domingo, 29 de abril de 2018

LA CIUDAD DE DIOS CONTRA PAGANOS - LIBRO XV [Las dos ciudades en la tierra] CAPÍTULO I Dos grupos de la Humanidad que se encaminan a diversos fines desde su principio


San Agustín - Augustinus Hipponensis


LA CIUDAD DE DIOS
CONTRA PAGANOS
Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO XV
[Las dos ciudades en la tierra]

CAPÍTULO I

Dos grupos de la Humanidad que se encaminan 
a diversos fines desde su principio

1. Sobre la felicidad del Paraíso, sobre el Paraíso mismo, la vida de sus primeros moradores, su pecado y su castigo, son muchos los que han emitido diversidad de opiniones y las han consignado por escrito. También nosotros, ateniéndonos a las santas Escrituras, tratando sobre estas materias en los libros precedentes, hemos expuesto lo que en ellas hemos leído o hemos podido entender siguiendo su autoridad.

Si se solicita una exposición más detallada de esto, se originarían muchas y variadas discusiones capaces de llenar más volúmenes de los que exigen esta obra y el tiempo, y no disponemos de tanto como para poder demorarnos en lo que pueden solicitar los ociosos y meticulosos, más dispuestos a preguntar que capacitados para comprender.

Pienso, sin embargo, que ya hemos resuelto importantes y difíciles cuestiones acerca del principio del mundo, del alma y del mismo género humano. A éste lo hemos dividido en dos clases: los que viven según el hombre y los que viven según Dios. Y lo hemos designado figuradamente con el nombre de las dos ciudades, esto es, dos sociedades humanas: la una predestinada a vivir siempre con Dios; la otra, a sufrir castigo eterno con el diablo.

Ése es el fin de cada una, del cual se hablará después. Al presente, como ya se ha dicho bastante sobre su origen, tanto en los ángeles, cuyo número ignoramos, como en los dos primeros hombres, me parece ya oportuno tratar de exponer su desarrollo desde que aquella pareja comenzó a engendrar hasta que dejen de propagarse los hombres. En efecto, todo este tiempo o este siglo, en el que desaparecen los que mueren y los suceden los que nacen, constituye el desarrollo de estas dos ciudades de que hablamos.

2. El primer hijo nacido de los dos primeros padres del género humano fue Caín, que pertenece a la ciudad de los hombres, y el segundo Abel, de la ciudad de Dios.

Podemos comprobar en cada hombre lo que nos dijo el Apóstol, que no es primero lo espiritual, sino lo animal; lo espiritual viene después1. Por eso cada uno, por nacer de estirpe condenada, pertenece primero, como malo y carnal, a Adán, pasando luego a ser bueno y espiritual si continúa su perfección en el renacer hacia Cristo. Lo mismo sucede en el linaje humano: tan pronto como comenzaron estas ciudades a dilatarse por los nacidos y los muertos, nació primero el ciudadano de este mundo, y después el peregrino en el mundo, perteneciente a la ciudad de Dios, predestinado por la gracia y por la gracia elegido, peregrino con la gracia aquí abajo, y ciudadano por la gracia allá arriba.


Por lo que a éste se refiere, nace de la misma muchedumbre, toda condenada a causa del pecado de origen. Pero como alfarero (no descarada, sino prudentemente, trae a colación el Apóstol este símil) hizo Dios de la misma arcilla una vasija de honor y otra de ignominia2. Pero fue primero la vasija de ignominia y luego la de honor, para indicarnos, como he dicho, que en ese mismo hombre está primero lo reprobable, de donde hemos de partir y donde no podemos permanecer; luego viene lo bueno, adonde llegamos en nuestro progreso y donde permaneceremos después de llegar.

Por tanto, no todo hombre malo llegará a ser bueno, pero nadie llegará a ser bueno si no era malo. Y cuanto con mayor celeridad se haga uno mejor, con tanta mayor rapidez se destaca lo que ha tomado y sustituye el calificativo anterior por el posterior.

Se dijo de Caín que había fundado una ciudad3, y, en cambio, Abel, como peregrino, no la fundó. La ciudad de los santos es, en efecto, la celeste, aunque aquí da a luz a sus ciudadanos, en los cuales es peregrina, hasta que llegue el tiempo de su reino. Entonces los reunirá a todos, resucitados en sus cuerpos, dándoles el reino prometido. En él reinarán sin límites ya de tiempo, con su soberano, el Rey de los siglos.

CAPÍTULO II

Hijos de la carne e hijos de la promesa

Una sombra, una imagen poética de esta ciudad, más como signo que como representación, vivió como esclava en la tierra en el tiempo que era preciso manifestarse así; y también se la llamó a ella ciudad santa por la propiedad de ser imagen significativa, no por ser expresión verdadera de la futura. De esta imagen esclava y de la ciudad libre que significa habla el Apóstol a los gálatas en estos términos: Vamos a ver: si queréis someteros a la ley, ¿por qué no escucháis lo que dice la ley? Porque en la Escritura se cuenta que Abrahán tuvo dos hijos: uno de la esclava y otro de la mujer libre; pero el de la esclava nació de modo natural, mientras que el de la libre fue por una promesa de Dios. Esto significa algo más: las mujeres representan dos alianzas: una, la del monte Sinaí, engendra hijos de la esclavitud, ésa es Agar (el nombre de Agar significa el monte Sinaí, de Arabia), y corresponde a la Jerusalén de hoy, esclava ella y sus hijos. En cambio, la Jerusalén de arriba es libre, y ésa es nuestra madre, pues dice la Escritura: Alégrate, la estéril, que no das a luz, rompe a gritar, tú que no conocías los dolores, porque la abandonada tiene muchos hijos, más que la que vive con el marido. Pues vosotros, hermanos, sois hijos de la promesa, como Isaac. Ahora bien, si entonces el que nació de modo natural perseguía al que nació por el Espíritu, lo mismo ocurre ahora. Pero ¿qué añade la Escritura? Echa fuera a la esclava y a su hijo, porque el hijo de la esclava no compartirá la herencia con el hijo de la libre. Por lo tanto, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre. Para que seamos libres nos liberó Cristo4. Esta interpretación, procedente de la autoridad apostólica, nos pone en camino para entender debidamente las Escrituras de los dos Testamentos, el Viejo y el Nuevo.

Una parte, en efecto, de la ciudad terrena ha resultado imagen de la ciudad celeste, no significándose a sí misma, sino a la otra, y, por ello, haciendo de esclava. Pues no fue ella la razón de su fundación, sino el significar a la otra, aunque también la misma ciudad que prefigura fue prefigurada por una imagen anterior. Agar, en efecto, la esclava de Sara, y su hijo fueron como una imagen de la otra imagen. Y como habían de pasar las sombras con la llegada de la luz, por eso dijo la libre Sara, imagen de la ciudad libre, a la que también significaba de otro modo aquella sombra: Expulsa a esa esclava y a su hijo, porque el hijo de esa criada no va a repartirse la herencia con mi hijo Isaac, o con el hijo de la libre, que dice el Apóstol.

Nos encontramos, pues, en la ciudad terrena con dos formas: una que nos muestra su propia presencia; otra prestando su servicio de esclava para significar con su presencia la ciudad celeste. Engendra la naturaleza, viciada por el pecado, ciudadanos de la ciudad terrena; la gracia, liberando a la naturaleza del pecado, engendra ciudadanos de la ciudad celeste. Por eso a aquellos se les llama objetos de ira, y a éstos, de misericordia5. Quedó también esto significado en los dos hijos de Abrahán: el uno, Ismael, nació según la carne de la esclava llamada Agar; el otro, Isaac, según la promesa, de la libre Sara. Uno y otro, ciertamente, descienden de Abrahán, pero aquél fue engendrado según el curso habitual de la naturaleza; éste, en cambio, fue fruto de la promesa que significa la gracia. Allí se muestra la manera humana, aquí se pone de relieve el beneficio divino.

CAPÍTULO III

Esterilidad de Sara, fecundada por la gracia de Dios

Sara era estéril, y desesperaba ya de tener hijos; pero deseando tener, aunque fuera de su esclava, lo que veía imposible en sí misma, se la entregó a su esposo, de quien ella había querido engendrar sin lograrlo. Exigió así el débito conyugal, usando de su derecho, en el útero ajeno. Nació, pues, Ismael como nacen los hombres, de la unión de los dos sexos, según la ley ordinaria de la naturaleza. Por eso se dijo: según la carne. Y no es que éstos no sean beneficio de Dios, o no sea Dios el que los realiza, cuya sabiduría es activa, como está escrito: alcanza con vigor de extremo a extremo y gobierna el universo con acierto6; sino que, para significar que era un don de Dios, gratuito sin deuda alguna, fue preciso conceder un hijo fuera del curso ordinario natural.

La naturaleza, en efecto, niega hijos a la unión del hombre y la mujer que podían tener Abrahán y Sara en una edad como la suya, aparte de la esterilidad de la mujer, que no pudo engendrar ni cuando estuvo en edad fecunda. El no debérsele a la naturaleza en tales circunstancias el fruto de la posteridad simboliza a la naturaleza humana viciada por el pecado, justamente condenada por esto y sin merecimiento de felicidad alguna para el futuro. Así, Isaac, nacido de la promesa, significa a los hijos de la gracia, ciudadanos de la ciudad libre, socios de la paz eterna, donde no debe existir el amor de la voluntad propia y en cierto modo privada, sino el amor que se goza del bien común y a la vez inmutable, y que hace un solo corazón de muchos, esto es, la perfecta y concorde obediencia de caridad.

CAPÍTULO IV

Contienda y paz de la ciudad terrena

La ciudad terrena, que no será eterna (después de su condenación al último suplicio ya no será ni ciudad), tiene aquí abajo un cierto bien, tomando parte en la alegría que pueden proporcionar estas cosas. Y como no hay bien alguno exento de penurias para sus amadores, esta ciudad se halla dividida entre sí la mayor parte del tiempo, con litigios, guerras, luchas, en busca de victorias mortíferas o ciertamente mortales. Porque cualquier parte de ella que se levanta en son de guerra contra otra parte busca la victoria sobre los pueblos, quedando ella cautiva de los vicios. Y si al vencer se enorgullece con soberbia, su victoria lleva consigo la muerte; pero si, reflexionando sobre su condición y los accidentes comunes, se siente más atormentada por la adversidad que puede sobrevenirle, que engallada por la prosperidad, esa victoria es meramente mortal, pues no puede tener sometidos siempre a los que ha subyugado con tal victoria.

No se puede decir justamente que no son verdaderos bienes los que ambiciona esta ciudad, siendo ella en ese su género humano mejor. Busca cierta paz terrena en lugar de estas cosas ínfimas, y desea alcanzarla incluso con la guerra; y si vence y no hay ya quien resista, habrá llegado la paz que no podían tener las partes adversarias entre sí, mientras luchaban con infeliz miseria por las cosas que no podían poseer ambas a la vez. Esta es la paz que solicitan las penosas guerras, ésta es la que consigue la victoria tenida por gloriosa. Y cuando triunfan los que luchaban por causa más justa, ¿quién puede dudar en dar el parabién por la victoria y haber llegado a la paz deseable? Bienes son éstos y dones, sin duda, de Dios. Pero si se menosprecian los otros mejores, que pertenecen a la ciudad celeste, morada de la victoria segura, en eterna y suprema paz, y se buscan estos bienes con tal ardor que se los considera únicos o se los prefiere a los tenidos por mejores, la consecuencia necesaria es la desgracia, aumentando la que ya existía.

CAPÍTULO V

Primer autor de la ciudad terrena y fratricida. Eco que tuvo en la impiedad 
del fundador de Roma al matar a su hermano

El primer fundador de la ciudad terrena fue un fratricida. Dominado por la envidia, dio muerte a su hermano, ciudadano de la ciudad eterna y peregrino en esta tierra. No nos debe extrañar si después de tanto tiempo este primer ejemplo, o, como dicen los griegos,ἀρχέτυπον , encontró un eco en la fundación de la célebre ciudad que había de ser cabeza de esta ciudad terrena y había de dominar a muchos pueblos. También allí, según el crimen que nos cuenta uno de sus poetas, «los primeros muros se humedecieron con la sangre fraterna». La fundación de Roma tuvo lugar cuando nos dice la historia romana que Rómulo mató a su hermano Remo, con la diferencia de que aquí los dos eran ciudadanos de la ciudad terrena.

Ambos buscaban la gloria de ser los fundadores del Estado romano. Pero no la podían tener los dos tan grande como uno solo; quien quisiera esa gloria de dominio la tendría más reducida si su poder quedaba disminuido por la participación del hermano vivo. Para tener, pues, uno el dominio entero fue preciso liquidar al otro; creció con el crimen en malicia lo que con la inocencia hubiera sido un bien mejor, aunque más pequeño.

Los hermanos Caín y Abel no tenían entre sí tal apetencia de cosas terrenas; ni el fratricida tuvo envidia de su hermano porque su dominio se fuera a reducir si llegaban a dominar ambos (Abel no buscaba dominar en la ciudad que fundaba su hermano); estaba más bien dominado por la envidia diabólica con que envidian los malos a los buenos, sin otra causa que el ser buenos unos y malos los otros. En verdad que jamás llega a ser menor la posesión de la bondad porque llegue o haya llegado ya otro copartícipe; antes la bondad es una posesión que se dilata tanto más cuanto con más concordia domina el amor individual de los que la poseen. Es más, no será capaz de esta posesión el que no quisiera tenerla en común; y la verá tanto más acrecentada cuanto más ame en ella al que la condivide.

Lo que sucedió entre Rómulo y Remo manifiesta cómo está dividida entre sí la ciudad terrena; lo que tuvo lugar entre Caín y Abel puso de manifiesto las enemistades entre las dos ciudades, la de Dios y la de los hombres. Luchan entre sí los malos, y lo mismo hacen buenos y malos. En cambio, los buenos, si son perfectos, no pueden luchar entre sí; pueden hacerlo los que progresan sin ser perfectos, pero de tal modo que el bueno lucha contra otro en la misma parte que contra sí mismo; como en todo hombre, la carne lucha con sus apetencias contra el espíritu y el espíritu contra la carne7. Por consiguiente, el deseo espiritual puede entablar combate contra las apetencias carnales de otro, o las carnales de uno contra las espirituales de otro, como pueden entablarlo entre sí buenos y malos; incluso los mismos apetitos carnales entre sí de dos buenos, no perfectos todavía, como luchan entre sí los malos, hasta que la salud de los que están en recuperación llegue a la victoria definitiva.

