viernes, 27 de abril de 2018

LA CIUDAD DE DIOS CONTRA PAGANOS - LIBRO XIII [La muerte como pena del pecado] CAPÍTULO I Caída de los primeros hombres. Ella trajo consigo la mortalidad


San Agustín - Augustinus Hipponensis

LA CIUDAD DE DIOS
CONTRA PAGANOS
Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO XIII
[La muerte como pena del pecado]

CAPÍTULO I

Caída de los primeros hombres. Ella trajo consigo la mortalidad

Resueltas tan difíciles cuestiones como las relativas al comienzo de este mundo y del género humano, el plan de la obra nos exige ya el debate que hemos iniciado sobre la caída del primer o, mejor, de los primeros hombres, el origen y la propagación de la muerte en la Humanidad. Dios no había creado a los hombres como a los ángeles, inmortales aunque pecaran, sino que los creó en tal condición que si cumplían con el deber de la obediencia, se verían coronados con la inmortalidad angélica y la eternidad feliz, pero si desobedecían, sufrirían como justo castigo la pena de la muerte. De esto ya hemos hablado en el libro anterior.

CAPÍTULO II

Posible muerte del alma, aunque de alguna manera ha de vivir siempre, 
y muerte a que está sujeto el cuerpo

Veo que es preciso examinar un poco más detenidamente la naturaleza de la muerte. Pues aunque se dice con verdad que el alma humana es inmortal, tiene, sin embargo, una muerte peculiar. Se dice que es inmortal porque, en cierto modo, no deja de vivir y de sentir; mientras el cuerpo es mortal porque puede llegar a ser privado de toda vida, sin poder vivir en modo alguno por sí mismo. Por consiguiente, muere el alma cuando es abandonada por Dios, y muere el cuerpo cuando es abandonado por el alma. Así que la muerte de la una y del otro, es decir, de todo el hombre, tiene lugar cuando el alma, dejada por Dios, abandona el cuerpo, ya que entonces ni ella vive por Dios ni el cuerpo por ella.

A semejante muerte de todo el hombre sigue aquella otra que llama muerte segunda1 la autoridad de la palabra divina: Temed al que puede acabar con el alma y cuerpo en el fuego2. Y como esto no puede suceder antes de que el alma esté unida al cuerpo, de suerte que no pueda separarlos desgarrón alguno, puede parecer extraño afirmar que perece el cuerpo con una muerte en que no es abandonado por el alma, sino que conserva la vida y el sentido en medio de los tormentos. En la pena última, la eterna, sobre la que en su lugar hablaremos más detenidamente, con razón se dice que muere el alma, ya que no vive de Dios; pero ¿cómo se puede hablar de la muerte del cuerpo si sigue viviendo por el alma? No puede, en efecto, sentir de otra manera los tormentos corporales que seguirán a la resurrección. ¿Acaso siendo un bien la vida, cualquier vida, y el dolor un mal, ha de decirse que no vive un cuerpo, en el cual el alma no es la causa de la vida, sino del dolor?



Por tanto, el alma vive de Dios cuando vive bien; no puede vivir bien si no obra Dios en ella el bien. Vive, en cambio, del alma el cuerpo cuando el alma vive en él, viva ella de Dios o no. Pues la vida de los impíos en el cuerpo no es vida del alma, sino del cuerpo; y esa vida pueden dársela incluso las almas muertas, es decir, dejadas de Dios, aunque no cese en ellas su propia vida, por la cual son inmortales. Pero en la condenación última, aunque el hombre no deje de sentir cómo esta sensación ni es agradable por el placer ni saludable por su quietud, sino penosa por el dolor, no sin razón se llama muerte más bien que vida; pero muerte segunda, por tener lugar después de la primera, en la que se realiza la ruptura de las dos naturalezas unidas, la de Dios y el alma, o la del alma y el cuerpo. Por eso se puede decir que la primera muerte del cuerpo es buena para los buenos y mala para los malos; pero la segunda, como no es propia de ningún bueno, no puede ser buena para nadie.

CAPÍTULO III

La muerte, que por el pecado de los primeros hombres pasó a todos ellos, 
¿es pena del pecado también para los santos?

He aquí una cuestión que no podemos eludir: si en verdad la muerte, por la que se separan el alma y el cuerpo, es buena para los buenos. Porque si es así, ¿cómo puede ser ella también pena del pecado? Si de hecho los primeros padres no hubieran pecado, no habrían estado sujetos a ella. ¿Cómo, pues, puede ser buena para los buenos si no podía sobrevenir más que a los malos? Pero, a su vez, si no pudiera suceder sino a los malos, no debía ser buena para los buenos ni existir siquiera. ¿Por qué había de existir una pena para quienes nada había que castigar?

Para lo cual se debe reconocer que los primeros hombres fueron creados en tal condición que, de no pecar, no experimentarían género alguno de muerte; pero siendo ellos mismos los primeros pecadores, la pena de muerte fue tal que cuanto queda de su estirpe está sujeto a la misma pena. En efecto, por la magnitud de aquella culpa la condenación deterioró la naturaleza: lo que era sólo una pena en los primeros hombres pecadores se hizo naturaleza en los que de ellos nacieron. Porque no nace el hombre del hombre como nació el hombre del polvo. El polvo no es más que la materia para la formación del hombre. En cambio, el hombre en la generación del hombre es padre. Por ello la carne no es tierra, aunque haya sido hecha de la tierra, y lo que es el padre, esto es, hombre, eso mismo es el hijo, hombre.

Por consiguiente, todo el género humano que se había de propagar por la mujer estaba en el primer hombre cuando aquella pareja de cónyuges recibió de Dios la sentencia de su condenación. Y en relación con el origen del pecado y de la muerte, el hombre transmitió aquello en lo que se convirtió, no por ser creado, sino cuando pecó y recibió el castigo.

Cierto que el hombre no fue reducido por el pecado o por la pena del mismo a un estado de ineptitud infantil o debilidad de alma y cuerpo que vemos en los niños. Dios quiso que, como los principios de los cachorrillos, tales fueran los principios del hombre, a cuyos padres había rebajado a la vida y muerte de las bestias, como está escrito: El hombre, constituido en honor, no ha tenido discernimiento. Se ha igualado a los brutos, carentes de entendimiento, y se ha hecho como uno de ellos3. Con la diferencia de que en el ejercicio y movimiento de sus miembros y en el instinto de apetencias y de defensas, vemos que los niños son más torpes que los retoños más tiernos de los otros animales, como si la virtualidad del cuerpo del hombre resaltase sobre los otros seres animados tanto más cuanto más ha retenido su ímpetu, a la manera de la flecha cuando se tensa el arco.

No cayó, pues, o se lanzó el primer hombre a semejante rudeza infantil por su presunción culpable y justa condena, sino que la naturaleza humana quedó viciada y trastornada en él hasta tal extremo que sufre en sus miembros la insumisa desobediencia de la concupiscencia y se siente ligado necesariamente con la muerte, y así engendra lo que él fue hecho por la culpa y la pena, seres sujetos al pecado y a la muerte. Los niños, si de este vínculo del pecado son liberados por la gracia del Salvador, sólo han de soportar la muerte que separa el alma del cuerpo, y liberados de la obligación del pecado, no pasan a la segunda muerte, que es penal y sin término.

CAPÍTULO IV

Por qué los que se han visto absueltos del pecado por la gracia 
no han sido liberados de la muerte, esto es, de la pena del pecado

Quizá alguno pregunte por qué han de sufrir esa primera muerte, si es pena del pecado, aquellos cuyo reato ha sido abolido por la gracia. Esta cuestión la hemos tratado ya y resuelto en la obra que escribimos sobre el bautismo de los párvulos. Allí se dijo que, aun suprimiendo el vínculo del delito, le quedaba al alma la experiencia de la separación del cuerpo, porque si la inmortalidad del cuerpo siguiera inmediatamente al sacramento de la regeneración, se enervaría la misma fe, que es fe precisamente porque se aguarda en la esperanza lo que no se ve en la realidad. Y es cabalmente por el vigor y el esfuerzo de la fe como, al menos en la edad crecida, había de ser superado el temor de la muerte. Lo vemos destacar especialmente en los santos mártires: su combate no reportaría victoria ni gloria alguna al no existir en absoluto esa lucha si después del baño de la regeneración, no estuvieran ya sujetos los santos a la muerte. Y ¿quién no correría con los niños a la gracia del bautismo de Cristo, con el objeto más bien de liberarse de la muerte? Así no se probaría la fe con el premio invisible; antes ni existiría la fe al buscar y recibir inmediatamente la recompensa de su trabajo.

Ahora bien, la pena del pecado se ha trocado, por la gracia más elevada y admirable del Salvador, en instrumento de justicia. Pues si entonces se dijo al hombre: Si pecas, morirás, ahora se le dice al mártir: «Muere para no pecar». Si entonces se le dijo al hombre: Si traspasas el mandamiento, morirás4, ahora se le dice: «Si rehúsas la muerte, traspasas el mandamiento». Lo que había de temer entonces para no pecar debe aceptarse ahora por miedo de pecar. Así, por la inefable misericordia de Dios, la pena de los vicios se transformó en arma de virtud, e incluso el suplicio del pecador se convierte en recompensa del justo. Se adquirió la muerte pecando; ahora se completa la justicia muriendo.

Esto se realiza en los santos mártires, a quienes el perseguidor propone la alternativa de dejar la fe o de sufrir la muerte, pues los justos prefieren sufrir por la fe lo que los primeros pecadores sufrieron por no creer. En efecto, aquéllos, si no hubieran pecado, no morirían, y éstos pecan si no mueren. Murieron, pues, aquéllos por haber pecado; no pecan éstos, porque mueren. Por la culpa de aquéllos se llegó a la pena; por la pena de éstos se evita la culpa. No porque se ha convertido en un bien la muerte, que antes fue un mal; antes bien, Dios otorgó tal gracia a la fe, que la muerte, que tan contraria es a la vida, se ha convertido en un medio de pasar a la vida.

