viernes, 20 de abril de 2018

LA CIUDAD DE DIOS CONTRA PAGANOS - LIBRO VI [La teología mítica según Varrón] PRÓLOGO

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San Agustín - Augustinus Hipponensis



LA CIUDAD DE DIOS
CONTRA PAGANOS
Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO VI
[La teología mítica según Varrón]

PRÓLOGO

En los cinco primeros libros creo haber discutido ya bastante contra los que piensan que, atendiendo a la utilidad de esta vida mortal y a las cosas terrenas, tenemos que venerar y honrar a tantos dioses falsos con el culto llamado de latría por los griegos, debido únicamente al Dios verdadero. La verdad cristiana ha demostrado que aquéllos no son otra cosa que simulacros inmundos y demonios perniciosos o, a lo sumo, criaturas, no el Creador.

Pero ¿quién ignora que para contrarrestar tan excesiva necedad o pertinacia no serán suficientes ni estos cinco libros ni todos los que se pueden escribir? Precisamente tienen como gloria de su vanidad no ceder a la fuerza convincente de la verdad; con perjuicio, por cierto, de quien está dominado por un vicio tan grande. Pues hay enfermedades que se resisten a todos los cuidados del médico, y no precisamente para mal del mismo médico, sino del paciente incurable.

En cambio, los que sin obstinación alguna en el antiguo error o con obstinación mediana leen y sopesan lo que han entendido y considerado, verán que en los cinco libros pasados, más que hablar con brevedad, hemos hecho una exposición más amplia de lo que pedía la misma materia.

Y no pueden poner en duda que toda la animosidad que acerca de los desastres de esta vida y derrocamiento y trastrueque de las cosas pretenden cargar los ignorantes sobre la religión cristiana está totalmente vacía de rectitud de reflexión y razonamiento, y rebosa de la más inconsiderada temeridad y funesta cólera. Y todo esto no sólo ante el disimulo, sino con la aprobación de los mismos sabios, que no tienen escrúpulo en traicionar su conciencia, dominados por insensata impiedad.

CAPÍTULO I


Los que afirman que no dan culto a los dioses 
por esta vida presente, sino por la eterna

1. A continuación, como lo exige el plan de la obra, tenemos que refutar y enseñar a los que reclaman el culto de los dioses de los gentiles, destruido por la religión cristiana, no por amor de esta vida, sino por la que vendrá tras la muerte. Al presente, pues, me parece bien comenzar mi disertación por el verdadero oráculo del salmo sagrado: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor y no acude a los idólatras, que se extravían con engaños1.

Sin embargo, entre todas las vanidades, locuras y falsedades hemos de ser mucho más tolerantes con los filósofos que no aceptaron semejantes opiniones y errores de sus pueblos. Éstos levantaron estatuas a los dioses, inventando muchas falsedades o vilezas sobre los llamados dioses inmortales, admitiendo esos inventos y mezclándolos en las ceremonias de su culto.

Con estos hombres, que aunque no predicaron con valentía, sí al menos en sus disquisiciones lo daban a entender y reprobaban tales falsedades, no vemos inconveniente en tratar sobre la siguiente cuestión: ¿se debe dar culto a un solo Dios, autor de toda criatura espiritual y corporal, con vistas a la vida que seguirá a la muerte, o a muchos dioses que fueron creados por ese único Dios y elevados a una altura sublime, y a los que algunos de los filósofos consideraron más excelentes y mejores que los demás?

2. Por lo demás, ¿quién puede soportar la pretensión de que otorguen la vida eterna a nadie aquellos dioses, algunos de los cuales conmemoré en el libro cuarto, y a cada uno de los cuales se encomienda una ocupación de detalles insignificantes? ¿Serán acaso los famosos sabios y perspicaces varones que se glorían de haber aprovechado tanto con sus enseñanzas? Pretendían que todos conocieran con qué finalidad se debía rogar a cada dios, qué se le había de pedir a cada uno, no se fuera a caer en el absurdo vergonzoso, como suele ocurrir jocosamente en la comedia, de pedir agua a Baco o vino a las Linfas. ¿Serán, digo, ésos quienes enseñen a los hombres que suplican a los dioses inmortales a que, cuando piden vino a las Linfas y éstas les contesten «no tenemos vino, pedídselo a Baco», puedan decir más bien «si no tenéis vino, dadnos al menos la vida eterna»? ¿Hay algo más monstruoso que este absurdo? ¿No es cierto que aquéllas, riéndose a carcajadas (pues tan propensas son a la risa), si no tratan de engañar como los demonios, responderán a quien les suplica: «Oh hombre, ¿piensas que está en nuestra mano dar vida, si has oído que no podemos dar la vida?»

Por consiguiente, sería el colmo de vergonzosa necedad pedir o esperar la vida eterna de unos dioses a quienes se atribuye hasta las últimas menudencias de esta misérrima y brevísima vida y cuanto se relaciona con su sostenimiento; y esto hasta tal punto que, si se solicita del uno lo que está bajo la tutela y el poder de otro, se tiene por tan inconveniente y absurdo que corre parejas con la bufonería cómica. Si esto lo hacen los cómicos conscientes de su papel, es justo susciten la risa en el teatro; pero si lo realizan los necios inconscientes, con más razón se burlarán de ellos en el mundo.

A qué dios o a qué diosa se ha de suplicar y por qué motivo, en lo que se refiere a los dioses que establecieron las ciudades, lo descubrieron hábilmente los sabios y lo dejaron consignado: dijeron qué se ha de pedir, por ejemplo, a Baco, a las Linfas, a Vulcano y a todos los demás, de los cuales en parte hice mención en el libro cuarto y en parte tuve por más oportuno pasarlos en silencio. Ahora bien, si fuera un error pedir vino a Ceres, pan a Baco, agua a Vulcano, fuego a las Linfas, ¿cuánta mayor demencia no será suplicar a cualquiera de éstos la vida eterna?

3. Al indagar, pues, qué dioses o diosas habíamos de pensar dan el reino terreno a los hombres, después de aclararlo todo se demostró totalmente absurdo pensar que cualquiera de toda esta multitud de dioses falsos pudiera establecer ni siquiera los reinos de la tierra; ¿no sería la más insensata impiedad admitir que puede cualquiera de éstos dar a alguien la vida eterna, que, sin la menor duda ni comparación alguna, debe ser preferida a todos los reinos terrenos? El motivo que nos movía a no admitir que tales dioses pudieran dar ni el reino de la tierra no fue precisamente porque ellos eran grandes y excelsos y ese reino de la tierra tan bajo y abyecto, que no se dignaran ocuparse de eso en sublimidad tan levantada.

Antes bien, por mucho que se desprecien justamente las cumbres perecederas del reino terreno, tan indignos aparecieron esos dioses que no se les podía encomendar la donación o conservación de estos reinos. Y por esto, si, como nos demuestran las cuestiones tratadas en los dos libros precedentes, ninguno de aquella turbamulta de dioses, de los plebeyos digamos o de los próceres, es capaz de dar los reinos mortales a los mortales, ¿cuánto menos podrá hacer inmortales de los mortales?

4. A esto se añade que, si tratamos con los que apoyan la veneración de los dioses, no por esta vida, sino por la que ha de suceder después de la muerte, en modo alguno merecen ya culto, ni siquiera por aquellos bienes que, como repartidos y propios, atribuye al poder de tales dioses no la verdadera, sino la falsa opinión. Así lo creen los que defienden la necesidad de su culto por los beneficios que reportan en esta vida mortal. Y contra ellos ya traté, cuanto me fue posible, lo suficiente en los cinco libros precedentes.

