sábado, 21 de abril de 2018

LA CIUDAD DE DIOS CONTRA PAGANOS - LIBRO VII [La teología civil y sus dioses]

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San Agustín - Augustinus Hipponensis


LA CIUDAD DE DIOS
CONTRA PAGANOS
Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO VII
[La teología civil y sus dioses]

PRÓLOGO

He intentado con gran solicitud arrancar y extirpar las malas y antiguas doctrinas, enemigas de la verdadera religiosidad, que el error duradero del linaje humano grabó profunda y tenazmente en los ánimos entenebrecidos. Con la ayuda de Dios, que, como verdadero que es, tiene este poder, he cooperado en la medida de mis fuerzas con su gracia. Tengan, pues, paciencia y calma los de ingenio más rápido y agudo, a quienes han sido más que suficientes los libros anteriores sobre esta materia, y no juzguen superfluo por mor de los otros lo que no ven necesario para sí mismos. De gran trascendencia es la cuestión que se ventila cuando proclamamos la obligación de buscar y honrar a la verdadera y verdaderamente santa divinidad, no precisamente por el hábito transitorio de esta vida mortal, sino mirando a la vida feliz, que no es otra que la eterna, aunque también ella nos suministre los auxilios necesarios para la vida frágil que ahora llevamos.

CAPÍTULO I

Si, como se ha demostrado, no existe divinidad en la teología civil, 
¿podremos encontrarla en los dioses selectos?

Quizá alguno no se haya convencido aún con el sexto libro que acabamos de escribir de que esta divinidad, o, por decirlo así, deidad, pues ya nuestros escritores no recelan el uso de esta palabra para traducir con más exactitud lo que ellos llaman θεότητα, de que esta divinidad o deidad no se encuentra en la teología que llaman civil, explicada por Varrón en dieciséis volúmenes. Es decir, que no se llega a la felicidad de la vida eterna con el culto de los dioses, que estableció la ciudad y de la manera que mandó se veneraran. Si éste llega a sus manos, no tendrá ya nada que desear para la solución de esta cuestión. Pues puede haber quien piense que al menos los dioses selectos y principales, que reunió Varrón en el último libro, y del que hemos dicho poco, deben venerarse para lograr la vida feliz, que no es otra que la eterna.

No voy a repetir lo que, con más gracejo quizá que verdad, dice Tertuliano: «Si los dioses son elegidos como las cebollas, quedan ciertamente reprobados los restantes». No digo esto, pues veo que aun de entre los selectos se escogen algunos para una empresa mayor o más importante. En la milicia, después de elegir a los bisoños, aun de entre ellos se eligen a algunos para una obra especial de guerra. Y cuando se eligen en la Iglesia jerarquías, no se rechaza a los demás, ya que con razón todos los buenos fieles son llamados elegidos. Se eligen las piedras angulares en el edificio, y no se rechazan las otras que son destinadas a otras partes de la construcción. Se eligen las uvas para comer, sin rechazar las otras que se dejan para hacer vino. No es preciso pasar lista a muchas cosas, estando la cuestión tan clara. Por tanto, de la selección de algunos entre muchos dioses, no debe censurarse ni al que lo escribió ni a los que les dieron culto ni a los mismos dioses; lo que se debe notar es quiénes son éstos y con qué fin han sido elegidos.

CAPÍTULO II


Dioses elegidos, y su posible exclusión de los oficios de los dioses inferiores

Éstos son los dioses selectos que recomienda Varrón en la composición de un solo libro: Jano, Júpiter, Saturno, Genio, Mercurio, Apolo, Marte, Vulcano, Neptuno, Sol, Orco, Líbero padre, Telus, Ceres, Juno, la Luna, Diana, Minerva, Venus, Vesta; unos veinte en total, doce varones y ocho mujeres.

¿Se les ha llamado selectos a estos dioses por la importancia de su papel en el mundo o porque, habiendo sido más conocidos entre los pueblos, recibieron un culto especial? Si lo han sido por la importancia de sus cometidos en el mundo, no deberíamos encontrarlos entre la multitud plebeya de divinidades encargadas de tareas insignificantes.

En efecto, el mismo Jano, en la concepción de la prole, donde comienzan todas las operaciones referentes a esto, repartidas minuciosamente entre otras divinidades, abre la entrada para la recepción del semen; pero allí está también Saturno por la misma causa del semen; allí está también Líbero, que libra al hombre por la efusión del semen; también lo está Líbera, a quien confunden con Venus, que otorga a la mujer el mismo beneficio de liberarla del semen. Y todos éstos pertenecen a la categoría de los llamados selectos.

Y también se encuentra allí la diosa Mena, que preside el flujo menstrual, sin calidad de nobleza, aunque hija de Júpiter. Sin embargo, el mismo autor en el libro de los dioses selectos asigna este papel del flujo menstruo a la diosa Juno, que es también reina entre los dioses selectos; pero con el nombre de Juno Lucina preside la menstruación con su hijastra Mena.

Todavía toman parte otros dos totalmente desconocidos y que yo ignoro, Vitumno y Sentino, el uno dando la vida y el otro el sentido al feto. Y siendo tan desconocidos, conceden mucho más que tantos otros, eminentes y selectos. En efecto, careciendo de vida y de sentido, ¿qué sería lo que se gesta en el seno de la mujer, sino algo abyecto y comparable al limo y al polvo?

CAPÍTULO III

No hay razón alguna para la selección de ciertos dioses, 
ya que se asigna un papel más excelente a muchos dioses inferiores

1. ¿Hay motivo que obligue a encomendar a tantos dioses selectos estos cometidos insignificantes si en la distribución de esta liberalidad los superan Vitumno y Sentino, olvidados en la oscuridad de la fama? En efecto, abre el selecto Jano la entrada y la puerta al semen; da el mismo semen otro selecto, Saturno; el selecto Líbero concede la emisión del semen al varón; esto mismo da a las mujeres Libera, que es Ceres o Venus; también la selecta Juno, no sola, sino con Mena, hija de Júpiter, concede los flujos menstruos para el crecimiento del feto; pero Vitumno, oscuro y sin nombre, otorga la vida, y Sentino, también oscuro y sin nombre, el sentido: dos bienes tan por encima de todos aquéllos, cuanto lo están ellos por debajo de la inteligencia y la razón. Porque así como los seres que razonan y entienden son ciertamente superiores a los que viven y sienten sin inteligencia y razón, como los animales, así los que están dotados de vida y de sentido con razón son preferidos a los que no viven ni sienten.

Por consiguiente, Vitumno, que da la vida, y Sentino, que da el sentido, debían tener cabida entre los dioses selectos con más razón que Jano, que admite el semen, y Saturno, que lo da o lo distribuye, y Líbero o Líbera, que lo promueven o lo derraman; cuyos sémenes, por cierto, sería vergonzoso pararse a considerar si no fuera por la vida y el sentido en que desembocan. Y no son los dioses selectos, sino dos desconocidos y menospreciados ante la dignidad de aquéllos, los que conceden estos dones selectos.

Quizá se pretenda objetar: Jano tiene el poder de todo principio, y por eso no sin razón se le atribuye la apertura de la concepción; Saturno, a su vez, tiene el poder de todos los sémenes, y así presiden cuantos actos requiere la propagación de los hombres. Juno, por otra parte, preside la purgación y el nacimiento, por lo cual tiene que estar presente a la purgación de las mujeres y al nacimiento de los hombres. Si dicen esto, veamos qué dicen de Vitumno y Sentino: ¿les concederán el poder sobre la vida y el sentido de todos? Si así es, fíjense en qué lugares tan sublimes han de colocarlos; porque el nacer de semillas, de la tierra procede y en la tierra tiene lugar; en cambio, la vida y el sentido lo consideran ellos propios de los dioses siderales.

Si, por el contrario, pretenden atribuir a Vitumno y Sentino solamente los atributos que se desarrollan en la carne y se apoyan en los sentidos, ¿por qué el dios que da vida y sentido a todos los seres no da también vida y sentido a la carne, otorgando también a los partos esta función en su acción universal?, ¿por qué ha de necesitar de Vitumno y Sentino?

Si quien preside en el universo la vida y los sentidos encomendó a estos, digamos, lacayos suyos tales menesteres de la carne como últimos y más bajos, ¿tan faltos se encuentran de familia los dioses selectos, que no encuentran a quién encomendar estas obras, y, con toda esa nobleza que los hace selectos, se ven forzados a realizar su obra por medio de desconocidos? Juno, la selecta y reina, hermana y consorte de Júpiter, es, sin embargo, la Iterduca de los niños, y lleva a cabo esta obra con diosas tan faltas de nobleza como Abeona y Adeona. También añadieron para esto a la diosa Mente, para que diera a los niños un espíritu bueno; pero no colocaron a ésta entre los selectos, como si hubiera algo más grande que dar al hombre. Colocan, en cambio, a Juno, como Iterduca y Domiduca, como si importara algo andar el camino y dirigirse a casa sin un espíritu recto. Pues los encargados de seleccionar a los dioses no pusieron entre los selectos a la diosa de esta función, que debía ciertamente ser preferida a Minerva, a quien entre otras obras sin importancia atribuyeron la memoria de los niños.

¿Quién puede en verdad dudar de que es mucho mejor tener un espíritu bueno que una memoria prodigiosa? Pues nadie es malo si tiene un espíritu bueno; los hay, sin embargo, pésimos con una admirable memoria, y tanto más culpables cuanto menos pueden olvidar el mal que maquinan. Y, sin embargo, Minerva tiene un puesto entre los dioses selectos, mientras que la diosa Mente se encuentra entre la innoble turba. ¿Qué diré de la Virtud, qué de la Felicidad? Ya he hablado mucho de ellas en el libro cuarto. Las tienen como diosas, pero no han querido concederles un lugar entre los dioses selectos, habiéndoselo dado a Marte y a Orco, causa el uno de los muertos y receptor el otro.

2. En estos quehaceres insignificantes, distribuidos minuciosamente entre muchos dioses, vemos cómo los mismos selectos cooperan en sus funciones como el Senado con la plebe; y descubrimos que ciertos dioses, juzgados indignos de pertenecer a los selectos, realizan funciones de mayor importancia que las de los que llaman selectos. Hemos de concluir, pues, que han sido considerados como elegidos y principales no por la eminente categoría de sus funciones en el mundo, sino porque les tocó ser más conocidos entre los pueblos.

Por eso dice el mismo Varrón que a algunos dioses padres y diosas madres les sobrevino, como a los hombres, la falta de nobleza. De suerte que si la Felicidad no debe encontrarse en la categoría de los dioses selectos, porque éstos llegaron a esa nobleza por el azar, no por sus méritos, al menos debían colocar en ese rango, y aun por delante de los otros, a la Fortuna, que, según dicen, no reparte sus dones según la razón, sino al azar. Ésta es la que debía ocupar el lugar más levantado entre los dioses selectos, entre los cuales, sobre todo, ha demostrado su poder, precisamente cuando vemos que no han sido elegidos principalmente por su virtud o por una felicidad racional, sino, al decir de los adoradores de aquéllos, por el poder irreflexivo de la Fortuna. Aun Salustio, tan elocuente, parece tener puesta la atención en los mismos dioses cuando dice: «Ciertamente, la Fortuna es soberana de todo; ella lo saca todo a la luz o lo oscurece, atendiendo más a su antojo que a la verdad». No se encuentra, en efecto, motivo para enaltecer a Venus y rebajar a la Virtud, ya que ambas han sido consagradas como divinidades y no pueden compararse sus méritos.