CAPÍTULO V

Si los pecadores usan mal de la ley, que es buena, 
los justos usan bien de la muerte, que es un mal

El Apóstol, al tratar de demostrar cuál es el poder del pecado, sin la ayuda de la gracia, para perjudicar, no tiene reparo en llamar fuerza del pecado a la misma ley que prohíbe el pecado. Dice: El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley5. Es una verdad palmaria. En efecto, la prohibición aumenta el deseo de lo prohibido cuando no se ama la justicia en tal grado que su deleite supere el deseo de pecado. Pero para que llegue a ser amada y a deleitar la justicia divina se precisa de la gracia divina. Y para que no se llegue a tener la ley como un mal, por haber sido llamada fuerza del pecado, el mismo Apóstol, tratando una cuestión semejante, nos dice en otro lugar: Así que la ley es santa y el mandamiento santo, justo y bueno. En todo caso, ¿eso en sí bueno se convirtió en muerte para mí? No, tampoco, sino que el pecado aparece como pecado porque utiliza eso en sí bueno para provocarme la muerte; de ese modo, gracias al mandamiento resalta hasta el extremo lo criminal del pecado6.

Hasta el extremo, dijo, porque se añade la prevaricación cuando, acrecentando el deseo de pecar, se desprecia hasta la misma ley. ¿Con qué fin traemos esto a colación? Porque, como la ley no es mala cuando acrecienta la concupiscencia de los que pecan, así tampoco la muerte es un bien cuando aumenta la gloria de los que sufren. Como la ley, si se deja por la iniquidad, hace prevaricaciones, así la muerte, aceptada por la verdad, hace mártires. Por eso la ley es buena, porque es prohibición del pecado; y la muerte es mala, por ser estipendio del pecado. Pero al igual que los injustos abusan no sólo de los males, sino también de los bienes, así los buenos usan bien no sólo de los bienes, sino también de los males. De aquí viene que los malos usan mal de la ley, aunque la ley es un bien; y los buenos usan bien de la muerte, aunque es un mal.

CAPÍTULO VI

El mal general de la muerte: en ella se destruye la unión del alma y el cuerpo

Por lo que toca a la muerte del cuerpo, es decir, la separación del alma y del cuerpo, cuando la soportan los que llamamos moribundos, no es buena para nadie. La misma fuerza que desgarra lo que había estado unido y como entrelazado en el ser viviente produce, mientras se prolonga su acción, una sensación dura y contra la naturaleza, hasta perder toda la sensibilidad que existía por la unión del alma y la carne. Cierto que a veces un golpe del cuerpo o un arrebato del alma puede hacer desaparecer por entero toda esta molestia, sin dejar sentirla por la rapidez con que se presenta. De todos modos, cualquiera que sea la causa que priva a los moribundos de la sensación, si la toleran religiosa y fielmente, aumenta el mérito de la paciencia, no suprime el nombre de la pena. Así, por ser la muerte pena del que nace de la propagación ininterrumpida del primer hombre, sin embargo, si se sufre por la religión y la justicia, se convierte en gloria del que renace. Y siendo la muerte el precio del pecado, consigue a veces no quedar en absoluto endeudada con el pecado.

CAPÍTULO VII

La muerte que los no bautizados aceptan por confesar a Cristo

Quienes, en efecto, mueren por confesar a Cristo sin haber recibido el bautismo de la regeneración encuentran en la muerte tal poder para remisión de sus pecados como si fueran lavados en la sagrada fuente del bautismo. Pues quien dijo: A menos que uno nazca del agua y del espíritu, no puede entrar en el reino de Dios7, exceptuó a éstos en otro pasaje, donde habla con idéntica generalidad: Al que me confesare delante de los hombres yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos8; y aún en otro lugar: El que pierda su vida por mí la encontrará9.

Por eso está escrito: De gran precio es al Señor la muerte de sus santos10. ¿Hay algo de mayor precio que la muerte que consigue la remisión de todos los pecados y el aumento acumulativo de los méritos? Los que al no poder diferir la muerte recibieron el bautismo y partieron de esta vida borrados todos sus pecados no tienen un mérito tan grande como quienes, estando en su mano, no dilataron la muerte por preferir terminar la vida confesando a Cristo antes que llegar a su bautismo negándolo. Cierto que si hubieran renegado de Cristo así, incluso se les perdonaría en este baño la negación de Cristo por temor a la muerte; como en él se perdonó el monstruoso crimen de los que dieron muerte a Cristo. Pero sin la abundancia de la gracia de aquel Espíritu que sopla donde quiere11, ¿cómo podrían amar a Cristo hasta el extremo de no poder negarlo en peligro tan inminente de su vida y con una esperanza tan grande de perdón?

Así, es preciosa la muerte de los santos, a quienes la muerte de Cristo previno y enriqueció con tal abundancia de gracia, que no vacilaron en entregar su vida para unirse a Él. Y esa muerte de los santos demostró que lo que había sido establecido antes para castigo del pecador se convirtiera en fuente de un fruto más abundante de justicia. Así, la muerte no debe parecer buena precisamente porque fue encaminada a tan gran utilidad; que no lo fue por su propia fuerza, sino por el favor divino. Presentada antes como temible para liberarse del pecado, ahora debe ser aceptada para no cometer el pecado, para borrarlo si se ha cometido y para otorgar la palma de justicia debida a victoria tan notable.

CAPÍTULO VIII

La aceptación en los santos de la primera muerte 
por ser fieles a la verdad es la abolición de la segunda

Si paramos un poco más la consideración, aun cuando alguien muere fiel y laudablemente por la verdad, muestra su aversión ante la muerte. Se acepta, es verdad, una parte de ella a fin de que no sobrevenga toda entera, sobre todo la segunda, que no termina jamás. Se acepta la separación del alma y del cuerpo para evitar la de Dios y el alma. Así, realizada la primera muerte en el hombre completo, se verá libre de la segunda, que es eterna. La muerte, como he dicho, que hace sufrir a los moribundos y les quita la vida, no es buena para nadie, aunque es loable el tolerarla por conservar o adquirir algún bien. Pero con relación a los que han muerto, no es absurdo decir que es mala para los malos y buena para los buenos: ya han llegado al descanso las almas de los justos separadas de los cuerpos, y las de los impíos están pagando sus penas hasta que los cuerpos resuciten: unos para la vida eterna y los otros para la muerte eterna, llamada segunda.

CAPÍTULO IX

El momento de la muerte, en que se pierde el sentido de la vida, 
¿tiene lugar en los que están muriendo o en los muertos?

¿Qué se ha de decir del tiempo en que las almas se separan de los cuerpos, tanto en buenos como en malos? ¿Tiene lugar más bien después de la muerte o en la muerte? Si tiene lugar después de la muerte, ya no se ha de decir de ella que es buena o mala, que ya ha tenido lugar y es pasada, sino que será buena o mala la vida del alma después de ella. La muerte era mala para aquéllos cuando tenía lugar, esto es, cuando la soportaban al morir, puesto que su sensación les era molesta y enojosa, de cuyo mal usan bien los buenos. Pero, terminada ya la muerte, ¿cómo es ya buena o mala si no existe?

Si prestamos aún más atención, no es muerte aquella cuya sensación molesta y enojosa; dijimos, existe en los moribundos. Mientras sienten, en efecto, aún viven; y si viven todavía, se ha de afirmar que están más bien ante la muerte que en la muerte; en efecto, cuando ésta llega, priva de toda sensación molesta al cuerpo a la llegada de la misma. Y por esto es difícil explicar cómo llamamos moribundos a los que aún no están muertos, sino que se debaten en la suprema angustia de una muerte inminente. Sin embargo, bien se les puede llamar moribundos, puesto que cuando la muerte, ya cercana, se hace presente, en realidad ya no se los llama moribundos, sino muertos.

Nadie, pues, está muriendo sino el que vive, ya que al encontrarse en tan crítico momento de su vida, cual es el de los que decimos que entregan el alma, si todavía no están privados de ella, viven. Y así el mismo sujeto está a la vez muriendo y viviendo, pero acercándose a la muerte y alejándose de la vida; todavía, sin embargo, en la vida, porque el alma está en el cuerpo, y aún no en la muerte, porque no se ha separado del cuerpo. Pero si cuando se haya separado tampoco está muriendo, sino más bien después de la muerte, ¿quién puede decir cuándo está en la muerte? Si nadie puede existir viviendo y muriendo a la vez, no habrá tampoco nadie muriendo, ya que mientras el alma está en el cuerpo, no podemos negar que vive. Si, por otra parte, se ha de llamar más bien moribundo a aquel en cuyo cuerpo se está llevando a cabo la muerte, y no puede haber uno que a la vez pueda estar viviendo y muriendo, no sé cuándo uno será viviente.

CAPÍTULO X

La vida de los mortales merece más el nombre de muerte que el de vida

Desde que uno comienza a estar en este cuerpo, que ha de morir, nunca deja de caminar a la muerte. Su mutabilidad en todo el tiempo de esta vida (si ésta merece tal nombre) no hace más que tender a la muerte: no existe nadie que no esté después de un año más próximo a ella que lo estuvo un año antes; que no esté mañana más cerca que lo está hoy, hoy más que ayer, dentro de poco más que ahora y ahora más que hace un momento. Todo el tiempo que se vive se va restando de la vida, y de día en día disminuye más y más lo que queda; de suerte que el tiempo de esta vida no es más que una carrera hacia la muerte, en la cual a nadie se le permite detenerse un tantico o caminar con cierta lentitud; todos son apremiados con el mismo movimiento, todos avanzan al mismo compás.