CAPÍTULO VI

Enfermedades que soportan en la peregrinación de esta vida, 
como pena del pecado, incluso los miembros de la ciudad de Dios, 
y de las cuales son curados por la medicina del mismo

Esta enfermedad, es decir, la desobediencia de que hemos hablado en el libro decimocuarto8, es el castigo de la primera desobediencia. No es, por lo tanto, una naturaleza, sino un vicio de la misma. Por ello se dice a los buenos que van progresando y viven de la fe en esta peregrinación: Llevad unos las cargas de los otros, que con eso cumpliréis la ley de Cristo9. Y también se les dice en otro lugar: Por favor, hermanos, llamad la atención a los ociosos, animad a los apocados, soste­ned a los débiles, sed pacientes con todos. Mirad que nadie devuelva a otro mal por mal10. Y también: Si a un individuo se le cogiere en algún desliz, vosotros, los hombres de espíritu, recuperad a ese tal con mucha suavidad; estando tú sobre aviso, no vayas a ser tentado también tú11. En otro lugar: Que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo12. Y en el Evangelio: Si tu hermano te ofende, ve y házselo ver, a solas entre los dos13. Hablando de los pecados en los que se puede seguir el escándalo de muchos, dice también el Apóstol: A los que pequen repréndelos públicamente para que los demás escarmienten14.

Por eso también, con relación al perdón mutuo, existen muchas prescripciones y se exige cuidado especial a fin de mantener la paz, sin la cual no se puede ver a Dios15, cuyo ejemplo es el terror de exigir al siervo los diez mil talentos que se le habían perdonado por no haber condonado él a un consiervo suyo la deuda de cien denarios. Después de propuesta esta parábola, añadió Jesús: Pues lo mismo os tratará mi Padre del cielo si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano16. De esta guisa son curados los ciudadanos de la ciudad de Dios que peregrinan en la tierra y suspiran por la paz de la patria celeste. Pero el Espíritu Santo obra en lo íntimo a fin de que surta algún efecto la medicina que se emplea exteriormente.

Por lo demás, aunque el mismo Dios, valiéndose de la criatura sometida a sí mismo, se dirija bajo una apariencia humana a los sentidos humanos, y a los del cuerpo, y a los semejantes que tenemos en los sueños, si no dirige la mente y obra sobre ella con su gracia interior, ningún fruto sacará el hombre de la predicación de la verdad. Pero esto lo hace el Señor separando a los que son objeto de ira de los que lo son de misericordia; se sirve así de una distribución oculta, pero justa, que Él bien conoce.

Presta Dios su ayuda con admirables y ocultos modos cuan­do el pecado que habita en nuestros miembros -pena más bien del pecado- no reina, como nos amonesta el Apóstol, en nuestro cuerpo mortal para satisfacer sus antojos ni nosotros le presentamos nuestros cuerpos como arma de iniquidad17, y entonces el hombre se vuelve, bajo la guía de Dios, a su sana razón, que cesa ya de complacerse en el mal, la mantendrá ahora en el sereno dominio de sí misma y reinará después sin pecado alguno en la paz eterna, habiendo conseguido salud e inmortalidad acabadas.

CAPÍTULO VII

Motivo y obstinación de Caín en su crimen; la palabra de Dios 
no logró apartarlo de su criminal intención

1. ¿Qué le aprovechó a Caín lo que hemos expuesto, según nuestros alcances, cuando le habló Dios por una criatura sometida a sus mandatos, como solía hablar a los primeros padres, usando como buen amigo de una forma apropiada? ¿No llevó a cabo, aun después de haberlo amonestado la palabra divina, el crimen concebido de asesinar a su hermano? Había Dios hecho distinción entre los sacrificios de ambos, mirando con agrado los del uno y con displicencia los del otro, cosa que con toda seguridad se conoció por algún signo sensible que lo atestiguaba. Hizo Dios esto porque eran malas las obras de Caín y buenas las de Abel. De lo cual se entristeció mucho Caín y quedó abatido su rostro. Así está escrito: El Señor dijo a Caín: ¿Por qué estás triste y ha empalidecido tu rostro? ¿No es verdad que si ofreces bien y no divides bien, pecas? Cálmate, él se convertirá a ti y tú le dominarás18. En esta amonestación de Dios a Caín: ¿No es verdad que si ofreces bien y no divides bien, pecas?, no está claro el sentido, y por eso ha dado lugar a muchos sentidos su oscuridad, cuando intenta cada intérprete de las divinas Escrituras exponerlo en armonía con la regla de fe.

Bien se ofrece el sacrificio cuando se ofrece al único Dios verdadero, a quien solamente se deben sacrificios. Pero no se divide justamente si no se tienen bien en cuenta los lugares, los tiempos, las cosas que se ofrecen, el que lo ofrece, a quién se ofrece, a quiénes se distribuye para alimento lo que se ha ofrecido. Por división hemos de entender aquí el discernimiento: si se ofrece donde no conviene, o lo que no conviene aquí, sino en otra parte; si se ofrece cuando no conviene, o lo que no conviene entonces, sino en otro tiempo; si se ofrece lo que nunca, ni en parte alguna debió ofrecerse; o también cuando el hombre se reserva cosas mejores que las que ofrece a Dios, o cuando se hace partícipe del sacrificio a un profano o a quien no está bien hacerlo. En cuál de estos extremos desagradó Caín a Dios, no puede descubrirse fácilmente. Pero nos dan pie para interpretarlo las palabras del apóstol San Juan hablando de estos hermanos: No como Caín, que estaba de la parte del malo y asesinó a su hermano. Y ¿por qué lo asesinó? Porque sus propias acciones eran malas, y las de su hermano, justas19. En lo cual se nos da a entender que no se agradó a Dios en sus obsequios porque dividía mal, dando algo suyo a Dios, pero reservándose a sí mismo para sí.

Esto hacen todos los que, siguiendo no la voluntad de Dios, sino la suya, es decir, viviendo no con un corazón puro, sino perverso, ofrecen, sin embargo, a Dios sus presentes, con los que piensan hacérsele propicio, para que ayude no a curar sus depravados deseos, sino a saciarlos. Esto es peculiar de la ciudad terrena: rendir culto a Dios o a los dioses, para con su ayuda salir airosos en las victorias y la paz terrena, no por amor del bien, sino por el ansia de dominar. Los buenos, ciertamente, usan de este mundo para gozar de Dios; los malos, al contrario, quieren usar de Dios para gozar del mundo. Todos ellos creen al menos en su existencia, incluso en su cuidado de las cosas humanas. Porque hay otros peores, que no creen ni en eso.

Conocido por Caín que Dios había mirado con agrado el sacrificio de su hermano y no el suyo, debió, como es lógico, arrepentirse e imitar a su buen hermano, en vez de emularlo con soberbia. Pero se entristeció y su rostro se abatió. Éste es el pecado que sobre todo repudia Dios, entristecerse por el bien de otro, sobre todo del hermano. Esto es lo que le reprocha al preguntarle: ¿Por qué estás triste y ha empalidecido tu rostro? Dios veía la envidia hacia su hermano y se lo reprochaba. Para los hombres, a quienes se oculta el corazón del otro, puede ser ambiguo y totalmente incierto si aquella tristeza era fruto de la malicia con que conscientemente había desagradado a Dios, o de la bondad de su hermano, en que se complació Dios al mirar su sacrificio. Pero al explicar Dios el motivo de no haber aceptado su sacrificio, le pone de manifiesto que debía estar descontento justamente contra sí, más que injustamente contra su hermano, ya que era injusto por una división injusta, es decir, por no vivir rectamente, e indigno de la aprobación de su ofrenda, y más injusto aún al odiar sin motivo a su hermano.

2. Cierto, no lo despacha sin una recomendación santa, justa y buena; le dice: Cálmate, hacia ti su vuelta, y tú lo dominarás. ¿Se refiere a su hermano? En modo alguno. ¿A quién se refiere, pues, sino al pecado? Pues había dicho: Pecaste, y a continuación añadió: Cálmate, hacia ti su vuelta, y tú lo dominarás.Puede entenderse que la conversión del pecado debe ser la conversión hacia el hombre, de suerte que se dé cuenta que no debe cargar sobre nadie, sino sobre sí mismo, el pecado. Pues ésta es una medicina de saludable penitencia y una oportuna petición de perdón, de suerte que donde dice: Hacia ti su vuelta, no se entienda «será», sino «sea», a guisa de mandato, no de predicción. Entonces, en efecto, domina uno su pecado cuando no se lo pone ante sí defendiéndolo, sino que lo somete a sí haciendo penitencia; de otra manera será él esclavo de su dominio si le presta cierta protección cuando se comete.

Por pecado puede entenderse también la concupiscencia carnal, de la que dice el Apóstol: Las apetencias de la carne son contrarias a las del espíritu20. Entre los frutos de la carne enumera la envidia, que aguijaba a Caín y lo excitaba a la muerte de su hermano; por eso se sobrentiende «será», esto es, hacia ti su vuelta será, y tú lo dominarás. Pues cuando se siente conmovida la misma parte carnal, que llama pecado el Apóstol al decir: No soy yo el que realiza eso, es el pecado que habita en mí21 (aun los filósofos llaman vicios a esta parte del espíritu que no debe arrastrar a la mente, sino ser dominada por ella y apartada por la razón de las obras ilícitas), cuando se siente estimulada a obrar depravadamente, si se calma y obedece al Apóstol que dice: No abandonéis vuestros miembros al pecado para servir de instrumento a la iniquidad22, se torna, domeñada y vencida, al espíritu, de suerte que queda sometida a la razón.

Esto es lo que le ordenó Dios a quien se abrasaba en las llamas de la envidia contra su hermano y, en vez de imitarlo, deseaba hacerlo desaparecer. Cálmate,le dice; aparta tu mano del crimen; no reine el pecado en tu cuerpo mortal obedeciendo a sus deseos ni abandones tus miembros al pecado como instrumento de iniquidad. Hacia ti su vuelta será si, en vez de dar rienda suelta al pecado, lo refrenas con calma. Y tú lo dominarás; es decir, cuando no se le permita obrar exterior­mente, bajo el poder del espíritu que va dirigiéndolo con benevolencia, se acostumbra a no agitarse ni interiormente.

Algo semejante se dijo también en el mismo libro sobre la mujer cuando, después del pecado, preguntando y juzgando Dios, recibieron la sentencia de condenación: el diablo en figura de serpiente, y la mujer y el marido en sí mismos. Habiéndole dicho a ella: Multiplicaré tus trabajos y tus gemidos, y parirás los hijos con dolor, añade a continuación: Te convertirás a tu marido y él te dominará23. Lo que se dijo a Caín sobre el pecado, o sobre la concupiscencia viciosa de la carne, se dice en este lugar sobre la mujer que pecó: donde se debe entender que el varón para regir a la mujer debe asemejarse a la mente que rige la carne. Por eso dice el Apóstol: Amar a su mujer es amarse a sí mismo, y nadie ha odiado nunca a su propio cuerpo24.

Debemos sanar estos males como nuestros, no condenarlos como si fueran ajenos. Empero Caín recibió aquel mandato del Señor como prevaricador; y, creciendo la envidia, tendió asechanzas a su hermano y lo mató. Tal era el fundador de la ciudad terrena. ¿Cómo significó a los judíos, que dieron muerte a Cristo, pastor de la grey humana, a quien prefiguraba Abel, pastor de rebaños? Todo ello es una alegoría profética, de que me abstengo de hablar ahora; además recuerdo haberlo tratado ya en la obra Contra Fausto el maniqueo.

CAPÍTULO VIII

¿Por qué Caín, en los comienzos del género humano, fundó una ciudad?

1. Al presente, me parece necesario tratar de defender la historia, no se vaya a tener por increíble la Escritura al decir que un solo hombre edificó la ciudad precisamente cuando, después de matar el hermano a su hermano, parece no había en la tierra más que cuatro o tres hombres: el primero, padre de todos, el mismo Caín, y su hijo Henoc, de quien recibió nombre la ciudad. Los que así piensan prestan poca atención a que el autor de la historia sagrada no tenía necesidad de nombrar a todos los hombres entonces existentes, sino solamente a los que exigía el plan de su obra. La intención del escritor, por quien obraba el Espíritu Santo, fue llegar a través de ciertas generaciones propagadas de un solo hombre hasta Abrahán, y luego, por su descendencia, hasta el pueblo de Dios. En éste, segregado de los demás pueblos, estarían prefiguradas y anunciadas de antemano todas las cosas que, previstas por el Espíritu, tendrían lugar en relación con la ciudad cuyo reino sería eterno, y con su rey y fundador Cristo. Tampoco se pasaría en silencio la otra sociedad de hombres que llamamos ciudad terrena, en cuanto fuera preciso recordarla, para poner más de relieve la ciudad de Dios con la comparación de su rival.

Es lo que sucede cuando la Escritura divina, al recordar el número de años que vivieron aquellos hombres, concluye afirmando sobre quien viene hablando: Engendró hijos e hijas, y fueron todos los días de aquél25, o tantos los años que vivió, y murió. ¿Acaso, aunque no nombra a los mismos hijos e hijas, no hemos de entender que, a través de tantos años como vivían en aquella primera etapa de este siglo, pudieron nacer muchísimos hombres, que, reunidos, fundarían innumerables ciudades? Pero pertenecía a Dios, inspirador de estos escritos, dividir y distinguir originariamente estas dos sociedades por sus diversas generaciones; de tal manera, que se tejieran por separado las generaciones de los hombres, esto es, de los que viven según el hombre, y las de los hijos de Dios, es decir, de los hombres que viven según Dios, prolongándose esto hasta el diluvio, donde se cuenta la separación y cohesión de ambas ciudades: la separación, en cuanto se mencionan por separado las generaciones de ambas: una, la del fratricida Caín, y otra, la del llamado Set, nacido también de Adán en lugar del que mató el hermano; y la cohesión, porque, inclinándose los buenos a lo peor, llegaron todos a merecer ser destruidos por el diluvio, a excepción de un justo, de nombre Noé, su esposa, sus tres hijos y otras tantas nueras; los ocho que fueron dignos de escapar en el arca al exterminio de todos los mortales.