Siendo esto así, si la edad de los que dan culto a la diosa juventud floreciera rozagante, mientras que sus desdeñadores murieran en los años de su juventud o languidecieran en ella como aquejados de debilitamiento senil; si la barbada Fortuna engalanara festiva y vistosa las mejillas de sus devotos, mientras contempláramos lampiños o de barba repugnante a los que la desprecian; aun así, diríamos con toda justicia que hasta aquí se extiende el poder de cada una de estas diosas, limitadas en cierto modo a su oficio. Pero por ello no se podría pedir la vida eterna a la Juventa, que no podía dar ni barba ni se podía esperar bien alguno después de esta vida de la barbada Fortuna, cuyo poder no alcanza en esta vida a dar siquiera la edad en que florece la barba.

Ahora bien, su culto no es necesario ni siquiera por los bienes que se les atribuyen como propios, puesto que muchos devotos de la diosa Juventa no florecieron en tal edad y sí, en cambio, otros muchos sin honrarla lozanean con el vigor de la juventud. Y del mismo modo muchos, venerando a la barbada Fortuna, no lograron barba alguna o muy deforme; y si algunos la veneran para conseguir la barba, son objeto de despectiva burla por parte de los que la tienen.

Siendo esto así, ¿tan necio es el corazón humano que tenga por fructuoso para la vida eterna el culto de aquellos dioses que confiesa inútil y despreciable con miras a estos beneficios temporales y fugaces que se atribuyen a cada uno de ellos? No osaron afirmar que pudieran dar esos dioses la vida eterna, ni siquiera los que, para recomendar su culto a los pueblos ignorantes, y pensando que eran demasiados dioses, distribuyeron meticulosamente esos mismos oficios temporales a fin de que ninguno de ellos se quedara sin encomienda.

CAPÍTULO II

Opinión de Varrón sobre los dioses gentiles. 
Hubiera sido más reverente callar que revelar lo que reveló

¿Quién investigó más curiosidades sobre estas cosas que Marco Varrón? ¿Quién las descubrió con mayor maestría? ¿Quién las consideró con más atención? ¿Quién las distinguió con más agudeza? ¿Quién las describió más diligente y cumplidamente? Aunque de estilo menos elocuente, es tan cabal en su doctrina y en sus opiniones que en la erudición, por nosotros llamada profana y liberal por ellos, puede enseñar tanto al aficionado a estas materias cuanto deleita Cicerón al aficionado a la dicción. El mismo Cicerón da tal testimonio de Varrón, que dice que la discusión que se trata en los libros Académicos la tuvo con Marco Varrón, «el hombre más agudo de todos y el más sabio, sin duda alguna». No lo llama el más elocuente y el más elegante, porque en esta faceta es muy inferior, sino el más agudo de todos. Y precisamente en los libros donde trata de poner en duda todas las doctrinas insiste sobre «el más sabio, sin duda alguna».

Era tal su seguridad sobre esta cuestión que suprimía la duda que suele tener en todas las discusiones, como si sólo al disputar sobre éste en el estilo dubitativo de los académicos se hubiera olvidado de que era académico. Ya en el primer libro, al celebrar las obras literarias del mismo Varrón, dice: «Cuando yo peregrinaba y andaba errante en nuestra ciudad, como un forastero, tus libros me hicieron retornar como a casa para llegar a conocer quién soy y dónde me encuentro. Tú me descubriste la antigüedad de la patria, la distribución de los tiempos, las prerrogativas de los lugares sagrados, de los sacerdotes, las enseñanzas del hogar y de la sociedad, la situación de las regiones y de los lugares, los nombres, clases, oficios y causas de todo lo divino y lo humano».

Éste es el personaje tan insigne por su sobresaliente erudición, y del cual dice también Terenciano brevemente en aquel elegante verso: «Varrón, un varón doctísimo en todo». Tantas obras leyó que nos maravilla tuviera ocio para escribir algo; y escribió tantas cuantas apenas podemos creer capaz a alguien de leer. Este varón, digo, tan grande por su ingenio como por su erudición, si atacara y refutara las cosas divinas de que escribe, y afirmara que no pertenecen a la religión, sino a la superstición, no sé si compilara tantas ridiculeces, menosprecios y abominaciones en sus libros. Sin embargo, en tal forma dio culto a esos mismos dioses y lo recomendó, que en esos mismos escritos suyos lamenta puedan perecer, no por un ataque hostil, sino por la negligencia de los ciudadanos. De esa ruina afirma que los libra él, guardándolos en la memoria de los buenos con esos libros y conservándolos con diligencia más eficaz de la que se pregona emplearon Metelo para librar a las vestales del incendio y Eneas para librar a los penates de la destrucción de Troya. Y no obstante transmitió a la posteridad para su lectura lo que sabios e ignorantes juzgaron reprobable con toda justicia como hostil en sumo grado a la verdad de la religión. ¿Qué hemos de juzgar, pues, sino que un hombre tan enérgico y erudito, pero no liberado por el Espíritu Santo, estaba subyugado por la costumbre y las leyes de su ciudad y, sin embargo, no quiso callar, bajo las apariencias de fomentar la religión, lo que le bullía en el cerebro?

CAPÍTULO III

División de la obra varroniana Cosas antiguas humanas y divinas

Escribió cuarenta y un libros de Antigüedades, dividiéndolos en cosas humanas y divinas, dedicando veinticinco libros a las humanas y dieciséis a las divinas. Método que siguió en esta distribución: dividió las cosas humanas en cuatro partes, y a cada una dedicó seis libros. Tiene por objeto los que obran, dónde, cuándo y qué es lo que hacen. En los seis primeros libros escribió sobre los hombres; en los seis siguientes, sobre los lugares; en los otros seis, sobre los tiempos, y en los cuatro últimos, sobre las cosas. Cuatro por seis son, pues, veinticuatro. Pero antepuso uno especial, que trata en general de todo.

También en las cosas divinas conserva la misma forma de división en cuanto se relaciona con el culto que ha de darse a los dioses, pues se les da culto por los hombres en sus lugares y sus tiempos. Y a cada uno de estos cuatro asuntos dedica tres libros: trata en los tres primeros sobre los hombres, en los siguientes sobre los lugares, en los terceros sobre los tiempos y en los cuartos sobre el culto, y hace resaltar con una sutil distinción quiénes son los que dan ese culto, dónde lo dan, cuándo y en qué consiste. Pero como era preciso decir, y era lo que más se esperaba, a quiénes había que dar ese culto, compuso los tres últimos libros sobre los dioses, de suerte que cinco por tres hacen quince. Y de esta suerte, como dijimos, en total son dieciséis, ya que añadió al principio de ellos uno especial que trata de todo en general.

A continuación de él comienza por los tres primeros de aquella distribución en cinco partes, que se refieren a los hombres; y trata en el primero sobre los pontífices, en el segundo sobre los augures y en el tercero sobre los quindecimviros. Los tres segundos tratan de los lugares, de suerte que en el uno habla de las capillas, en el otro de los templos y en el tercero de los lugares religiosos. Los tres siguientes pertenecen a los tiempos, es decir, a las fiestas: consagra uno a los días feriados, otro a los juegos circenses y otro a las representaciones teatrales. De los tres libros cuartos sobre las cosas sagradas, describe en uno las consagraciones, en el otro los sacrificios privados y en el último los públicos. Como cerrando esta especie de aparatoso obsequio siguen, por último, en los tres que restan los mismos dioses a quienes está consagrado todo el culto: en el primero se citan los dioses ciertos, en el segundo los inciertos y en el tercero y último los dioses principales y selectos.