Tampoco quien tuvo una vida más corta pasó un día con más rapidez que el que la tuvo más larga, sino que al írseles arrancando a ambos los momentos iguales de idéntica manera, el uno tuvo más cercana y el otro más alejada la meta, a la cual ambos corrían con igual velocidad. Que una cosa es haber recorrido un camino más largo y otra haber andado con más lentitud. Así, quien recorrió hasta su muerte espacios de tiempo más prolongados, no es porque caminó más lento, sino porque recorrió más camino. Además, si cada uno empieza a morir -a estar en la muerte- desde que la misma muerte -la supresión de la vida- comienza a realizarse en él (de hecho, cuando la vida se acabe, será sólo después de muerto y no durante la muerte), síguese que está en la muerte desde que comienza a estar en este cuerpo. ¿Qué otra cosa pasa cada día, cada hora, cada momento, hasta que, agotada la vida, se cumpla la misma muerte que se estaba realizando, y comience ya a existir el tiempo después de la muerte, ese tiempo que transcurría durante la muerte al irse quedando sin vida?

Por consiguiente, no está nunca el hombre en la vida desde que está en este cuerpo, más bien muriente que viviente, si no puede estar a la vez en la vida y en la muerte. ¿O habrá que decir más bien que se halla en vida y en muerte a la vez; es decir, en la vida que está viviendo hasta que se le quite enteramente, y en la muerte por la cual muere mientras se le va quitando la vida? Pues si no está en vida, ¿qué es lo que se le va quitando, hasta que llegue a ser cabal la supresión? Pero si no está en la muerte, ¿qué es esa misma supresión de la vida? Cuando la vida entera se le haya quitado al cuerpo, no habrá otra razón para decir que esto ya es después de la muerte sino el que existía ya la muerte cuando se le estaba quitando la vida. Pues si, quitada la vida, no se halla el hombre en la muerte, sino después de la muerte, ¿cuándo estará en la muerte, sino cuando se le va quitando la vida?

CAPÍTULO XI

¿Puede alguien estar vivo y muerto a la vez?

1. Si es absurdo decir que el hombre está ya en la muerte antes de llegar a la muerte (¿cómo puede acercarse a ella mientras vive si ya está en ella?), sobre todo porque es insólito afirmar que es viviente y muriente, no pudiendo estar a la vez vigilando y durmiendo, entonces tenemos que investigar cuándo estará muriendo. En efecto, antes de venir la muerte no estará muriendo, sino viviendo; y cuando ha llegado la muerte, ya será muerto, no muriente. Entonces se halla todavía antes de la muerte, y luego después de la muerte. ¿Cuándo, pues, en la muerte? (es entonces cuando se dice que está muriendo). Para que, como decimos tres cosas: antes de la muerte, en la muerte y después de la muerte, también a cada una de las tres le correspondan tres estados: viviente, muriente y muerto.

Ahora bien, es cosa muy difícil de precisar cuándo está muriendo, esto es, en la muerte, donde ni es viviente -antes de la muerte- ni muerto -después de la muerte-. En efecto, mientras el alma está en el cuerpo, sobre todo si aún conserva la sensibilidad, sin duda que vive el hombre, que consta de alma y cuerpo y, por lo tanto, hay que decir que está antes de la muerte, no en la muerte; cuando se retira el alma y priva de toda sensación al cuerpo, aparece después de la muerte y, por ende, muerto. Perece, pues, en ese intermedio del estar muriendo y estar en la muerte, porque si vive aún, está antes de la muerte; si deja de vivir, está después de la muerte. En conclusión, no se encuentra nunca muriendo, esto es, en la muerte.

Así también, en el transcurso del tiempo se busca el presente y no se encuentra, porque no existe espacio alguno por donde pasar del pasado al futuro. ¿No se podría sacar en conclusión que, según esto, no existe la muerte del cuerpo? Pues si existe, ¿cuándo, si no existe en nadie y nadie puede estar en ella? Si se vive, aún no existe la muerte, porque esto tiene lugar antes de la muerte, no en la muerte; si ya se ha dejado de vivir, ya no existe, pues eso tiene lugar después de la muerte, no en la muerte. Pero si no hay muerte antes ni después, ¿qué sentido tiene decir antes de la muerte o después de la muerte? Esto sería decir vaciedades si no existe la muerte. Ojalá hubiéramos conseguido, viviendo bien en el Paraíso, que en realidad no existiera la muerte. Pero al presente no sólo existe, sino que es tan molesta que ni se la puede explicar con palabras ni se la puede evitar con razonamientos.

2. Hemos, pues, de hablar según el uso corriente, no podemos hacerlo de otra manera; y al decir «antes de la muerte», entendamos «antes que tenga lugar la muerte», como está en la Escritura: Antes de la muerte no alabes a hombre alguno12. Digamos también cuando ha llegado: «Después de la muerte de éste o de aquél sucedió esto o lo otro». Hablemos también del tiempo presente como nos sea posible, por ejemplo: «Aquel moribundo hizo testamento, y al morir, dejó a unos y a otros esto o lo de más allá»; aunque en realidad no pudiera hacer esto sino viviendo y lo hizo más bien antes de la muerte que en la muerte. Hablemos también como habla la divina Escritura, que no vacila en llamar muertos a los que están en la muerte, no a los que están del otro lado de la muerte. Así se dice: Porque no hay en la muerte quien se acuerde de ti13. Pues hasta que resuciten, con razón se dice que están en la muerte; como se dice que uno está en el sueño hasta que despierta. Bien que llamemos durmientes a los que están en el sueño, y no podamos llamar de la misma manera murientes a los que ya han muerto. Bien claro es que no están muriendo aún quienes, por lo que atañe a la muerte del cuerpo, de la que ahora tratamos, están separados ya de los cuerpos.

Esto ya dije que no lo podíamos explicar con el lenguaje: cómo se dice que los moribundos viven o cómo los ya muertos se dice que todavía están en la muerte, incluso después de ella. ¿Cómo después de la muerte, si todavía están en la muerte? Sobre todo no pudiendo llamarlos moribundos, como llamamos durmientes a los que están en el sueño, y enfermos a los que se hallan en enfermedad, y dolientes a los que están en algún dolor, y vivientes a los que viven. En cambio, los muertos, antes de resucitar, se dice que están en la muerte, pero no podemos llamarlos moribundos.

De ahí pienso yo que nació con oportuna conveniencia (y no debido a la industria humana, sino a disposición divina) la imposibilidad en que se ven los gramáticos de conjugar en latín la palabra moritur (muere), ateniéndose a las reglas que siguen para las otras semejantes. Pues de la palabra oritur (nace) viene el pretérito perfecto ortus est (nació), y así las demás que se conjugan mediante los participios de perfecto. Pero respecto a moritur (muere), si se pregunta por el tiempo perfecto, suele contestarse mortuus est (murió), duplicando la u. Y así se dice mortuus (muerto) como se dice fatuus (fatuo), arduus (difícil), conspicuus (conspicuo) y otros semejantes que no indican tiempo pasado, sino que, como nombres que son, se declinan sin indicar tiempo. En cambio, en el caso presente, por conjugar, digamos, lo que no se puede conjugar, se usa como participio de perfecto el nombre adjetivo.

Ha sido oportuno que no pueda conjugarse el verbo, ni más ni menos como la acción de lo que significa. Sin embargo, podemos conseguir, con la ayuda de la gracia de nuestro Salvador, evitar (declinare) al menos la segunda muerte. Ella es más dura, y aun el peor de todos los males, porque no consiste en la separación del alma y el cuerpo, sino más bien en la unión de ambos con vistas a la pena eterna. Allí, por el contrario, no habrá hombres antes de la muerte y después de la muerte, y por ello nunca viviendo, nunca muertos, sino muriendo sin fin. No habrá, en efecto, cosa peor para el hombre en trance de muerte que llegar la muerte a ser inmortal.

CAPÍTULO XII

Con qué muerte amenazó Dios a los primeros hombres si quebrantaban su mandato

Cuando se pregunta qué muerte conminó Dios a los primeros hombres si traspasaban el mandamiento recibido y no obedecían -la muerte del alma, la del cuerpo, la de todo el hombre o la que llamamos segunda-, tenemos que contestar que fueron todas. La primera comprende dos de ellas; la segunda, todas. Como la Tierra entera consta de muchas tierras, y la Iglesia universal de muchas iglesias, así la muerte universal consta de todas. La primera consta de dos: una la del alma y otra la del cuerpo; teniendo lugar esta primera muerte de todo el hombre cuando el alma sin Dios y sin el cuerpo padece las penas temporalmente; y, en cambio, la segunda, cuando juntamente con el cuerpo las paga sin Dios eternamente.

Por lo tanto, cuando dijo Dios al hombre, puesto en el Paraíso, sobre el fruto prohibido: El día en que comas de él tendrás que morir14, esa amenaza abarcaba no sólo la primera parte de la primera muerte, en que el alma se ve privada de Dios; ni sólo la segunda parte, por la que el cuerpo se ve privado del alma; ni solamente la primera completa, en que el alma, separada de Dios y del cuerpo, recibe su castigo: abarcaba todas las muertes, hasta la última, llamada segunda, tras la cual no hay ninguna.

CAPÍTULO XIII

Primera pena que sufrieron los primeros hombres por su prevaricación

Apenas habían transgredido el mandato, abandonados de la gracia de Dios, se ruborizaron de la desnudez de sus cuerpos. Por ello cubrieron sus partes vergonzosas con hojas de higuera, que fueron quizá las primeras con las que toparon en su turbación15; partes que tenían antes también, sin considerarlas vergonzosas. Percibieron un nuevo movimiento de desobediencia de su carne, como pena recíproca de su desobediencia. Porque el alma, complaciéndose en el uso perverso de su propia libertad y desdeñándose de estar al servicio de Dios, quedó privada del servicio anterior del cuerpo; y como había abandonado voluntariamente a Dios, superior a ella, no tenía a su arbitrio al cuerpo inferior ni tenía sujeta totalmente la carne, como la hubiera podido tener siempre si ella hubiese permanecido sometida a Dios. Así comenzó entonces la carne a tener apetencias contrarias al espíritu16. Nacidos nosotros con esa lucha y arrastrando con nosotros el origen de la muerte, llevamos en nuestros propios miembros y en nuestra naturaleza viciada la lucha o la victoria de la primera prevaricación.