2. Del pasaje de la Escritura: Caín conoció a su mujer, que concibió y dio a luz a su hijo Henoc. Caín edificó una ciudad y le puso el nombre de su hijo Henoc, de este pasaje, digo, no se sigue que haya de creerse que Henoc fue su primer hijo. Como tampoco se debe pensar, porque se diga que se unió a su mujer, que fue entonces la primera vez que lo hizo. Del mismo Adán, padre de todos, no sólo se dijo esto cuando fue concebido Caín, que parece ser su primogénito; también más adelante dice la misma Escritura: Adán se unió a su mujer, que concibió y dio a luz un hijo, y lo llamó Set26. Vemos aquí que éste es el modo de hablar de la Escritura, aunque no siempre cuando se lee en ella que ha tenido lugar la concepción humana, pero tampoco solamente cuando se unen los sexos por vez primera. Y no es argumento convincente para tener a Henoc como primogénito de su padre el que la ciudad haya recibido su nombre. No está fuera de lugar que el padre, por alguna causa especial, aun teniendo otros, lo amara a él más que a los restantes. Como tampoco fue el primogénito Judá, de quien recibió el nombre Judea y los judíos.

Claro que, aunque éste sea el primer hijo del fundador de aquella ciudad, no se sigue que el padre le puso su nombre a la ciudad fundada cuando nació el hijo: no podía uno solo formar una ciudad, que no es otra cosa que una multitud de hombres unidos entre sí por algún vínculo social. Más bien, cuando la familia de aquel hombre se hizo tan numerosa que tuvo ya las características de un pueblo, fue el momento propicio para fundar una ciudad y darle el nombre de su primogénito. En efecto, la vida de aquellos hombres se prolongó tanto, que de cuantos nos citan con sus años, el que menos vivió antes del diluvio llegó a los setecientos cincuenta y tres. Y aun hubo muchos que sobrepasaron los novecientos, aunque nadie llegó a los mil.

¿Quién puede así dudar que durante la vida de un solo hombre pudo multiplicarse tanto el género humano, que fundase una, incluso muchas ciudades? Bien fácil es de conjeturar si se tiene en cuenta que durante poco más de cuatrocientos años la descendencia hebrea de sólo Abrahán se multiplicó de tal modo, que a la salida de ese pueblo de Egipto se cuenta existían seiscientos mil hombres jóvenes en pie de guerra27. Y no entra ahí la raza delos idumeos, que no pertenecía al pueblo de los hebreos, pero que descendía de Esaú, nieto de Abrahán; ni tampoco otros pueblos del mismo linaje de Abrahán, pero no de su esposa Sara.

CAPÍTULO IX

Sobre la longevidad de los hombres antes del diluvio 
y sobre la estatura superior de los cuerpos humanos

Por todo lo dicho no cabe dudar prudentemente que Caín pudo muy bien fundar no una cualquiera, sino una gran ciudad, ya que tanto se prolongaba la vida de los mortales. Claro, puede surgir algún incrédulo que, precisamente por tal cantidad de años, nos suscite el problema de los años que dicen nuestros autores vivieron los hombres y niegue su credibilidad.

Como tampoco creen que las dimensiones de los cuerpos fueran entonces mucho mayores que las que tienen los actuales. Y, sin embargo, su más ilustre poeta, Virgilio, nos habla de una enorme piedra que, clavada como mojón entre dos campos, fue arrebatada por un fuerte guerrero de aquellos tiempos, corrió con ella, la blandió y la lanzó: «Doce hombres de los más forzudos que hoy produce la tierra difícilmente hubieran podido sustentarla sobre sus cuellos». Aquí nos manifiesta que la tierra producía entonces cuerpos más grandes. ¿Cuánto más lo serían en los tiempos más próximos al comienzo, antes del famoso y conocido diluvio?

Con relación a la estatura de los cuerpos, con frecuencia se ven convencidos por los sepulcros puestos al descubierto por la vetustez o por la fuerza de los ríos u otros accidentes, en donde aparecieron o de donde cayeron huesos de muertos de tamaño increíble. Yo mismo vi, y no sólo yo, sino algunos conmigo en la playa de Útica, el diente molar de un hombre tan grande que, si se cortara en trozos a la medida de los nuestros, se podrían hacer cien dientes. Aunque yo diría más bien que era de algún gigante. Pues, aunque los cuerpos en general eran entonces mucho más grandes que los nuestros, todavía los gigantes aventajaban con mucho a los demás. Como después en otros, y también en nuestros tiempos, aunque raros, casi nunca han faltado cuerpos que superan con mucho las proporciones corrientes.

Según Plinio Secundo, varón tan sabio, con el decurso de los tiempos la naturaleza va produciendo cuerpos más pequeños. De lo cual también recuerda que se lamentó muchas veces Homero en sus versos, no riéndose de esto como si fuera una ficción poética, sino aceptándolo como narrador de maravillas naturales para confirmación histórica. Pero, como dije, muchas veces los huesos descubiertos, como tienen tan larga duración, muestran a los siglos muy posteriores el grandor de los cuerpos antiguos.

En cambio, no se puede demostrar ahora con documentos semejantes la longevidad de los hombres que vivieron en aquellos tiempos. Aunque no por ello se ha de negar esta historia; veríamos tan insensata esa negación cuanto vemos la exactitud en el cumplimiento de las predicciones. Bien que hasta el mismo Plinio dice que existe todavía una nación donde se llega a la edad de doscientos años. Si, pues, incluso hoy existen lugares desconocidos para nosotros en que alcanzan tal duración las vidas humanas, que no hemos conocidos nosotros, ¿por qué no se ha de creer que existieron también esos tiempos? ¿Puede aceptarse que existe en alguna parte lo que no existe aquí, y es increíble que existiera alguna vez lo que no existe ahora?

CAPÍTULO X

Sobre la diferencia en el número de años entre los textos hebreos y los muertos

Entre el texto hebreo y el nuestro se observa alguna diferencia respecto a los años, cuya razón o motivo no se me alcanza; no es tanta, sin embargo, que estén en desacuerdo sobre la longevidad de aquellos hombres. El mismo primer hombre, Adán, antes de engendrar al que se llamó Set, según nuestros códices, vivió doscientos treinta años, y, en cambio, según los hebreos, sólo ciento treinta28. Pero después que nació, en nuestros códices consta que vivió setecientos años, y en los suyos ochocientos29. Y así, concuerda la suma total en unos y otros. Luego, en las generaciones siguientes, antes de nacer el que se recuerda, se dice en los códices hebreos que el padre vivió cien años menos; y después del nacimiento de aquél, en los nuestros faltan esos cien años. Así más o menos va concordando la totalidad del número.

En la sexta generación nunca discrepan los códices. En cambio, en la séptima, cuando se dice que Henoc no murió, sino que le plugo a Dios llevarlo, se repite la misma diferencia de cien años que en los cinco anteriores, antes de engendrar al hijo que se recuerda; pero existe una concordancia semejante en la totalidad; vivió, en efecto, según ambos textos, antes de ser trasladado, trescientos sesenta y cinco años30.

La octava generación tiene, ciertamente, alguna diversidad, pero menor y diferente de las otras. Matusalén, en efecto, a quien engendró Henoc, antes de engendrar al que sigue en el orden, vivió, según los hebreos, no cien años menos, sino veinte más. Éstos se encuentran añadidos en nuestros libros después que lo engendró, y en ambos se verifica la misma suma total31. Sólo en la nona generación, es decir, en los años de Lamec, hijo de Matusalén y padre de Noé, hay una discrepancia entre la suma total, pero no es muy grande. Se dice en el texto hebreo que vivió veinticuatro años más de lo que dice el nuestro32; pues antes de engendrar a su hijo Noé, en el hebreo, tiene seis menos que en el nuestro, y después de engendrarlo, se cuentan treinta años más en el de ellos. Por donde, si quitamos aquellos seis, nos quedan los veinticuatro que dijimos.

CAPÍTULO XI

Edad de Matusalén, que parece sobrevivió catorce años al diluvio

Esta discrepancia entre los códices hebreos y los nuestros ha dado origen a la cuestión tan debatida de que Matusalén vivió catorce años después del diluvio, mientras que la Escritura recuerda que de todos los que había habido en la tierra, sólo ocho hombres se libraron de la destrucción del diluvio33, y no estuvo Matusalén entre ellos. A tenor de nuestros códices, Matusalén, antes de engendrar a quien llamó Lamec, vivió ciento sesenta y siete años. Lamec después, antes de nacer su hijo Noé, vivió ciento ochenta y ocho años, que con los anteriores dan trescientos cincuenta y cinco. Añádanse a éstos los seiscientos de Noé, cuando tuvo lugar el diluvio34; y así tenemos novecientos cincuenta y cinco desde que nació Matusalén hasta el año del diluvio.

Pero en total el recuento de los años de Matusalén da novecientos sesenta y nueve; pues había vivido ciento sesenta y siete años cuando engendró al hijo llamado Lamec, y después de nacer éste, vivió ochocientos dos; todos ellos, como dijimos, nos dan novecientos sesenta y nueve35. Si restamos los novecientos cincuenta y cinco que van desde el nacimiento de Matusalén hasta el diluvio, nos quedan los catorce que se cree vivió después del diluvio.

Por eso algunos piensan que vivió esos años, pero no en la tierra, donde consta que fue destruida toda carne que por naturaleza no puede vivir en las aguas, sino que pasó algún tiempo con su padre, que había sido trasladado, y estuvo allí hasta que pasó el diluvio. Y lo interpretan así porque quieren mantener su fe en los códices que ha tenido la Iglesia por más auténticos. Piensan que los códices judíos son los que no contienen la verdad, en lugar de los otros. No admiten que se hayan equivocado aquí los intérpretes, sino que el error está más bien en la lengua, ya que fue a través de la griega como se tradujo la Escritura a la nuestra. No es creíble -afirman- que los Setenta, que dieron la versión en el mismo tiempo y con el mismo sentido, hayan podido equivocarse, o hayan querido mentir en lo que nada les iba; más bien han sido los judíos, por la envidia de que la Ley y los Profetas hayan pasado a nosotros en la interpretación, los que han cambiado algunas cosas en sus códices, para que quedara desvirtuada la autoridad de los nuestros.

Sobre esta opinión hipotética piense cada uno lo que le parezca; lo cierto es que Matusalén no vivió después del diluvio, sino que murió en el mismo año, si es verdad lo que nos cuentan los códices hebreos con relación al número de años. Mi opinión sobre los Setenta intérpretes la trataré con más atención en su lugar, cuando lleguemos con la ayuda de Dios a mencionar esos tiempos, según lo exija el plan de la obra. Por lo que se refiere a la cuestión presente, es suficiente que, según ambas familias de códices, hayan vivido tanto los hombres de aquella edad, que durante su vida sólo el mayor de los dos primeros padres haya podido multiplicar el linaje humano para fundar una ciudad.

CAPÍTULO XII

Opinión de los que no creen en los hombres de los primeros tiempos, 
tan longevos como se dice

1. No podemos en modo alguno dar oídos a los que piensan que los años en aquellos tiempos se contaban de otra manera, es decir, eran tan breves, que un año nuestro podría equivaler a diez de aquéllos. Así, dicen, cuando se oye o se lee que alguien vivió novecientos años, debe entenderse noventa, ya que un año nuestro es igual a diez de aquéllos, y diez años nuestros equivalen a cien. Por eso, piensa, Adán tenía veintitrés años cuando engendró a Set, y el mismo Set, cuando le nació Enós, tenía veinte años y seis meses, que computa la Escritura como doscientos cinco años. Piensan los que así opinan que un año nuestro lo dividían ellos en diez partes, y a estas partes las llamaban años. Cada una de estas partes tiene un senario cuadrado, porque Dios creó sus obras en seis días, para descansar el séptimo. De esto ya traté cuanto me fue posible en el libro undécimo.

Ahora bien, seis veces seis, número que constituye el cuadrado de seis, nos da treinta y seis días; y multiplicados éstos diez veces, llegan a trescientos sesenta, los doce meses lunares. Como quedaban cinco días con que se completa el año solar, y una cuarta parte del día, por la cual cada cuatro años se añadía un día dando origen al bisiesto, añadían los antiguos más tarde, para redondear el número de años, los llamados por los romanos días intercalares. Por lo tanto, también Enós, hijo de Set, tenía diecinueve años cuando nació de él su hijo Cainán, número que toma la Escritura como ciento noventa años36.

Luego, a través de las generaciones en que se refieren los años de los hombres antes del diluvio, de ninguno se narra en nuestros códices que haya engendrado hijos a los cien años o menos, ni a los ciento veinte o no mucho más. Antes, la mínima edad de tener hijos se dice fueron ciento sesenta años o algo más. Nadie, en efecto, dicen puede tener hijos a los diez años, que eran los que aquéllos llamaban cien. En cambio, a los dieciséis años ya llega la pubertad a su madurez y a la aptitud para tener descendencia; edad que aquellos tiempos denominaban ciento sesenta años.

Para confirmar la credibilidad de la diferente computación, añaden que en muchos historiadores se encuentra que los egipcios tenían el año de cuatro meses; los acarnianos, de seis meses; los lavinios, de trece meses. El mismo Plinio Secundo achacó a la ignorancia de los tiempos la anécdota de que uno había vivido ciento cincuenta y dos años, y otro diez años más; que otros habían vivido doscientos años; otros, trescientos, algunos hasta quinientos, habiendo llegado a los seiscientos, e incluso algunos a los ochocientos. Dice así: «Algunos limitan un año por la primavera y otro por el invierno; otros, por las cuatro estaciones, como los arcadios, cuyos años fueron de tres meses». También añadió que alguna vez los egipcios, cuyos años eran de cuatro meses, como dijimos antes, terminaban el año con el fin de la luna. «Así, dice, se encuentra entre ellos quien ha vivido mil años».

2. Con estos argumentos en apariencia probables, algunos, tratando no de destruir la fe de la historia sagrada, sino de confirmarla, a fin de que pareciera posible que hubieran vivido tantos años los antiguos, se persuadieron a sí mismos -y piensan que no es vana su persuasión- de que era tan pequeño el espacio de tiempo que tenían por un año, que diez son para ellos como uno para nosotros, y diez nuestros equivalen a cien de los suyos.