CAPÍTULO IV

Anterioridad de lo humano sobre lo divino, según Varrón

1. Por lo que llevamos dicho y lo que se dirá después en toda esta disposición de tan elegante y sutil distribución y distinción, claramente aparece, a cualquiera que por su terquedad de corazón no sea hostil a sí mismo, que es vana la búsqueda de la vida eterna y desvergonzado esperarla o desearla. Pues estos designios proceden de los hombres o de los demonios, y no precisamente de los que llaman ellos demonios buenos, sino, para hablar con claridad, de los espíritus inmundos o controvertiblemente malignos. Ellos son los que con sorprendente envidia siembran ocultamente en el pensamiento de los impíos opiniones perniciosas, por las que el alma humana se desvanece más y más, y no puede acomodarse y unirse a la inconmutable y eterna verdad; y a veces aun se las sugieren abiertamente a los mismos sentidos y las confirman con falsos testimonios a su alcance. Es precisamente el mismo Varrón quien confiesa haber tratado primero las cosas humanas, y en segundo lugar las divinas, por la sencilla razón de que lo primero en existir fueron las ciudades, y luego éstas crearon la religión. Pero la religión verdadera no proviene de ciudad terrena alguna. Es ella precisamente la que da origen a la ciudad celeste. Su inspirador y maestro es el Dios verdadero, que otorga la vida eterna a sus auténticos adoradores.

2. Hasta el mismo Varrón declara que escribió primero sobre las cosas humanas y después sobre las divinas, porque las divinas fueron instituidas por los hombres: «Como es antes el pintor -dice- que el cuadro pintado, y antes el arquitecto que el edificio, así son antes las ciudades que lo establecido por ellas». Pero también dice que hubiera escrito primero sobre los dioses y después sobre los hombres si escribiera de toda la naturaleza de los dioses. Como si aquí tratara de alguna parte de ella y no de toda. ¿O hay acaso alguna parte de la naturaleza de los dioses que no deba ser antes que la de los hombres? ¿No es cierto que en los tres últimos libros, donde distingue con diligencia los dioses ciertos, inciertos y selectos, parece no omitir ninguna parte de la naturaleza de los dioses? ¿Qué es, pues, lo que quiere decir al afirmar que «si escribiéramos de toda la naturaleza de dioses y hombres, hubiéramos concluido con las cosas divinas antes que comenzar con las humanas»? Pues o escribe sobre toda la naturaleza divina, o sobre alguna parte, o en absoluto sobre ninguna.

Si escribe de toda la naturaleza divina, ciertamente debe ser antepuesta a las cosas humanas; si de sólo alguna, ¿cómo no ha de preceder también a lo humano? ¿Se considera acaso indigna cualquier parte de los dioses de ser preferida a toda la naturaleza de los hombres? Y si es mucho que alguna parte divina se prefiera a todas las cosas humanas, debe anteponerse al menos a las cosas romanas, ya que escribió los libros de las cosas humanas no en lo que toca al universo entero, sino por lo que respecta sólo a Roma.

No obstante, dijo que con razón había antepuesto en el orden de composición esos libros a los libros de las cosas divinas, como se antepone el pintor al cuadro pintado, como el arquitecto al edificio, confesando con toda claridad que las cosas divinas, como la pintura y la escultura, han sido establecidas por los hombres.

De todo lo cual se deduce que no escribió de ninguna naturaleza divina, y también que no quiso decir esto claramente, sino que lo dejó a los inteligentes. Pues donde dice «no toda», en el lenguaje común se entiende alguna; pero puede también entenderse ninguna, porque la que es ninguna no es toda ni alguna. Como él mismo dice, si escribiera de toda la naturaleza de los dioses, había de anteponerse en el orden de la composición a las cosas humanas; mas como aunque él calle clama la verdad, debía ser antepuesta ciertamente a las cosas romanas, aunque no fuera toda naturaleza, sí al menos alguna; pero se pospone justamente, luego no es ninguna.

No intentó ciertamente anteponer las cosas humanas a las divinas; lo que pasa es que no quiso anteponer las cosas falsas a las verdaderas. Pues en lo que escribió de las cosas humanas siguió la historia de los hechos; pero sobre lo que llama cosas divinas, ¿qué siguió sino los dictámenes de la vanidad? Esto es ciertamente lo que quiso demostrar con la indicación sutil: no sólo al escribir sobre lo divino después que sobre lo humano, sino también al dar la razón que le movió a hacerlo. Si hubiera pasado ésta en silencio, quizá cada cual interpretara el hecho con diferente sentido. Pero en la razón que dio no dejó lugar a libre interpretación, y demostró bien claro que anteponía los hombres a las instituciones de los hombres, no la naturaleza de los hombres a la naturaleza de los dioses. De este modo confesó que él había escrito los libros de las cosas divinas, no sobre la verdad que atañe a la naturaleza, sino sobre la falsedad que atañe al error. Esto lo confesó aún con mayor claridad, como referí en el libro cuarto, al decir que si él fundara una ciudad nueva, escribiría según la naturaleza; pero como ya la encontró antigua, tuvo que adaptarse a ese estilo.

CAPÍTULO V

Tres géneros de teología según Varrón: uno, 
fabuloso; otro, natural; y el tercero, civil

1. Pasamos a ver qué son los tres géneros de teología que afirma, es decir, la ciencia que trata de los dioses, y que reciben el nombre de mítico, físico y civil. En latín, si lo admitiera el uso, llamaríamos al primero propio de las fábulas; llamémoslo fabuloso, pues el mítico está tomado de la fábula, que en griego se llama mito,μυθος . El nombre del segundo, el natural, ha sido admitido ya por el uso. Y el del tercero, civil, es expresión netamente latina. Dice a continuación: «Llaman mítico el que usan, sobre todo, los poetas; natural el que usan los filósofos y civil, el que usa el pueblo».

En el primero -dice- que he citado se encuentran muchas mentiras contra la dignidad y la naturaleza de los inmortales. En él se dice que un dios procede de la cabeza; otro, del muslo; otro, de gotas de sangre. También se dice que los dioses han robado, han cometido adulterios, han sido esclavos del hombre. Finalmente se atribuyen a los dioses todos los desatinos que pueden sobrevenirle hasta al hombre más despreciable. Aquí, ciertamente, como podía, como se atrevía y se juzgaba impune, expresó sin sombra alguna de ambigüedad qué injuria tan grande se irrogaba a la naturaleza de los dioses con las fábulas mentirosas. Pero hablaba no de la teología natural ni de la civil, sino de la fabulosa, que libremente juzgó merecía su condena.

2. Veamos qué dice de la otra: «La segunda clase que señalé es aquella de que nos dejaron muchos libros los filósofos: en ellos se explica cuáles son los dioses, dónde están, cuál es su naturaleza, sus cualidades, desde cuándo existen o si son eternos, si son de fuego, como piensa Heráclito; o de números, como dice Pitágoras; o de átomos, como afirma Epicuro. Y así otras explicaciones por el estilo que más fácilmente pueden soportar los oídos dentro de los muros de la escuela que fuera en la calle».

Nada encontró culpable en la otra clase de teología, que llaman natural, y que es del campo de los filósofos: solamente citó las controversias entre ellos mismos, que dieron origen a multitud de sectas disidentes. Retiró, sin embargo, esta filosofía de la calle, es decir, del vulgo, y la encerró en los muros de la escuela; pero no retiró de las ciudades aquella otra tan mentirosa y tan torpe.

¡Oh religiosidad de los oídos del pueblo, incluido el romano! ¡No pueden soportar las disertaciones de los filósofos sobre los inmortales, y no sólo soportan, sino que oyen con gusto las composiciones de los poetas y las representaciones de los cómicos, que van contra la dignidad y naturaleza de los inmortales y que no pueden aplicarse ni al más vil de los hombres! Y aún más, tienen por cierto que esto agrada también a los mismos dioses y que se les debe aplacar con ello.