CAPÍTULO XIV

En qué estado fue creado el hombre de Dios 
y hasta dónde cayó por su propia voluntad

Dios, autor de las naturalezas y no de los vicios, creó al hombre recto; pero él, pervertido espontáneamente y justamente castigado, engendró hijos pervertidos y castigados. Todos, en efecto, estuvimos en aquel hombre único cuando todos fuimos aquel único, que fue arrastrado al pecado por la mujer, que había sido hecha de él antes del pecado. Aún no se nos había creado y distribuido a cada uno la forma en que habíamos de vivir, pero existía ya la naturaleza seminal de la cual habíamos de nacer. Y viciada esta naturaleza por el pecado, encadenada a la muerte y justamente condenada, no podía nacer del hombre un hombre de distinta condición. Así, por el mal uso del libre albedrío, nacieron esta serie de calamidades que, en un eslabonamiento de desdichas, conducen al género humano, de origen depravado y como de raíz corrompida, hasta la destrucción de la muerte segunda, que no tiene fin, con la excepción de los que por la gracia de Dios se han liberado.

CAPÍTULO XV

Adán, al pecar, dejó a Dios antes de que Dios lo dejara a él, 
y la primera muerte del alma fue apartarse de Dios

Aunque en las palabras: Moriréis de muerte, como no se habló de muertes, hemos de entender sólo aquella que tiene lugar cuando el alma es abandonada por su propia vida, que para ella es Dios (no fue realmente abandonada el alma por Dios, y por eso ella lo abandonó, sino que abandonó ella a Dios y, en consecuencia, fue abandonada por Él. Para su mal se adelanta su voluntad, y, en cambio, para su bien la iniciativa es de la voluntad de su Creador: ya para crearla cuando no existía, ya para repararla cuando por su caída había perecido). Así, aunque comprendemos que Dios anunció la muerte en aquellas palabras: El día en que comas de él tendrás que morir, como si dijera: «El día en que me dejéis por la desobediencia os dejaré yo a vosotros por justicia»; ciertamente en esa muerte fueron anunciadas las restantes, que indudablemente habían de sobrevenir. Al originarse en la carne del alma desobediente un movimiento desobediente que les hizo cubrir sus vergüenzas, experimentaron una sola muerte, la muerte en que Dios abandonó al alma. Esa quedó bien significada en las palabras de Dios al decir al hombre que se escondía presa de sobresalto y turbación: Adán, ¿dónde estás?17 No preguntaba, ciertamente, por ignorancia, sino que reprochaba con la amonestación a que se fijase si era capaz de estar en un lugar donde no estuviera Dios.

Pero cuando la misma alma abandonó al cuerpo acabado por la edad y consumido por la senectud, llegó la experiencia de la otra muerte, sobre la cual, como castigo del pecado, había dicho Dios: Eres polvo y al polvo volverás18. Con estas dos se completaba aquella primera muerte, que lo es de todo el hombre, a la cual sigue al final la segunda si el hombre no se libra por la gracia. Pues el cuerpo, que es de tierra, no volvería a la tierra sino con su propia muerte. Ésta le sobreviene cuando es abandonado por su vida, el alma. Síguese de ahí, para los cristianos que profesan la verdadera fe, que la misma muerte del cuerpo no se nos ha impuesto naturalmente por la ley, según la cual Dios no impuso la muerte al hombre, sino como justo castigo del pecado, ya que, al tomar Dios venganza del pecado, le dijo al hombre que entonces nos representaba a todos: Eres polvo y al polvo volverás.

CAPÍTULO XVI

Los filósofos piensan que no es un castigo la separación del alma y del cuerpo, 
mientras que Platón nos presenta al Dios supremo prometiendo a los dioses menores 
que jamás serán despojados de sus cuerpos

1. Los filósofos, contra cuyas calumnias estamos defendiendo la ciudad de Dios, esto es, su Iglesia, parece que se burlan de nosotros con visos de sensatez cuando achacamos a castigo del alma su separación del cuerpo; ellos piensan precisamente que la perfecta beatitud le viene a ella cuando, liberada totalmente del cuerpo, torna a Dios simple, sola y, en cierto modo, desnuda. Si sobre esto no encontrara yo en sus libros argumentos para refutar esa opinión, tendría que esforzarme mucho en la discusión para demostrar que no es pesado para el alma el cuerpo en sí, sino el cuerpo corruptible. Viene aquí a propósito lo que hemos mencionado de las Escrituras en el libro anterior: El cuerpo corruptible entorpece al alma19. Al añadir corruptible señala que no es cualquier cuerpo el que entorpece al alma, sino el cuerpo afectado por el pecado a consecuencia del castigo. Cierto que, aunque no lo hubiera añadido, no deberíamos entenderlo nosotros de otro modo.

Pero, además, bien claro proclama Platón que los dioses hechos por el Dios supremo tienen cuerpos inmortales, y nos presenta al mismo dios por quien han sido hechos, prometiéndoles como un gran beneficio que permanecerán eternamente con sus cuerpos y no serán separados de ellos por la muerte. Entonces, ¿por qué estos paganos, para perturbar la fe católica, fingen no saber lo que saben, o también, peleándose entre ellos, prefieren hablar contra sí mismos con tal de no dejar de contradecirnos a nosotros? He aquí las palabras de Platón, según la versión de Cicerón, en que nos presenta al Dios supremo dirigiéndose a los dioses por él creados: «Vosotros, que procedéis de linaje divino, considerad qué obras me tienen por autor y hacedor. Éstas son indisolubles si yo así lo quiero, aunque todo lo que es compuesto puede disolverse. Pero es impropio del bien querer disolver lo que la razón ha unido. Mas, como vosotros habéis nacido, no podéis, ciertamente, ser inmortales e indisolubles. De todos modos, no seréis destruidos, y no habrá destino alguno de muerte que os haga perecer ni serán más poderosos que mi designio, que es un vínculo más fuerte para vuestra perpetuidad que los elementos que os formaron al comenzar vuestra existencia».

Aquí tenemos a Platón afirmando que los dioses son mortales por la unión del alma y el cuerpo, pero inmortales por la voluntad y el designio del Dios que los hizo. De suerte que si es un castigo para el alma estar vinculada a cualquier cuerpo, ¿por qué al dirigirse Dios a ellos, temerosos de morir, esto es, de ser desatados del cuerpo, les da la seguridad de su inmortalidad? Y no precisamente por su propia naturaleza, compuesta y no simple, sino por la invencible voluntad de Él, capaz de hacer que no mueran los nacidos, que no se separen los que están unidos, sino que perseveren incorruptiblemente.

2. Si esto lo aplica también en realidad a los astros, es ya otra cuestión; no debe concederse, en efecto, sin más, que estos globos luminosos o pequeñas esferas que fulgen con luz corpórea sobre la tierra de día y de noche vivan con sus propias almas y que sean intelectuales y felices. Esto lo afirma también con insistencia de todo el universo, que sería como un ser animado enorme en que estuviera contenido todo el resto de los vivientes. Pero esto, como dije, es otra cuestión, cuya discusión no pretendemos ahora.

Sólo he creído oportuno mencionarlo contra los que se glorían de llamarse platónicos o de serlo, avergonzándose por soberbia del nombre cristiano por temor de que este vocablo, mezclándolos con el vulgo, rebaje la élite de los paliados, tanto más hinchada cuanto más reducida. Buscan también algo que reprender en la doctrina cristiana, atacan la eternidad de los cuerpos, como si fuera contrario entre sí buscar la felicidad del alma y pretender que ésta esté siempre en el cuerpo como si estuviera atada con él por una ligadura de males. En cambio, su fundador y maestro asegura que el Dios supremo ha concedido como un don a los dioses creados por Él el no morir nunca, esto es, el no ser separados de los cuerpos a que los unió.

CAPÍTULO XVII

Contra los que aseguran que los cuerpos terrenos 
no pueden llegar a ser incorruptibles y eternos

1. Defienden también estos filósofos paganos que los cuerpos terrenos no pueden ser eternos, aunque no dudan que toda la tierra es un miembro, intermedio y sin término, de su dios; no, ciertamente, del Dios supremo, pero sí grande, es decir, Dios de todo este mundo. En efecto, el Dios supremo les ha hecho otro que ellos llaman dios, es decir, este mundo, que debe anteponerse a los otros dioses que le son inferiores, y al que tienen por un ser animado, con su alma, como dicen, racional e intelectual, encerrada en esa mole inmensa de su cuerpo. Estableció también como miembros del mismo cuerpo, colocados y dispuestos en sus lugares, cuatro elementos, cuya conexión pretenden indisoluble y eterna, a fin de que no pueda morir ese dios suyo tan grande. ¿Qué razón hay entonces para que, si en el cuerpo de un ser animado tan grande está la tierra como miembro intermedio, no puedan ser eternos los cuerpos de los otros seres animados terrenos si Dios quiere lo uno y lo otro?

Claro, dicen que la tierra debe volver a la tierra, de la que fueron tomados los cuerpos terrenos; de donde se sigue -dicen- que ella debe disolverse y morir, y así han de ser devueltos a la tierra estable y sempiterna, de que fueron tomados. Ahora bien, si alguien afirma esto también del fuego, y dice que han de ser devueltos al fuego universal los cuerpos que de él fueron tomados para llegar a ser animales celestes, ¿no se derrumbaría, a los golpes de esta discusión, la inmortalidad prometida a tales dioses por Platón, como si hablara en nombre de Dios? ¿Acaso no sucede esto allí porque no lo quiere Dios, cuya voluntad no puede, como dice Platón, superar fuerza alguna? Pero entonces, ¿qué puede impedir que Dios haga esto con los cuerpos terrenos, ya que, según Platón, Dios puede hacer que no mueran los que han nacido, que no se separen los que están unidos, que no tornen a sus elementos los que están formados de ellos, y que las almas asentadas en los cuerpos jamás los dejen, y gocen con ellos de la inmortalidad y felicidad eterna? ¿Por qué no le va a ser posible hacer que no mueran los cuerpos terrenos? ¿Acaso no alcanza el poder de Dios hasta donde creen los cristianos, sino hasta donde quieren los platónicos? Por cierto, ¿pudieron conocer los designios de Dios y su poderío los filósofos, y no pudieron conocerlo los profetas? Al contrario, enseñó su Espíritu a los profetas a anunciar la voluntad de Dios en cuanto a Él le plugo; y, en cambio, los filósofos fueron engañados en su conocimiento por los cálculos humanos.