La falsedad de esta opinión queda demostrada por un documento bien evidente. Pero antes de mostrarlo, no me parece oportuno pasar en silencio una conjetura que puede parecer más aceptable. Podíamos con toda seguridad refutar y rechazar esa aserción por los códices mismos de los hebreos, donde encontramos que Adán tenía, no doscientos treinta, sino ciento treinta años cuando engendró a su tercer hijo37. Si esos años equivalen a los trece nuestros, sin duda que engendró al primero a los once años o no mucho más. ¿Quién puede engendrar a esta edad según la ley ordinaria y tan conocida de la naturaleza?

Pero pasemos por alto a Adán, que quizá pudo hacerlo cuando fue creado, ya que no es probable fuera creado tan pequeño como uno de nuestros bebés. Pero su hijo no tenía doscientos cinco, como leemos nosotros, sino ciento cinco años cuando engendró a Henoc38; según éstos, aún no tenía once años de edad. ¿Y qué diré de Cainán su hijo, que al engendrar a Malalehel tenía, según nosotros, ciento setenta años, y, según los hebreos, setenta?39 ¿Qué hombre de siete años puede engendrar, si los setenta años de entonces equivalían a siete?

CAPÍTULO XIII

¿Debe seguirse en el cómputo de los años la autoridad de los hebreos 
más bien que la de los Setenta intérpretes?

1. Al decir esto, se me contestará en seguida que aquello es una mentira de los judíos, como ya dije arriba, pues los Setenta intérpretes, de tan laudable renombre, no han podido mentir. Cabría preguntar: ¿qué es más verosímil: que los judíos, diseminados a lo largo y a lo ancho, hayan podido ponerse de acuerdo para consignar esta mentira, y por celos de la autoridad rival, se privaran ellos de la verdad; o que los Setenta varones, también judíos, reunidos en un solo lugar por el rey de Egipto Ptolomeo, que los había elegido para esta obra, hayan sentido envidia de comunicar a los gentiles extranjeros la misma verdad, y hayan obrado así de común acuerdo? ¿Quién no ve a qué parte se inclina la balanza de la credibilidad? La prudencia nos exige huir de ambos extremos: ni los judíos pudieron llegar a tal grado de perversidad y malicia en textos tan numerosos y tan difundidos por doquier ni aquellos Setenta varones, dignos de memoria, pudieron convenir en el plan de privar de la verdad a los pueblos.

Así, resulta más aceptable que, desde que comenzaron a copiarse estas cosas de la biblioteca de Ptolomeo, pudo haber un error en un códice primitivo, del cual se difundió ampliamente; también pudo tener su parte un error del copista. Y no parece absurdo sospechar esto en la cuestión de la vida de Matusalén; y lo mismo en aquel otro caso en que no concuerda la suma por la diferencia de veinticuatro años.

En cambio, en los otros casos, la apariencia de engaño es una cosa continuada: antes de nacer un hijo, que se inserta en su orden, en una parte sobran cien años y en la otra faltan; pero después de nacer, donde faltaban, sobran, y donde sobraban, faltan, de suerte que la suma está de acuerdo; lo cual ocurre en la primera, segunda, tercera, cuarta, quinta y séptima generación. Parece como si el error siguiera una constante, lo cual, más que casualidad, parece respirar una premeditación.

2. Por consiguiente, esta diversidad de números entre los códices griegos y latinos, por una parte, y los hebreos, por otra, donde se mantiene esa igualdad de quitar primero y añadir después cien años a través de tantas generaciones, no debe atribuirse a la malicia de los judíos ni a la prudencia calculada de los Setenta intérpretes, sino a un error del primer copista que recibió el códice de la biblioteca de dicho rey para copiarlo. Nos ocurre hoy también: cuando los números no reclaman una atención especial hacia algo fácilmente inteligible o de útil aprendizaje, se copian con negligencia y se corrigen con mayor ligereza. ¿Quién puede, en efecto, juzgarse obligado a aprender los miles de hombres que pudo tener cada tribu de Israel en particular? Uno piensa que no interesa nada; ¿cuántos hay capaces de ver gran utilidad en ello?

En cambio, cuando a través del entramado de tantas generaciones hay cien años en una parte y faltan en otra, y después del nacimiento del hijo de que se trata, faltan donde estuvieron y están donde faltaron, de suerte que la suma esté concorde, el que escribió esto parece quiere persuadirnos que los antiguos vivieron tantos años porque los tenían por muy cortos. Y trata de probar esto por la madurez de la pubertad, capaz ya de engendrar hijos. Y en aquellos ciento diez años pensó insinuar a los incrédulos nuestros años, por temor de que no aceptaran que los hombres habían vivido tanto tiempo: añadió ciento cuando no encontró edad hábil para la generación; y para que concordase la suma, los quitó después del nacimiento de los hijos. De esta manera, en efecto, quiso hacer creíbles las conveniencias de las edades aptas para la generación de la prole, pero de tal suerte que en el número no falsificase la edad total de cada uno de los que existían.

El no haber hecho esto en la sexta generación nos inclina fuertemente a pensar que precisamente lo hizo cuando existía el motivo que hemos dicho, como no lo hizo cuando no lo exigía. Vemos que encontró en la misma generación, según los hebreos, que vivió Jared, antes de engendrar a Henoc, ciento sesenta y dos años40, que según el cómputo de los años cortos se reducen a dieciséis y algo menos de dos meses. Esta edad ya era apta para la generación; y por eso no fue necesario añadir cien años cortos para que llegaran a nuestros veintiséis ni quitar tampoco después de nacido Henoc los que no había añadido antes de nacer. Por eso no hay aquí diferencia alguna entre los dos textos.

3. Pero surge de nuevo la cuestión: ¿por qué en la octava generación, antes de nacer Lamec de Matusalén, mientras en los hebreos se leen ciento ochenta y dos años, se encuentran veintidós menos en nuestros códices, donde más bien suelen añadirse cien, y después de nacido Lamec se restituyen para completar la suma, que no discrepa en ambas familias de códices? Si a causa de la madurez de la pubertad quería tomar los ciento setenta años por los diecisiete, como no tenía necesidad de añadir nada, tampoco debía quitarlo; había encontrado una edad capaz de engendrar hijos, por lo cual añadía en los otros, donde no la encontraba apta, aquellos cien años. Justamente se pudiera pensar en esto de los veinte años que hubo algún error accidental si, como los había quitado antes, no los hubiera restituido después, para que coincidiera la suma total. ¿Hemos de pensar acaso que esto se hizo con malicia, para ocultar el artificio acostumbrado de añadir cien años primero y quitarlos después, cuando se hacía algo semejante donde no había sido necesario, no ciertamente con cien años, sino con cualquier número restado primero y añadido después?

Tómese esto como se tome, créase o no se crea que ha sucedido así, sea finalmente de esta manera o no lo sea, por mi parte, cuando se encuentra algo diverso en los dos textos y no pueden compaginarse con la verdad de los hechos uno y otro, no dudo en absoluto que se proceda rectamente si se da la preferencia a la lengua cuya versión a otra ha sido llevada por traductores. Pues incluso en tres códices griegos, en uno latino y en otro sirio, concordes entre sí, se encuentra que Matusalén murió seis años antes del diluvio.

CAPÍTULO XIV

Igualdad de los años, que tuvieron en los primeros siglos 
la misma duración que al presente

1. Veamos ya cómo se puede demostrar con toda evidencia que los años calculados en la vida tan prolongada de aquellos hombres no eran tan cortos que diez de ellos equivalieran a uno nuestro, sino que eran de la misma duración que los actuales (acomodados al curso del sol). Está escrito que el diluvio tuvo lugar en el año seiscientos de la vida de Noé. ¿Por qué se lee allí: Y el agua del diluvio vino sobre la tierra en el año seiscientos de la vida de Noé, el mes segundo, el día veintisiete del mes41, si aquel año tan pequeño, que se necesitan diez para hacer uno nuestro, tenía treinta y seis días? Un año tan pequeño, si tuvo este nombre al uso antiguo, o no tiene meses, o el mes no puede tener más de tres días para poder tener doce meses. ¿Cómo se dice aquí en el año seiscientos, el mes segundo, el día veintisiete del mes, sino porque aquellos meses eran como los de ahora? Si no fuera así, ¿cómo podía decirse que el diluvio comenzó el día veintisiete del segundo mes?

También a continuación se lee al cesar el diluvio: A los ciento cincuenta días, el día diecisiete del mes séptimo, el arca encalló en los montes de Ararat. El agua fue disminuyendo hasta el mes undécimo, y el día primero de ese mes asomaron los picos de las montañas42. Si tales eran los meses, sin duda que los años eran también como los tenemos ahora. Aquellos meses de tres días no podían tener veintisiete. A no ser que se llamara día a una tercera parte del mismo, para disminuirlo todo proporcionalmente; y entonces aquel diluvio tan grande, que se dice duró cuarenta días y cuarenta noches, habría tenido cuatro días escasos de duración. ¿Quién puede admitir absurdo tan infundado?

Así, pues, lejos de nosotros semejante error que, basado en falsa conjetura, trata de afirmar la fe de nuestras Escrituras destruyéndola por otra parte. Ni más ni menos el día era entonces tan grande como ahora, formado por el curso nocturno y diurno de veinticuatro horas; el mes era también un mes como el de ahora, determinado por el comienzo y fin de la luna; y el año era como el actual, conformado por doce meses lunares, con el apéndice de cinco días y un cuarto a causa del curso solar. De la misma duración era el año seiscientos de la vida de Noé, y el segundo mes y el día veintisiete del mes en que comenzó el diluvio; diluvio que se prolongó por cuarenta días de lluvia torrencial, días no de dos horas o poco más, sino de veinticuatro contando noche y día43.

En consecuencia, aquellos antiguos vivieron hasta más de novecientos años de la misma duración que los ciento setenta y cinco que vivió Abrahán44; o los ciento ochenta que después de él vivió su hijo Isaac45; y los casi ciento cincuenta de su hijo Jacob46; los ciento veinte, pasada cierta época, de Moisés47; y los setenta u ochenta o poco más que viven ahora los hombres, y de los cuales se dijo: Y lo que pasa de esto, fatiga y dolor48.

2. Ciertamente esa diferencia de números que se encuentran entre el texto hebreo y el nuestro no se contradice sobre esta longevidad de los antiguos; y, si tiene algo tan diverso que no puedan conciliarse ambas afirmaciones, debe darse más crédito a la lengua de la que procede nuestra traducción. Estando esto a disposición de cuantos quieran, no deja de ser extraño que nadie se haya atrevido a corregir según los códices hebreos a los Setenta en tantas cosas en que parecen diferir. No se ha tenido por engañosa esa diversidad; ni yo tampoco la tengo por tal. Si no hay error del copista, hay que pensar, cuando el sentido se conforme con la verdad y la proclame, que ellos, guiados por el divino Espíritu, han intentado decir algo diverso, no guiados por el uso de los traductores, sino por la libertad de profetas.

Por ello, justamente, la autoridad apostólica, cuando acude a los testimonios de la Escritura, se sirve no sólo del texto hebreo, sino también del texto de los Setenta. Pero sobre esta cuestión he prometido hablar más cumplidamente, con la ayuda de Dios, en lugar más oportuno; ahora voy a terminar lo que urge. No hay motivo para dudar que quien nació del primer hombre, en época de vida tan prolongada, pudo fundar una ciudad, ciertamente la terrena, no la llamada ciudad de Dios. Para escribir sobre ésta he tomado entre manos empresa de tal envergadura.

CAPÍTULO XV

¿Es posible que los hombres de los primeros tiempos se abstuvieran 
del coito hasta aquella época en que se dice que tuvieron hijos?

1. Preguntará alguien: ¿es posible que un hombre capaz de engendrar y sin propósito de continencia se haya abstenido del trato con la mujer ciento y más años, o no mucho menos según el texto hebreo, esto es, ochenta, setenta o sesenta, o que no pudo engendrar si no se abstuvo? Dos soluciones para esta cuestión: o la pubertad llegó proporcionalmente tanto más tarde cuanto era mayor la duración de la vida o, lo que parece más admisible, no se mencionan aquí los primogénitos, sino los que reclamaba el orden de sucesión hasta llegar a Noé, desde quien vemos que se llegó hasta Abrahán, y después hasta un tiempo determinado, según era preciso designar, por las generaciones citadas, el curso de la gloriosísima ciudad exiliada en este mundo y peregrina hacia la patria celeste.

Lo que no puede negarse es que Caín fue el primero que nació de la unión del hombre y la mujer; si no hubiera sido al nacer el primero en ser asociado a aquellos dos, no hubiera dicho Adán lo que dijo: He adquirido un hombre por gracia de Dios.A ése siguió Abel, a quien mató el hermano mayor; bajo cierta figura de la extranjera ciudad de Dios, fue el primero en demostrar que ella había de soportar injustas persecuciones por parte de los impíos y, en cierto modo, terrenos, esto es, que aman su origen terreno y se deleitan en la felici­dad terrena de la terrena ciudad.

Es verdad que no aparece cuántos años tenía Adán cuando los engendró. Síguense entonces unas genealogías de Caín y otras del que tuvo Adán como sucesor del muerto por su hermano, a quien llamó Set, diciendo aquellas palabras de la Escritura: Dios me ha dado otro descendiente a cambio de Abel, asesinado por Caín49. Estas dos series de genealogías, una de Set y otra de Caín, nos insinúan en distinto orden estas dos ciudades de que tratamos: una, la celeste, que peregrina en la tierra; la otra, la terrena, ansiosa y apegada a los goces terrenos, como si no hubiera otros. Sin embargo, al enumerar la descendencia de Caín, habiendo contado a Adán hasta la octava generación, no se cita a ninguno con los años que tenía cuando engendró al que le sigue en la enumeración. Se ve que no quiso el Espíritu de Dios señalar los tiempos antes del diluvio en las genealogías de la ciudad terrena y, en cambio, lo quiso en las de la ciudad celeste, como si fueran más dignos de memoria.