3. Dirá alguien: distingamos estas dos clases de teología, la mítica y la física, esto es, la fabulosa y la natural, de la civil que aquí se trata, ya que él también las distinguió, y veamos ahora cómo explica la civil. Ciertamente veo las notas que caracterizan a la fabulosa: falsedad, torpeza, indignidad.

Tratar, empero, de distinguir la natural de la civil, ¿qué otra cosa es que confesar que la misma civil es mentirosa? Pues si fuera natural, ¿qué tiene de reprensible para excluirla? Y si la que se llama civil no es natural, ¿qué recomendación tiene para que se la admita? Éste es el motivo por el cual escribió primero de las cosas humanas y después de las divinas, porque en las cosas divinas no siguió la naturaleza, sino las instituciones de los hombres.

Examinemos ya la teología civil: «La tercera clase es -dice- la que deben conocer y poner por obra en las ciudades sus habitantes y de modo especial los sacerdotes. En ella se contienen los dioses que debe honrar cada uno y las ceremonias y sacrificios que debe realizar». Prestemos también atención a lo que sigue: «La primera teología -dice- se acomoda más bien al teatro, la segunda al mundo, la tercera a la ciudad». ¿Quién no echa de ver a cuál concede la palma? Ciertamente a la segunda, que dijo arriba era la de los filósofos. Pues afirma que ésta pertenece al mundo, lo más excelente, dicen éstos, que hay en las cosas.

En cambio, ¿distingue o separa las otras dos teologías, la del teatro y la de la ciudad? Pues vemos que no siempre lo que es propio de la ciudad puede referirse también al mundo, aunque vemos que las ciudades están en el mundo. Puede, en efecto, suceder que por influjo de falsas opiniones se dé crédito y culto en la ciudad a divinidades cuya naturaleza ni existe en el mundo ni fuera del mundo. Y, en cambio, ¿dónde se encuentra el teatro, sino en la ciudad? ¿Quién fundó el teatro, sino la ciudad? ¿Para qué lo fundó, sino para las representaciones escénicas? ¿Dónde se encuentran las representaciones escénicas, sino en las cosas divinas, sobre las cuales se escribe en estos libros con tal agudeza?

CAPÍTULO VI

La teología mítica (esto es, fabulosa) y la civil, contra Varrón

1. ¡Oh Marco Varrón!, siendo el hombre más ingenioso y el más sabio sin lugar a dudas, pero al fin hombre y no dios, y no levantado por el Espíritu de Dios a la verdad y a la libertad para contemplar y anunciar los divinos misterios, aciertas, sin embargo, a penetrar la diferencia tan grande que existe entre las cosas divinas y las bagatelas y mentiras humanas. Y, no obstante, temes chocar contra las opiniones y costumbres viciosísimas de los pueblos en las supersticiones públicas. Que éstas desdicen de la naturaleza de los dioses, aun de tales dioses cuales en los elementos de este mundo sospecha la debilidad del espíritu humano, bien lo percibes tú mismo cuando los consideras en todos sus aspectos, y lo repite el eco de toda vuestra literatura. ¿Qué puede hacer aquí aun el más sobresaliente ingenio humano? ¿Qué te ha favorecido a ti la doctrina humana tan elevada y múltiple que posees?

Deseas rendir culto a los dioses naturales y te ves forzado a dárselo a los civiles; descubriste que otros eran fabulosos, contra los cuales puedes volcar con más desembarazo lo que sientes, con lo cual, quieras o no, salpicarás también a estos civiles. Dices, sin duda, que los fabulosos están acomodados al teatro, los naturales al mundo y los civiles a la ciudad; pero el mundo es obra divina, y las ciudades y los teatros son obra de los hombres. Y no son distintos los dioses que son objeto de burla en los teatros y de adoración en los templos; ni ofrecéis juegos a otros que a los que inmoláis víctimas. ¿Con cuánta mayor libertad y agudeza dividirías estas cosas, llamando dioses naturales a unos y establecidos por los hombres a otros? Pero añadiendo que, de los establecidos por los hombres, una cosa sienten los poetas y otra los sacerdotes, y que unos y otros coinciden de tal modo en la falsedad que en ambos se sienten complacidos los demonios, que tienen por enemiga la doctrina de la verdad.

2. Dejando de momento a un lado la teología que llaman natural, de la cual trataremos después, ¿parece bien solicitar ya o esperar la vida eterna de los dioses poéticos, teatrales, histriónicos, escénicos? En modo alguno; antes líbrenos el Dios verdadero de tan monstruosa y sacrílega demencia. ¿Cómo? ¿Se puede solicitar la vida eterna de aquellos dioses a quienes agradan y aplacan estas cosas, renovándose con frecuencia allí sus crímenes? Nadie, pienso yo, lleva su locura hasta el punto de precipitarse en impiedad tan insensata. Por consiguiente, ni por la teología fabulosa ni por la civil puede uno conseguir la vida inmortal.

Aquélla, con ficciones, siembra torpezas sobre los dioses, ésta las cosecha con su apoyo; aquélla esparce mentiras, ésta las recoge; aquélla ataca las cosas divinas con falsos crímenes, ésta acepta entre las cosas divinas la representación de esos crímenes; aquélla celebra en sus versos las nefandas ficciones de los hombres sobre los dioses, ésta las consagra en las festividades de los mismos dioses; aquélla canta los crímenes y torpezas de los dioses, ésta los ama; aquélla los publica o los finge, ésta o confirma los verdaderos o se deleita con los falsos.

Las dos inmundas y condenables, pero aquélla, que es teatral, profesa públicamente su corrupción, y ésta, que es de la ciudad, se engalana con la inmundicia de aquélla. ¿Puede esperarse la vida eterna de todo esto, que está mancillando la breve vida temporal? ¿O acaso deshonra la vida el contubernio de los hombres nefastos, si se mezclan en nuestros afectos y aprobaciones, y no la contamina la compañía de los demonios, que son honrados por sus crímenes, si son verdaderos esos crímenes, tan perversos ellos, y si son falsos, tan torpemente honrados?

3. Al decir esto, quizá le pueda parecer al ignorante de estas cosas que sólo las composiciones de los poetas y las representaciones escénicas sobre tales dioses son indignas de la divina majestad, ridículas y detestables, y, en cambio, las ceremonias sagradas, realizadas no por histriones, sino por sacerdotes, están purificadas y ajenas a toda indecencia. Si esto fuera así, nadie pensaría jamás celebrar en honor de los dioses torpezas teatrales ni los mismos dioses exigirían nunca se les dedicasen. Pero, precisamente, como en los templos se realizan semejantes indignidades, no se avergüenzan de representarlas en los teatros en honor de los dioses.

Finalmente, al empeñarse el citado autor en distinguir, como tercera en su género, la teología natural de la fabulosa y de la civil, parece quiso entenderla más como una combinación de ambas que como separada de ellas. Dice, en efecto, que lo que escriben los poetas es menos de lo que deben seguir los pueblos, y, en cambio, lo que escriben los filósofos es más de lo que puede penetrar el vulgo. «Estas cosas, a pesar de ser tan opuestas -dice-, sin embargo, de una y otra se han tomado no pocos elementos para la teología civil. Por lo cual escribiremos con la civil lo que tiene de común con los poetas; por ello, hemos de tener más afinidad con los filósofos que con los poetas»; por consiguiente, aún alguna con los poetas.