2. Pero no debieron dejarse engañar hasta el punto de contradecirse mutuamente, más aún por obstinación que por ignorancia. Afirman, por una parte, con derroche de argumentos, que para ser feliz el alma debe rehuir no sólo el cuerpo terreno, sino cualquier clase de cuerpo, y dicen, por otra, que los dioses tienen almas felicísimas y, no obstante, ligadas a cuerpos eternos: los celestes, a cuerpos ígneos, y el alma de Júpiter, por contra, a quien identifican con este mundo, repartida por todos los elementos corpóreos en que se configura esta mole entera desde la tierra hasta el cielo. Platón piensa que esta alma está desparramada y difundida como las partes de un ritmo musical por doquier, desde el mismo centro de la tierra, que dicen los geómetras, hasta los altos confines del cielo. Así, este mundo es un ser viviente grandísimo, felicísimo, eterno, y goza de la felicidad perfecta de la sabiduría y no abandona su cuerpo; y este cuerpo vive de ella eternamente, y aunque no es simple, sino formado de tantos y tan grandes cuerpos, no llega a embotarla o a entorpecerla.

Entonces, si ellos se permiten tales conjeturas, ¿por qué se niegan a admitir que la voluntad y el poder divinos puedan hacer inmortales a los cuerpos terrenos, donde las almas, sin ser separadas de ellos por la muerte ni entorpecidas por su peso, vivan eterna y felizmente; y atribuyen esto, en cambio, a sus dioses en cuerpos ígneos, y al mismo Júpiter, rey de ellos, en todos los elementos corpóreos? Si el alma, para ser feliz, tiene que huir de todo cuerpo, huyan también sus dioses de los globos astrales, huya Júpiter del cielo y de la tierra, y si no pueden huir, téngaselos por desgraciados. Pero éstos no quieren ni una cosa ni otra: no osan atribuir a sus dioses la separación de sus cuerpos para que no parezca que dan culto a los mortales y tampoco privarlos de la felicidad por temor de confesar que son infelices.

Conclusión: para conseguir la felicidad no es necesario huir de todos los cuerpos, sino sólo de los corruptibles, molestos, pesados, mortales; no como se los dio la bondad de Dios a los primeros hombres, sino como los transformó la pena del pecado.

CAPÍTULO XVIII

Los cuerpos terrenos, dicen los filósofos, no pueden estar entre los celestes, 
porque lo terreno, por su peso natural, es atraído a la tierra

Es necesario, dicen ellos, que los cuerpos terrenos o sean retenidos en la tierra por su peso natural, o atraídos a ella; y por eso no pueden estar en el cielo. Cierto, los primeros hombres estaban en una tierra llena de árboles fructíferos que recibió el nombre de Paraíso. Pero como hay que responder a esta objeción, tanto en atención al cuerpo de Cristo, con que subió al cielo, cuanto por los que tendrán los santos en la resurrección, debe considerarse con un poco más de atención la naturaleza de tales pesos terrenos.

En efecto, si el arte humano, con su industria, llega a fabricar vasos flotantes, incluso con metales, que puestos en el agua se hunden al punto, ¿con cuánta mayor veracidad y eficacia puede una operación oculta de Dios conceder a las moles terrenas que no sean arrastradas a lo más bajo por cualquier peso, y otorgar también a las mismas almas plenamente felices que coloquen los cuerpos terrenos, pero ya incorruptibles, donde quieran y los lleven a donde les plazca en una posición y movimiento facilísimo? ¿No dice Platón que la voluntad omnipotente de Dios puede hacer que no muera lo nacido y que no se disuelva lo compuesto? ¿Y no es mucho más admirable la unión de lo incorpóreo con lo corporal, que la de cualquier cosa corporal con cualquier otro cuerpo?

Si los ángeles toman a cualesquiera animales terrestres de donde les place y los colocan donde quieren, ¿debe creerse que no lo hacen sin trabajo o que sienten el peso? ¿Por qué, pues, no hemos de creer que los espíritus de los santos, divinos y felices, por una dispensación divina pueden llevar sin dificultad ninguna sus cuerpos a donde quieran y colocarlos donde les plazca? De hecho, los cuerpos terrenos, como normalmente sentimos cuando llevamos pesos, cuanto más voluminosos son, tanto son más pesados; y el peso de mayor número de ellos oprime más que el menor; en cambio, el alma lleva con más facilidad los miembros robustos de su carne, si gozan de buena salud, que los flacos en la enfermedad. Para uno que lleva a otro es más pesado el sano y fuerte que el flaco y enfermo; sin embargo, para mover y arrastrar uno su propio cuerpo es más ágil cuando en buena salud tiene más volumen que cuando está extenuado por el hambre o la peste. No es el peso de la cantidad, sino el equilibrio de su estado lo que proporciona tal poder a los cuerpos, bien que todavía corruptibles y mortales. ¿Quién puede explicar con palabras la distancia que hay entre la que llamamos salud presente y la inmortalidad futura?

Que no vengan, pues, los filósofos a atacar nuestra fe sobre el peso de los cuerpos. No pretendo investigar por qué no creen que el cuerpo terreno puede estar en el cielo si toda la tierra se mantiene en equilibrio en la nada, pues quizá se encuentre un argumento más verosímil en torno al centro del mundo, ya que en él convergen los cuerpos más pesados. Pero sí pregunto: si los dioses menores, a quienes Platón encomendó hacer entre los otros animales terrestres también al hombre, han podido, según él, quitarle al fuego la cualidad de quemar, dejándole la de lucir, que brilla a través de los otros; si atribuye Platón a la voluntad y al poder de Dios no morir los que nacieron, y que cosas tan diversas y tan desemejantes, como son las corpóreas y las incorpóreas, unidas entre sí, no puedan ser separadas, ¿dudaremos conceder al Dios supremo el arrancarle la corrupción a la carne del hombre, a quien otorga la inmortalidad, dejarle su naturaleza, conservarle la armonía de su forma y de sus miembros, quitarle el estorbo de la pesantez?

Sobre la fe en la resurrección de los muertos y sobre sus cuerpos inmortales, si Dios quiere, se disertará al fin de esta obra.

CAPÍTULO XIX

Contra las enseñanzas que no admiten la inmortalidad 
de los primeros hombres si no hubieran pecado

Vamos a tratar ahora, según nuestro plan, sobre los cuerpos de los primeros hombres; porque, si no lo hubieran merecido por el pecado, no les hubiera sobrevenido ni siquiera esa muerte que es buena para los buenos, conocida de todos, no sólo de unos pocos inteligentes y creyentes, y que consiste en la separación del alma del cuerpo, por la cual el cuerpo del ser animado, que evidentemente vivía, evidentemente muere. No se puede dudar que las almas de los difuntos justos y piadosos viven en la paz. Sin embargo, hasta tal punto les sería mejor vivir con sus cuerpos sanos, que incluso los que defienden como la mayor felicidad el vivir sin cuerpos admiten esta opinión contradiciéndose a sí mismos. Nadie de ellos se atreverá a posponer los dioses inmortales a los hombres sabios, sean muertos o a punto de morir, es decir, o bien privados ya de sus cuerpos, o bien estando a punto de dejarlos. Y con todo, el Dios supremo, según Platón, les promete a estos dioses un bien soberano, la vida indisoluble, es decir, la eterna compañía de sus cuerpos. Y aún piensa Platón que es para los hombres un bien supremo, si han pasado esta vida religiosa y piadosamente, ser admitidos, tras la separación de sus cuerpos, en el seno de los mismos dioses, que nunca dejarán sus propios cuerpos. Pero de tal manera que, «olvidados de lo pasado, pueden ver de nuevo la bóveda celeste y comenzar a desear la vuelta a los cuerpos». Se alaba a Virgilio por haber seguido esta teoría de Platón.

Piensa éste, en efecto, que las almas de los mortales no pueden estar siempre en sus cuerpos, sino que son separadas necesariamente por la muerte, y que no pueden existir perpetuamente sin los cuerpos. De suerte que, alternativamente, pasan los hombres de la muerte a la vida y de la vida a la muerte. Sin embargo, parece que los sabios se diferencian de los demás hombres en que después de la muerte son llevados a los astros para descansar un poco más tiempo cada uno en el astro que le convenga y, olvidado de nuevo de su primitiva miseria y arrastrado por el deseo de tener cuerpo, torna de allí a los trabajos y miserias de los mortales. En cambio, los que llevaron una vida insensata vuelven pronto a los cuerpos que merecen sus obras, ya de hombres, ya de bestias.

A condición tan dura sometió incluso a las almas buenas y sabias, a quienes no se otorgaron cuerpos con que pudieran vivir siempre y eternamente, de suerte que no pueden permanecer en los cuerpos ni vivir sin ellos en la eterna pureza. Sobre esta opinión de Platón ya hemos dicho en los libros anteriores cómo se avergonzó Porfirio en época ya cristiana. No sólo excluyó de los espíritus humanos los cuerpos de las bestias, sino que quiso también liberar de los vínculos corpóreos las almas de los sabios, hasta tal punto que, huyendo del cuerpo, vivan felices sin fin con el Padre. Así, para no parecer superado por Cristo, que promete a los santos una vida perpetua, colocó él también en eterna felicidad a las almas purificadas, sin retorno alguno a las antiguas miserias. Y para combatir a Cristo negando la resurrección de cuerpos incorruptibles, sostuvo que vivirían para siempre sin cuerpo terreno ni de ninguna otra clase.