A su vez, cuando nació Set, no se pasaron por alto los años de su padre, pero ya había engendrado a otros: ¿quién se atrevería a afirmar que fueron solos Caín y Abel? En efecto, si se ha citado sólo a éstos por causa de las genealogías que era preciso recordar, no se puede llegar a la consecuencia de que sólo ellos fueron los hijos de Adán. Porque, habiéndose encubierto en el silencio los nombres de todos los demás, al leerse en la Escritura que engendró hijos e hijas, ¿quién osaría, asegurar, sin ser tachado de temerario, cuál haya sido esa prole suya? Pudo muy bien decir Adán inspirado por Dios, después de nacer Set: Dios me ha dado otro descendiente a cambio de Abel, porque había de ser tal que completase la santidad de aquél, no porque fuera el primero en nacer en el orden del tiempo después de él.

En el pasaje siguiente: Y vivió Set doscientos cinco años, o, como dice el texto hebreo, ciento cinco años, y engendró a Enós, ¿se puede asegurar inconsideradamente que éste fue su primogénito? Con toda razón preguntaríamos admirados cómo durante tantos años se habría abstenido del uso del matrimonio sin propósito alguno de continencia, o cómo no habría engendrado estando casado, ya que del mismo se lee: Engendró hijos e hijas, y a la edad de novecientos doce años murió50.

Sucede así después con aquellos cuyos años se citan: no se pasa en silencio que engendraron hijos e hijas. Por ello no aparece claro que sea el primogénito el que se cita como engendrado; antes bien, como no es creíble que aquellos padres de edad tan larga o fueran impúberes o no tuvieran mujeres e hijos, se presenta más admisible que aquellos que se citan no fueron sus primeros hijos. Pero como el autor de la historia sagrada pretendía llegar al nacimiento y vida de Noé, en cuyo tiempo tuvo lugar el diluvio, señalados los tiempos por la sucesión de las genealogías, es lógico que recordara no las primeras que tuvieron sus padres, sino las que convenían al orden de la propagación.

2. Como ejemplo, para poner más claro esto, voy a intercalar un detalle, a fin de que nadie ande dudando que pudo haber sucedido lo que digo. El evangelista San Mateo, queriendo transmitir a la posteridad la genealogía carnal del Señor a través de sus padres, comenzando por el padre Abrahán, y tratando de llegar primeramente a David, dice: Abrahán engendró a Isaac. ¿Por qué no dijo a Ismael, a quien había engendrado antes? También dice: Isaac engendró a Jacob. ¿Por qué no dice a Esaú, que fue su primogénito? Sencillamente, porque a través de ellos no hubiera podido llegar a David. Sigue después: Jacob engendró a Judá y a sus hermanos. ¿Fue acaso Judá el primogénito? Judá engendró a Fares y a Zarán51, dice luego. Y ninguno de estos dos gemelos fue el primogénito, ya que antes había tenido tres.

Así puso en el orden de las generaciones a los que convenía para llegar a David, y desde él, al fin que pretendía. Por lo cual puede llegarse a la conclusión de que antes del diluvio no se citó a los primogénitos, sino a los que habían de conducir por sucesivas generaciones al patriarca Noé, para que no nos sintamos abrumados por la cuestión oscura y superflua de su tardía pubertad.

CAPÍTULO XVI

El derecho conyugal fue diferente en los primeros matrimonios 
que en los posteriores

1. El género humano, tras la unión del varón, hecho de barro, y de su esposa, formada de su costado, tenía necesidad de la unión de varones y hembras para multiplicarse por la generación; pero como no había más hombres que los nacidos de aquellos dos, los varones tuvieron que tomar por esposas a sus hermanas. Este sistema, cuanto más necesario en la antigüedad por la necesidad que lo exigía, tanto llegó a ser más condenable por impedimento de la religión. En ello se consideró como motivo importantísimo la caridad, ya que los hombres, para quienes es provechosa y buena la concordia, es justo estén unidos por vínculos de diversos parentescos; y que no acumule uno en sí mismo muchos, antes bien se distribuyan entre los demás, y así, repartiéndose entre muchos, contribuyan más y más a fomentar la vida social.

Así, padre y suegro son los nombres de dos parentescos. Si cada uno tiene un padre y un suegro, el amor se extiende entre más personas. En cambio, Adán se vio forzado a acumular los dos en sí con sus hijos y sus hijas, cuando se unían en matrimonio los hermanos y las hermanas. Lo mismo Eva, su esposa, fue madre y suegra para sus hijos de ambos sexos. Si hubiera habido dos mujeres, suegra una y madre la otra, el amor social hubiera acrecido sus relaciones. Finalmente, también la misma hermana, por ser a la vez esposa, cumulaba en sí dos parentescos, que, distribuidos entre dos, es decir, siendo una hermana y otra esposa, se aumentaría en número de individuos la parentela social.

Pero no había posibilidad de realizar esto cuando no había sino hermanos y hermanas procedentes de aquella primera pareja. Fue un deber, pues, cuando ello fue posible por la abundancia, tomar por esposas a las que no eran hermanas; y no habiendo necesidad de esa práctica, se consideraba algo nefasto el conservarla. Si los nietos de los primeros hombres, que podían ya casarse con sus primas, se casaran con sus hermanas, ya no habría en un solo hombre dos, sino tres parentescos, que en pro del fomento del amor en parentela más numerosa debieron distribuirse entre otros. Así, un solo hombre sería para dos de sus hijos, hermano y hermana unidos en matrimonio, padre, suegro y tío; como su esposa sería para los mismos madre, suegra y tía; y sus hijos entre sí no sólo serían hermanos y cónyuges, sino también primos, por ser hijos de hermanos. Todos estos parentescos, que unían tres hombres a uno solo, podían unir a nueve distribuidos uno por uno, de suerte que un solo hombre tuviera a una como hermana, a otra como prima, a otro como padre, a otro como tío, a otro como suegro, a otra como madre, a otra como tía y a otra como suegra; y así no se vería encerrado en un pequeño número, sino más y más difundido el vínculo social por los numerosos parentescos.

2. Esto mismo, creciendo y multiplicándose el género humano, vemos se cumple también entre los impíos adoradores de muchos y falsos dioses: aunque en leyes perversas se toleren los matrimonios entre hermanos, una costumbre más digna detesta semejante licencia, y, aunque en los primeros tiempos del género humano estuviera permitido casarse uno con su hermana, lo aborrece como si no hubiera estado permitido jamás. La costumbre tiene un poder inmenso de atracción y repulsión del sentido humano. Y si ella en esto reprime los excesos de la concupiscencia, con razón se considera criminal tergiversarla o corromperla. Si es injusto traspasar los linderos de los campos por la avaricia de posesión, ¿cuánto más inicuo no será profanar las barreras de las costumbres por el ansia de placeres sexuales?

Aun en nuestros tiempos hemos visto en los matrimonios entre primos, por el grado de parentesco tan próximo al fraterno, qué influencia tiene la costumbre para hacer raras veces lo que autoriza la ley; pues esto no lo prohibió la ley divina ni lo había prohibido la humana. Sin embargo, un hecho lícito en sí se esquivaba con repulsión por la proximidad de lo que es ilícito, y lo que se hacía con una prima parecía casi hacerse con una hermana, ya que los primos, por la proximidad consanguínea, se llaman hermanos y casi lo son.

Tuvieron los antiguos padres un cuidado religioso de que el parentesco, diluyéndose poco a poco por los grados de las generaciones, no fuera desvirtuándose y llegara a desaparecer; y antes de que se fuera alejando, trataron de reforzarlo de nuevo con el vínculo del matrimonio y frenarlo en cierto modo en su huida. Por eso, una vez poblado ya de hombres el mundo, gustaban de desposarse no con hermanas por parte de padre, de madre o de los dos, sino con personas de su misma estirpe. Pero ¿quién puede dudar que en este tiempo están prohibidos con toda honestidad los matrimonios entre primos? Y esto, no sólo con vistas, según hemos defendido, a multiplicar las afinidades, para que no tenga una sola persona dos grados de parentesco, pudiendo tenerlos dos personas y aumentar así el número de la parentela, sino también por cierto modo humano natural y laudable, que nos lleva a apartar de tal persona, a quien se debe honrar por el parentesco, la satisfacción de la concupiscencia, aunque sea por la generación, de la cual vemos se avergüenza también el pudor conyugal.

3. La unión del hombre y la mujer entre los mortales es como un semillero de la ciudad. Pero mientras la ciudad terrena necesita sólo de la generación, la celestial tiene también necesidad de la regeneración, para librarse del daño de la generación. Nada nos dice la historia sobre si hubo, antes del diluvio, y en ese caso cuál fue, algún signo corporal y visible de la regeneración, al estilo de la circuncisión que le fue mandada a Abrahán52. No omite hablar, sin embargo, sobre los sacrificios que los antiguos patriarcas ofrecieron a Dios. De ello nos dan testimonio los dos primeros hermanos, y Noé después del diluvio, que al salir del arca, ofreció víctimas a Dios53. Sobre lo cual ya dijimos en los libros precedentes cómo los demonios, arrogándose la divinidad y ambicionando ser tenidos por dioses, solicitan se les ofrezca el sacrificio y se gozan en estos honores, precisamente porque saben que el verdadero sacrificio sólo se ofrece al Dios verdadero.

CAPÍTULO XVII

Dos patriarcas y príncipes nacidos de un solo padre

Siendo Adán padre de dos linajes, es decir, el que pertenece a la ciudad terrena y el que pertenece a la ciudad celeste, tras la muerte de Abel, envuelto en un admirable misterio, Caín y Set quedaron como padres de cada uno de los dos linajes; en sus hijos -era preciso recordarlo- comenzaron a aparecer con más claridad entre la raza de los mortales los indicios de estas dos ciudades.

En efecto, Caín engendró a Henoc, y con su nombre fundó una ciudad, es decir, la terrena, no como extranjera en este mundo, sino como reposando en su paz y felicidad temporal. Caín significa posesión; por ello se dijo al nacer por su padre o por su madre: He conseguido un hombre con la ayuda de Dios54. Henoc significa dedicación; pues es aquí, donde se funda, donde está dedicada la ciudad terrena, ya que aquí tiene el fin a que tiende y que apetece.

Set, en cambio, significa dedicación, y su hijo Enós significa hombre; no como Adán, que también significa hombre, y es en su lengua, la hebrea, común para el varón y la mujer. De él se escribió: Varón y hembra los creó, los bendijo y los llamó Adán55. Por ello no se duda que la hembra fue llamada por su nombre propio, Eva, pero quedando Adán, que significa hombre, como nombre de ambos. Enós significa también hombre, pero como afirman los peritos de aquella lengua, no puede significar también mujer; como hijo que es de la resurrección, en la que no se casarán los hombres ni las mujeres56; no puede haber generación donde haya regeneración.

Por ello pienso no estará de más anotar que en las generaciones que proceden de quien recibió el nombre de Set, cuando se dice que tuvieron hijos e hijas, no se cita expresamente el nombre de ninguna mujer; mientras que en los descendientes de Caín, al final mismo, es una mujer la última que se cita como nacida. Dice así la Escritura: Matusalén engendró a Lamec; Lamec tomó dos mujeres: una llamada Ada y otra llamada Sila. Ada dio a luz a Yabal, el antepasado de los pastores nómadas; su hermano se llamaba Yuba, el antepasado de los que tocan la cítara y la flauta. Sila a su vez dio a luz a Tubalcaín, forjador de herramientas de bronce y hierro; tuvo una hermana que se llamaba Noema57.

Hasta aquí se prolongaron las generaciones de Caín, en total ocho desde Adán, incluido Adán mismo; es decir: siete hasta Lamec, que tuvo dos mujeres; la octava es la de sus hijos, en los que se menciona a la mujer. Con cierta elegancia se hace notar aquí que la ciudad terrena tendrá hasta su fin generaciones carnales, procedentes de la unión de hombres y mujeres. Debido a esto, lo que no había sucedido nunca antes del diluvio con excepción de Eva, se citan con sus nombres las mujeres de aquel hombre, último de los padres que se citan.

Y como Caín, que significa posesión, fundador de la ciudad terrena, y su hijo Henoc, que significa dedicación, indican que esta ciudad tiene principio y fin terreno, así hemos de ver qué dice esta historia sagrada sobre el hijo de Set, que significa resurrección, ya que es el padre de las generaciones mencionadas aparte.

CAPÍTULO XVIII

Qué figuras encontramos en Abel, Set y Enós relativas a Cristo y su Cuerpo, la Iglesia

También Set, dice, tuvo un hijo, que se llamó Enós; éste puso su esperanza en invocar el nombre del Señor58. He aquí cómo clama el testimonio de la verdad. En la esperanza, efectivamente, vive el hijo de la resurrección; vive en la esperanza mientras peregrina aquí la ciudad de Dios, engendrada en la fe de la resurrección de Cristo. La muerte de Cristo y su vida de entre los muertos está figurada en aquellos dos hombres: Abel, que significa duelo, y su hermano Set, que significa resurrección. De esa fe nace aquí la ciudad de Dios, esto es, el hombre que puso su esperanza en invocar el nombre del Señor su Dios. Pues con esta esperanza nos salvaron, dice el Apóstol. Ahora bien, esperanza de lo que se ve ya no es esperanza; ¿quién espera lo que ya ve? En cambio, si esperamos algo que no vemos, necesitamos constancia para aguardar59. ¿Quién no pensará que hay aquí un profundo misterio? ¿No puso su esperanza Abel en invocar el nombre del Señor Dios suyo, cuando su sacrificio lo recuerda la Escritura tan agradable a Dios?; ¿no puso su esperanza en invocar el nombre del Señor Dios suyo Set, de quien se dijo: Dios nos ha dado otro descendiente a cambio de Abel?60

¿Por qué entonces se le atribuye propiamente a éste lo que es común a todos los hombres piadosos, sino porque era preciso que quien se menciona como el primer nacido del padre de las generaciones destinadas a una parte mejor, a la ciudad soberana, simbolizara al hombre, a la sociedad de los hombres que no viven según el hombre para la realidad de la felicidad terrena, sino según Dios en la esperanza de la felicidad eterna?