Ahora bien, si merece mayor honor lo que apetecen los más, siendo más los amadores de Venus que los de la Virtud, ¿por qué alcanzó Minerva puesto tan alto, y tan bajo la diosa Pecunia? Entre los hombres realmente encandila más la avaricia que la habilidad; y aun entre los mismos habilidosos es raro encontrar quien no venda su arte por dinero, y siempre se estima más el fin que se pretende en una obra que la obra en que se busca aquél. Por consiguiente, si es el juicio de la turba insensata el que ha realizado esta selección de los dioses, ¿por qué no se ha preferido la diosa Pecunia a Minerva, ya que tantos artistas lo son con vistas al dinero? Y si esta calificación es obra de unos pocos sabios, ¿por qué no ha sido preferida la Virtud a Venus, ya que tanto la sobrestima la razón?

Ciertamente, la Fortuna, como dije, a juicio de los que le conceden muchísimo, tiene un dominio universal y enaltece o rebaja todas las cosas a su antojo, más bien que a medida de la verdad. Y si tiene tal poder sobre los mismos dioses que enaltece o rebaja a su antojo a los que quiere, al menos la Fortuna debería ocupar un lugar principal entre los selectos, puesto que tiene poder tan importante sobre los mismos dioses. ¿Habrá que pensar quizá que la misma Fortuna no ha podido ser contada entre ellos, porque ha sufrido el revés de una mala fortuna? Habría que concluir que obró contra sí misma al ennoblecer a los otros dioses y quedarse ella sin nobleza.

CAPÍTULO IV

Trataron mejor a los dioses inferiores, que se vieron libres de infamias, 
que a los selectos, abrumados de torpezas

Cualquier mortal ávido de nobleza y renombre podría felicitar a estos dioses y llamarlos afortunados si no los viera elegidos más bien para la afrenta que para el honor. Porque en verdad esa baja panda de dioses se ha visto protegida por su misma oscuridad, para no ser cubierta de afrentas. Es ridículo ver cómo el capricho de la opinión humana los encasilla y les distribuye las ocupaciones: como arrendadores secundarios de impuestos o como trabajadores de una platería, donde colaboran muchos artistas en la confección de un pequeño vaso, que podría realizar perfectamente uno solo. Pero así les pareció que miraban por la multitud de obreros, pudiendo cada uno aprender rápida y fácilmente la parte alícuota de ese arte sin necesidad de llegar todos con tanta lentitud y dificultad a la perfección en toda ella.

Sin embargo, apenas se encuentra alguno de los dioses no selectos que hayan contraído la infamia con la comisión de un crimen; como apenas existe alguno de los selectos que no se haya visto cargado con la marca de notable afrenta. Ellos se bajaron a las obras humildes de los no selectos; éstos, en cambio, no llegaron a las grandes maldades de aquéllos.

En efecto, sobre Jano no se me ocurre infamia alguna que lo afrente. Y quizá haya sido tal, con una vida inocente y alejado de maldades y torpezas: acogió con benignidad a Saturno, fugitivo; partió su reino con el huésped, hasta el punto de fundar cada uno su ciudad, Janículum y Saturnia. Pero estos pueblos, buscando las torpezas en el culto de los dioses, y hallando demasiado honrosa la vida de Jano, la mancharon con la monstruosa deformidad del simulacro: ya lo configuraron como bifronte, ya como cuadrifronte. ¿Pretenderían acaso, ya que tantos dioses -selectos- por la perpetración de tantas torpezas perdieron su frente, que Jano tuviera frentes a la medida de su inocencia?

CAPÍTULO V

Doctrina más secreta de los paganos y explicaciones físicas

Escuchemos ya las interpretaciones físicas con que pretenden disfrazar como una aureola de sublime doctrina la torpeza de error tan craso. Varrón, en primer lugar, nos confía estas interpretaciones, afirmando que los antiguos fingieron las estatuas de los dioses, sus insignias y sus adornos con la intención de que al observarlas con sus ojos, los que se acercan a los misterios de su doctrina pudieran ver con su espíritu el alma del mundo y sus partes, esto es, a los dioses verdaderos. Los que forjaron las estatuas con apariencia humana parece han creído que el espíritu de los mortales, que está en el cuerpo humano, es semejante al espíritu inmortal; como si pusieran vasos para señalar a los dioses, y en la morada de Líbero se colocara una garrafa para designar el vino, significándonos el contenido por el continente. De este modo, por la estatua de forma humana se designaría el alma racional, porque en aquella forma, como en un vaso, suele encontrarse esa naturaleza racional, naturaleza que quieren tenga dios o dioses.

Éstos son los misterios de la doctrina que había penetrado este hombre tan docto, y de los cuales saca a luz estas explicaciones. Pero, ¡oh varón ingeniosísimo!, ¿no has perdido en los misterios de esta doctrina aquella prudencia que te hizo afirmar con tanta cordura, por una parte, que los primeros en levantar estatuas para los pueblos quitaron el miedo a los ciudadanos y les aumentaron el error, y, por otra, que los antiguos romanos dieron un culto más limpio a los dioses sin estatuas? Ciertamente, la autoridad de estos antiguos te dio alas para hablar así contra los romanos modernos.

Porque si aquellos antiguos hubieran venerado las imágenes, a buen seguro que hubieras silenciado por temor todo tu parecer, a veces tan verdadero, sobre la supresión de las estatuas; y, en la exposición de tan vanas y perjudiciales ficciones, hubieras explicado los misterios de esta doctrina con mayor elocuencia y elevación. Sin embargo, tu espíritu, tan sabio e ingenioso (¡cómo te compadecemos por ello!), no pudo llegar a través de los misterios de esta enseñanza a su Dios, es decir, a aquel que la hizo; no a aquel con quien fue hecha ni de quien es una parte, sino de quien es criatura; ni de quien es el alma de todas las cosas, sino de quien creó toda alma, y por cuya luz solamente llega a ser feliz el alma si no es ingrata a su gracia.

Lo que sigue nos pondrá de manifiesto la excelencia y la importancia de la doctrina de estos misterios. Mientras, confiesa este varón tan sabio que el alma del mundo y sus partes son verdaderos dioses; de donde se colige que toda su teología, es decir, la misma natural, a la que tal categoría otorga, ha podido extenderse hasta la naturaleza del alma racional. Porque sobre la teología natural apenas nos adelanta algún punto en este libro, en el cual intentaremos descubrir si mediante las interpretaciones fisiológicas puede relacionar la teología civil con esta natural; la civil es la última que escribió sobre los dioses selectos.

Si lo consigue, toda la teología será natural, y ¿qué necesidad había entonces de separar de ella la civil con tal diligencia? Pero pase que haya sido separada con justo motivo, no siendo verdadera ni la natural que defiende, pues llega al alma ciertamente, pero no al verdadero Dios que hizo el alma, ¿cuánto más abyecta y falsa es esta teología civil, que se ocupa, sobre todo, de la naturaleza de los cuerpos? Así lo demuestran sus mismas interpretaciones, algunos de cuyos extremos tengo necesariamente que comentar, y que él investigó y trató de aclarar con tal diligencia.

CAPÍTULO VI

Afirma Varrón que Dios es el alma del mundo; que, sin embargo, 
en sus partes tiene muchas almas de naturaleza divina

Dice Varrón, en la introducción de la teología natural, que él tiene a Dios por alma del mundo, al que llaman los griegos Κόσμος, y que, a su vez, este mismo mundo es dios; y así como al hombre sabio, compuesto de alma y cuerpo, lo llamamos sabio por el alma, de la misma manera al mundo, formado de espíritu y cuerpo, se le llama dios por el espíritu. Parece, en cierto modo, reconocer aquí un solo Dios; pero llega a introducir luego más, añadiendo que el mundo está dividido en dos partes: el cielo y la tierra; y el cielo, a su vez, en otras dos: el éter y el aire; y la tierra también en dos: agua y tierra firme. De esas partes la más alta es el éter, la segunda el aire, la tercera el agua, y la más baja la tierra. Todas estas cuatro partes están llenas de almas: inmortales las del éter y el aire, mortales las del agua y la tierra.

Desde el supremo círculo del cielo al de la luna moran las almas etéreas, esto es, los astros y las estrellas, cuya divinidad no sólo podemos conocer, sino incluso ver; en cambio, entre el círculo de la luna y las supremas cimas de las nubes y los vientos están las almas aéreas, las cuales sólo podemos comprender con la inteligencia, no con los ojos: éstas son los héroes, los lares, los genios. Ésta es, en resumen, la teología natural propuesta en este preámbulo, aceptada no sólo por éste, sino también por muchos filósofos. De ella hablaré más detenidamente cuando, con la ayuda del verdadero Dios, exponga lo que queda de la teología civil, en lo que se refiere a los dioses selectos.

CAPÍTULO VII

¿Fue conforme a la razón separar las dos divinidades, Jano y Término?

¿Quién fue, pues, Jano, por quien comenzó Varrón? Se responde: es el mundo. Bien breve y clara es la respuesta. ¿Y por qué entonces se dice que a él le pertenecen los principios de las cosas, y, en cambio, los fines a otro que llaman Término? Afirman, en efecto, que, a causa de los principios y los fines, se dedicaron dos meses a estos dos dioses: enero a Jano y febrero a Término; aparte de los otros diez hasta diciembre, encabezados por Marte. Por ello dicen que se celebran en el mismo mes de febrero las Terminales, al realizarse la purificación sagrada llamada expiatoria (Februa), que le da el nombre.

¿Pertenecen, pues, al mundo, llamado Jano, los principios de las cosas, y no le pertenecen los fines, de suerte que se los encomendaron a otro dios? ¿No es verdad que cuantas cosas dicen se realizan en este mundo confiesan que se terminan también en el mismo? Gran ligereza arguye otorgarle un poder dimidiado en realidad, y rostro doble en la imagen. ¿No sería una interpretación mucho más lógica de las dos frentes llamar Jano y Término al mismo, atribuyéndole una cara para los principios y otra para los fines? En efecto, todo el que obra debe atender a uno y a otro: quien en el motivo de su obra no considera el principio no puede extender su mirada al fin.

Es necesario, pues, que la intención que mira al fin esté unida con la memoria que recuerda lo anterior; si a uno se le olvida lo que empezó, no sabrá cómo llegar al fin. Si piensan que la vida feliz comienza en este mundo, y se completa fuera del mismo, y por ello atribuyen a Jano sólo el poder de los principios, deberían poner por delante de él a Término, y no aislarlo de los dioses selectos. Aunque se atribuyen a estos dos dioses el principio y fin de las cosas, debió otorgársele más honor a Término. Es más grande la alegría de terminar cualquier empresa, ya que en su realización siempre está llena de inquietud mientras no se llega al fin, que es lo que sobre todo apetece, pretende, espera y desea quien comienza algo; y no se alegra nadie por el comienzo de una cosa si no la ve terminada.

CAPÍTULO VIII

Por qué motivo los adoradores de Jano que hicieron su imagen bifronte 
quisieron también que apareciera cuadrifronte

Veamos ya la interpretación de la imagen bifronte. Dicen que Jano tiene dos caras, porque el espacio de nuestra boca abierta parece asemejarse al mundo; de donde los griegos llaman οὐρανός al paladar, y algunos poetas latinos, en sentir de Varrón, llamaron paladar al cielo. Desde ese espacio, en efecto, de la boca abierta hay una salida afuera hacia los dientes, y otra adentro hacia las fauces: ¡a lo que ha llegado el mundo por el vocablo, griego o poético, de nuestro paladar! ¿Qué tiene que ver esto con el alma y con la vida eterna? ¿Se ha de dar culto a este dios sólo por la deglución o expulsión de la saliva, cuya puerta se abre bajo el cielo del paladar? Sería entonces el mayor absurdo no encontrar en el mismo mundo dos puertas opuestas para admitir algo dentro o echarlo afuera; al igual que pretender formar en Jano, por sólo el paladar, que no tiene con él semejanza alguna, una imagen del mundo basada en nuestra boca y nuestra garganta, a las cuales tampoco el mundo se asemeja en nada.