A pesar de semejante opinión no prohibió siquiera que se rindiera culto a los dioses corpóreos. ¿Por qué esto, sino porque no tuvo a las almas, ya desligadas del cuerpo, como superiores a los dioses? De hecho, estos filósofos no osaban -pienso no osarían- anteponer las almas humanas a los dioses felices, a pesar de vivir en cuerpos eternos. No veo por qué entonces les parece absurda la doctrina de la fe cristiana: por una parte, que los primeros hombres fueron creados en un estado tal que, de no haber pecado, no serían privados de sus cuerpos por la muerte: dotados de la inmortalidad por la obediencia guardada, vivirían con ellos eternamente. Y por otra parte, que los santos han de tener en la resurrección los mismos cuerpos en que aquí penaron, de suerte que no puede sobrevenirle a la carne corrupción o dificultad alguna ni dolor alguno o desventura a su felicidad.

CAPÍTULO XX

La carne de los santos, que ahora reposa en la esperanza, recibirá una condición más 
excelente que la de los primeros hombres antes del pecado

Por ello, las almas de los difuntos santos no tienen ahora como pesada la muerte que los separó de sus cuerpos, porque su carne reposa en la esperanza, sean cualesquiera las afrentas que hayan recibido después de perdida la sensibilidad. No es, según dice Platón, el olvido el que les hace desear sus cuerpos; antes bien, acordándose de la promesa de quien no engaña a nadie y aseguró hasta la integridad de los cabellos20, esperan con anhelo y paciencia la resurrección de los cuerpos. En ellos soportaron muchos males que no tornarán a sentirlos más. Si no odiaban su carne cuando la reprimían impulsados por el espíritu, al ver que se oponía, en su flaqueza, a la mente21, ¿con cuánto mayor motivo la amarán, viéndola espiritual, en el futuro? El espíritu sirviendo a la carne, en cierto modo se llama carnal; así también la carne, sirviendo al espíritu, se llamará espiritual, no porque se haya de convertir en espíritu, como piensan algunos por aquello de se siembra cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual22, sino porque se someterá al espíritu con suma y admirable facilidad obediencial, hasta el punto de proporcionarle a la voluntad cabal seguridad de una estable inmutabilidad, donde no sufrirá ya sensación alguna de molestia, corruptibilidad y torpeza.

No estará entonces el cuerpo, como al presente, en su salud más lozana, ni siquiera como estuvo en los primeros hombres antes del pecado. Aunque no hubieran de morir si no pecaban, usaban, sin embargo, de los alimentos como hombres y eran portadores de cuerpos aún no espirituales, sino animales, terrenos. No los envejecería, ciertamente, la ancianidad hasta llevarlos necesariamente a la muerte (estado de vida que les suministraba milagrosamente la gracia de Dios mediante el árbol de la vida, que estaba en medio del Paraíso junto con el árbol prohibido). Tomaban otros alimentos, con excepción del árbol que se les había prohibido, no precisamente porque era malo, sino para recomendar el bien de la pura y simple obediencia, que es la gran virtud de la criatura racional sujeta al Creador, su Señor. Pues si no existía mal alguno al echar mano de lo prohibido, se pecaba sólo por la desobediencia.

Se alimentaban, pues, de los otros frutos que comían con el fin de librar a sus cuerpos animales de las molestias del hambre y de la sed. En cambio, la razón de gustar del árbol de la vida era evitar que entrara subrepticiamente la muerte o que murieran por los achaques de la vejez, pasado el espacio de la vida: como si los otros sirvieran de alimento y éste encerrara un sacramento; como si el árbol de la vida representase en el paraíso terrenal lo que en el espiritual, esto es, en el paraíso de la mente, la sabiduría de Dios, de la cual se dice: Es árbol de vida para los que la toman23.

CAPÍTULO XXI

El Paraíso donde estuvieron los primeros hombres contiene, 
sin duda, un significado espiritual, quedando a salvo la verdad 
de la narración histórica sobre el lugar corporal

Algunos refieren a un sentido espiritual todo lo que se dice del Paraíso, donde, según narra la verdad de la Santa Escritura, estuvieron los primeros padres del género humano. Toman los árboles y plantas fructíferas como expresión de virtudes y costumbres; es decir, que no existieron aquellas cosas visibles y corporales, sino que se han expuesto o escrito así para significar realidades de la mente. Como si no fuera posible el paraíso corporal ante la posibilidad de entenderlo también como algo espiritual. Según eso, no habría dos mujeres, Agar y Sara, ni de ellas los dos hijos de Abrahán, uno de la esclava y otro de la libre, porque dice el Apóstol que en ellos están figurados los dos testamentos24; así como tampoco habría agua de fuente alguna cuando golpeó Moisés25, porque puede entenderse allí figuradamente a Cristo, según dice el mismo Apóstol: La roca representaba a Cristo26.

Así, pues, nadie prohíbe entender el paraíso como la vida de los bienaventurados; sus cuatro ríos serían las cuatro virtudes: prudencia, fortaleza, templanza y justicia; sus árboles, todas las ciencias útiles; los frutos de los árboles serían las costumbres de los hombres religiosos; el árbol de la vida, la misma sabiduría, madre de todos los bienes; el árbol de la ciencia del bien y del mal, la prueba del mandato quebrantado, pena que infligió Dios a los pecadores, y que es buena, ciertamente, por ser justa, aunque no la experimente el hombre para su bien.

También pueden entenderse en la Iglesia estas realidades, mejor aún como indicios proféticos que preceden al futuro: así, el Paraíso sería la misma Iglesia, como se lee de ella en el Cantar de los Cantares27; los cuatro ríos del Paraíso, los cuatro Evangelios; los árboles fructíferos, los santos; sus frutos, las obras de éstos; el árbol de la vida, el Santo de los santos: Cristo; el árbol de la ciencia del bien y del mal, el propio albedrío de la voluntad. Pues el hombre, despreciando la divina voluntad, no puede usar de sí mismo sino para su mal; y así aprende qué diferencia hay entre adherirse al bien, común a todos, o deleitarse con el propio. De hecho, amándose a sí mismo, se entrega a sí mismo, y por ello, lleno de temor y tristeza, canta con el salmista si es consciente de sus males: Turbada está interiormente mi alma28; y ya arrepentido exclama: En Ti he depositado mi fortaleza29. No hay impedimento alguno para estas y otras semejantes interpretaciones espirituales del Paraíso; con la condición, sin embargo, de que se crea fielmente la verdad histórica de los hechos aportados por la narración.

CAPÍTULO XXII

Los cuerpos de los santos, después de la resurrección, 
serán espirituales, sin que la carne se convierta en espíritu

Los cuerpos de los justos, después de la resurrección, no necesitarán de árbol alguno para no morir por enfermedad o senectud inveterada ni de otros alimentos corporales para sustraerse a cualquier molestia de hambre o de sed; estarán revestidos de un seguro e inviolable privilegio de inmortalidad: tendrán la posibilidad, pero no la necesidad, de alimentarse. Esto hicieron también los ángeles cuando se aparecían visible y palpablemente, no porque lo necesitasen, sino porque lo querían y podían, para adaptarse a los hombres: usaban una humanidad ministerial. No se debe creer que cuando los hombres les dispensaban su hospitalidad, los ángeles comían sólo en apariencia30, aunque, como no sabían si eran ángeles, les parecía que comían con la misma necesidad que nosotros. De ahí las palabras del ángel en el libro de Tobías: Aunque me veíais comer, no comía; era pura apariencia31; es decir, pensabais que yo comía para reparar mi cuerpo, como hacéis vosotros.

Quizá se pueda defender otra explicación más aceptable sobre los ángeles. Pero la fe cristiana no puede dudar acerca del mismo Salvador, que aun después de la resurrección comió y bebió con sus discípulos, en carne ciertamente espiritual, pero verdadera32. Lo que se les quitará a tales cuerpos no es el poder, sino la necesidad de comer y beber. De donde se sigue que son espirituales, no por dejar de ser cuerpos, sino porque subsisten merced a la vida del espíritu.

CAPÍTULO XXIII

Qué se ha de entender por cuerpo animal y por cuerpo espiritual, 
o quiénes son los que mueren en Adán y quiénes son vivificados en Cristo

1. Como estos cuerpos, que tienen un alma viviente, pero no un espíritu vivificante, se llaman cuerpos animales; así se llaman espirituales aquellos cuerpos. Con todo, lejos de nosotros pensar que han de ser espíritus y no cuerpos con sustancia de carne, aunque sin estar sujetos a la torpeza o corrupción carnal, merced al espíritu de vida. Entonces ya no será el hombre terreno, sino celestial: no porque deje de ser el mismo cuerpo hecho de tierra, sino porque, merced a un beneficio del cielo, será de tal calidad que esté adaptado para habitar el cielo, no por la pérdida de su naturaleza, sino por la transformación de sus propiedades. El primer hombre, salido del polvo de la tierra33, fue creado con alma viviente, no con espíritu vivificante; esto se le reservaba como premio de la obediencia. Por eso no ofrece duda que su cuerpo no fue espiritual, sino animal, necesitado de alimento y bebida para no sufrir el hambre y la sed, y estaba garantizado contra una muerte necesaria, no por absoluta e indisoluble inmortalidad, sino por el árbol de la vida, que también le mantenía en la flor de la juventud. Y con ser animal no habría de morir si el hombre no hubiera caído, incurriendo en la sentencia del anuncio y la amenaza de Dios. Sin serle negados los alimentos fuera del Paraíso, fue privado, sin embargo, del árbol de la vida; fue entregado al tiempo y a la vejez, para terminar sus días en aquella vida que, si no hubiera pecado, podría ser perpetua en el Paraíso, aunque con cuerpo animal, hasta que, gracias al mérito de la obediencia, llegara a ser espiritual.

