martes, 26 de junio de 2018




FE Y VIDA EUCARÍSTICAS
DE FRANCISCO DE ASÍS (y VII) 
por Jean Pelvet, ofmcap

II. INFLUENCIA DE LA EUCARISTÍA (V)

6. «Y recibamos el cuerpo y la sangre
de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 22)

Francisco se expresa al respecto de una manera muy clara y muy firme, incluso un tanto rígida. En cinco pasajes, citando con algunas variantes a Jn 6,53-54: «Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna», Francisco subraya que «ninguno puede ser salvado» o «entrar en el reino de Dios», si no come la carne y no bebe la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Tal es ciertamente la disposición tomada por el Señor, en su amor, para comunicar la salvación que es Él en persona en su resurrección. No es posible, por tanto, asimilárselo plenamente sino comiendo su carne y bebiendo su sangre. Y, en Cristiandad, tal como ésta se encontraba realizada en el tiempo y país de Francisco, esta exigencia era absolutamente necesaria, con independencia de los medios elegidos por el Señor para salvar a los hombres que vivían en cualquier otra situación.


Porque en Jesucristo resucitado y en Él solo se encuentra personalmente la vida eterna, cuya única fuente es Él, y porque el sacramento de su cuerpo y de su sangre es el lugar por excelencia de su presencia personal, recibiéndolo es como los creyentes reciben la vida, la vida nueva y eterna del Señor resucitado, en la que está la salvación.

Por eso, el sacramento del cuerpo y de la sangre del Señor es por y para los que lo reciben, la fuente y el principio del mundo nuevo.

7. «En quien todo ha sido pacificado 
y reconciliado con el Dios omnipotente» (CtaO 13)

Esta vida nueva, principio de un mundo nuevo, inaugura en el corazón de la historia la presencia de los últimos tiempos. Este mundo nuevo es ante todo un mundo «pacificado y reconciliado con el Dios omnipotente», y Francisco refiere esto clarísimamente al sacramento del cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo. Cristo, elevado de la tierra en su glorificación, presente en la Eucaristía, atrae todo hacia Él, «reconciliando consigo todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, todo lo que hay en la tierra y en los cielos» (CtaO 13; Col 1,20).

¿No es un rasgo notorio de la vida y de la persona de Francisco el ofrecer a los hombres el testimonio de un hombre plenamente pacificado, plenamente reconciliado, por su paso en la Pascua de Cristo? Reconciliación con su Dios, consigo mismo, con todos los seres, que hace de Francisco «un hombre de otro mundo» (1 Cel 36), un hombre de los últimos tiempos, un hombre del nuevo mundo, un hombre escatológico. Hermano universal, encuentra en cada criatura los rasgos fraternales que revelan la presencia en ellas del amor creador del Padre, del que vive intensamente su corazón de hijo. Todos los seres son para él hermanos o hermanas, desde el sol hasta la muerte, porque él vive ya la gloria de los cielos nuevos y de la tierra nueva, de la tierra de los vivientes, en la que le introdujo la altísima pobreza del Señor Jesús. Pero más que ninguna otra criatura, quien perdona y sufre en la paz del abandono; porque es el icono de la misericordia paterna revelada en el Hijo que cumple el eterno designio de reconciliación universal en la paz del Espíritu.

Por eso, pasando como peregrino y advenedizo por el desierto de este mundo, celebraba continuamente en pobreza de espíritu la Pascua del Señor, el paso de este mundo al Padre (LM 7,9). Francisco hace de toda su vida una eucaristía, una acción de gracias continua, la misma que el Hijo eleva a la gloria del Padre, con todo su ser eterno, con toda su vida de hombre.

8. «Te damos gracias por Ti mismo» (1 R 23,1)

La acción de gracias brota en todas las páginas (¡casi!) de los escritos de Francisco. No acabaríamos de citarlas...

Pero tan destacable como su frecuencia e intensidad, es el hecho de que esas acciones de gracias se dirigen siempre en plural al Padre. Francisco no da gracias él solo, al menos nunca lo hace aislado, sino «con todos los coros de los bienaventurados..., con todos los santos que fueron, y serán, y son», y también con «cuantos quieren servir al Señor Dios en el seno de la santa Iglesia católica», y, por último, con «toda criatura, del cielo, de la tierra, del mar y de los abismos» (1 R 23,6-7; 2CtaF 61).

Y como todo eso no alcanza verdaderamente toda su amplitud y su profundidad más que en la Eucaristía del Hijo, Francisco se eclipsa detrás de ésta:

«Y porque todos nosotros, míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien has hallado complacencia, que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos has hecho, te dé gracias de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito como a ti y a Él mismo le agrada. ¡Aleluya!» (1 R 23,5).

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