Cuando le atribuyen cuatro caras y llaman doble a Jano, lo refieren a las cuatro partes del mundo; como si el mundo pudiera mirar algo hacia afuera, como hace Jano por todas sus caras. Por otra parte, si Jano es el mundo y el mundo consta de cuatro partes, sería falsa la imagen de Jano bifronte; y si es verdadera, porque el mundo suele designarse también bajo el nombre de Oriente y Occidente, ¿acaso al hablar de las otras dos partes, Austro y Septentrión, se puede llamar doble al mundo, como al cuadrifronte lo llaman doble Jano? No hay razón alguna que autorice la interpretación de las cuatro puertas, abiertas para la entrada y la salida, como una semejanza del mundo, como dicen que la encontraron, sobre la imagen bifronte, al menos en la boca del hombre. A no ser que venga en su ayuda Neptuno, y les presente un pez, que, a más de la abertura de la boca y la garganta, tiene también las fauces a derecha e izquierda. Y, sin embargo, a pesar de tantas puertas, no puede escapar de esta vanidad alma alguna, sino la que escucha a la Verdad que dice: Yo soy la puerta1.

CAPÍTULO IX

Poder de Júpiter y su comparación con Jano

1. Dígannos ya qué hemos de pensar de Jove, que también se llama Júpiter. Es el dios -dicen- que tiene en su poder las causas de cuanto sucede en el mundo. Cuán grande sea este poder nos lo atestigua Virgilio en el famoso verso «Feliz quien ha conocido las causas de las cosas». ¿Por qué entonces se le antepone Jano? Nos lo dice con su ciencia y agudeza el célebre Varrón: «Porque en poder de Jano están los principios, y en el de Júpiter, el cumplimiento. Por eso tiene a Júpiter como rey de todos; los principios son superados por su cumplimiento, porque aunque preceden en el tiempo, la realización supera en dignidad». Ciertamente esto sería justo si se pudiera distinguir el principio de los hechos de su realización; como el principio de un hecho es partir, y la culminación es la llegada; la tarea del aprendizaje es el comienzo, y la culminación, la comprensión o asimilación de la doctrina. Así sucede en todo: primero están los principios, y los fines son la cumbre. Pero esto ya quedó resuelto entre Jano y Término.

La dificultad está en que lo que se atribuye a Júpiter son las causas eficientes, no las que son hechas; y en modo alguno pueden los hechos o comienzos de los hechos anticiparse a las causas ni en el orden del tiempo. Siempre es anterior la cosa que realiza algo a la realizada. Por lo cual, aunque pertenezcan a Jano los principios de los hechos, no son por ello anteriores a las causas que le asignan a Júpiter. Nada, en efecto, se hace ni puede comenzar a hacerse sin que haya precedido la causa que lo hizo.

Si a este dios, en cuyo poder están las causas de todas las naturalezas hechas y de las cosas naturales, si a este dios lo llaman Júpiter los pueblos y lo honran con tamañas ofensas y tan depravadas acusaciones, se hacen reos de un sacrificio más horrible que si no lo tuvieran por Dios. Cuánto mejor les estuviera dar el nombre de Júpiter a cualquier otro, digno de honores torpes e infames, sustituyendo una vana ficción de que poder blasfemar (como la piedra ofrecida a Saturno para que la devorara como si fuera su hijo), y no llamar dios a uno que truena y adultera, que gobierna el mundo entero y nada en deshonestidades, que dispone de las supremas causas de todas las naturalezas y de las cosas naturales, y no tiene honradez en sus propias causas.

2. Ahora pregunto qué lugar le asignan a Júpiter entre los dioses si Jano es el mundo. Varrón definió a los verdaderos dioses como almas del mundo y partes del mismo; y así, lo que no existe no es, según éstos, verdadero dios. ¿Dirán, por consiguiente, que Júpiter es alma del mundo de tal suerte que Jano sea su cuerpo, es decir, este mundo visible? Si dicen esto, no pueden decir que Jano es dios, pues también, según ellos, el cuerpo del mundo no es dios, lo son el alma del mundo y sus partes. De ahí que el mismo Varrón afirme con toda claridad que, según él, dios es el alma del mundo y que este mismo mundo es dios. Pero a la manera que del hombre sabio, que está formado de cuerpo y espíritu, se dice que es sabio atendiendo al espíritu, así también del mundo, formado de espíritu y cuerpo, se dice que es dios en atención al espíritu.

De suerte que el cuerpo del mundo sólo no es dios, sino solamente el espíritu, o el espíritu y el cuerpo juntos; pero en el sentido de que será dios por el espíritu. Si, pues, Jano es el mundo, y Jano es dios, ¿osarán afirmar que para poder Júpiter ser dios es una parte de Jano? Más bien suelen atribuir a Júpiter el universo; por eso se dice que «todo está lleno de Júpiter».

Por consiguiente, si quieren que Júpiter sea dios y, sobre todo, rey de los dioses, tienen que concebirlo como mundo y así podrá reinar, según ellos, sobre los otros dioses como partes suyas. En apoyo de esta opinión expone también el mismo Varrón los versos de Valerio Sorano, en otro libro que escribió sobre el culto de los dioses; he aquí estos versos: «Omnipotente Júpiter, padre de los reyes, de las cosas y de los dioses, madre también de los dioses, único dios y todos los dioses». Se explican esos versos en el mismo libro: lo llama varón en cuanto emite el semen, y mujer en cuanto lo recibe; y dice que Júpiter es el mundo, y emite de sí y recibe en sí todas las semillas. «Por ello», concluye Sorano, «Júpiter es padre y es madre, y con igual razón es el mismo uno y todas las cosas, porque el mundo es uno, y en este uno está todo».

CAPÍTULO X

¿Es justa la distinción entre Jano y Júpiter?

Si Jano es el mundo y Júpiter también es el mundo, y el mundo es único, ¿cómo puede haber dos dioses, Jano y Júpiter? ¿Por qué tienen templos distintos, altares distintos, ritos diversos, diferentes imágenes? Quizá porque una es la virtud de los principios y otra la de las causas, recibiendo aquélla el nombre de Jano y ésta el de Júpiter. Pero entonces, si un hombre tiene dos poderes o dos artes en asuntos diferentes, ¿se podría decir que era a la vez dos jueces o dos artistas? Del mismo modo, ¿se puede pensar que un solo dios, por tener el poder de los principios y de las causas, es necesariamente dos dioses al ser dos cosas distintas los principios y las causas? Si juzgan esto legítimo, tienen que admitir que el mismo Júpiter es a la vez tantos dioses cuantos son los nombres que en razón de sus muchos poderes le dieron, porque son muchas y diversas las cosas de donde se tomaron esos nombres. Voy a citar algunas.

CAPÍTULO XI

Sobrenombres de Júpiter que hacen referencia a uno solo, no a muchos dioses

A Júpiter le dieron los nombres de Vencedor, Invicto, Opítulo, Impulsador, Estator, Centípeda, Supinal, Tigilo, Almo, Rumino y otros que sería prolijo enumerar. Nombres que se aplicaron a un solo dios por diversas causas y poderes, sin tratar de forzarlo a ser tantos dioses cuantas facultades le atribuían: la de superar todas las cosas, no ser superado por nadie, dar auxilio a los necesitados, tener la facultad de impulsar, de mantener firme, de establecer, de derribar, contener y sostener el mundo como puntal, alimentar todas las cosas, amamantar con su mama a los animales. En todo esto, como vemos, hay funciones importantes y otras que no lo son; y, sin embargo, se dice que uno sólo realiza unas y otras.

Según mi opinión, las causas y principios de las cosas, que les obligaron a aceptar al mundo como dos dioses, Júpiter y Jano, son entre sí más próximas que el contener el mundo y dar la mama a los animales; y, no obstante, no se vieron en la necesidad de hacer dos dioses por estas dos obras tan diversas entre sí por la virtud y la dignidad; antes bien, el mismo Júpiter fue llamado por una función Tigilo y, por la otra, Rumino.

No pretendo con ello afirmar que le hubiera estado más apropiado a Juno que a Júpiter dar el pecho a los animales mamíferos; tanto más cuanto que tenía la diosa Rumina, que podía prestarle su ayuda y servicio para esta función. Pienso que me responderían que la misma Juno no es diferente de Júpiter, según los citados versos de Valerio Sorano: «Omnipotente Júpiter, padre de los reyes, de las cosas y de los dioses, madre también de los dioses». ¿Por qué, pues, se le llamó Rumino si una investigación más diligente descubriría seguramente que él es la misma diosa Rumina? Y si les parecía justamente indigno de la majestad de los dioses que en la misma espiga se cuidara uno de los nudillos y otra de los folículos, ¿cuánto más indigno será que una función tan insignificante como es el alimentar a los animales con la mama tenga que ser atendida por dos dioses, uno de ellos Júpiter, rey de por sí de todas las cosas? Y si al menos hiciera esto con la ayuda de su esposa; pero ha de ser precisamente con la desconocida Rumina, a no ser que sea él mismo la tal Rumina: Rumino quizá para los mamíferos machos, y Rumina para las hembras. Me atrevería a decir que no quisieron darle a Júpiter un nombre femenino si no se le llamase en aquellos versos «padre y madre de los dioses», y no leyera entre otros nombres suyos el de Pecunia, diosa que hemos citado entre los minúsculos en el cuarto libro. Pero teniendo los varones y las mujeres dinero, ellos sabrán por qué no lo han llamado Pecunia y Pecunio, como Rumina y Rumino.

CAPÍTULO XII

A Júpiter también se le llama Pecunia

¡Qué ingenio derrocharon en legitimar este nombre! Se le llama Pecunia, dicen, porque suyas son todas las cosas. ¡Razón digna de consideración para un nombre divino! Muy al contrario, es una gran bajeza y afrenta llamar Pecunia a aquel cuyas son todas las cosas. Porque en relación con todo lo que se contiene en el cielo y en la tierra, ¿qué es el dinero entre todas las cosas que poseen los hombres bajo el nombre de dinero? Más bien es la avaricia la que dio este nombre a Júpiter a fin de que quien ama el dinero piense que no ama a cualquier dios, sino precisamente al rey de todos los dioses. Muy diferente sería si lo llamaran divitiæ, es decir, riquezas. Pues una cosa son las riquezas y otra el dinero. Ricos, en efecto, llamamos a los sabios, a los justos, a los buenos, que tienen poco o ningún dinero; más bien son ricos en virtudes, las cuales, aun en las necesidades de las cosas corporales, les hacen sentirse satisfechos con lo que tienen. Pobres, en cambio, llamamos a los avaros, siempre ansiosos y necesitados; pues aunque pueden tener mucho dinero, en su misma abundancia, por grande que sea, no pueden por menos de estar necesitados. Con toda razón llamamos rico al Dios verdadero, no por el dinero precisamente, sino por su omnipotencia.

Así, pues, se dice que son ricos los adinerados; pero en su interior son necesitados si les domina la avaricia. Como igualmente se llama pobres a los que carecen de dinero, pero son ricos interiormente si poseen la sabiduría. ¿Qué concepto puede merecerle al sabio esta teología, en la cual el rey de los dioses recibe el nombre de una cosa «que ningún sabio ha deseado»? ¿Cuánto más sencillo sería, si con esta doctrina aprendieran algo saludable para la vida eterna, que llamaran no dinero, sino sabiduría al dios rector del mundo, cuyo amor limpia las inmundicias de la avaricia, es decir, el amor del dinero?