Así, aunque comprendamos que esta muerte manifiesta, en que se realiza la separación del alma del cuerpo, está también significada en las palabras del Señor: El día en que comas de él tendrás que morir34, no debe parecer absurdo que esa separación del cuerpo no tuvo lugar el día en que comieron el alimento prohibido y mortífero. Ese día se deterioró la naturaleza y quedó viciada, y por la justísima privación del árbol de la vida se operó en ellos la necesidad de la muerte corporal, con la cual hemos nacido nosotros. Por eso no dice el Apóstol: «El cuerpo ha de morir ciertamente por el pecado», sino: El cuerpo está muerto por razón del pecado, y el espíritu es vida en virtud de la justificación; y añade luego: Si el espíritu del que resucitó a Jesús de la muerte habita en vosotros, el mismo que resucitó a Cristo dará vida también a vuestro cuerpo mortal por medio de ese espíritu suyo que habita en vosotros35. Entonces, pues, el cuerpo estará con espíritu vivificante, mientras que ahora está con un alma viviente; y, sin embargo, lo llama ya muerto el Apóstol, porque está ya sujeto a la necesidad de la muerte. Y aunque entonces se encontraba no con espíritu vivificante, sino con alma viviente, no se podía decir rectamente que estaba muerto, ya que sólo por el pecado podía contraer la necesidad de la muerte.

Dios, con las palabras: Adán, ¿dónde estás?, significó la muerte del alma, que tuvo lugar al dejarla Él; y con las otras: Eres polvo y al polvo volverás36, significó la muerte del cuerpo, que tiene lugar al separarse el alma. Con ello es de creer que no dijo nada de la muerte segunda, que quiso se mantuviera secreta para manifestarla en el Nuevo Testamento, en que con toda claridad se expresa la segunda muerte. Hizo manifiesto en primer lugar que esa primera muerte, común a todos, vino por el pecado que cometió uno y se comunicó a todos; y, en cambio, la segunda muerte no es común a todos, ya que se exceptúan aquellos que Él ha llamado siguiendo su propósito, a los que eligió primero, como dice el Apóstol, destinándolos desde entonces a que reprodujeran los rasgos de su Hijo, de modo que éste fuera el mayor de una multitud de hermanos37, a quienes la gracia liberó de la segunda muerte por el Mediador de Dios.

2. El primer hombre, según el Apóstol, fue hecho con cuerpo animal. En efecto, queriendo distinguir este cuerpo animal del espiritual que tendremos en la resurrección, dice: Se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual. Para probar esto dice luego: Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual. Y para demostrar qué es el cuerpo animal, dice: Así está escrito: El primer hombre fue un ser animado.

De este modo quiso demostrar qué es el cuerpo animal, aunque la Escritura, cuando le fue creada al hombre por el soplo de Dios el alma; no dijo del primer hombre, llamado Adán: «Fue hecho el hombre, con cuerpo animal», sino: El hombre fue un ser animado38. Y en estas palabras: El primer hombre fue un ser animado, quiso el Apóstol se entendiera el cuerpo animal del hombre.

Cómo se ha de entender el espiritual lo declara diciendo: El último Adán es un espíritu de vida, significando indudablemente a Cristo, que resucitó tal de entre los muertos que en modo alguno puede ya morir. Dice, finalmente, a continuación: No es primero lo espiritual, sino lo animal; lo espiritual viene después. En lo que demuestra con mucha mayor claridad que él había querido significar el cuerpo animal en aquello de que el primer hombre fue un ser animado, y al espiritual en las otras palabras: El último Adán es un espíritu de vida. En verdad, el primero es el cuerpo animal, como lo tuvo el primer Adán, aunque no había de morir si no hubiera pecado; como lo tenemos también nosotros ahora, cambiada y viciada su naturaleza hasta el punto de quedar sometido, después del pecado, a la necesidad de la muerte; como se dignó tenerlo también originariamente por nosotros Cristo, no necesaria, sino libremente. Luego viene el espiritual, como precedió ya en Cristo, nuestra cabeza, y seguirá en sus miembros en la última resurrección de los muertos.

3. A continuación el Apóstol expone la diferencia tan clara entre estos dos hombres, diciendo: El hombre de la tierra fue el modelo de los hombres terrenos; el hombre del cielo es el modelo de los hombres celestes, y lo mismo que hemos llevado en nuestro ser la imagen del terreno, llevaremos también la imagen del celeste39. El Apóstol expone esto como la realización actual en nosotros del sacramento de la regeneración; como dice en otra parte: Todos, al bautizaros vinculándoos a Cristo, os revestisteis de Cristo40. Pero la realidad tendrá lugar cuando lo que hay en nosotros de animal al nacer se torne en espiritual al resurgir. Para usar de sus mismas palabras: Con esta esperanza nos salvamos41.

Nos hemos vestido de la imagen del hombre terreno por la propagación de la caída y de la muerte, que nos proporcionó la generación; en cambio, nos revestimos de la imagen del hombre celeste por la gracia del perdón y la vida perpetua. Ella nos suministra la regeneración sólo a través del Mediador de Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús42. A quien presenta como el hombre celeste, porque vino del cielo para vestirse con el cuerpo de la mortalidad terrena, que luego había de vestir con la inmortalidad celeste.

En cambio, a los otros hombres los llama celestes por convertirse en sus miembros mediante la gracia, a fin de que, juntamente con ellos, haya un solo Cristo, como la cabeza y el cuerpo. En la misma carta expone esto con toda claridad: Si un hombre trajo la muerte, también un hombre trajo la resurrección de los muertos; lo mismo que por Adán todos mueren, así también por Cristo todos recibirán la vida43. Claro está, en un cuerpo espiritual, que será con un espíritu de vida. No porque todos los que mueren en Adán han de ser miembros de Cristo (de hecho, una gran mayoría de ellos será castigada para siempre con la segunda muerte), sino que la repetición de todos quiere decir que, como nadie muere en su cuerpo mortal sino por Adán, así nadie es vivificado en el cuerpo espiritual sino por Cristo.

Lejos, pues, de nosotros pensar que en la resurrección hemos de tener el mismo cuerpo que tuvo el primer hombre antes del pecado. Tampoco las palabras Como el terreno, tales también los terrenos deben ser entendidas a la luz de lo ocurrido por la culpabilidad del pecado. No se puede pensar que tuvo el hombre un cuerpo espiritual antes de pecar, y por causa del pecado se convirtió en cuerpo animal. Los que así piensan fijan poco su atención en las palabras de tan gran doctor: Si hay un cuerpo animal, lo hay también espiritual; como está escrito: El primer hombre, Adán, fue un ser animado. ¿Sucedió acaso esto después del pecado, siendo a esta primera condición del hombre a la que apela el Apóstol con el testimonio de la ley para explicar el cuerpo animal?

CAPÍTULO XXIV

¿Cómo debe entenderse el soplo de Dios, por el cual fue creado el primer hombre 
como ser animado, y aquel otro que emitió el Señor cuando dijo: 
«Recibid el Espíritu Santo»?

1. También han procedido con poca consideración los que en el pasaje Sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo44 piensan que no le fue dada entonces al primer hombre el alma, sino que fue vivificada por el Espíritu Santo la que ya tenía. Y les mueve a ello que el Señor Jesús, después de resucitar de entre los muertos, sopló sobre sus discípulos diciendo: Recibid el Espíritu Santo45. Piensan que se hizo aquí algo semejante a lo que se hizo entonces; como si aquí el evangelista añadiera: «Y se convirtieron en seres vivos». Si se hubiera dicho esto, tendríamos que entender que el Espíritu de Dios es, de algún modo, vida de las almas. Sin Él deberían ser tenidas por muertas las almas racionales, aunque aparentemente los cuerpos vivieran con su presencia. Pero no sucedió así en la creación del hombre, como bien lo atestiguan las mismas palabras del libro: Dios modeló al hombre de arcilla del suelo; lo cual algunos vertieron para una interpretación más clara: Formó Dios al hombre del barro de la tierra. Y como antes se había dicho: Una fuente brotaba de la tierra, y regaba toda la superficie de la tierra46, podía entenderse el barro como formado de agua y tierra, ya que a continuación sigue: Formó Dios al hombre del barro de la tierra. Así lo dicen los códices griegos, y por eso se trasladó así la Escritura al latín.

No importa nada que alguien quisiera traducir la palabra griega ἔπλασεν por formavit (creó) o finxit (formó), aunque es más propia finxit (formó). Pero los que prefirieron la palabra formavit (creó) trataron de evitar la ambigüedad, ya que en latín prevaleció la costumbre de aplicar la palabra fingere a los que componen algo valiéndose de mentira simulada. A este hombre, pues, formado del polvo de la tierra o del barro (que era tierra humedecida), para hablar con más claridad, como dice la Escritura, barro de la tierra, enseña el Apóstol que fue hecho cuerpo animal cuando recibió el alma: Y fue hecho éste un ser animado; es decir, este polvo así formado fue dotado de alma viva.

2. Pero dicen: «Ya tenía alma, de otro modo no sería llamado hombre, ya que el hombre no es el cuerpo solo ni el alma sola, sino compuesto de alma y cuerpo». Cierto, esto es verdad: el alma no es todo el hombre, sino su parte principal; ni el cuerpo es todo el hombre, sino su parte inferior. El conjunto de la una y del otro es lo que recibe el nombre de hombre; pero tampoco pierden ese nombre las partes cuando se habla de cada una de ellas. ¿No permite el uso de la conversación corriente decir: «Aquel hombre murió, y ahora está en el descanso o en el tormento», cuando sólo puede decirse eso del alma; o también: «Aquel hombre fue sepultado en tal o cual lugar», aunque esto no se puede decir sino del cuerpo?

¿Pretenderán decirnos acaso que no suele hablar así la divina Escritura? Al contrario, también ella nos da testimonio, ya que estando las dos partes formando el hombre vivo, sin embargo, designa a cada una de ellas con el término hombre, llamando alma al hombre interior, y cuerpo al hombre exterior, como si fueran dos hombres, cuando en realidad los dos juntos son un solo hombre.

Pero debemos aclarar en qué sentido se dice que «el hombre está hecho a imagen de Dios», y que «el hombre es tierra y a la tierra ha de volver». Lo primero se refiere al alma racional, dada al hombre -entiéndase al cuerpo del hombre- por el soplo de Dios o, si se prefiere expresión más apropiada47, por la inspiración de Dios; lo segundo se refiere al cuerpo, tal cual fue formado por Dios del polvo, al que se dio el alma para hacer un cuerpo animado, es decir, un hombre con alma viva.