Y, sin embargo, afirma en otro lugar que sobre la genealogía de los dioses los pueblos se han sentido más inclinados a los poetas que a los filósofos. Cierto, aquí dijo lo que se debe, allí lo que se hace, pues los filósofos escribieron para aprovechar; los poetas, para deleitar. Y por esto lo que escribieron los poetas y no deben imitar los pueblos son los crímenes de los dioses; que, no obstante, deleitan a los pueblos y a los dioses, ya que, como dice, los poetas escriben buscando el deleite, no el provecho. A pesar de todo, escriben lo que los dioses piden y los pueblos celebran.

CAPÍTULO VII

Semejanza y concordia entre la teología fabulosa y la civil

1. Se reduce, pues, a la teología civil la fabulosa, teatral, escénica, rebosante de indignidad y de torpeza; y toda ella tenida con razón como culpable y detestable, es parte de aquella que se juzga digna de culto observante. Y no parte incongruente, como me propuse demostrar, y que, como ajena a todo el cuerpo, está unida a él y como pendiente del mismo, sino totalmente en armonía con él y con la misma correspondencia de un miembro del mismo cuerpo.

¿Qué otra cosa, si no, demuestran las representaciones, formas, edades, sexo y atuendo de los dioses? ¿Acaso tienen por barbado a Júpiter los poetas y a Mercurio por imberbe, y no los tienen los pontífices? ¿Acaso le atribuyeron enormes vergüenzas a Príapo las representaciones escénicas y no también los sacerdotes? ¿Se presenta de diferente manera a la adoración en los templos que a la irrisión en los teatros? ¿Acaso el viejo anciano Saturno o el adolescente Apolo son personajes de los histriones y no estatuas de los templos? ¿Por qué Fórculo, que preside las puertas, y Limentino, que preside el umbral, son dioses masculinos, y se encuentra entre los dos la diosa Cardea guardando el quicio? ¿No se encuentran en los libros de las cosas divinas estos extremos que los poetas serios consideraron indignos de sus composiciones? ¿Acaso la Diana del teatro aparece armada y la de la ciudad es una simple doncella? ¿Es el Apolo de las tablas un citarista y carece de este arte el de Delfos?

Claro que todos estos detalles son muy decorosos si se los compara con los más torpes. ¿Qué concepto tuvieron de Júpiter los que colocaron a su nodriza en el Capitolio? ¿No es cierto que confirmaron el pensamiento de Evémero, quien escribió no con mítica garrulería, sino con solicitud histórica, que todos esos dioses son hombres y seres mortales? Los que sentaron a la mesa de Júpiter a los dioses comilones y parásitos suyos, ¿qué pretendieron sino convertir lo sagrado en bufonesco? Y si un farsante hubiera dicho que parásitos de Júpiter habían sido sentados a su mesa, parecería que buscaba provocar a risa. Pero fue Varrón el que lo dijo, no para mofarse de los dioses, sino para recomendarlos. Son los libros de las cosas divinas, no los de las humanas, los que dan fe de que escribió esto, y no cuando explicaba los juegos escénicos, sino cuando proclamaba los derechos del Capitolio. Finalmente, se ve forzado por todas estas cosas a confesar que, como habían hecho a los dioses de talante humano, así creyeron que los dioses se complacían en humanos placeres.

2. Ni se durmieron tampoco los espíritus malignos en su tarea para confirmar, burlándose de los humanos, estas nocivas opiniones. Es un ejemplo lo que se cuenta de aquel guardián del templo de Hércules. Estando ocioso en día feriado, jugaba con un dado en cada mano, el uno en favor de Hércules y el otro en favor suyo, estipulándose a sí mismo que si vencía él, se prepararía una cena y una amiga a costa de los emolumentos del templo; si la victoria fuera de Hércules, haría esto mismo de su propio dinero para deleite de Hércules. Luego, vencido por sí mismo, como si lo hubiera sido por Hércules, obsequió a éste con la cena debida y la nobilísima cortesana Larencia. Durmió ésta en el templo y vio en sueños que Hércules se había acostado con ella y que le había dicho que al marchar de allí, recibiría del primer joven que encontrara la recompensa que debía tener como dada por Hércules. Al marchar, el primero con quien se encontró fue con el opulento joven Tarucio, que la tuvo consigo mucho tiempo como amiga, y la dejó heredera suya al morir. Consiguió así inmensas riquezas, y para no mostrarse ingrata a la merced divina, declaró heredero de todo al pueblo romano, creyendo hacer una obra sumamente grata a las divinidades. Fue descubierto el testamento sin aparecer ella, y en reconocimiento de esto dicen se hizo acreedora honores divinos.

3. Si esto fueran ficciones de los poetas o farsas cómicas, se las adjudicaría, sin duda, a la teología fabulosa, separándolas de la dignidad de la teología civil. Pero como un autor de tal categoría atribuye estas torpezas no a los poetas, sino a los pueblos; no a los bufones, sino a los sacerdotes; no a los teatros, sino a los templos, es decir, no a la teología fabulosa, sino a la civil; no en vano los histriones representan en sus comedias la deshonestidad de los dioses, y sí intentan en vano los sacerdotes, por su parte, plasmar en sus ceremonias sagradas una honestidad de los dioses que no existe. Existen misterios de Juno, y tienen lugar en su predilecta isla de Samos, donde se entregó por esposa a Júpiter; existen misterios de Ceres, y en ellos se busca a Proserpina arrebatada por Plutón; también hay misterios de Venus, y en ellos se llora al hermosísimo joven Adonis, muerto por los dientes del jabalí; misterios igualmente de la madre de los dioses, donde el hermoso adolescente Atis, por ella amado y hecho eunuco a impulsos del celo mujeril, es llorado también por la desgracia de los hombres eunucos llamados Galos.

Si todo es más deforme que todas las torpezas escénicas, ¿por qué se esfuerzan en apartar de la teología civil las fabulosas ficciones de líos poetas sobre los dioses en el teatro, como si se empeñaran en apartar lo torpe e indigno de lo digno y honesto? Hay, por tanto, motivo de gratitud para con los histriones, que respetaron las miradas de los hombres y no pusieron de manifiesto en los teatros todo lo que se oculta entre las paredes de los templos. ¿Se puede pensar algo bueno sobre los misterios que se cubren en las tinieblas si tan detestables son los que se representan a plena luz?

Ciertamente, lo que hacen en secreto por medio de los castrados y afeminados ellos lo sabrán; pero no pudieron tener ocultos a esos mismos hombres, desgraciada y torpemente acaponados. Traten de persuadir a quien puedan de que realizan algo santo por ministerio de semejantes hombres, que no pueden negar se encuentran entre sus cosas santas. Ignoramos lo que hacen, pero no ignoramos por medio de quién lo realizan. Conocemos las representaciones que tienen lugar en el teatro, adonde jamás, ni aun en el coro de las rameras, entró castrado o afeminado alguno; aunque son también torpes e infames los que las realizan, ya que no podrían realizarlas personas honradas. ¿Qué ceremonias sagradas son aquellas para cuya realización eligió la santidad tales ministros que no admite en su seno la obscenidad del teatro?

CAPÍTULO VIII

Interpretaciones de las razones naturales que sobre sus dioses 
pretenden dar los doctores paganos

1. Todo esto tiene ciertas interpretaciones que llaman físicas, es decir, de motivos naturales. Como si tratáramos aquí de la física y no de la teología, es decir, el fundamento, no de la naturaleza, sino de Dios. Aunque el verdadero Dios no es según la opinión, sino según la naturaleza, sin embargo, no toda naturaleza es Dios; existe la naturaleza del hombre, del animal, del árbol, de la piedra, nada de lo cual es Dios. Pero si, cuando se trata de las cosas sagradas de la madre de los dioses, el fundamento de esta interpretación consiste en que la tierra es la madre de los dioses, ¿para qué seguir nuestra investigación, para qué indagamos el resto? ¿Qué apoyo más evidente pueden tener los que afirman que todos estos dioses fueron hombres? Pues como son nacidos de la tierra, así tienen a la tierra por madre.