CAPÍTULO XIII

La explicación de lo que son Saturno y Genio los identifica con Júpiter

Pero ¿para qué hablar más sobre Júpiter, a quien quizá han de referirse los otros dioses, de suerte que siendo él todos, queda sin sentido el concepto de muchísimos dioses? Y esto, ora se los considere como partes o poderes del mismo, ora la virtud del alma, que juzgan derrama por todas las cosas, haya recibido los nombres de muchos dioses procedentes de las partes de esta mole, en las que aparece este mundo visible, o de las múltiples operaciones de la naturaleza. ¿Qué es, en efecto, Saturno? «Es -dice- uno de los dioses principales, que tiene en su poder el señorío de todas las sementeras». Pero la explicación de los versos de Valerio Sorano, ¿no nos dice que Júpiter es el mundo, y que él emite de sí y recibe en sí todas las semillas? Entonces él tiene el señorío de todas las sementeras.

Y ¿qué es Genio? «Es el dios -dice- que preside y da vigor a todo lo que se engendra». ¿Quién piensan puede tener esta fuerza sino el mundo, al cual aplican las palabras «Júpiter padre y madre»? Al decir en otro lugar que Genio es el espíritu racional de cada uno; y, por tanto, que cada uno tiene el suyo, y que el espíritu del mundo es dios, viene a profesar que el espíritu del mundo es como el genio universal. Y a éste es a quien llaman Júpiter, porque si todo genio es dios, y todo espíritu del varón es un genio, lógicamente se sigue que todo espíritu de varón es dios. Si este absurdo les horroriza, no cabe sino llamar genio y claramente dios al genio que llaman espíritu del mundo, y, por tanto, a Júpiter.

CAPÍTULO XIV

Oficios de Mercurio y Marte

Sobre Mercurio y Marte no han encontrado manera de relacionarlos con alguna parte del mundo y las obras de Dios que hay en sus elementos. Por ello los pusieron al menos al frente de las empresas de los hombres, como ministros del lenguaje y de la guerra. Si Mercurio tiene poder sobre la palabra de los dioses, domina aun sobre el mismo rey de los dioses, si Júpiter tiene que hablar a su arbitrio o ha recibido de él la facultad de hablar; ciertamente esto es absurdo. Pero si su poder sólo alcanza al ámbito de la palabra humana, no es creíble que Júpiter se haya dignado descender a amamantar con su pecho a los niños y a los animales, por lo que recibió el nombre de Rumino, y no haya querido aceptar el cuidado de nuestro lenguaje, que nos hace superiores a las bestias. De lo cual se concluye que Júpiter y Mercurio son lo mismo.

Si, por otra parte, se quiere identificar a Mercurio con la palabra, como indican las interpretaciones que dan de él, entonces Mercurio, por propia confesión de ellos, no es dios (efectivamente, Mercurio querría decir «el que corre en medio», porque la palabra corre entre los hombres; por eso en griego se llama Ἑρμης, porque la palabra o la interpretación, que ciertamente se relaciona con el lenguaje, se llama ἑρμηνεία; por eso preside las relaciones comerciales, porque la palabra sirve de intermediario entre los vendedores y los compradores; sus alas en la cabeza y en los pies significan que el lenguaje vuela por los aires como el pájaro; se le llama también mensajero, porque mediante la palabra se comunican los pensamientos). Ahora bien, al hacer dioses a los que no son ni demonios, cuando suplican a los espíritus inmundos, llegan a ser poseídos por los que no son dioses, sino demonios.

Lo mismo sucede con Marte; como no pudieron encontrar elemento o parte alguna del mundo en que realizara cualquier cometido, lo hicieron dios de la guerra, que es obra de los hombres, y nada apetecible. Por consiguiente, si la Felicidad proporciona una paz perpetua, Marte no tendría nada que hacer. Pero si Marte es la guerra, como Mercurio es el lenguaje, ¡ojalá que así como es bien claro que éste no es dios, tampoco exista la guerra, que tan falsamente llaman dios!

CAPÍTULO XV

De algunas estrellas a las que los paganos pusieron el nombre de sus dioses

Puede ser que esos dioses sean aquellas estrellas a las que dieron el nombre de los mismos, ya que a una la llaman Mercurio y a otra Marte. Pero hay también otra llamada Júpiter, y, sin embargo, para ellos Júpiter es el mundo. A otra la llaman Saturno; e incluso le atribuyen una función de categoría, el poder de todas las semillas. También se encuentra allí la más resplandeciente de todas, llamada por ellos Venus, que quieren identificar con la Luna. Existe un astro brillante por el cual, como por la manzana de oro, mantienen competición Juno y Venus: unos dicen que el Lucero pertenece a Venus, otros que a Juno. Pero, como suele ocurrir, Venus lleva la victoria: son muchos más los que atribuyen esta estrella a Venus, y muy pocos los que sostienen lo contrario.

¿Y no es para reírse oyéndolos proclamar a Júpiter rey de todas las cosas, y ver su estrella tan superada en resplandor por la estrella de Venus? Como si tuviera que aventajar aquélla a los demás en resplandor como éste en poder. Replican que parece así, porque la que se tiene por más oscura está más elevada y mucho más lejos de la tierra. Pero si la dignidad mayor mereció un lugar superior, ¿por qué Saturno está allí más alto que Júpiter? ¿No pudo la vanidad de la fábula, que hace rey a Júpiter, llegar hasta los astros? Y lo que no pudo conseguir Saturno en su reino ni en el Capitolio, ¿se le permitió conseguirlo en el cielo? ¿Por qué entonces Jano no recibió estrella alguna? Quizá porque él es el mundo, y todas se encuentran en éste. Pero también Júpiter es el mundo y, sin embargo, las tiene. ¿Por ventura Jano se las arregló como pudo, y por una estrella que no tiene entre los astros recibió tantas caras en la tierra?

Además, sólo a causa de las estrellas tienen a Mercurio y a Marte como parte del mundo; de suerte que pueden considerarlos como dioses, porque ciertamente el lenguaje y la guerra no son partes del mundo, sino actos de los hombres. ¿Por qué entonces no consagraron ni aras, ni sacrificios, ni templos a Aries, a Tauro, a Cáncer, a Escorpión y a los restantes de esta clase que enumeran ellos entre los signos celestes y que están formados no de una estrella cada uno, sino de muchas, y que dicen están colocados más arriba que los otros en lo más alto del cielo, donde un movimiento más constante da a los astros un curso fijo? ¿Por qué no los tuvieron siquiera no digo entre los dioses selectos, sino ni aun entre los que consideran como plebeyos?

CAPÍTULO XVI

Sobre Apolo, Diana y restantes dioses celestes que dicen son partes del mundo

A Apolo, aunque lo tienen como adivino y médico, para colocarlo en alguna parte del mundo dijeron que era también el sol. Y a Diana, su hermana, la llamaron de modo semejante luna y protectora de los caminos. Por eso la hicieron virgen, porque el camino no engendra nada. Y tienen ambos flechas, porque esos dos astros lanzan sus rayos del cielo a la tierra.

Hacen a Vulcano fuego del mundo; aguas del mundo a Neptuno; a Dis-pater, es decir, Orco, la parte terrena e ínfima del mundo. A Líbero y a Ceres les encomiendan las semillas, al uno las masculinas, a la otra las femeninas, o al uno las líquidas, a la otra las secas. Pero todo esto se refiere al mundo entero, esto es, a Júpiter, que justamente ha sido llamado «padre y madre», porque emite de sí, y en sí recibe todas las semillas.

También, a veces, hacen a la misma Ceres la gran Madre, que dicen no es otra cosa que la tierra, y la identifican con Juno; y por eso le atribuyen las causas segundas de las cosas; aunque a Júpiter se le haya denominado «padre y madre de los dioses», porque, según ellos, Júpiter es el mundo entero. Lo mismo hicieron con Minerva, a la que encomendaron las artes humanas, y no encontrando ni una estrella en que ponerla, la llamaron éter supremo y también luna. Asimismo, a Vesta, como es la tierra, la tuvieron por la más grande de las diosas; aunque juzgaron oportuno dedicarle también el fuego ligero del mundo, que se refiere a los usos corrientes de los hombres; no precisamente el violento, que es el de Vulcano.

Según esto, pretenden que todos estos dioses selectos son este mundo: los unos, el mundo entero; los otros, partes del mismo. El mundo entero sería Júpiter; partes de él, Genio, la gran Madre, el sol y la luna, o mejor, Apolo y Diana. Y unas veces le hacen muchas cosas a un solo dios, y otras, en cambio, a una sola cosa la hacen ser muchos dioses. Un solo dios, que es muchas cosas, lo tenemos en Júpiter: al mundo entero se le considera y denomina Júpiter; Júpiter también a sólo el cielo, y no menos Júpiter la estrella sola. Lo mismo se tiene a Juno como señora de las causas segundas, y Juno es el éter; Juno, la tierra, y, si vence a Venus, Juno, la estrella. De manera semejante, Minerva es el supremo éter, y es también Minerva la luna, que, según ellos, se encuentra en el ínfimo límite del éter.

Veamos también cómo de una sola cosa hacen muchos dioses: Jano es el mundo, y también lo es Júpiter; e, igualmente, Juno es la tierra, y también lo es la gran Madre y Ceres.

CAPÍTULO XVII

También Varrón expresó con ambigüedad sus opiniones sobre los dioses

Al igual que todo esto que acabo de recordar como ejemplo, no explica, sino más bien complica todas las demás cosas. Como están a merced del impulso de opinión errabunda, así avanzan y retroceden a una y otra parte, de una parte a otra; de suerte que el mismo Varrón prefiere dudar de todo a afirmar algo. Pues habiendo terminado el primero de los tres últimos libros sobre los dioses, dice al comenzar a tratar en el segundo sobre los dioses inciertos: «Si expusiere en este libro opiniones dudosas sobre los dioses, no merezco reprensión. Quien juzgue que es conveniente y que se puede juzgar ya lo hará él al leerme; yo, en cambio, puedo llegar con más rapidez a poner en duda lo que dije en mi primer libro, que a recoger en un breve resumen cuanto pueda escribir en éste». De esta suerte nos ha dejado en la incertidumbre tanto sobre los dioses inciertos como sobre los ciertos. Además, en el libro tercero sobre los dioses selectos, después del preámbulo que juzgó oportuno sacarlo de la teología natural, al comenzar a tratar de las vanidades y locuras de esta teología civil, en que no sólo no le guiaba la verdad de las cosas, sino que le estrechaba la autoridad de los antepasados, dice: «En este libro voy a escribir sobre los dioses públicos del pueblo romano, a quienes dedicaron templos y honraron con muchas imágenes; pero, como escribe Jenófanes de Colofón, expondré qué es lo que pienso yo, no qué defiendo, pues es propio de los hombres opinar de estas cosas, y de Dios el saberlas».

Al tratar, pues, de comunicarnos lo que ha sido instituido por los hombres, nos promete con cierto reparo un discurso de cosas no entendidas precisamente ni creídas con firmeza, sino opinadas y dudosas. Sabía que existe el mundo, que existe el cielo y la tierra; el cielo esplendente de astros, y la tierra fértil en semillas, y otras cosas semejantes. Creía con espíritu firme y seguro que toda la mole de la Naturaleza se halla gobernada y administrada por cierta fuerza invisible y poderosa; pero no podía afirmar con la misma seguridad que Jano es el mundo ni podía descubrir cómo Saturno es padre de Júpiter y fue sometido a Júpiter reinante, y otras cosas por el estilo.