3. De suerte que en la acción de soplar el Señor, cuando dijo: Recibid el Espíritu Santo, quiso dar a entender que el Espíritu Santo no es sólo el Espíritu del Padre, sino también el Espíritu de su Unigénito. Pues el mismo Espíritu es Espíritu del Padre y del Hijo, con el cual se forma la Trinidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que no es una criatura, sino Creador. En efecto, aquel soplo corpóreo procedente de la boca de la carne no era la sustancia ni la naturaleza del Espíritu Santo, sino más bien la significación, para que por ella entendiéramos, como dije, que el Espíritu Santo es común al Padre y al Hijo, ya que no tiene cada uno el suyo peculiar, sino que los dos tienen el mismo. Y este Espíritu de la Sagrada Escritura siempre se designa con el vocablo griego deπνεὖμα , como lo llamó en este lugar el Señor cuando se lo dio a sus discípulos, señalando con el soplo de su boca corporal. Yo no lo he visto nombrado de otra manera en todos los lugares de los escritos divinos.

Pero aquí, cuando se lee: Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, y le sopló, o inspiró, en su nariz aliento de vida, no dice el griego (como suele llamarse el Espíritu Santo) πνεὖμα, sino πνοή, nombre que se aplica con más frecuencia a la criatura que al Creador. De aquí que algunos latinos, a causa de esta diferencia, prefirieron el nombre de espíritu al de soplo. También se encuentra esta palabra en aquel lugar del profeta Isaías donde dice Dios: El aliento que yo he dado48, significando, sin duda, toda alma. Así, la palabra griega πνοή la han traducido los nuestros unas veces por soplo, otras por espíritu, otras por inspiración o aspiración, aun cuando se trata de Dios; en cambio, πνεὖμα nunca la han traducido sino por espíritu: ya se trate del hombre, del cual dice el Apóstol: ¿Quién conoce a fondo la manera de ser del hombre, si no es el espíritu del hombre que está dentro de él?49; ya se refiera a este espíritu corporal llamado también viento50, pues éste es su nombre cuando se canta en el salmo: Rayos, granizo, nieve y bruma, viento huracanado51; ya, finalmente, no a una criatura, sino al Creador, cual es el que dice el Señor en el Evangelio: Recibid el Espíritu Santo, al significarlo por el aliento de su boca corporal; asimismo donde dice: Id y bautizad a todos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo52. En estas palabras se resalta con toda claridad y evidencia la misma Santísima Trinidad, lo mismo que en aquel otro lugar: Dios es espíritu53. También se encuentra en otros muchos lugares de las sagradas letras.

En efecto, en todos estos testimonios de las Escrituras no vemos escrito en griego πνοή, sino πνεὖμα, ni entre los latinos soplo, sino espíritu. Por lo cual, al decir inspiró, o, si se ha de hablar con más propiedad, sopló en su nariz aliento de vida, si el griego no hubiera puesto allí πνοή, como se lee, sino πνεὖμα, ni aun así nos veríamos obligados a entender el Espíritu creador, que en la Trinidad se dice propiamente Espíritu Santo; ya que la palabraπνεὖμα, como se ha dicho, es manifiesto que se suele aplicar no sólo al Creador, sino también a la criatura.

4. Pero al decir espíritu -replican- no añadirían de vida si no quisiera dar a entender al Espíritu Santo; y al decir el hombre se convirtió en alma, no añadiría viva, si no significara la vida del alma, que se le da divinamente por el don del Espíritu de Dios. Si el alma vive -dicen- con una vida propia, ¿qué necesidad había de añadir viva, sino para dar a entender aquella vida que se le da por el Espíritu Santo?

¿Qué otra cosa es esto sino tratar de defender con excesiva solicitud conjeturas humanas y prestar tan escasa atención a las Escrituras Santas? Pues ¿qué costaba no ir tan lejos, sino leer 
un poco antes en el mismo libro: Produzca la tierra vivientes según sus especies54, cuando fueron creados todos los animales terrestres? Y luego, pasados algunos capítulos, ¿costaba gran trabajo atender lo que está escrito: Todo lo que respira por la nariz con aliento de vida, todo lo que había en la tierra firme murió55, al hacer alusión a que habían muerto en el diluvio todos los seres que vivían en la tierra? Por consiguiente, si encontramos alma viva y espíritu de vida aun entre los animales, como acostumbra a decir la divina Escritura, y si también en este lugar, al decir: Todo cuanto tiene espíritu de vida, el griego no dice πνεὖμα, sino πνοή, ¿por qué no hemos de decir: qué necesidad había de añadir viva, ya que el alma no puede existir sin vida, o qué necesidad había de añadir de vida, al decir espíritu? Pero comprendemos que la Escritura hablaba según su costumbre de espíritu de vida y alma viva cuando quería dar a entender los animales, esto es, los cuerpos animados, dotados a través del alma de un tan noble sentido incluso corporal.

En cambio, en la creación del hombre nos olvidamos de que la Escritura sigue cabalmente el estilo que suele emplear. De esta manera insinúa que el hombre, aun habiendo recibido un alma racional, no producida por las aguas y la tierra como la del resto de los seres carnales, sino creada por el soplo de Dios, el hombre -digo- ha sido hecho para vivir en un cuerpo animal 
-gracias al alma que vive dentro de él-, a semejanza de aquellos animales de los que dijo: Produzca la tierra vivientes según sus especies; de ellos se dice en el mismo pasaje que tuvieron espíritu de vida. Tampoco dice aquí el griego πνεὖμα, sino πνοή, señalando con tal nombre no el Espíritu Santo, sino el alma de los mismos.

5. Pero el soplo de Dios -dicen- se entiende que ha salido de la boca de Dios, y si lo tomamos por alma tendremos que confesar que es de la misma sustancia y parte de aquella sabiduría que dice: Yo salí de la boca del Altísimo56. Ciertamente la sabiduría no dijo que es un soplo de la boca de Dios, sino que salió de su boca. Así como nosotros podemos, cuando soplamos, emitir un soplo, no formándolo de nuestra naturaleza de hombres, sino tomando por la aspiración y expulsando por la respiración el aire que nos circunda, de la misma manera Dios Todopoderoso pudo formar el soplo no de su naturaleza ni de una criatura existente, sino también de la nada. Y se puede afirmar con toda propiedad que al introducir ese soplo en el cuerpo del hombre, el Incorpóreo sopló o inspiró algo incorpóreo, pero a la vez el Inmutable algo mudable, porque el no creado infundió lo creado. Sin embargo, a fin de que los que quieren hablar de las Escrituras sin advertir las expresiones de las mismas sepan que no sólo se dice «salir de la boca de Dios» lo que es de igual o de su misma naturaleza. Escuchen y lean la palabra de Dios: Como estás tibio y no eres ni frío ni caliente, voy a arrojarte de mi boca57.

6. No hay, pues, motivo alguno para resistir al Apóstol, que tan claramente habla, cuando dice al discernir el cuerpo espiritual del cuerpo animal, es decir, este en que estamos ahora de aquel en que hemos de estar: Se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual; así está escrito: «El primer hombre -Adán- fue un ser animado»; el último Adán es un espíritu de vida. No, no es primero lo espiritual, sino lo animal; lo espiritual viene después. El primer hombre salió del polvo de la tierra; el segundo procede del cielo. El hombre de la tierra fue el modelo de los hombres terrenos, y lo mismo que hemos llevado en nuestro ser la imagen del terreno, llevaremos también la imagen del celeste58.

De todas estas palabras del Apóstol hemos hablado más arriba. El cuerpo, pues, animal en que dice el Apóstol fue hecho el primer hombre, fue creado en tal estado que no se vería absolutamente exento de la muerte, pero que no moriría si no hubiera pecado. Porque aquello que ha de ser espiritual e inmortal por un espíritu de vida no puede morir en absoluto. Así, es inmortal el alma creada; y aunque muerta por el pecado, se nos presenta privada de cierta vida suya, esto es, del Espíritu de Dios, con el cual podía vivir también sabia y felizmente; sin embargo, no deja de vivir con cierta vida suya propia, aunque miserable, ya que fue creada inmortal. De igual modo, los ángeles desertores, aunque en cierto modo murieron pecando por haber dejado la fuente de vida que es Dios, con cuya bebida habrían podido vivir sabia y felizmente; sin embargo, no pudieron morir hasta el punto de dejar totalmente de vivir y de sentir, ya que fueron creados inmortales; y así serán precipitados en la segunda muerte después del juicio, de modo que ni siquiera allí carezcan de vida, puesto que tampoco carecerán de sentido cuando se encuentren en los tormentos.

En cambio, los hombres que pertenecen a la gracia de Dios, conciudadanos de los ángeles santos, viviendo una vida feliz, de tal modo serán revestidos de cuerpos espirituales que no pecarán ya más ni morirán; y serán revestidos de tal inmortalidad que, como la de los ángeles, no les podrá ser arrebatada por el pecado: permanecerá, sí, la naturaleza de la carne, pero no quedará en absoluto corruptibilidad o torpeza alguna.

7. Queda todavía una cuestión que necesariamente hemos de tratar y resolver con la ayuda del Señor, el Dios de la verdad. Las bajas pasiones de los miembros desobedientes nacieron del pecado de desobediencia en los primeros hombres: fueron abandonados de la gracia divina, y se les abrieron los ojos sobre su desnudez, esto es, la advirtieron al mirar con más curiosidad y cubrieron sus vergüenzas. El albedrío de la voluntad no fue capaz de resistir al impulso vergonzoso. Si esto es así, ¿cómo habrían de propagar los hijos, en el supuesto de permanecer sin la prevaricación, en el mismo estado que fueron creados?

Pero como ya debemos dar fin a este libro, y no podemos restringir cuestión tan importante a una extensión limitada, será más oportuno diferir su estudio para el libro siguiente.

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