Pero en la verdadera teología la tierra es obra de Dios, no madre del mismo. No obstante, de cualquier modo que quieran interpretar sus misterios y referirlos a la naturaleza de las cosas, el que los hombres se acomoden a la condición de las mujeres no es según la naturaleza, sino contra la naturaleza. Esta enfermedad, este crimen, esta ignominia se manifiesta entre aquellos misterios sagrados, cosa que entre las viciosas costumbres de los hombres apenas se confiesa en el tormento.

Por otra parte, si a estos misterios, demostrados más afrentosos que las torpezas escénicas, se les busca la excusa y justificación de encarnar una interpretación referida a la naturaleza de las cosas, ¿por qué no se busca también una excusa y justificación para las ficciones de la poesía? Y así, en efecto, los han interpretado muchos. De tal suerte que aun el hecho que tienen por más monstruoso y nefando de haber devorado Saturno a sus hijos lo interpretan algunos como la duración del tiempo, significado por Saturno, que va devorando cuanto engendra; o también, en opinión de Varrón, en el sentido de que Saturno pertenece a las semillas, que vuelven de nuevo a la tierra de que nacen. Así también tienen otras diferentes interpretaciones para esto, y de modo semejante para lo demás.

2. Y, sin embargo, se llama fabulosa a esta teología, a la que se reprende, se rechaza y ataca con todas esas sus interpretaciones; y con justa razón, por haber inventado cosas indignas acerca de los dioses, se la separa con repudio no sólo de la natural, que es propia de los filósofos, sino también de esta civil que tenemos entre manos y que se dice pertenece a las ciudades y a los pueblos. La razón de este repudio es que los hombres tan perspicaces y sabios que escribieron esto veían reprobables ambas, la fabulosa y la civil; pero se atrevían a reprobar la primera y no la segunda: propusieron la fabulosa como culpable, y explicaron la civil como su semejante. No de suerte que ésta fuera mantenida con preferencia a aquélla, sino de suerte que se la conociera tan censurable como ella. Y así, evitando el peligro de los que temían censurar la teología civil, con la censura de una y otra pudiera encontrar lugar entre los espíritus mejores la que llaman natural.

En efecto, la fabulosa y la civil son a la vez fabulosas y civiles. Así, quien examine con sensatez las vanidades y obscenidades de ambas habrá de reconocer que ambas son fabulosas; como encontrará que ambas son civiles quien considere los juegos escénicos que pertenecen a la fabulosa en las festividades de los dioses y en las ceremonias sagradas de las ciudades.

¿Cómo, pues, se puede otorgar a cualquiera de estos dioses el poder de dar la vida eterna si tanto las estatuas como los sagrados misterios los demuestran tan semejantes por sus formas, edad, sexo, costumbres, matrimonios, generación, ritos, a los dioses fabulosos tan claramente reprobados? En todo lo cual o bien se demuestra que son hombres, a quienes a tenor de su vida y de su muerte se dedicaron misterios y ceremonias, introduciendo y fomentando este error los demonios, o al menos se admite que estos mismos espíritus inmundos, aprovechando cualquier ocasión, se deslizaron astutamente en las mentes humanas para engañarlas.

CAPÍTULO IX

Oficio de cada uno de los dioses

1. ¿Qué se puede decir de los mismos oficios de los dioses tan baja y minuciosamente repartidos, que afirman ser preciso suplicar a cada uno según su propio cargo? De esto, si no todo, ya hemos dicho mucho. ¿No están más en consonancia esos oficios con la bufonería mímica que con la dignidad divina? Si alguien proporcionara dos nodrizas a un pequeñito, una que le diera sólo el alimento y la otra la bebida, como usan éstos de las diosas Edulica y Potina, parecería, sin duda, haber perdido el juicio y representar en su casa algo semejante a una comedia.

Dicen que Líbero se llama así porque los varones en el ayuntamiento carnal se quedan, gracias a su ayuda, libres del semen expulsado, y que esto mismo hace en las mujeres Líbera, que llaman también Venus, porque también ellas dicen expulsar su semen. Por ello ofrecen a Líbero en el templo esta parte viril del cuerpo, y a Líbera, la de la mujer. A esto añaden que se han consagrado a Líbero las mujeres y el vino por la excitación de la libido. Por ello se celebraban las bacanales en un arrebato de frenesí, confesando el mismo Varrón que no podrían realizar las bacantes tales excesos sin tener la mente fuera de sí. No vio bien esto luego el Senado, más cuerdo, y mandó suprimirlo. Al fin parece percibieron aquí el poder de los espíritus inmundos al ser tenidos por dioses en las mentes de los hombres. Esto ciertamente no se haría en el teatro, pues allí se divierten, sin estar fuera de sí, aunque sea algo semejante al frenesí el tener dioses que se deleitan con semejantes diversiones.

2. ¿Qué se quiere decir cuando se afirma que el religioso se diferencia del supersticioso en que éste teme a los dioses y, en cambio, el religioso los venera más bien como padres, que los teme como enemigos? Y ¿qué quiere decir cuando afirma que todos los dioses son tan buenos, que son más inclinados a perdonar a todos los culpables que a perjudicar a los inocentes?

Sin embargo, recuerda que a la mujer que ha dado a luz le asignan tres guardianes, a fin de que no se introduzca Silvano por la noche y pueda perjudicarla. Y como símbolo de esos tres guardianes rondan tres hombres por la noche el umbral de la casa y lo golpean primeramente con una segur, después con un mortero y al fin lo barren con escobas para que con estos signos de la cultura quede prohibida la entrada a Silvano; y la explicación es que ni los árboles se cortan y se podan sin el hierro, ni la comida se prepara sin el mortero, ni los frutos se amontonan sin la escoba. De esos tres elementos tomaron nombre los dioses llamados: Intercidona, del corte de la segur; Pilimno, del mortero; Deverra, de la escoba; dioses guardianes de la prole contra la embestida del dios Silvano. Nada valdría ciertamente contra la crueldad de un dios nocivo la custodia de los buenos si no se juntaran muchos contra uno luchando con los signos contrarios de la cultura, contra este dios fiero, horrendo e inculto como silvestre que es. ¿Es ésta acaso la inocencia, es ésta la concordia de los dioses? ¿Son éstas las divinidades útiles de las ciudades, más dignas de risa que los escarnios de los teatros?

3. En el matrimonio del varón y la mujer interviene el dios Yugatino. Pase este detalle. Pero para conducir a casa a la prometida se acude al dios Domiduco; para que esté en casa, al dios Domicio, y para que permanezca con el varón, a la diosa Manturna. ¿Para qué buscar más? Téngase consideración al pudor humano: sea la concupiscencia de la carne y de la sangre la que lleve a cabo el resto, procurando el recato del pudor. ¿Para qué llenar la alcoba de una turba de divinidades cuando aun los paraninfos se apartan de allí? Y no se llena precisamente para que su presencia sea garantía más segura del pudor, sino para que la mujer, débil por su sexo y tímida por la novedad, pierda sin dificultad su virginidad con la cooperación de aquéllos: allí están presentes la diosa Virginiense, el dios Subigo, la diosa madre Prema, la diosa Pertunda, Venus, Príapo...