CAPÍTULO XVIII

Causa más creíble de la propagación del paganismo

La razón más verosímil de todo esto nos la suministra el que los dioses se nos presentan como hombres, a quienes los que quisieron con su adulación que fueran dioses les dedicaron ceremonias y solemnidades atendiendo al ingenio, costumbres, acciones y circunstancias de cada uno. Estos honores, infiltrándose, poco a poco, en los espíritus de los hombres, semejantes a los demonios y ávidos de diversiones, se divulgaron ampliamente enjaezados por las mentiras de los poetas y fomentados por los espíritus falaces.

Es, en efecto, más fácil que un muchacho impío, temiendo ser muerto por su padre, también impío y ávido del reino, expulse del reino a su padre; es más fácil esto que la interpretación que éste nos da: cómo Saturno, padre, fue vencido por su hijo Júpiter, porque la causa, que está en manos de Júpiter, es antes que la semilla, que lo está en las de Saturno. Si esto fuera así, en modo alguno Saturno hubiera existido primero ni hubiera sido padre de Júpiter, pues la causa siempre precede a la semilla, y nunca es engendrada de una semilla. Cierto: cuando pretenden ennoblecer las fábulas más frívolas y las empresas de los hombres con interpretaciones naturales, aun los hombres más perspicaces se ven sometidos a situaciones tan críticas que nos hacen incluso a nosotros lamentar sus desvaríos.

CAPÍTULO XIX

Interpretaciones sobre el culto de Saturno

Según Varrón, cuentan de Saturno que solía devorar cuanto nacía de él, porque las semillas retornan a su lugar de origen, y el presentarle un terrón para que lo devorara como si fuera Júpiter significa -dice- que antes de descubrirse la utilidad del trabajo de la tierra, las simientes comenzaron a ser enterradas por las manos de los hombres. Saturno, pues, debió ser designado como la tierra, no la semilla; ya que ella, en cierto modo, devora lo que ha engendrado cuando las semillas nacidas de ella retornan para ser recibidas de nuevo en su seno. Pero el haber recibido un terrón en vez de Júpiter, ¿qué tiene que ver con que las manos del hombre entierren la simiente en la tierra? ¿No es acaso devorado como lo demás lo que está cubierto con la gleba? Esto se dijo como si el que presentó el terrón hubiera quitado la semilla; como dicen que se le quitó Júpiter a Saturno ofreciéndole el terrón; cuando, en realidad, cubriendo la gleba la semilla hizo que fuera devorada con más rapidez.

Además, según esto, Júpiter es la semilla, no la causa de la semilla, que poco antes se decía. Pero ¿qué pueden hacer los hombres que al interpretar necedades no encuentran nada prudente que decir? Dice que tiene la hoz para cultivar el campo. Pero cuando él reinaba, todavía no existía la agricultura, y por eso se nos presenta su época como primitiva, según la interpretación que Varrón da a las fábulas, porque los primeros hombres vivían de las semillas que espontáneamente producía la tierra. ¿O por ventura recibió la hoz cuando perdió el cetro, de tal suerte que quien había sido rey ocioso en los primeros tiempos se hiciera obrero diligente durante el reinado de su hijo?

Por otra parte, dice que la razón de que acostumbraban algunos a inmolarle los niños, como los cartagineses, y aun más crecidos, como los galos, la razón es que el género humano es la más excelente de todas las semillas. ¿Qué necesidad tenemos de decir más sobre estupidez tan cruel? Advirtamos más bien y mantengamos que estos tales no refieren semejantes interpretaciones al verdadero Dios, naturaleza viva, incorpórea, inmutable, a quien hay que pedir la vida eterna y feliz, sino que sus aspiraciones se limitan a las cosas corporales, temporales, mudables y mortales.

Saturno -dice- nos cuentan las fábulas que castró a su padre, Cielo, y esto significa que la semilla divina está en poder de Saturno, no de Cielo. Esto quiere decir, en cuanto se puede entender, que nada nace en el cielo de las semillas. Mas he aquí que si Saturno es hijo de Cielo, es hijo de Júpiter, pues tantas veces y con tanto cuidado afirman que Júpiter es el Cielo. De esta suerte, todas estas ficciones que no proceden de la verdad generalmente se destruyen a sí mismas sin impulso exterior alguno.

También dice de Saturno que ha recibido el nombre de Κρόνος porque este vocablo griego significa un espacio de tiempo, y sin éste -dice- la semilla no puede ser fecunda.

Estas y otras muchas cosas se dicen de Saturno, refiriéndolo todo a la semilla. Entonces Saturno se bastaría al menos para las semillas con semejante poder; ¿para qué se buscan otros dioses, sobre todo Líbero y Líbera, esto es, Ceres? Sobre éstos repite muchas cosas, en lo referente a la semilla, como si nada hubiera dicho sobre Saturno.

CAPÍTULO XX

Los misterios Eleusinos de Ceres

Entre los misterios de Ceres son famosos los Eleusinos, tan conocidos entre los atenienses. De ellos no hace interpretación alguna Varrón, a excepción de lo referente al grano, que Ceres encontró, y a Proserpina, a quien perdió por el robo de Orco. De ésta dice que significa la fecundidad de las semillas; y como ésta faltase por algún tiempo y la tierra se lamentase de su esterilidad, se originó la opinión de que Orco había arrebatado y retenido en los infiernos a la hija de Ceres, es decir, la fecundidad, y que se llamó Proserpina, de la palabra «proserpere», propagarse. Celebrada esta pérdida con duelo público, al tornar de nuevo la fecundidad nació de nuevo la alegría con la vuelta de Proserpina, y de ahí -dicen- fueron establecidas estas solemnidades. Dice a continuación que en esos misterios- se tratan muchas cosas, relativas todas ellas al descubrimiento de los frutos de la tierra.

CAPÍTULO XXI

Los vergonzosos ritos en honor de Líbero

Vergüenza siento tener que tratar del culto de Líbero y la desmesurada torpeza que ese culto alcanzó, ya que le hicieron presidir las simientes líquidas; no sólo las de los frutos, cuya primacía, en cierto modo, se lleva el vino, sino también las de los animales. Y siento vergüenza precisamente por la prolijidad del discurso, no por la arrogante estupidez de ese culto. Sólo citaré algún detalle de los muchos que tengo que pasar en silencio.

En las encrucijadas de Italia -dice Varrón- se celebraban las ceremonias de Líbero con tan licenciosa torpeza, que en su honor se rendía culto a las partes vergonzosas del hombre, no con cierto recato secreto, sino con la exaltación de la maldad en la publicidad. Durante las fiestas de Líbero era colocado con gran honor en carrozas este vergonzoso miembro, y llevado primero por las plazas de la campiña y luego hasta la misma ciudad. En la villa de Lavinio se dedicaba todo un mes a solo Líbero; y en esos días habían de usar todas las palabras más desvergonzadas, hasta ser llevado por la plaza pública y colocado en su propio lugar. Aún más, era de rúbrica que una de las más honestas matronas coronara en público a este vergonzoso miembro. Para aplacar al dios Líbero en pro de la fertilidad de las semillas, y para alejar de los campos el hechizo, se hacía preciso que una matrona hiciera en público lo que no debió permitirse realizar a una meretriz en las tablas en presencia de las matronas.

Vemos aquí por qué se creyó que Saturno no era suficiente para las semillas: el alma inmunda encontraba así ocasiones de multiplicar los dioses; y abandonada en castigo de su inmundicia por el único verdadero Dios, y prostituida entre tantos dioses con el ansia de mayor inmundicia, instituía como ceremonias sagradas semejantes sacrilegios, y se entregaba a sí misma para ser violada y manchada por este tropel de inmundos demonios.

CAPÍTULO XXII

Neptuno, Salacia y Venilia

Tenía ya Neptuno como esposa a Salacia, que dijeron era el agua inferior del mar; ¿con qué fin se le añadió Venilia, sino para multiplicar la provocación de los demonios, sin motivo alguno de cultos necesarios, sino por sola la sensualidad del alma prostituida? Salga a la luz la interpretación de la ilustre teología, y rechace con argumentos esta nuestra crítica.

Venilia -dice- es la ola que llega a la orilla; y, en cambio, Salacia es la que vuelve al mar. ¡Cómo! ¿Se forjan dos olas, cuando es una sola que viene y vuelve? Aquí tenemos al necio antojo, alampándose por multiplicar las divinidades. Aunque no se duplica el agua que va y vuelve, el alma, que va y no vuelve, aprovecha esta vana oportunidad para invitar a dos demonios y prostituirse así más. ¡Oh tú, Varrón, y vosotros, que habéis leído los escritos de hombres tan sabios y os jactáis de haber aprendido mucho en ellos!: dadnos, por favor, una interpretación de todo esto, no a tenor de aquella naturaleza eterna e inconmutable, que sólo es Dios, sino al menos, según el alma del mundo y sus partes, que tenéis por verdaderos dioses.

Es un error, en cierto modo tolerable, que os hayáis hecho el dios Neptuno de la parte del alma del mundo que penetra el mar. Pero ¿puede tolerarse que la ola, que viene a la orilla y torna al mar, sea dos partes del mundo, o dos partes del alma del mundo? ¿Quién de vosotros con juicio cabal puede admitir esto? ¿Por qué entonces os fabricaron dos diosas? ¿No será una provisión de vuestros antepasados no para que tengáis más dioses que os gobiernen, sino para que os dominen más demonios, que se solazan con semejantes vanidades falsas? ¿Y por qué Salacia, según esta interpretación, perdió la parte inferior del mar, por la cual estaba sujeta a su esposo? Pues al presentarla como la ola que retrocede, la colocáis en la superficie. ¿O acaso por haberse amancebado él con Venilia expulsó ella, enojada, a su marido de la superficie del mar?

CAPÍTULO XXIII

Sobre la Tierra, que Varrón confirma por diosa, porque el alma del mundo, 
que tiene por Dios, penetra también esta parte baja de su cuerpo 
y le comunica una fuerza divina

1. Una tierra sola existe, y la vemos llena de animales; ¿por qué, siendo un cuerpo grande repartido en elementos y la ínfima parte del mundo, la quieren hacer diosa? ¿Acaso porque es fecunda? ¿Por qué, entonces, no son dioses los hombres, que son los que la hacen más fecunda con el cultivo, y no precisamente cuando la adoran, sino cuando la labran? Porque -dicen- lo que la hace diosa es la parte del alma del mundo que discurre por ella. Como si no fuera más evidente el alma en los hombres, que nadie discute. Y, sin embargo, no son los hombres considerados como dioses; antes es bien lamentable que, por error craso y deplorable, hayan de estar sometidos al culto y adoración de los que no son dioses ni tan buenos como ellos.

El mismo Varrón, en ese libro de los dioses selectos, afirma que en la naturaleza universal existen tres grados de alma. El primero discurre por todas las partes del cuerpo que tienen vida, y no tiene sentido, sino sólo naturaleza o principio de vida; dice que en nuestro cuerpo esta fuerza impregna los huesos, las uñas, los cabellos; como en el mundo los árboles se alimentan y crecen sin sentido y, en cierto modo, viven. El segundo grado del alma consiste en la sensibilidad; y esta fuerza es la que anima ojos, oídos, nariz, boca y tacto. El tercer grado es el supremo del alma; recibe el nombre de ánimo, y en él sobresale la inteligencia. De ésta carecen todos los mortales, excepto los hombres; a esta parte del mundo la llama dios, y en nosotros se llama Genio.

Las piedras que hay en el mundo y la tierra que vemos, adonde no llega el sentido, son como los huesos o las uñas de dios; y, en cambio, son sus sentidos el sol, la luna, las estrellas, que percibimos nosotros y por los cuales él percibe. De igual modo, su alma es el éter; y esta virtud, al llegar a los astros, los hace dioses; como al impregnar la tierra hace la diosa Telus, y al impregnar el mar y el océano, al dios Neptuno.