Ni se dijo tampoco: «Éste esperó en el Señor Dios suyo», o: «Éste invocó el nombre del Señor Dios suyo», sino: Éste puso su esperanza en invocar el nombre del Señor Dios suyo. ¿Qué quiere decir: Puso su esperanza en invocar, sino la profecía de que nacería un pueblo que, según la elección de la gracia, invocaría el nombre del Señor Dios suyo? Es decir, lo que se dijo por otro profeta lo aplicó el Apóstol a este pueblo que pertenecía a la gracia de Dios: Todo el que invoca el nombre del Señor se salvará61. Las mismas palabras: Y le dio por nombre Enós, que significa hombre, y las que se añaden luego: Éste puso su esperanza en invocar el nombre del Señor Dios suyo62, ponen bien a las claras que el hombre no debe poner su esperanza en sí mismo. Así se lee en otro lugar: Maldito quien confía en un hombre.Por lo tanto, nadie debe poner su esperanza en sí mismo, para ser ciudadano de la otra ciudad que no se dedica en este tiempo según el hijo de Caín, esto es, en el transcurso pasajero de este mundo, sino en la inmortalidad de la felicidad eterna.

CAPÍTULO XIX

Significado de la traslación de Henoc

Esta descendencia, cuyo padre es Set, tiene también el nombre de dedicación en la séptima generación desde Adán, incluido él mismo. Pues el séptimo nacido desde aquél es Henoc, que quiere decir dedicación. Pero éste es el que fue trasladado, porque agradó a Dios, y con una categoría insigne en el orden de las generaciones, en que fue consagrado el sábado, es decir, en el séptimo lugar a partir de Adán. Pues si se parte del mismo padre de las generaciones que empiezan a distanciarse de la descendencia de Caín, es decir, si partimos de Set, es el sexto, día en que fue formado el hombre y concluyó Dios todas sus obras.

Pero la traslación del tal Henoc significa una demora de nuestra dedicación: tuvo ya lugar en Cristo, nuestra cabeza, que resucitó para no morir jamás, y que ya ha sido también trasladado. En cambio, aún no se ha realizado en la otra dedicación de toda la casa, cuyo fundamento es el mismo Cristo, y que se difiere hasta el final, cuando tenga lugar la resurrección de los muertos que no morirán ya jamás. Lo mismo nos da hablar de la casa de Dios, del templo de Dios, de la ciudad de Dios: todo ello muy en consonancia con el uso de la lengua latina. Así llama Virgilio ciudad de inmenso poderío a la casa de Asáraco, queriendo significar a los romanos, que tienen su origen de Asáraco a través de los troyanos; como llama a los mismos casa de Eneas, porque después de su venida a Italia, con Eneas como jefe de los troyanos, fundaron la ciudad de Roma. Imitó el poeta, en efecto, las sagradas letras, en las que se llama casa de Jacob al gran pueblo hebreo.

CAPÍTULO XX

Las generaciones de Caín desde Adán se terminan en la octava, 
y, en cambio, desde el mismo padre Adán a Noé hay diez

1. Se puede preguntar: parece que en la enumeración de las generaciones desde Adán a través de su hijo Set pretendía el historiador llegar por ellas hasta Noé, en cuyo tiempo tuvo lugar el diluvio. Luego continúa desde él las genealogías hasta llegar a Abrahán, por el cual comienza el evangelista Mateo las generaciones a través de las cuales llega hasta Cristo, rey eterno de la ciudad de Dios. Pues bien, ¿qué pretendía en las generaciones desde Caín y hasta dónde quería llevarlas? Se responde: hasta el diluvio, por el que fue destruido todo el linaje de la ciudad terrena, aunque reparado por los descendientes de Noé. No puede desaparecer esta ciudad terrena y sociedad de los hombres que viven según el hombre hasta el final de este siglo. Dice de él el Señor: Los hijos de este siglo engendran y son engendrados63.

En cambio, la regeneración lleva a la ciudad de Dios, exiliada en este mundo, al otro, donde sus hijos ni engendran ni son engendrados. Aquí, pues, el engendrar y ser engendrados es común a ambas ciudades, aunque la ciudad de Dios tiene incluso aquí muchos miles de ciudadanos que se abstienen de la generación, y los tiene también la otra por cierta imitación, aunque vayan errados. En ella, en efecto, se encuentran los que en su extravío de la fe han dado origen a las herejías: viven según los hombres, no según Dios. Son ciudadanos de ella también los gimnosofistas indios, que se dice filosofan desnudos en las soledades de la India, y se abstienen también de la generación. Y esto no es bueno si no se practica según la fe del bien supremo, que es Dios. No encontramos a nadie obrando así antes del diluvio. Aun el mismo Henoc, séptimo descendiente de Adán, que se dice no murió, sino que fue trasladado, engendró hijos e hijas antes de su traslado; entre los cuales estuvo Matusalén, a través del cual se sucede el orden de las generaciones mencionadas.

2. ¿Por qué, pues, se mencionan tan pocos descendientes en las generaciones desde Caín, si había que llevarlas hasta el diluvio, y no había una edad prolongada antes de la pubertad que careciera de hijos de cien años o más? Pues si el autor de este libro no tenía delante alguien a quien dirigir por necesidad la serie de generaciones, como en los que proceden de Set intentaba llegar a Noé, para continuar desde él el orden conveniente, ¿qué necesidad había, si quedó destruida toda la descendencia de Caín en el diluvio, de pasar en silencio los primogénitos para llegar a Lamec, en cuyos hijos se acaba la serie, es decir, la octava generación desde Adán, la séptima desde Caín? Como si hubiera de conectarse luego otra serie desde la cual se llegara, sea al pueblo israelítico, en el cual aun la Jerusalén terrena ofrece una figura profética de la ciudad celeste, sea a Cristo según la carne, que es el Dios bendito sobre todas las cosas por los siglos64, fundador y monarca de la Jerusalén suprema. De ahí podría parecer que el orden de las generaciones es el mismo de los primogénitos.

¿Y por qué entonces son tan pocos? Pues no pudieron serlo hasta el diluvio si no se abstenían los padres de tener hijos hasta una pubertad centenaria, a no ser que la pubertad llegara entonces más tarde en proporción con aquella longevidad. Aunque fueran ya de treinta años cuando comenzaron a engendrar, multiplicando ocho por treinta (ocho son las generaciones con Adán y con los que engendró Lamec) nos dan doscientos cuarenta años. ¿Acaso no tuvieron hijos en todo el tiempo después hasta el diluvio? En fin, ¿por qué el escritor no quiso mencionar las generaciones que siguen? Porque desde Adán hasta el diluvio se cuentan, según nuestro texto, dos mil doscientos sesenta y cinco años, y según los hebreos, mil seiscientos cincuenta y seis. Aun suponiendo verdadero el número menor, restemos de mil seiscientos cincuenta y seis años los doscientos cuarenta: ¿es admisible que durante mil cuatrocientos años, bien corridos, que quedan hasta el diluvio, la descendencia de Caín se abstuviera de la generación?

3. Si alguien se ve turbado por esto, tenga presente que, al preguntar cómo era creíble que los antiguos se hubieran abstenido de tener hijos durante tantos años, fue doble la solución que di de este problema: o que llegaba tardía la pubertad de acuerdo con la longevidad, o que los mencionados en las genealogías no eran los primogénitos, sino aquellos por medio de los cuales podía llegar el autor a quien pretendía, como a Noé en las generaciones de Set.

En las generaciones de Caín, por consiguiente, si no hay nadie que deba ponerse como punto de referencia al cual fuera preciso llegar, pasados por alto los primogénitos por medio de los que se han mencionado, no queda sino interpretar como tardía la pubertad; habrían llegado a ser púberes y capaces de engendrar a los cien años largos, y así correría a través de los primogénitos la serie de las generaciones y llegaría hasta el di­luvio en tal cantidad de años. Puede suceder también que, por alguna oculta razón que no alcanzo a descubrir, se quiera poner de relieve la ciudad que llamamos terrena llegando la trama de generaciones hasta Lamec y sus hijos, y dejando de citar el autor a las demás que pudo haber hasta el diluvio.

Cabe también otra causa de no seguirse el orden de las generaciones por medio de los primogénitos, sin recurrir a una tardía pubertad en aquellos hombres: el que la ciudad que fundó Caín con el nombre de su hijo Henoc llegara a una gran extensión y tuviera muchos reyes, no simultáneamente, sino cada uno en su tiempo, a quienes habían engendrado para sucederles los que habían ido reinando. El primero de estos reyes pudo ser el mismo Caín; el segundo, su hijo Henoc, en cuyo reinado se fundó la ciudad en que se había de reinar; el tercero sería Gaidad, hijo de Henoc; el cuarto, Manihel, hijo de Gaidad; el quinto, Matusalén, hijo de Manihel; el sexto, Lamec, hijo de Matusalén, que es el séptimo desde Adán a través de Caín.

No se deduce que sucedieran los primogénitos a sus padres en el reinado, sino aquellos a quienes el mérito de alguna virtud útil a la ciudad terrena o también la suerte encontrara digno de reinar, o todavía mejor, que sucediera a su padre, con derecho al trono, en cierto modo hereditario, aquel a quien el padre hubiera amado con preferencia a los otros. Y pudo también ocurrir que tuviera lugar el diluvio durante la vida y el reinado de Lamec, y que le hiciera perecer con todos los demás hombres, excepto los del arca.

Tampoco debe sorprendernos, dada la gran cantidad de años pasados en espacio tan largo desde Adán hasta el diluvio, el número desigual de generaciones de ambas descendencias, siendo siete por Caín y diez por Set, ya que, como dije, Lamec hace el número siete desde Adán, y Noé el décimo. Por eso no se mencionó sólo un hijo de Lamec, como en los anteriores, sino muchos, precisamente porque era incierto quién había de sucederlo al morir si hubiera quedado tiempo para reinar entre él y el diluvio.

4. De cualquier modo que sea, por primogénito o por reyes, el orden de generaciones desde Caín, me parece no debo pasar en silencio el que, haciendo Lamec el número siete desde Adán, se añadieron tantos hijos suyos hasta completar el número undécimo, por el cual queda simbolizado el pecado. Se añaden, en efecto, tres hijos y una hija. Las esposas bien pueden significar otra cosa, no precisamente lo que ahora se trata de encarecer. Ahora hablamos de generaciones; y se pasó por alto de dónde nacieron las esposas.

Por lo tanto, como la ley se promulgó en el número diez, que hizo memorable el decálogo; sin duda el número undécimo, como sobrepasa el décimo, simboliza la transgresión de la ley, y, por ende, el pecado. De ahí procede que en el tabernáculo del testimonio, que era como un templo portátil en la marcha del pueblo de Dios, se mandaron hacer once velos de pelo de cabra («vela cilicina»)65. El cilicio es un recuerdo de los pecados, a causa de los cabritos que han de estar a la izquierda; por eso, reconociendo nuestros pecados, nos prosternamos sobre el cilicio, como repitiendo las palabras del salmo: Tengo siempre presente mi pecado66.

La descendencia, por consiguiente, desde Adán a través del malvado Caín se termina en el número undécimo, que significa el pecado, y ese mismo número se concluye en una mujer, sexo que es el origen del pecado, por el cual todos morimos. Y se cometió de tal manera, que le siguió el placer de la carne, que resistiría al espíritu. La misma hija de Lamec, Noema, significa placer.

En cambio, desde Adán a través de Set hasta Noé se nos da a conocer el número diez a tono con la ley. A él se añaden los tres hijos de Noé, de los cuales cayó uno, siendo bendecidos por el padre los otros dos; de suerte que, apartado el réprobo y añadidos los dos hijos buenos, se nos notifica el número doce, que es celebrado en el número de los patriarcas y de los apóstoles, digno de tenerse en consideración por estar formado por las partes del número siete, multiplicadas una por otra, ya que tres veces cuatro o cuatro veces tres dan lo mismo.

Siendo esto así, creo hemos ya de considerar y recordar cómo estas dos descendencias, que por distintas generaciones nos sugieren dos ciudades, una de los de la tierra y otra de los regenerados, se mezclaron más tarde y se confundieron hasta el punto de que todo el género humano, excepto ocho hombres, mereciera perecer en el diluvio.

CAPÍTULO XXI

Por qué motivo, mencionado Henoc, hijo de Caín, el recuento de toda su descendencia 
se continúa hasta el diluvio, mientras que tras la mención de Enós, hijo de Set, 
se retrocedió hasta el comienzo del linaje humano

En primer lugar se ha de notar cómo en la enumeración de las generaciones desde Caín se menciona antes que los restantes a Henoc, en cuyo nombre fue fundada la ciudad. Luego se van enumerando los otros para llegar al fin de que ya hablé, hasta la destrucción de la raza y de toda su descendencia por el diluvio. En cambio, hecha mención de solo Enós, el hijo de Set, antes de consignar los restantes hasta el diluvio, se intercala una frase que dice: Lista de los descendientes de Adán. Cuando el Señor creó al hombre, lo hizo a su propia imagen, varón y hembra los creó, los bendijo y los llamó hombre al crearlos67. A mi parecer, la frase intercalada tiene la finalidad de que comience de nuevo desde Adán el cómputo de los tiempos, que no quiso hacer el escritor en la ciudad terrena, como si Dios mencionara ésta sin hacer su cómputo.

Ahora bien, ¿por qué se torna desde aquí a esa recapitulación, después de mencionar al hijo de Set, el hombre que puso su esperanza en invocar el nombre del Señor?; ¿no será para poner de relieve estas dos ciudades: una, por el homicida hasta el homicida (Lamec, de hecho, confesó a sus dos mujeres que él había cometido un homicidio)68, y otra, por quien puso su esperanza en invocar el nombre del Señor Dios? Ésta es en la vida mortal la total y suprema ocupación de la ciudad de Dios, peregrina en este mundo, ocupación que debía ser encarecida por un hombre realmente engendrado de la resurrección de una víctima. Ese único hombre lleva en sí la unidad de la ciudad celeste; no completa ciertamente, pero que había de recibir su complemento con la anticipación de esta prefiguración profética.

Sea, pues, el hijo de Caín, esto es, el hijo de la posesión (¿qué posesión sino la terrena?) quien lleve el nombre en esta ciudad terrena, que fue fundada en su nombre. De éstos es de quienes canta el salmo: Invocarán sus nombres en sus mismas tierras69. Por eso les alcanza a ellos lo que sigue en otro salmo: Señor, en tu ciudad aniquilarás su imagen70.

