comprensible para los hombres, se adapta a su capacidad, para dar vida a los que lo perciben y lo ven. Vivir sin vida es algo imposible, y la subsistencia de esta vida proviene de la participación de Dios, que consiste en ver a Dios y gozar de su bondad.

Los hombres, pues, verán a Dios y vivirán, ya que esta visión los hará inmortales, al hacer que lleguen hasta la posesión de Dios. Esto, como dije antes, lo anunciaban ya los profetas de un modo velado, a saber, que verán a Dios los que son portadores de su Espíritu y esperan continuamente su venida. Como dice Moisés en el Deuteronomio: Aquel día veremos que puede Dios hablar a un hombre, y seguir éste con vida.

Aquel que obra todo en todos es invisible e inefable en su ser y en su grandeza, con respecto a todos los seres creados por él, mas no por esto deja de ser conocido, porque todos sabemos, por medio de su Verbo, que es un solo Dios Padre, que lo abarca todo y que da el ser a todo; este conocimiento viene atestiguado por el evangelio, cuando dice: A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

Así, pues, el Hijo nos ha dado a conocer al Padre desde el principio, ya que desde el principio está con el Padre; él, en efecto, ha manifestado al género humano el sentido de las visiones proféticas, de la distribución de los diversos carismas, con sus ministerios, y en qué consiste la glorificación del Padre, y lo ha hecho de un modo consecuente y ordenado, a su debido tiempo y con provecho; porque donde hay orden allí hay armonía, y donde hay armonía allí todo sucede a su debido tiempo, y donde todo sucede a su debido tiempo allí hay provecho.

Por esto, el Verbo se ha constituido en distribuidor de la gracia del Padre en provecho de los hombres, en cuyo favor ha puesto por obra los inescrutables designios de Dios, mostrando a Dios a los hombres, presentando al hombre a Dios; salvaguardando la invisibilidad del Padre, para que el hombre tuviera siempre un concepto muy elevado de Dios y un objetivo hacia el cual tender, pero haciendo también visible a Dios para los hombres, realizando así los designios eternos del Padre, no fuera que el hombre, privado totalmente de Dios, dejara de existir; porque la gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios. En efecto, si la revelación de Dios a través de la creación es causa de vida para todos los seres que viven en la tierra, mucho más lo será la manifestación del Padre por medio del Verbo para los que ven a Dios.




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