¿Qué es esto? Si en menester semejante era preciso que los dioses ayudasen al varón en apuros, ¿no bastaría uno o una sola? ¿No sería suficiente Venus sola, que recibe ese nombre precisamente porque sin su vigor la mujer no deja de ser virgen? Si existe en los hombres algún pudor que no lo tengan los dioses, al creer los casados que están presentes tantos dioses de uno y otro sexo, y que son instigadores del acto, ¿no se sentirán invadidos de tal vergüenza que él se conmueva menos y ella oponga mayor resistencia? Si está la diosa Virginiense para quitar el cíngulo a la doncella; si está el dios Subigo para someterla al varón; si la diosa Prema, para que sometida sea apretujada sin moverse, ¿qué hace allí la diosa Pertunda? Cúbrase de vergüenza y váyase afuera; deje que haga algo el marido. Es sumamente vergonzoso que lo que significa su nombre lo haga otro por él. Quizá se tiene cierta tolerancia porque es una diosa y no un dios. Pues si se tuviera por dios y se llamara Pertundo, seguramente que, en defensa del pudor de su esposa, pediría el varón auxilio contra él más que la recién parida contra Silvano. Aunque, ¿para qué decir esto estando allí un dios tan masculino como Príapo, sobre cuyo monstruoso y torpísimo miembro mandaban sentar a la nueva desposada las matronas, según honestísima y religiosísima costumbre?

4. Ea, traten aún de discernir con alguna sutileza, si pueden, la teología civil de la fabulosa, las ciudades de los teatros, los templos de las tablas, los misterios de los pontífices de los versos de los poetas, como cosas honestas de torpes, verdaderas de falaces, pesadas de livianas, serias de jocosas, apetecibles de rechazables. Ya sabemos cómo se las arreglan: conocen que la teología teatral y fabulosa dependen de la civil y que ésta se refleja en los versos de los poetas como en un espejo. Y por esto, tras la exposición de ésta, que no se atreven a condenar, arguyen y reprueban con más libertad su imagen para que quienes saben lo que quieren detesten esta misma apariencia, cuya imagen es aquélla. Sin embargo, los dioses, viéndose en ella como en un espejo, la aman tanto que en una y otra parece mejor lo que son ellos mismos.

Por este motivo obligaron también con terribles órdenes a sus adoradores a consagrarles la inmundicia de la teología fabulosa, a exponerla en sus solemnidades y a tenerla entre las cosas divinas. Y así se nos manifestaron claramente como los espíritus más inmundos, y convirtieron a la teología teatral, abyecta y reprobable, en parte y como miembro de la teología urbana, selecta y recomendable. De suerte que, siendo aquélla torpe y engañosa, y conteniendo en sí los dioses fingidos, aparezca una parte en los escritos de los sacerdotes y otra en los versos de los poetas. Si tiene aún otras partes, es cuestión diferente: al presente, para seguir la división de Varrón, creo dejar bien demostrado que la teología urbana y la teatral se reducen a la misma civil. Así que, como ambas contienen la misma torpeza, monstruosidad e indignidad, no pueden las personas religiosas esperar la vida eterna ni de una ni de otra.

5. Queda por exponer cómo Varrón comenzó a recordar y enumerar a los dioses desde la concepción del hombre, y fue Jano el primero de la serie. Serie que prolongó hasta la muerte del hombre decrépito; y cierra esa lista de dioses, que se refieren al hombre, con la diosa Nenia, que se canta en los funerales de los ancianos. Comienza luego a presentar otros dioses que no se refieren ya propiamente al hombre, sino a las cosas que con él se relacionan, como el alimento, el vestido y todo lo necesario para esta vida, y muestra cuál es el oficio de cada uno y por qué debe suplicársele.

En toda esta diligente enumeración no señaló ni nombró dios alguno a quien hubiera que pedir la vida eterna, que es la única por la cual somos cristianos nosotros. ¿Quién, pues, será tan limitado que no comprenda las intenciones de este hombre al exponer y descubrir con diligencia la teología civil, así como al demostrar su semejanza con la fabulosa, indigna y bochornosa? Enseñando a la vez, evidentemente, que la fabulosa es una parte de la misma, ¿intentó otra cosa sino preparar en los espíritus del hombre un lugar para la natural, que dice pertenece a la filosofía? Y con tal sutileza lo hace, que reprende a la fabulosa sin atreverse a reprender a la civil, aunque sólo con su presentación se muestra reprensible, y rechazada así una y otra a juicio de los prudentes, no queda sino la elección de sólo la natural. Sobre ella, con la ayuda del Dios verdadero, trataremos con mayor solicitud en su propio lugar.

CAPÍTULO X

Libertad de Séneca, que reprende con más ardor 
la teología civil que Varrón la fabulosa

1. La libertad que le faltó a Varrón para reprender abiertamente la teología urbana, tan semejante a la fabulosa, como reprendió a ésta, no le faltó en todo, aunque sí en parte, a Anneo Séneca, que por algunos documentos sabemos floreció en tiempo de los apóstoles. La tuvo ciertamente en sus escritos, aunque le faltó en su vida. En el libro que compuso contra los supersticiosos reprendió con mucha mayor abundancia y vigor la teología urbana y civil que Varrón la teatral y fabulosa. Dice hablando de las imágenes: «Dan a conocer a los dioses inmortales e inviolables en la más baja e insensible materia, dándoles figuras de hombres, de fieras y de peces, y llegan algunos hasta a darles diversos cuerpos mezclando los sexos; llegan a llamar dioses a los que, si encontráramos de pronto con vida, tendríamos más bien por monstruos».

Un poco más adelante, al anunciar la teología natural, y después de clasificar las opiniones de ciertos filósofos, se plantea la cuestión diciendo: «Al llegar aquí dirá alguno: ¿puedo creer yo que el cielo y la tierra son dioses, y que hay otros sobre la luna y otros debajo? ¿Puedo estar de acuerdo con Platón o el peripatético Estratón, de los cuales el uno admite un dios sin cuerpo y el otro sin alma?». Él mismo responde: «Pues qué, ¿te parecen más veraces los sueños de T. Tacio, de Rómulo o Tulo Hostilio? Tacio consagró como diosa a Cloacina; Rómulo, a Pico y a Tiberino, y Hostilio, a Pavor y Palor, los más sombríos afectos del hombre, de los cuales el uno es la agitación de la mente aterrorizada, el otro la del cuerpo, pero no como enfermedad, sino como color».

¿Se puede tener por dioses a éstos y admitirlos en el cielo? ¿Con qué libertad habló de los ritos tan torpes y crueles? «El uno se mutila en sus partes viriles, el otro se corta los bíceps de los brazos. ¿Cómo podrán temer la ira de los dioses quienes así los aplacan? Dioses que se complacen en esto no merecen culto alguno. Tan grande es el desvarío de la mente perturbada y fuera de sí, que piensan se aplacan sus dioses con la crueldad que no llegaron a practicar ni los hombres más crueles y despiadados. Despedazaron los tiranos los cuerpos de algunos, pero no mandaron a nadie desgarrar los propios. Se castraron algunos en holocausto de tiránica voluptuosidad, pero nadie por orden de su señor puso las manos sobre sí para dejar de ser varón. Ellos se despedazan a sí mismos en los templos, y ruegan con sus heridas y con su sangre. Si alguno tiene oportunidad de ver lo que hacen y lo que sufren, hallará cosas tan indecentes para los honestos, tan indignas para los libres, tan opuestas a los cuerdos, que no podrá dudar de su locura si fueran muy pocos; pero la multitud de los locos es garantía de cordura».