En cambio, el hijo de Set, esto es, el hijo de la resurrección, que ponga su esperanza en invocar el nombre del Señor Dios, ya que prefigura la sociedad de los hombres que claman: Pero yo seré como una oliva fructífera en la casa de Dios, pues que esperé en su misericordia71. Pero que no espere las glorias vanas de un nombre famoso en la tierra, porque bienaventurado aquel que pone su esperanza en el Señor y no torna su vista a las vanidades y falaces desatinos del mundo72.

Así, puestas ante nosotros estas dos ciudades, una en las realidades de este mundo, otra en la esperanza de Dios, como salidas ambas de la puerta común de la mortalidad abierta en Adán, para lanzarse a recorrer los fines propios asignados a cada una, entonces es cuando comienza el cómputo de los tiempos. En esta enumeración se añaden otras generaciones, recapitulándolas desde Adán, desde cuya descendencia condenada, como de masa única entregada a merecida condenación, hizo Dios a unos objetos de ira para afrenta, a otros objetos de misericordia para su honor73. Y dio a aquéllos lo que se merecen en el castigo, y a éstos en la gracia lo que no se les debe, a fin de que por la misma comparación de los vasos de ira aprenda la ciudad celeste, peregrina en la tierra, a no confiar en su libre albedrío, sino a tener esperanza en invocar el nombre del Señor Dios. Pues la voluntad, que ha sido creada naturalmente buena, pero también mudable, por ser de la nada, por el Dios bueno, el inmutable, puede apartarse del bien para hacer el mal, que se hace por el libre albedrío, y puede también apartarse del mal para hacer el bien, que no puede hacer sino con el auxilio divino.

CAPÍTULO XXII

Caída de los hijos de Dios seducidos por el amor de las mujeres extranjeras, 
por la cual merecieron todos, excepto ocho personas, perecer en el diluvio

Caminando y acrecentándose el género humano con este libre albedrío, tuvo lugar una mezcla y como cierta confusión de ambas ciudades en la participación de la iniquidad. Este mal tuvo de nuevo su causa en el sexo femenino: no, ciertamente, como en el principio, pues no persuadieron las mujeres a los hombres a pecar, seducidas ellas por la falacia de alguno, sino que, imbuidas desde el principio en las malas costumbres de la ciudad terrena, esto es, en la sociedad de los terrenos, fueron amadas a causa de su hermosura por los hijos de Dios, ciudadanos de la otra ciudad, la desterrada en este mundo74.

Cierto que la hermosura es un don de Dios; pero precisamente se les concede también a los malos, a fin de que no les parezca un gran bien a los buenos. Y así, dejado el gran bien propio de los buenos, resbaló el hombre al bien mínimo, no propio de los buenos, sino común a buenos y malos. De este modo, los hijos de Dios, seducidos por el amor de las hijas de los hombres, por tenerlas como esposas, se dejaron llevar a las costumbres de la ciudad terrena, abandonando la religión que cultivaban en la ciudad santa.

Así, la belleza del cuerpo, un bien creado ciertamente por Dios, pero al fin temporal, carnal, ínfimo, es amado de modo indebido, dejando en segundo término a Dios, bien eterno, interno, sempiterno; como, dejada la justicia, es amado el oro por los avaros, sin culpa alguna del oro, sino del hombre. Lo mismo ocurre con toda criatura: siendo buena, puede ser amada con buen o con mal amor: con el bueno si se ama debidamente; con el malo si con desorden. Expresé brevemente esto con los versos en alabanza del cirio: «Estas cosas son tuyas, y son buenas, porque bueno eres Tú que las creaste. Nada nuestro hay en ellas, sino nuestro pecado invirtiendo el orden, al amar, en vez de Ti, lo que Tú creaste».

Ahora bien, el Creador, si de verdad es amado, es decir, si es amado Él mismo, no otra cosa en su lugar que no sea Él, no puede ser mal amado. El mismo amor que nos hace amar bien lo que debe ser amado, debe ser amado también ordenadamente, a fin de que podamos tener la virtud por la que se vive bien. Por eso me parece una definición breve y verdadera de la virtud: el orden del amor. Según esto, canta en el Cantar de los Cantares la esposa de Cristo, la ciudad de Dios: Ordenad en mí la caridad75. Trastornado, pues, el orden de la caridad, esto es, de la estimación y del amor, los hijos de Dios lo dejaron a Él, y amaron a las hijas de los hombres.

Con esos dos nombres quedan bien distinguidas las dos ciudades. Pues aquéllos seguían siendo hijos de los hombres por naturaleza, pero habían comenzado a tener otro nombre por gracia. Aun en la misma Escritura, donde se dice que los hijos de Dios amaron a las hijas de los hombres, reciben ellos también el nombre de ángeles de Dios. Por eso muchos piensan que no se trata de hombres, sino de ángeles.

CAPÍTULO XXIII

¿Se puede creer que los ángeles, de sustancia espiritual, seducidos por el amor 
de las mujeres hermosas, se casaron con ellas y de ahí nacieron los gigantes?

1. Esta cuestión, que recordamos de paso, la hemos dejado sin resolver en el libro tercero de esta obra76: ¿Pueden los ángeles, siendo espíritus, unirse corporalmente con las mujeres? Está escrito: A los espíritus los hace ángeles suyos; es decir, a los que son espíritus por naturaleza, él los hace sus enviados, encargándoles el oficio de anunciar. Pues la palabra griegaἄγγελος, nombre que en latín se da como angelus, significa mensajero. Pero es dudoso si se refiere a sus cuerpos cuando dice a continuación: Y a sus ministros, fuego abrasador77, o se refiere a la caridad, que, como fuego, debe animar a sus ministros.

Ahora bien, que los ángeles se hayan aparecido a los hombres en cuerpos semejantes, pudiendo no sólo ser vistos, sino también tocados, nos lo testifica la Escritura, siempre verdadera. Es voz bien común, y hay muchos que dicen haberlo experimentado, o lo han oído de quienes lo experimentaron, y no se puede dudar de su fe, han oído que los silvanos y los faunos, vulgarmente apodados íncubos, se han presentado desvergonzadamente a las mujeres, solicitando y realizando la unión carnal con ellas. También afirman muchos -y de tal categoría que denotaría petulancia negarles la fe- que ciertos demonios, llamados dusios por los galos, intentan asiduamente y cometen esta inmundicia. Yo no osaría, pues, pronunciarme si algunos espíritus, tomando un cuerpo aéreo (de hecho este elemento se hace sensible, palpable corporalmente al ser agitado por un abanico), pueden experimentar esta pasión de suerte que se unan a su manera a las mujeres sintiendo ellas estos efectos.

Lo que no puedo admitir es que los ángeles santos hayan podido caer así en aquel tiempo ni que de ellos dijo el apóstol Pedro: Dios no perdonó a los ángeles que pecaron; al contrario, los precipitó en las lóbregas mazmorras del infierno, guardándolos para el juicio78. Esto se dijo de los que apostatando primeramente de Dios, cayeron con su príncipe, el diablo, que por envidia engañó al primer hombre con astucia viperina. De que los hombres han sido llamados también ángeles de Dios tenemos testimonios bien abundantes en la misma Escritura santa. De Juan se dijo: Mira, te envío mi mensajero por delante para que te prepare el camino79. Y el profeta Malaquías se llama a sí mismo ángel por cierta gracia propia, esto es, concedida propiamente a él80.

2. Hay otro motivo que mueve a algunos: se lee que de los llamados ángeles de Dios y de las mujeres que amaron no nacieron hombres de nuestro linaje, sino gigantes; como si en nuestros mismos tiempos no hubieran nacido -ya antes lo insinué- cuerpos de hombres que superan en mucho nuestra estatura81. ¿No hubo en Roma, poco antes de la destrucción de la ciudad por los godos, una mujer viviendo con su padre y con su madre, de estatura en cierto modo gigantesca, que sobrepujaba en mucho a los demás? Para verla acudía de todas partes inmensa concurrencia. Y lo que más admiración causa­ba era que sus padres no llegaban a las tallas extraordinarias que solemos ver.

No hay inconveniente, pues, en admitir que nacieran gi­gantes incluso antes que los hijos de Dios, llamados también ángeles de Dios, se unieran con las hijas de los hombres, es decir, de los que viven según la carne; en otras palabras, los hijos de Set con las hijas de Caín. Así habla la Escritura, donde leemos estas palabras: Cuando los hombres se fueron multiplicando sobre la tierra y engendraron hijas, los hijos de Dios vieron que las hijas del hombre eran bellas, escogieron algunas como esposas y se las llevaron. Pero el Señor se dijo: Mi aliento no durará por siempre en el hombre; puesto que es de carne, no vivirá más que ciento veinte años. En aquel tiempo -es decir, cuando los hijos de Dios se unieron a las hijas del hombre y engendraron hijos- habitaban la tierra los gigantes (se trata de los famosos héroes de antaño)82.

Estas palabras del libro divino indican claramente que hubo gigantes ya en aquellos días en que los hijos de Dios tomaron como mujeres a las hijas de los hombres, amándolas por buenas, es decir, por su hermosura; pues acostumbró esta Escritura llamar buenos aun a los de hermoso cuerpo. Pero nacieron gigantes también después de esto; dice la Escritura: Había gigantes sobre la tierra en aquellos días; y aun después, cuando los hijos de Dios se unieron a las hijas del hombre83. Luego los hubo antes y después de aquellos días. Aquella frase: Y engendraban para ellos, muestra bien claro que, antes de caer así, los hijos de Dios engendraban para Dios, no para sí, esto es, no dominados por el placer de la carne, sino sirviendo al deber de la procreación: engendraban no una familia para su propio orgullo, sino ciudadanos de la ciudad de Dios, enseñándoles como ángeles de Dios a poner en él su esperanza; como el que nació de Set, hijo de la resurrección, y puso su esperanza en invocar el nombre del Señor Dios; en cuya esperanza habían de ser, junto con sus descendientes, herederos de los bienes eternos y hermanos de los hijos bajo la paternidad de Dios.

3. Pero que no fueron sólo ángeles de Dios, sino que también fueron realmente hombres como piensan algunos, lo declara sin ambigüedad alguna la misma Escritura. Habiendo dicho primero que, viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran bellas, escogieron algunas y se las llevaron, añade en seguida: Mi aliento no durará por siempre en el hombre, puesto que es de carne. Habían sido hechos, en efecto, por el Espíritu de Dios ángeles de Dios e hijos de Dios; pero rebajándose a los bienes inferiores, son denominados hombres por la naturaleza, no por la gracia; son llamados también carne, abandonando el espíritu y siendo abandonados por haberlo abandonado ellos.

Los Setenta llamaron a éstos ángeles de Dios e hijos de Dios; lo cual, ciertamente, no lo tienen todos los códices, pues algunos sólo tienen «hijos de Dios». Aquila, en cambio, el traductor preferido de los judíos, los ha traducido no por «ángeles de Dios» ni «hijos de Dios», sino por «hijos de los dioses». Las dos versiones son verdaderas: eran hijos de Dios, bajo el cual, como padre, estaban también los hermanos de sus padres; y eran hijos de los dioses, porque habían sido engendrados por los dioses, con los cuales ellos mismos eran dioses, según las palabras del salmo:Yo dije: Sois dioses e hijos todos del Altísimo84. Con razón, pues, se admite que los Setenta recibieron espíritu profético, de suerte que, si cambiara alguna cosa por autoridad del mismo y dijeran algo distinto de lo que traducían, no quedara duda de que estaba dicho con autoridad divina. Aunque en hebreo se tenga esto por ambiguo y se puedan admitir ambas traducciones: «hijos de Dios» e «hijos de los dioses».

4. Pasemos en silencio las fábulas de los escritos llamados apócrifos, puesto que su origen oscuro fue desconocido para los padres, a través de los cuales nos ha llegado a nosotros, por una sucesión bien segura y conocida, la autoridad de las Escrituras veraces. Aunque en estos apócrifos se encuentra alguna parte de verdad, dadas las muchas falsedades que contie­nen, carecen de toda autoridad canónica.

Cierto que no se puede negar que escribió algunas cosas por inspiración divina Henoc, el séptimo desde Adán, ya que nos lo dice en la epístola canónica el apóstol San Judas85. Pero con razón no están contenidas en el canon de las Escrituras, conservado en el templo del pueblo hebreo con la diligencia de los sacerdotes que se iban sucediendo: ya porque fueron juzgadas sospechosas de garantía por su antigüedad, ya porque no se podía demostrar que fueran las que él había escrito, no siendo de tal categoría los que las presentaban que probaran haberlas conservado legítimamente a través de la serie de sucesiones.

Los escritos que se publican bajo su nombre y contienen estas fábulas de gigantes, que no tuvieron por padres a hombres, con razón piensan los prudentes que no deben ser tenidas por suyas. Como se publican por los heréticos muchas otras cosas también bajo el nombre de otros profetas, y últimamente bajo el nombre de los apóstoles, y todas ellas, tras diligente examen, han sido rechazadas como apócrifas por la autoridad canónica.

Por consiguiente, según las Escrituras canónicas hebreas y cristianas, no hay duda de que existieron muchos gigantes antes del diluvio, y que fueron ciudadanos de la ciudad terrena de los hombres; y que los hijos de Dios, que se propagaron por Set según la carne, fueron a engrosar esta sociedad abandonando la justicia. No es de maravillar que pudieron nacer también de ellos gigantes; ya que, aunque no todos fueron gigantes, sí hubo más gigantes entonces que en los tiempos después del diluvio. Y tuvo a bien Dios el crearlos, para demostrar también con ello que el sabio no debe estimar en mucho ni la hermosura, ni el tamaño, ni la fortaleza de los cuerpos. Debe sentirse feliz por los bienes espirituales e inmortales, muy superiores, más estables y propios de los buenos, no comunes a buenos y malos. Recomendando esto otro profeta dice: Allí nacieron los gigantes, famosos en la antigüedad, corpulentos y belicosos; pero no los eligió Dios ni les mostró el camino de la inteligencia; murieron por su falta de prudencia, perecieron por falta de reflexión86.