2. Vuelva ya de esto que llama teología natural, donde se refugió como para descansar, fatigado de estos subterfugios y rodeos; vuelva ya, digo, a la teología civil: voy a retenerle aún aquí, voy a tratar un poco sobre ésta.

Aún no quiero decir si la tierra o las piedras son semejantes a nuestros huesos y a nuestras uñas ni si carecen de inteligencia, porque están en el hombre que la tiene. Tan necio sería llamar dioses a la tierra y piedra que están en el mundo, como llamar hombres a los huesos y uñas que están en nosotros. Pero estas cuestiones habrá quizá que tratarlas con los filósofos; al presente todavía hablo con este político.

Puede ocurrir que, aunque parece haber querido levantar un poco la cabeza a aquella especie de libertad de la teología natural, dando vueltas todavía a este libro y pensando entretenerse todavía con él, lo haya considerado también desde el punto de vista de aquella teología; y que haya afirmado esto para que nadie piense que sus antepasados u otras ciudades han dado culto vanamente a Telus y a Neptuno.

Lo que sí quiero preguntar es esto: ¿por qué la parte del espíritu del mundo que impregna la tierra, siendo ella una sola, no hizo también una sola diosa, llamada Telus? Si así lo hizo, ¿dónde estará Orco, hermano de Júpiter y Neptuno, a quien llaman Dis-pater? ¿Dónde su esposa Proserpina, que, según otra opinión expuesta en los mismos libros, no se presenta como la fecundidad de la tierra, sino como su parte inferior?

Si replican que la parte del espíritu del mundo, al impregnar la parte superior de la tierra hace a Dis-pater, y cuando impregna la inferior, a la diosa Proserpina, ¿qué quedará de Telus? Ha quedado todo lo que era ella, tan dividido en estas dos partes y dos dioses que no se podrá descubrir cuál es la tercera o dónde está. A no ser que se diga que estos dos dioses juntos, Orco y Proserpina, son la única diosa Telus, y no son ya tres, sino una sola o dos dioses. Sin embargo, se habla de tres, se tiene a tres por dioses, se da culto a tres en sus propias aras, en sus templos, con sus propios ritos, con sus imágenes, por sus propios sacerdotes; y por medio de esto, con sus propios demonios que con mil engaños violan el alma prostituida.

Aún tiene que responderme qué parte de la tierra impregna parte del espíritu del mundo para hacer el dios Telumón. No hay otra parte -dice-, sino que la misma tierra tiene una doble virtud: la masculina, que produce las semillas, y la femenina, que las recibe y alimenta: de la virtud femenina procede Telus, y de la masculina, Telumón. ¿Por qué entonces los pontífices, como él mismo indica, añadiendo otros dos, ofrecen sacrificios a cuatro dioses: Telus, Telumón, Altor y Rusor? Sobre Telus y Telumón ya está dicho. ¿Por qué a Altor? Porque -dice- de la tierra se alimenta todo lo que ha nacido. ¿Por qué a Rusor? Porque -dice- todo retornará a la misma.

CAPÍTULO XXIV

Sobrenombres de Telus y su significación. Aunque signo de muchas cosas, 
no debieron autorizar la creencia en muchos dioses

1. De suerte que la tierra siendo una, por causa de esta virtud cuádruple, debió recibir cuatro sobrenombres, pero no fabricar por eso cuatro dioses. Así, tenemos a Júpiter, que es uno solo y tiene tantos sobrenombres, e igualmente a Juno. Y todos esos sobrenombres expresan una potencialidad múltiple referida a un solo dios o a una sola diosa, sin que esa multitud exija una multitud de dioses. Pero como a veces las mismas degradadas mujeres se asquean y arrepienten de esas catervas que buscaron para saciar su apetito, así le ocurre al alma envilecida y entregada a los espíritus inmundos: si tanto se alampó por multiplicar los dioses, ante quienes prosternarse para ser contaminada, no menos se apesadumbró algunas veces.

El mismo Varrón, como avergonzado de esa muchedumbre, no quiere sino que haya una sola diosa Telus, y así dice: «Gran Madre llama a la misma: el llevar el tambor significa el círculo de la tierra; las torres de su cabeza son las ciudades; los asientos en torno suyo, mientras todo se mueve, indican que ella permanece inmóvil. Si hicieron a los galos prestarle servicios a esta diosa, con ello significan que los que buscan las semillas han de cultivar la tierra, pues que en ella se encuentra todo. Cuando se agitan ante ella, exhortan a los que cultivan la tierra a no descansar, porque siempre hay algo que hacer. El sonido de los címbalos es símbolo del movimiento de las herramientas, de las manos y de los instrumentos del cultivo del campo; címbalos que son de bronce, porque con bronce cultivaban la tierra los antiguos antes de descubrir el hierro.

«También la hacen acompañar -dice- de un león manso y suelto; con ello se significa que no hay tierra alguna, por lejana o resistente que sea, que no se someta al cultivo.» Añade a continuación que la multitud de nombres y sobrenombres dados a Telus madre fue ocasión de que se juzgase que en ella había muchos dioses. «Tienen -dice- a Telus por Ops, porque se mejora con el trabajo; por Madre, porque engendra muchas cosas; por Magna, porque produce alimento; por Proserpina, porque de ella se propagan los frutos; por Vesta, porque se viste de hierbas. Y así, no sin razón, reducen otras diosas a ésta».

Por consiguiente, si es una sola diosa, que apurando la verdad no lo es ella misma; ¿cómo se diluye en muchas? Sean en buena hora muchos los nombres de esta sola; pero no nos pongan tantas diosas como nombres. La autoridad del error de los antepasados le hace titubear aun a Varrón después de ese su juicio. Veamos lo que añade: «No está en pugna con esto la opinión de los antepasados que juzgaron había muchas diosas». ¿Cómo no ha de estar en pugna, siendo tan diverso el que una sola diosa tenga tantos nombres, de que haya muchas diosas? Replica que puede suceder que la misma cosa sea una sola y en ella existan algunas más. Sí, se puede conceder que en un hombre haya muchas cosas, pero ¿lleva eso consigo el que, por eso, haya muchos hombres? Del mismo modo puede haber en una sola diosa más cosas; ¿ha de haber por ello muchas diosas? En fin, pueden seguir dividiendo, hinchando, multiplicando, replicando, implicando.

2. Éstos son los ilustres misterios de Telus y la gran Madre, de donde procede todo lo referente a las semillas mortales y a la práctica de la agricultura. ¿Por ventura referidos a esto y teniendo este fin, prometerán a alguien la vida eterna el tímpano, las torres, los galos, la agitación frenética de los miembros, el chasquido de los címbalos, los leones imaginarios? ¿Sirven acaso los galos castrados a esta gran diosa para significar que los que carecen del semen han de cultivar la tierra, cuando más bien su servidumbre lleva consigo la privación del semen? ¿Adquieren el semen, cuando carecen de él, honrando a esta diosa, o más bien pierden el semen, si lo tienen, cuando la honran? ¿Es esto interpretar o es maldecir? Y no se tiene en cuenta qué vigor ha adquirido la malicia de los demonios, que no han prometido algo grande a estos misterios y, en cambio, han ejercido tan crueles exigencias. Si la tierra no fuera diosa, los hombres aplicarían el trabajo a su cultivo para conseguir las semillas por ella en vez de ser despiadados consigo mismos para perder por su causa su semen. Si no fuera diosa, se haría fecunda con las manos ajenas, de suerte que no obligase al hombre a hacerse estéril con las propias. Vengamos ya a la escena de los misterios de Líbero, en que una honesta matrona coronaba las vergüenzas viriles a la vista de la multitud, entre la que, quizá ruborizado y sudoroso, si queda pudor aún entre los hombres, se encontrara su marido. O también a la otra, que tenía lugar en la celebración de las nupcias, cuando se la hacía sentar a la recién casada sobre el miembro viril de Príapo. Sería todo eso mucho menos importante y mucho menos grave que esa torpeza cruelísima o crueldad torpísima (de los galos castrados), en que por arte demoníaco en tal modo se escarnece a uno y otro sexo, que ninguno de los dos llega a morir de esa herida. Allí se teme la maldición sobre los campos, no se teme aquí la amputación de los mismos; se profana allí la vergüenza de una recién casada, pero no se le quita ni su fecundidad ni su virginidad; aquí, en cambio, se castra de tal modo la virilidad que ni se convierte en mujer ni sigue siendo varón.

CAPÍTULO XXV

Interpretación de los sabios griegos sobre la mutilación de Atys

No se ha hecho mención de Atys, en memoria de cuyo amor se mutila el galo, ni Varrón ha buscado una interpretación. Pero los eruditos y sabios de Grecia no pasaron en silencio asunto tan santo e ilustre. Como el aspecto primaveral de la tierra es más hermoso que el de las otras estaciones, el célebre filósofo Porfirio dice que Atys simboliza las flores, y que fue castrado porque la flor cae antes que el fruto. No fue, pues, al hombre, o cuasi hombre, llamado Atys a quien compararon con la flor, sino sus partes viriles. Cayeron éstas viviendo él; mejor aún; no cayeron ni fueron cortadas, sino totalmente despedazadas. Y perdida aquella flor, no hubo fruto alguno después, sino siguió la esterilidad. ¿Cómo quedó él? ¿Qué significa lo que le quedó al mutilado? ¿A qué hay que referirlo? ¿Qué interpretación se da de esto? ¿No deben persuadirnos los vanos y estériles intentos, que debemos más bien creer lo que sobre el hombre mutilado nos legó la fama y se consignó en documentos? Con razón escurrió el bulto Varrón en esto y rehuyó el citarlo; no es posible se le escapara a un hombre tan erudito.

CAPÍTULO XXVI

Sobre los torpes misterios de la gran Madre

Tampoco Varrón quiso decir nada ni recuerdo haber leído algo en parte alguna sobre los invertidos consagrados contra todo pudor, hombres y mujeres, a la misma gran Madre; hasta ayer, como quien dice, los hemos visto con los cabellos perfumados, rostro maquillado, miembros relajados, andares mujeriles, deambular por las plazas y barrios de Cartago pidiendo con exigencia al pueblo con qué mantener sus torpezas. No tuvo Varrón una interpretación para esto, se avergonzó la razón, enmudeció la palabra.

Superó la gran Madre a todos los otros dioses, no por la grandeza de su divinidad, sino por su crimen. Ni la monstruosidad de Jano puede parangonarse con esta monstruosidad. Tenía Jano la deformidad sólo en las imágenes; ésta, en cambio, en sus mismos misterios muestra la crueldad de su deformidad; aquél acrecentaba sus miembros con piedras, ésta los ha arrasado en los hombres. Ni tanta torpeza ni tan grandes crímenes de Júpiter superan esta desvergüenza: éste, entre la corruptela femenina, deshonró el cielo únicamente con Ganimedes; aquélla, con tantos invertidos profesionales y públicos, profanó la tierra y ultrajó al cielo.

Quizá pudiéramos, en crueldad tan obscena, poner frente a ella y aun delante a Saturno, de quien se dice que mutiló a su padre. Pero en los misterios de Saturno pudieron los hombres morir a manos ajenas más bien que mutilarse a sí mismos. Devoró éste a sus hijos, como dicen los poetas; aunque los físicos lo interpreten a su talante; la historia nos dice ciertamente que los mató. En cambio, sacrificarle los propios hijos, como hicieron los cartagineses, eso no lo aceptaron los romanos. Sin embargo, esta gran Madre de los dioses llegó hasta a exigir castrados en los templos romanos, y conservó esta costumbre cruel, haciendo creer que amputando las partes viriles de los hombres acrecentaba el poderío de los romanos.