2. Pasa luego a recordar las cosas que suelen hacerse en el Capitolio, y las reprueba con decidida intrepidez; y ¿quién creerá que son sino burlones y locos los que las practican? Se había él burlado del llanto por la pérdida de Osiris en los misterios de Egipto y del gran contento por su hallazgo. Esa pérdida y ese hallazgo no son sino ficciones; pero se expresa con toda veracidad el dolor y la alegría de los que nada habían perdido ni encontrado.

«Pero esa locura -dice- tiene una duración limitada. Puede pasar la expresión de la locura una vez al año. Llegué al Capitolio; causará vergüenza la demencia generalizada que el vano frenesí tomó como un deber. Uno somete las divinidades al dios; otro le dice la hora a Júpiter; otro está como lictor; otro como masajista, que con el movimiento fingido de los brazos está imitando al que unge. Hay mujeres que componen los cabellos de Juno y de Minerva y mueven sus brazos como las peinadoras, en pie y lejos, no de las imágenes sólo, sino también del templo; las hay que tienen su espejo, otras que invocan a los dioses para sus pleitos y otros que presentan memoriales escritos e informan de su causa a los mismos. Un hábil director de histriones, viejo ya y decrépito, representaba una farsa a diario en el Capitolio, como si los dioses contemplaran con agrado al que los hombres habían ya abandonado. Allí están ociosos toda clase de artífices, que sirven a los dioses inmortales.»

Y añade un poco más adelante: «Sin embargo, éstos hacen al dios una ofrenda superflua, pero no torpe ni deshonrosa; algunas hay que se sientan en el Capitolio y piensan que son amadas por Júpiter, sin atemorizarse por la consideración de Juno, la más iracunda si damos crédito a los poetas».

3. No tuvo Varrón este valor; solamente se atrevió a reprender la teología poética, pero no la civil, que echó por los suelos aquél. Si miramos bien las cosas, son peores los templos donde se celebran estas ceremonias que los teatros donde se simulan. Por ello, Séneca eligió para el sabio estas partes en los misterios de la teología civil, para no tenerlos en la religión de su espíritu, sino fingirlos en sus actos. Dice: «Todo esto lo observará el sabio como ordenado por las leyes, no como agradable a los dioses». Y añade luego: «¿Qué es el casar a los dioses, y sin piedad siquiera, hermanos y hermanas? Emparejamos a Belona con Marte, a Venus con Vulcano, a Neptuno con Salacia. A algunos, sin embargo, los dejamos célibes, como si les faltara algún requisito, sobre todo habiendo algunas viudas, como Populonia o Fulgora, o la diosa Rumina, a quienes no me maravilla haya faltado pretendiente. Y toda esa noble panda de dioses que amontonó una larga superstición en el largo paso del tiempo hemos de adorarla -dice-, pero con la condición de tener presente que su culto tiene más relación con la costumbre que con la realidad».

Por consiguiente, ni aquellas leyes ni la costumbre establecieron en la teología civil lo que era agradable a los dioses o se refería a esa cuestión. Pero él, a quien la filosofía había hecho en cierto modo libre, como era un ilustre senador del pueblo romano, veneraba lo que reprendía, practicaba lo que refutaba, adoraba lo que hallaba culpable. Es decir, la filosofía le había enseñado algo grande: el no ser supersticioso en el mundo; sin embargo, por respeto a las leyes de los ciudadanos y a las costumbres de los hombres no representaba ciertamente un papel importante en el teatro, pero lo imitaba en el templo; y por ello tanto más digno de censura cuanto que inducía al pueblo a juzgar que sus prácticas las hacía convencido; y, en cambio, el actor deleita con la actuación más que engaña con la mentira.

CAPÍTULO XI

Juicio de Séneca sobre los judíos

Entre otras supersticiones de la teología civil, censura Séneca también las prácticas religiosas de los judíos y, sobre todo, los sábados. Dice que es inútil su celebración, ya que, estando ociosos un día en la semana, pierden casi una séptima parte de su vida y salen perjudicados al no realizar muchas necesidades urgentes. Y, sin embargo, no se atrevió a mencionar a los cristianos, tan enemigos de los judíos. No los mencionó en ninguno de los dos extremos, es decir, ni alabándolos contra la usanza de su patria ni reprendiéndolos, quizá contra su propia voluntad. Dice al hablar de los judíos: «Tal poderío alcanzó la manera de vivir de esta gente perversa, que se impuso en todas las regiones: los vencidos dieron leyes a los vencedores».

Estaba maravillado al decir esto, ignorando lo que perseguían los designios divinos, y expuso claramente lo que pensaba sobre el fundamento de sus misterios; dice así: «Ellos conocieron el porqué de sus ritos; la mayor parte del pueblo los practica sin saber por qué». Pero sobre las prácticas religiosas de los judíos, por qué razón y hasta qué punto fueron establecidas por la autoridad divina y cómo después a su debido tiempo fueron abrogadas por la misma autoridad para el pueblo de Dios, al cual se reveló el misterio de la vida eterna; ya hemos tratado en otra parte, sobre todo cuando rebatíamos a los maniqueos. Trataremos también de ello en lugar más oportuno de esta obra.

CAPÍTULO XII

Descubierta la vanidad de los dioses gentiles, está fuera de toda duda que no pueden 
dar la vida eterna a nadie quienes no ayudan ni a la misma vida temporal

Hemos tratado hasta el presente de las tres teologías que llaman los griegos mítica, física, política, que puede equivaler a los nombres latinos fabulosa, natural y civil; y hemos demostrado que no se ha de esperar la vida eterna ni de la fabulosa, que los mismos adoradores de tantos dioses falsos reprendieron con tal libertad, ni de la civil, de la cual está demostrado ser aquélla una parte, y es tan semejante o aún peor. Si a alguien no le parece suficiente lo que se ha dicho en este libro, añada tantísimas disertaciones de los libros anteriores, sobre todo del cuarto, acerca de Dios como dador de la felicidad. Pues ¿a quién habían de consagrarse los hombres con vistas a la vida eterna sino a la felicidad, si la felicidad fuera una diosa? Pero como no es una diosa, sino un don de Dios, ¿a qué Dios sino al dador de la vida eterna hemos de consagrarnos los que con piadosa caridad amamos la vida eterna, donde se halla la felicidad plena y verdadera?

De todo lo expuesto pienso que nadie puede dudar que no da la felicidad ninguno de estos dioses que reciben tanto y tan inmundo culto, y si no lo reciben, se irritan más torpemente aún, con lo que se delatan como los espíritus más inmundos. En fin, quien no da la felicidad, ¿cómo puede dar la vida eterna? Llamamos vida eterna a aquella en que la felicidad no tiene fin. Pues si el alma viviera en los tormentos eternos en que son atormentados los mismos espíritus inmundos, más bien muerte que vida debiera llamarse ésa. No hay, en efecto, muerte más radical ni peor que aquella en que no muere la muerte.

Pero como el alma, por su naturaleza, ha sido creada inmortal y no puede existir sin vida alguna, su muerte suprema es el apartamiento de la vida de Dios en la eternidad del tormento. Por consiguiente, sólo el que da la verdadera felicidad puede dar la vida eterna, es decir, felicidad sin fin. Ésta, queda demostrado, no pueden darla los dioses que adora la teología civil. Así que no deben ser honrados por las cosas temporales y terrenas, como hemos demostrado en los cinco libros anteriores, y mucho menos por la vida eterna que seguirá a la muerte; lo que con la ayuda de los otros hemos probado en éste solo. Pero como la fuerza de la apatía tiene tan grandes raíces, si alguien piensa que he hablado poco sobre el rechazo y cautela contra esta teología civil, preste atención al libro que, con la ayuda de Dios, seguirá.

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