CAPÍTULO XXIV

Cómo debe entenderse lo que dijo el Señor de los que perecerían en el diluvio: 
«No vivirán más que ciento veinte años»

Las palabras de Dios: No vivirán más que ciento veinte años87, no deben entenderse como si fueran una profecía de que después de eso no había de prolongarse la vida de los hombres más de ciento veinte años, ya que vemos que, aun después del diluvio, sobrepasaron los quinientos. Tengamos en cuenta que Dios lo dijo cuando Noé andaba alrededor de los quinientos años, concretamente, cuando cumplía los cuatrocientos ochenta años de su vida: la Escritura suele contar como quinientos, designando muchas veces la parte principal con el nombre del total. Efectivamente, en el año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, tuvo lugar el diluvio88; y así se anunciaron ciento veinte años de la vida de los hombres que habían de perecer; pasados ésos, serían destruidos por el diluvio.

Y no es vana la creencia de que tuvo lugar el diluvio cuando en la tierra se encontraban sólo los que eran dignos de la muerte con que se tomó venganza de los impíos; no porque tal género de muerte pueda causar a los buenos -un día también ellos han de morir- algún mal que pueda perjudicarles después de la muerte. No obstante, no murió en el diluvio ninguno de los que menciona la Escritura como descendientes del linaje de Set. Así se narra por inspiración divina la causa del diluvio: Al ver el Señor que en la tierra crecía la maldad del hombre y que toda su actitud era siempre perversa, se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra, y le pesó de corazón. Y dijo: Borraré de la superficie de la tierra al hombre que he creado; al hombre con los cuadrúpedos, reptiles y aves, pues me arrepiento de haberlos creado89.

CAPÍTULO XXV

La cólera de Dios no perturba con ningún ardor su tranquilidad inmutable

La ira de Dios no lleva consigo turbación de su ánimo, sino el juicio por el cual se inflige la pena al pecado. Su pensamiento y su reflexión es la razón inmutable de las cosas mudables. A diferencia del hombre, Dios nunca se arrepiente de un acto suyo, teniendo de todas las cosas una determinación tan firme como cierta es su presciencia. Claro, si la Escritura no usara tales términos, no se haría en cierto modo tan familiar a todos los hombres, a quienes pretende ser útil, aterrando a los soberbios, moviendo a los negligentes, estimulando a los que buscan y dando luces a los sabios. No lo conseguiría, si primero no descendiera y se bajara hasta los abatidos. Al anunciar la muerte de todos los animales terrenos y volátiles, no hace sino declarar la magnitud de la futura catástrofe; no amenaza con la destrucción a los animales privados de razón, como si ellos hubieran pecado también.

CAPÍTULO XXVI

El arca, mandada construir por Noé, simboliza en todos sus detalles 
a Cristo y a la Iglesia

1. Noé era un hombre justo y, como nos dice de él la Escritura, toda verdad, perfecto en su generación90 (no, por cierto, con la perfección que han de conseguir los ciudadanos de la ciudad de Dios en la inmortalidad, que los igualará a los ángeles de Dios, sino con la que pueden ser perfectos los de este destierro); Dios le mandó construir un arca, en la cual se libraría de la devastación del diluvio con los suyos, su esposa, hijos y nueras, y con los animales que por mandato de Dios entraron con él en el arca. Ello es, sin duda, una figura de la ciudad de Dios peregrina en este siglo, esto es, de la Iglesia, que llega a la salvación por medio del madero en que estuvo pendiente el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús91.

Sus mismas dimensiones de longitud, anchura y altura significan el cuerpo humano, en cuya realidad anunció que vendría a los hombres, como realmente vino. La longitud del cuerpo humano, en efecto, desde la cabeza a los pies, es seis veces la de su anchura de un costado al otro, y diez veces el espesor desde el dorso al vientre; y así, si se mide un hombre tendido boca arriba o boca abajo, su longitud de la cabeza a los pies es seis veces la anchura del costado de derecha a izquierda, o viceversa, y diez veces su espesor desde el suelo.

Por eso el arca fue hecha de trescientos codos de longitud, cincuenta de anchura y treinta de altura. Y la puerta que quedó abierta en el costado es, ciertamente, el costado del Crucificado traspasado por la lanza92; por ella verdaderamente entran los que acuden a él, ya que de allí nacieron los sacramentos, en que son iniciados los creyentes.

Los maderos cuadrados de que se mandó construir significan la vida de los santos firme en todos los aspectos, pues a cualquier parte que se vuelva lo que es cuadrado, siempre estará firme. Y los demás detalles que se ordenan en la cons­trucción de la misma arca son signos todos de las propiedades de la Iglesia.

2. Sería muy largo detallarlo todo; además, ya lo escribí en la obra Contra Fausto el maniqueo93, que niega se haya profetizado algo de Cristo en los libros de los hebreos. También puede ocurrir que alguien exponga estas cosas con mayor acierto que yo, y uno con más acierto que otro; siempre con la condición de que quien expone esto, si no quiere estar lejos del sentido de quien escribió estas cosas, procure que todo lo que dice vaya referido a esta ciudad de Dios, de que hablamos, peregrina en este mundo como en medio de un diluvio.

Por ejemplo, las palabras: Las partes inferiores las harás de dos y de tres pisos94, si alguno las interpreta en otro sentido distinto del que yo expresé en aquel libro95, es decir, que los dos pisos se refieren a la Iglesia reunida de todas las gentes, a causa de las dos clases de hombres, los de la circuncisión y los de la incircuncisión, a los que llama el Apóstol por otro nombre los judíos y los griegos96; y en cambio, los tres pisos significan la reparación de todos los pueblos después del diluvio merced a los tres hijos de Noé. Cada uno diga lo que le parezca, con tal de no apartarse de la regla de la fe.

No quiso que el arca tuviera mansiones sólo en la parte inferior, sino también en la superior, y por eso la llamó de dos pisos, y aun en otra superior a la última, llamándola tercer piso; de suerte que, desde el fondo hasta arriba, había tres pisos. Los cuales pueden significar las tres virtudes que encarece el Apóstol: la fe, la esperanza y la caridad97. O también, con mucha más propiedad, los tres grados de fecundidad del Evangelio: treinta, sesenta y cien por uno98, de suerte que, en el primer grado, se encuentre la castidad conyugal; en el segundo, la de la viudedad, y en el tercero, la virginal. Y todavía se puede entender y afirmar de cualquier otra cosa mejor ajustada siempre a la fe de esta ciudad. Lo mismo diría de todo lo que aquí se va a exponer; pues, aunque haya variedad de explicaciones, siempre han de ajustarse a la unidad concorde de la fe católica.

CAPÍTULO XXVII

El arca y el diluvio: no se puede estar de acuerdo ni con los que admiten sólo la 
verdad histórica, rechazando el sentido alegórico, ni con los que aceptan 
el sentido alegórico, rechazando la verdad histórica

1. Nadie puede pensar que todas estas cosas se han escrito inútilmente, o que se debe buscar solamente la verdad histórica sin sentido alguno alegórico, o, por el contrario, que todo esto no encierra verdades históricas, sino sólo figuras de palabras, o que, finalmente, tengan el sentido que tengan, no se relacionan de ninguna manera con la profecía sobre la Iglesia. ¿Quién puede, en efecto, sin una intención perversa, sostener que se han escrito inútilmente los libros conservados por miles de años con tal religiosidad y cuidado de la ordenada sucesión, o que en ellos sólo se consignan los hechos históricos? Pasando por alto otras cosas, si el número de los animales obligaba a construir un arca de tales proporciones99, ¿qué obligaba a introducir allí una pareja de animales impuros y siete de animales puros, si podían conservarse las dos especies con un número igual? ¿O acaso Dios, que ordenó su conservación para rehacer las especies, no podía restablecerlas del mismo modo que las había creado?

2. Los que defienden que no se trata de hechos, sino de solas figuras que significarían realidades, piensan en primer lugar que el diluvio no pudo ser tan grande que con la crecida de sus aguas sobrepasase en quince codos a los montes más altos. Dicen esto refiriéndose a la cima del monte Olimpo, sobre el cual se cuenta que no pueden formarse nubes, porque, como es tan alto como el cielo, no existe allí este aire denso que se necesita para la formación de vientos, nubes y lluvias. Claro, no advierten que, siendo la tierra el más denso de los elementos, ha podido permanecer allí; ¿o van a negar que la cima del monte es tierra? ¿Cómo, pues, sostienen que pudieron las tierras escalar esos espacios del cielo y no pudieron las aguas, afirmando tales medidores y pesadores de los elementos que las aguas son más elevadas y ligeras que la tierra? ¿Qué argumentos aducen para demostrar que, habiendo ocupado la tierra más pesada y más baja durante tal cantidad de años el lugar del cielo más tranquilo, no pueda el agua, más ligera y más elevada, hacer eso mismo siquiera por un breve espacio de tiempo?

3. Dicen también que no pudo contener la capacidad del arca tantas especies de uno y otro sexo, una pareja de animales inmundos y siete de los puros. No cuenta al parecer más que trescientos codos de longitud y cincuenta de anchura, sin pensar que tiene otro tanto en el piso superior y lo mismo en el superior a éste, y así triplicados esos codos nos dan novecientos y ciento cincuenta. Si, además, pensamos en la ingeniosa observación de Orígenes, de que Moisés, hombre de Dios, instruido, como está escrito, en toda la ciencia de los egipcios100, que tanto cultivaron la geometría, pudo muy bien hablar de codos geométricos, que equivalen, dicen, cada uno a seis de los nuestros, ¿quién no ve la cantidad de cosas que pudo encerrar volumen tan grande?

Sobre la imposibilidad que aducen de construir un arca de tales proporciones, bien clara es la insensatez de la calumnia, puesto que conocen la construcción de ciudades inmensas y no prestan atención a los cien años que se emplearon en la construcción del arca. A no ser que pueda una piedra unirse sólo mediante la cal, hasta formar una muralla que encierre muchas millas, y no pueda unirse un madero a otro por medio de espigas, tirantes, clavos, alquitrán, hasta fabricar un arca de grandes dimensiones a lo largo y a lo ancho, y de líneas rectas y no curvas; tanto más cuanto que no era el esfuerzo humano el que tenía que lanzarla al mar, sino que la levantarían las ondas al llegar por la ley natural de la gravedad, y, para no ser víctima de cualquier naufragio, tendría por piloto más a la divina providencia que a la prudencia humana.

4. Otro problema suelen presentar: el de los animalitos minúsculos, no sólo tales como los ratones y lagartos, sino también las langostas y escarabajos, moscas y, en fin, pulgas: ¿no entrarían en el arca mayor número que el indicado en el mandato de Dios? A los que están intrigados por esta cuestión hay que avisarlos ante todo del sentido de las palabras: Que se arrastran sobre la tierra. Es de notar que no había necesidad de conservar en el arca los animales que pueden vivir en el agua: no sólo los que viven dentro de ella, como los peces, sino tampoco muchos que nadan sobre las mismas, como muchos alados.

En cuanto a las palabras: Serán macho y hembra, quieren significar la conservación de la especie. Y por eso no fue preciso estuvieran allí los animales que pueden reproducirse sin la unión de los sexos, por surgir de ciertas sustancias o de la corrupción de otros; y si estuvieron, como suelen estar en las casas, pudieron estar sin número determinado.

Finalmente, si era un gran misterio lo que se realizaba, y la figura de obra tan grande no podía llevarse a cabo en su realización sin que estuvieran allí con su número determinado todos los animales que no podían vivir en las aguas según su naturaleza, esto no estaba ya a cargo de aquel hombre o de aquellos hombres, sino a cargo de la Providencia divina; pues no era Noé el que los metía en el arca, sino que les permitía la entrada según iban llegando. A esto se refieren las palabras: Entrarán a ti101: no por un acto del hombre, sino por voluntad de Dios; de tal manera, sin embargo, que no se ha de creer que estuvieron allí los que no tienen sexo, pues se había ordenado concretamente: Serán macho y hembra.

Hay también otros animales que nacen de algunas cosas sin apareamiento, y luego se aparean y engendran, como las moscas; y otros, en cambio, en que no hay macho ni hembra, como las abejas. En cuanto a los que tienen sexo sin capacidad de reproducción, como los mulos y las mulas, sería extraño que hubieran estado allí; más lógico parece que los sustituyeran sus padres, el caballo y el asno. Y dígase lo mis­mo de cualesquiera otros, que por la unión con una rama di­versa engendran otras especies. No obstante, si esto lo exigía el simbolismo, allí estarían también, ya que estas razas tienen también su sexo masculino y femenino.

5. Suelen también inquietarse algunos por la clase de alimentos que tendrían allí los animales, cuyo alimento es exclusivamente carne: ¿habría allí, sin traspasar el mandato del número, otros animales que la necesidad de alimentar a los demás hubiera obligado a encerrar en el arca, o más bien, lo que parece más probable, prescindiendo de las carnes, habría allí algunos alimentos que pudieran convenir a todos? Conocemos ciertamente cuántos animales que se alimentan de carne lo hacen también de legumbres y frutas, sobre todo de higos y de castañas. ¿Y qué tiene de particular, si aquel hombre sabio y justo, avisado además por Dios de lo que convenía a cada uno, preparó y conservó sin carnes un alimento apropiado a cada especie?

Además, ¿qué no forzaría el hambre a comer? ¿O qué no podría hacer sabroso y saludable Dios, que es capaz de conceder con una facilidad divina hasta el vivir sin alimento si no fuera conveniente que se alimentasen, para dar cumplimiento al significado de un misterio tan grande? Pero no se puede opinar, sin caer en la tozudez, que tantas figuras simbólicas no están destinadas a significar la Iglesia. Ya los pueblos la llenaron de una manera parecida. Puros e impuros, hasta que llegue el fin irrevocable, se encuentran íntimamente mezclados dentro de su estructura, y basándonos en un hecho tan evidente, no cabe duda alguna sobre lo restante que alguna vez está expresado con mayor oscuridad y es más difícil de entender.

Siendo esto así, no osará ni el más testarudo pensar que se han escrito inútilmente estos detalles; que nada significan aunque hayan tenido lugar; que solas las palabras son significativas, no los hechos, y que su significado puede ser ajeno probablemente a la Iglesia. No. Debe más bien creerse que con toda sabiduría se han consignado en los escritos para la posteridad, y que han tenido lugar, y tienen algún simbolismo, y este simbolismo prefigura a la Iglesia.

Llegados a estas alturas, es hora ya de concluir este libro, para tratar de investigar, después del diluvio y sucesos posteriores, el curso de ambas ciudades; es decir, de la terrena, que vive según el hombre, y de la celeste, que vive según Dios.

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