¿Qué son, comparados con tamaña vergüenza, los hurtos de Mercurio, la lascivia de Venus, los estupros y torpezas de los demás, que podríamos presentar tomados de los libros, si no se cantaran y celebraran en los teatros? Pero ¿qué es todo esto ante un mal tan enorme, cuya monstruosidad sólo era achacable a la gran Madre? Sobre todo, si se tiene en cuenta que se dice que esas cosas son ficciones de los poetas; como si los poetas hubieran inventado también que todo ello es aceptado y agradable a los dioses.

Pase que sea audacia o petulancia de los poetas el que se canten o se escriban; pero el que se hayan añadido a las ceremonias y honores divinos por orden e imposición de la divinidad, ¿qué es sino un crimen de los dioses o, quizá mejor, confesión de demonios y engaño de miserables? Por otra parte, el que la Madre de los dioses mereciera ser venerada por la consagración de los mutilados no es una invención de los poetas; prefirieron ellos más bien horrorizarse a cantarlo. ¿Quién puede consagrarse a estos dioses para vivir feliz después de la muerte, si consagrado a ellos no puede vivir honradamente antes de la muerte, sometido a tan repugnantes supersticiones y condenado a inmundos demonios?

Cierto, dice, pero esto se refiere al mundo. ¿No sería mejor decir a lo inmundo? ¿Cómo, en efecto, no ha de referirse al mundo lo que está demostrado se encuentra en el mundo? Nosotros, en cambio, buscamos un ánimo que, confiado en la verdadera religión, no adore al mundo como a su dios, sino que alabe por Dios al mundo como obra de Dios, y, purificado de las inmundicias mundanas, llegue limpio a Dios, que hizo el mundo.

CAPÍTULO XXVII

Ficciones de los físicos, que no rinden culto a la verdadera divinidad 
ni practican el culto a ella debido

1. Vemos que estos dioses selectos han sido más conocidos que los demás, pero no para poner de relieve sus méritos, sino para que no queden ocultas sus deshonras; por ello es más verosímil que fueran hombres. Como nos lo han enseñado no sólo los poetas, sino también los historiadores. Así nos dijo Virgilio: «Vino el primero Saturno desde el alto Olimpo, huyendo de las armas de Júpiter, y desterrado de los reinos perdidos»; y continuó todavía con el mismo tema. Toda esta historia la expone Evémero y la traduce al latín Ennio. Y como han dicho tantas cosas los que antes que yo escribieron en griego o latín contra estos errores, no me ha parecido bien detenerme en ello.

2. Al considerar los argumentos físicos con que hombres sabios y perspicaces tratan de convertir las cosas humanas en divinas, veo que sólo pueden reducirse a las obras temporales y terrenas y a la naturaleza corpórea, mudable al fin, aunque fuera invisible. Y nada de esto puede ser el Dios verdadero. Si esto se tratase al menos con argumentos apropiados a la religiosidad, sería de lamentar que no se utilizaran ésos para anunciar y predicar al Dios verdadero; pero pudiera tolerarse viendo que ni se hacían ni se mandaban fealdades tan vergonzosas. Ahora bien, si no se puede dar culto al cuerpo o al alma suplantando al Dios verdadero, con cuya inhabitación sólo es feliz el alma, cuánto más impío será dar tal culto a esas divinidades que ni el cuerpo ni el alma de quien lo hace puede conseguir la salud o la reputación humana.

Por lo cual, si se venera con templo, sacerdote o sacrificio, que se debe sólo al Dios verdadero, algún elemento del mundo, o algún espíritu creado, aunque no sea inmundo ni malo, no es ciertamente malo porque sean malos los elementos con que se venera, sino porque son de tal naturaleza que sólo deben emplearse en el culto de Aquel a quien se debe tal culto y servicio.

En cambio, si se pretende dar culto al único Dios verdadero, esto es, al creador de toda alma y cuerpo, con la estupidez o monstruosidad de los simulacros, con los sacrificios de homicidios, con la coronación de las partes vergonzosas, con el estipendio de los estupros, amputación de miembros, mutilación, consagración de los invertidos, representaciones impuras y obscenas; si se pretende esto, no está el pecado en dar culto a quien debe darse, sino en dar culto de modo indebido.

También se puede dar culto con actos torpes y malvados, no al Dios verdadero, es decir, al creador del alma y del cuerpo, sino a una criatura aunque no sea mala, sea alma o cuerpo, o alma y cuerpo a la vez; entonces se peca doblemente contra Dios: porque se venera como Dios lo que no lo es, y se le venera con tales actos que no deben emplearse en su culto ni en el de nadie.

En cuanto a éstos, bien a la vista está cómo han honrado a los dioses, es decir, con qué torpeza y perversión. Sería ciertamente oscuro qué cosa o a quiénes han venerado, si no atestiguase su historia las abominaciones y torpezas que confiesan se daban a los dioses, que las exigían bajo amenaza. Por donde consta, removido todo subterfugio, que toda esa teología civil invita a los malvados demonios e inmundísimos espíritus a adueñarse de los corazones insensatos en la contemplación de esas estúpidas imágenes y por intermedio de ellas.

CAPÍTULO XXVIII

Desacuerdo de la doctrina teológica de Varrón

¿Qué importa, pues, que con razonamiento tan sutil al parecer intente el doctísimo y agudísimo Varrón reducir y trasladar todos estos dioses al cielo y a la tierra? No lo consigue; se le escapan de las manos, se escurren, resbalan, se le caen. Al ir a hablar de las hembras, es decir, de las diosas, escribe: «Como dije en el primer libro sobre los lugares sagrados, hay dos principios opuestos de dioses, los del cielo y los de la tierra, y por eso parte se llaman celestes y parte terrestres. En los libros anteriores comenzamos por el cielo al hablar de Jano, a quien unos llaman cielo y otros mundo; así, al tratar de las hembras, comenzamos por Telus».

Comprendo la dificultad en que se encuentra ingenio tan agudo. Se deja llevar por un razonamiento aparente al decir que el cielo es el que obra y la tierra la paciente; y por eso le atribuye a él la virtud masculina, y a ella la femenina. Y no para mientes en que hizo a uno y a otra el que ha hecho todo eso. De ahí que interprete también así en el libro precedente los conocidos misterios de los Samotracios, y promete con marcado acento religioso que va a exponer por escrito y enviar a los suyos cosas que les son desconocidas. Dice que por muchos indicios ha sacado en conclusión allí que entre las estatuas una representa al cielo, otra a la tierra, otra los modelos de las cosas, que Platón llama ideas. Por el cielo entiende a Júpiter, por la tierra a Juno, por las ideas a Minerva: el cielo es quien hace algo, la tierra es de quien se hace, el ejemplo es según el cual se hace.

Paso aquí por alto que Platón afirma que esas ideas tienen tal fuerza que no ha hecho el cielo nada, según ellas, sino que él mismo ha sido hecho según ellas; sólo quiero decir que Varrón en este libro de los dioses selectos destruyó su razonamiento de los tres dioses, en los cuales lo había como abarcado todo. Atribuyó los dioses masculinos al cielo, las diosas hembras a la tierra; y entre ellas colocó a Minerva, a quien antes había puesto sobre el mismo cielo. Además, el dios masculino Neptuno está en el mar, que pertenece más a la tierra que al cielo. Finalmente, Dis-pater, que en griego se llama Πλούτων, hermano masculino de ambos, es presentado como dios de la tierra, cuya parte superior ocupa, teniendo a su esposa, Proserpina, en la inferior.

¿Cómo, pues, tratan de referir los dioses y las diosas a la tierra? ¿Qué solidez, qué consistencia, qué moderación, que precisión tiene esta interpretación? Telus es, en efecto, el principio de las diosas, es decir, la gran Madre, en torno a la cual rumorea la insensata torpeza de los invertidos, mutilados, castrados y contorsionistas. ¿Por qué, pues, se llama a Jano cabeza de los dioses, y a Telus cabeza de las diosas? Ni el error puede hacer una sola cabeza del primero ni el frenesí puede sanar a la segunda. ¿Por qué intentan referir todo esto al mundo? Aunque les fuera posible, ningún espíritu piadoso adoraría al mundo en lugar de adorar al Dios verdadero; y la verdad palmaria les demuestra que ni esto pueden ellos. Achaquen todo esto a los hombres muertos, a los detestables demonios, y habrá cesado toda cuestión.

CAPÍTULO XXIX

Todo cuanto atribuyeron al mundo los físicos 
ha de referirse al único Dios verdadero

Veamos cómo todo cuanto ellos, según esta teología, y al parecer con argumentos físicos, atribuyeron al mundo, hemos más bien de referirlo sin escrúpulo alguno de pensamiento sacrílego al verdadero Dios, que creó el mundo y que es autor de toda alma y todo cuerpo: nosotros veneramos a Dios, no al cielo y la tierra, partes de que consta el mundo. Tampoco veneramos el alma o las almas repartidas por todos los seres vivientes, sino al Dios que hizo el cielo y la tierra y cuanto ellos encierran, que es autor de toda alma, ya sólo viviente y sin sentido ni razón, ya dotada de sensibilidad o también de inteligencia.

CAPÍTULO XXX

Religiosidad que distingue al Creador de las criaturas, para no honrar en lugar de 
uno a tantos dioses cuantas son las obras del solo Creador

Empecemos ya por repasar las obras del único y verdadero Dios, que han llevado a éstos a inventar muchos y falsos dioses, como si intentaran interpretar honradamente los misterios más vergonzosos y malvados: nosotros veneramos al Dios que estableció el principio y los fines en las naturalezas creados por Él; al Dios que tiene en sí y dispone de las causas de las cosas; al que creó la fuerza de las semillas, dotó de alma racional, llamada espíritu, a los seres que le plugo; que otorgó la facultad y el uso del lenguaje, que comunicó a quien le pareció bien el don de anunciar lo futuro, y predice por sí mismo lo que ha de venir y por quienes le place cura las enfermedades; que gobierna los principios, progresos y término de las mismas guerras; cuando se hace preciso enmendar y corregir de este modo al género humano; al que creó y rige el fuego tan intenso y violento de este mundo a tono con la inmensa naturaleza; que es creador y director de todas las aguas; que creó el sol, el astro más brillante de las lumbreras corporales, otorgándole la fuerza y el movimiento convenientes; al que no retira su dominio y poder ni de los mismos infiernos; al que suministra a los mortales las semillas y alimentos, secos o líquidos, apropiados a las naturalezas; al que cimenta la tierra y la fecunda, y da frutos a los animales y a los hombres; al que conoce y pone en orden las causas principales y secundarias; al que estableció el curso de la luna y acomoda los caminos celestes y terrestres a los cambios de lugares; al que otorgó a los ingenios humanos, de que es autor, el conocimiento de artes diversas para ayudar a la vida y a la naturaleza; al que instituyó la unión del macho y la hembra para ayudar a propagar la prole; al que concedió a las sociedades humanas para sus usos corrientes el don del fuego para calentarse y alumbrarse. Tales son las obras o atributos que el sabio y agudo Varrón, tomándolo de alguien o por propia iniciativa, se esforzó por distribuir entre los dioses celestes, inducido por sabe Dios qué interpretaciones físicas. Esto es lo que hace en realidad y gobierna el único Dios verdadero, pero a la manera de Dios, esto es, estando todo en todas partes, sin estar reducido a un lugar, ni atado por vínculo alguno, ni dividido en partes, en todo inmutable, llenando el cielo y la tierra de su presencia poderosa, no con naturaleza indigente.

