El triunfo del Cordero
Fotografía: Lawrence OP (Creative Commons)
El salmista se desahoga con Dios por medio de esta oración. Le recuerda las catequesis que han sido transmitidas al pueblo de generación en generación, en las que se alaba la solicitud y cariño con que Dios ha tratado a Israel. «¡Oh Dios, lo oímos con nuestros propios oídos, nuestros padres nos lo contaron: la obra que realizaste en sus días… Tú mismo, con tu mano…». Obras de salvación maravillosas realizadas por la mano de Dios» que significa su poder.
Oigamos un ejemplo de esta transmisión oral de las maravillas de Dios con su pueblo: «Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ¿qué son estos estatutos, estos preceptos y estas normas que Yavé, nuestro Dios, os ha prescrito?, dirás a tu hijo: éramos esclavos de faraón en Egipto, y Yavé nos sacó con mano fuerte» (Dt 6,20-21).
Habíamos dicho que el salmista se está desahogando con Dios. Es casi una protesta y es que no corren buenos tiempos para Israel. Están sufriendo el destierro, donde conocen todo tipo de humillaciones y vejaciones: Nos entregas como ovejas al matadero, nos has dispersado entre las naciones. Vendes a tu pueblo por nada, y no ganas con su precio. Nos conviertes en escarnio de nuestros vecinos, en diversión y burla de cuantos nos rodean».
Yavé ya había advertido a su pueblo, al concederles la tierra prometida, que padecerían el destierro si volvían su corazón a los ídolos de los pueblos vecinos: «Cuando hayas engendrado hijos y nietos y hayáis envejecido en el país, si os pervertís y hacéis alguna escultura de cualquier representación…, Yavé os dispersará entre los pueblos y no quedaréis más que unos pocos, en medio de las naciones a donde Yavé os lleve. Allí serviréis a dioses hechos por manos de hombres» (Dt 4,25-28).
A pesar de esto, el salmista saca de su corazón una queja contra Dios que da la impresión de que nuestro hombre ha perdido la cabeza, pues dice: «Todo esto nos sucedió sin haberte olvidado, sin haber traicionado tu alianza, sin que se volviera atrás nuestro corazón, ni se desviaran de tu camino nuestros pasos».
¿Cómo puede nuestro hombre desvariar tanto, si en la espiritualidad del pueblo de Israel es una constante la conciencia de haber abandonado a Dios? Veamos por ejemplo, esta oración de Ester, proclamada desde el destierro: «Yo oí desde mi infancia en mi tribu paterna, que tú, Señor, elegiste a Israel de entre todos los pueblos, y a nuestros padres de entre todos para ser herencia tuya para siempre cumpliendo en su favor cuanto dijiste. Ahora hemos pecado en tu presencia y nos has entregado a nuestros enemigos porque hemos honrado a sus dioses» (Est 4,17).
Como ya se apuntó, nos da la impresión de que el salmista no sabe lo que dice cuando proclama ante Dios la inocencia del pueblo; sin embargo, aun sin saberlo, está anunciando al cordero inocente, nacido de la dinastía de David. El Mesías es el cordero sin culpa, inocente, que cargará con la idolatría, la trasgresión y la infidelidad de Israel y, a partir de este pueblo, con las culpas de todos los hombres, es decir, con el pecado del mundo.
Así es anunciado Jesucristo por parte de Juan Bautista cuando estaba bautizando en el Jordán: «Al día siguiente ve a Jesús venir hacia él y dice: He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo… Yo le he visto y doy testimonio de que este es el elegido de Dios» (Jn 1,29-34).
Las primeras predicaciones de la Iglesia apostólica, inciden en esta figura de Jesucristo, cordero sin mancha: «Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de nuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha ni mancha, Cristo» (1Pe 1,18-19).
El apóstol Pablo nos habla de Jesucristo; el cual, siendo limpio de toda culpa, purifica de la levadura vieja –la de los fariseos– a los que crean en Él: «¿No sabéis que un poco de levadura fermenta toda la masa? Purificaos de la levadura vieja, para ser masa nueva; pues sois ázimos. Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado» (1Cor 5,6-7). En este contexto del apóstol Pablo, el pan ázimo significa la limpieza y la verdad.
Jesucristo, cordero inocente, cargó con todas las culpas de los hombres, incluso aquellas que no veía el salmista en su pueblo, para darnos su inocencia. Y, una vez inmolado, le vemos lleno de gloria tal y como se nos describe en el libro del Apocalipsis: «Digno es el cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza… Al que está sentado en el trono y al cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos» (Ap 5,12-14).