De tal manera gobierna cuanto creó, que a cada cosa le deja el timón de sus propios movimientos. Y aunque nada puedan ser sin Él, no se confunden con Él mismo. Realiza también muchas cosas por medio de los ángeles, pero no es sino por sí mismo como hace felices a los ángeles. Así, aunque envía sus ángeles a los hombres por ciertos motivos, no hace felices a los hombres por medio de los ángeles, sino, como a éstos, por sí mismo. De este único y verdadero Dios es de quien esperamos la vida eterna.

CAPÍTULO XXXI

Beneficios que, además de los generales, concede Dios a los seguidores de la verdad

Tenemos, en efecto, un insigne argumento de su gran amor para con los buenos, aparte de esos beneficios que, según la administración de la naturaleza que hemos recordado, proporciona a los buenos y a los malos. Es cierto que en modo alguno podemos darle las debidas gracias por el ser, por la vida, por el cielo y la tierra que vemos, por la inteligencia y razón que tenemos, con la cual podemos buscar al mismo que creó todo esto. Sin embargo, en modo alguno nos abandonó cargados y abrumados de pecados, apartados de la contemplación de su luz, deslumbrados por el amor de las tinieblas, esto es, de la iniquidad. Nos envió su Verbo, su único Hijo, por medio del cual, después de haber nacido y padecido en su carne mortal tomada por nosotros, conociéramos cuánto amó Dios al hombre y quedáramos purificados de nuestros pecados con su sacrificio, y con la caridad del Espíritu Santo, difundida en nuestros corazones, llegáramos al eterno descanso y a la inefable dulzura de su contemplación. ¿Qué corazones, cuántas lenguas podrían contentarse en sus esfuerzos por darle las debidas gracias?

CAPÍTULO XXXII

El sacramento de la redención de Cristo no faltó nunca 
en los tiempos pasados y fue proclamado con signos diversos

Este misterio de la vida eterna fue anunciado por los ángeles ya desde el comienzo del género humano mediante ciertos signos sagrados acomodados a los tiempos. Luego fue configurado el pueblo hebreo en una sociedad para llevar a cabo este misterio: para que personas conscientes o inconscientes del misterio mismo predijeran en él lo que había de tener lugar desde la venida de Cristo a nuestros días y en adelante.

Este pueblo, además, fue dispersado después entre todas las gentes para dar testimonio de las Escrituras, en que se anunciaba la salvación eterna que se había de realizar en Cristo. No fueron sólo las profecías que están escritas ni sólo los preceptos que informan las costumbres y la piedad de vida, y que se encuentran en las sagradas letras; también los sacramentos, los sacerdotes, el tabernáculo o templo, los altares, los sacrificios, las ceremonias, los días festivos y todo lo restante relativo al servicio debido a Dios, y que en griego se llama λατρεία; todo esto ha significado y preanunciado los misterios que, por la vida eterna de los fieles, creemos se han cumplido en Cristo, vemos que se están cumpliendo, y confiamos se cumplirán.

CAPÍTULO XXXIII

Sólo la religión cristiana pudo descubrir el engaño de los espíritus malignos, 
que se alegran con los errores de los hombres

Esta religión, pues, única y verdadera, es la que ha puesto en claro que los dioses de los gentiles no son sino inmundos demonios. Éstos, deseando ser tenidos por dioses, aprovechándose de las almas difuntas o de criaturas mundanales, se han complacido con soberbia inmundicia en honores cuasi divinos, malvados y torpes a la vez, envidiando la conversión de los espíritus humanos al verdadero Dios. De tan inhumana y sacrílega tiranía se libra el hombre por la fe en Aquel que para levantarlo le dio ejemplo de tan gran humildad cual fue la soberbia que a ellos los había derribado. Entre los cuales se encuentran no sólo aquellos de quienes hemos dicho tantas cosas, y tantos otros semejantes de las otras gentes y regiones, sino también estos de los que ahora tratamos, escogidos como un senado de dioses; pero escogidos abiertamente por la fama de sus vicios, no por la dignidad de sus virtudes.

Varrón trata, ciertamente, de referir sus misterios a ciertos motivos naturales, procurando cohonestar sus torpes empresas; pero no puede encontrar la manera de acomodarlos y armonizarlos. No son, en efecto, justificaciones de aquellos misterios las que él piensa, o mejor las que quiere que se piensen. Aparte de esas justificaciones, podría haber otras cualesquiera del mismo género, aunque no se relacionaran con el Dios verdadero y la vida eterna que se ha de buscar en la religión. Y dada alguna explicación sobre la naturaleza de las cosas, mitigarían un tanto la animadversión que habían causado en las cosas sagradas una presunta torpeza o desatino no entendido.

Tal ha intentado hacer en algunas representaciones teatrales o misterios de los templos, no justificando los teatros por su parecido con los templos, sino condenando más bien los templos por su parecido con los teatros. Al menos lo intentó, para desagraviar, con la presunta razón de causas naturales, el sentido injuriado por tales horrores.

CAPÍTULO XXXIV

Libros de Numa Pompilio que el Senado mandó quemar para que no fueran conocidos 
los argumentos de los misterios sagrados en ellos contenidos

Por los libros de Numa Pompilio, según testimonio del mismo famosísimo varón, hemos descubierto que no se aceptaron en modo alguno los argumentos esgrimidos de los ritos sagrados ni se consideraron dignos no sólo de ser leídos por las personas religiosas, sino ni siquiera de ser archivados en el silencio. Es hora ya de decir lo que en el tercer libro de esta obra prometí que a su tiempo diría.

En el libro del mismo Varrón sobre el culto de los dioses leemos: «Tenía cierto Terencio una posesión junto al Janículo; y arrastrando un boyero suyo el arado cerca de la tumba de Numa Pompilio, desenterró los libros de éste en que se contenían los motivos de las instituciones sagradas. Se los llevó a la ciudad al pretor; y éste, habiendo comenzado a leer el principio, comunicó al Senado asunto de tal importancia. Leyeron los principales algunas causas sobre el porqué de algunas instituciones en los misterios; y el Senado estuvo de acuerdo con la opinión del muerto Numa, determinando los padres de la patria, como varones religiosos, que el pretor quemara semejantes libros».

Piense cada cual lo que le parezca; más aún, diga cualquier ilustre defensor de tamaña impiedad lo que le sugiera su insensata obstinación. A mí me basta recordar que las razones de las instituciones sagradas, escritas por el rey Pompilio, fundador de los misterios romanos, no juzgaron conveniente fueran conocidas por el pueblo, ni por el Senado, ni aun por los mismos sacerdotes. El mismo Numa Pompilio llegó por una ilícita curiosidad al conocimiento de sus secretos demoníacos, que él mismo haría escribir para tener una amonestación con su lectura. Sin embargo, aun siendo rey, y no teniendo por qué temer a nadie, no se atrevió a comunicárselo a nadie ni a hacerlo desaparecer, destruyéndolo o consumiéndolo como fuera. Así, como no quería que nadie lo conociera para no comunicar a los hombres cosas tan nefastas, y como por otra parte temía profanarlo, con lo que se atraería la ira de los demonios, lo enterró donde juzgó estaría más seguro, pues pensaba que nadie llevaría el arado junto a su sepulcro.

El Senado, en cambio, temió condenar la religión de sus antepasados, y se veía por ello en la precisión de adherirse a la opinión de Numa. No obstante, juzgó tan perniciosos esos libros que ni siquiera mandó enterrarlos de nuevo, no fuera que la humana curiosidad buscase con más ahínco una cosa ya pública. Por eso ordenó que fueran destruidos por el fuego documentos tan nefandos. De este modo, aunque juzgaban necesario practicar esos ritos, tuvieron por más tolerable el error, ignorando las causas de los misterios, que la destrucción de la ciudad por su conocimiento.

CAPÍTULO XXXV

Sobre la hidromancia, por la cual Numa se vio burlado 
con la visión de algunas figuras de demonios

El mismo Numa, a quien no era enviado ningún profeta de Dios ni ángel alguno santo, se vio forzado a practicar la hidromancia para poder ver en el agua las imágenes de los dioses, o más bien los engaños de los demonios, y escuchar de ellos lo que debía establecer y observar en las ceremonias religiosas. Varrón nos informa que esta clase de adivinación había sido importada de Persia, y recuerda que había usado de ella el mismo Numa y después el filósofo Pitágoras. Nos muestra que en ella, haciendo uso de la sangre, se consultaba a los infiernos; y por eso dice que en griego se llamaba νεκρομαντεία. Pero llámese hidromancia o nigromancia, es lo mismo; lo que aparece allí es la adivinación por los muertos. Qué artes utilizaban para esto, ellos lo sabrán. No pretendo afirmar que antes de la venida de nuestro Salvador acostumbraran las leyes a prohibir y castigar con toda severidad estas artes en las ciudades de los gentiles; no pretendo, repito, afirmarlo, pues quizá estaban permitidas entonces tales cosas.

En estas artes, sin embargo, aprendió Pompilio aquellos misterios cuyos hechos descubrió, enterrando las causas: tal temor tuvo él a lo que aprendió. Y el Senado quemó los libros de esas causas. ¿Por qué, pues, Varrón interpreta no sé qué otras supuestas causas físicas de aquellos misterios? Si aquellos libros las hubiesen tenido, seguramente que no hubiesen ardido; digo, ¿habrían mandado quemar de la misma manera los padres conscriptos esos libros de Varrón escritos y editados para el pontífice César? El agua que hizo sacar o transportar Numa Pompilio para la práctica de la hidromancia lo interpretan como haber tenido por esposa a la ninfa Egeria, como se expone en el citado libro de Varrón. Así se suelen transformar, por la dispersión de las mentiras, los hechos en fábulas.

En la hidromancia aprendió el curiosísimo rey romano los misterios que habían de tener los pontífices en sus libros, y las causas de los mismos, que no quiso conociera nadie más que él. Por eso procuró que, escritas aparte, murieran en cierto modo con él, cuando así trató de sustraerlas al conocimiento de los hombres y de enterrarlas. De modo que una de dos: o eran tan inmundas y perjudiciales las liviandades de los demonios allí consignadas, que toda la teología civil tomada de ellas apareciese execrable aun a hombres que habían aceptado tanta vergüenza en sus ritos sagrados, o todos aquéllos no eran considerados sino como hombres muertos que casi todos los pueblos gentiles, por la antigüedad de tiempo tan largo, habían considerado como dioses inmortales.

En tales misterios, en efecto, se complacían aquellos demonios que se presentaban para ser adorados en lugar de los muertos que, con el testimonio de engañosos milagros, habían conseguido ser tenidos por dioses. Pero la oculta providencia del verdadero Dios permitió que esos demonios, reconciliados con su amigo Pompilio por las artes de la hidromancia, le confesaran todos esos desvaríos; y, sin embargo, no permitió que al morir mandase que fueran quemados en vez de enterrados. Aunque intentaron quedar ocultos, no pudieron resistir al arado con que fueron desenterrados ni a la pluma de Varrón, que nos ha transmitido esta narración. No pueden hacer sino lo que se les permite. Y se les permite por un justo y profundo decreto del Dios supremo, por los méritos de aquellos que es justo sean afligidos o sometidos o engañados.

En fin, cuán perniciosos y alejados del culto de la verdadera divinidad han sido juzgados estos escritos se puede colegir de este hecho: el Senado tuvo por más oportuno quemar los que Pompilio ocultó, a temer lo que temió quien no se atrevió a hacer esto. Por consiguiente, quien ni aún ahora quiere tener una vida religiosa, busque en tales misterios la eterna. Pero quien no desee hacer alianza con los malignos demonios, no tema la perniciosa superstición con que son honrados; antes bien, reconozca la verdadera religión, por la cual son puestos en evidencia y vencidos.

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