viernes, 20 de abril de 2018

En la escuela dedicar tiempo para pensar



SERVICIO CATOLICO.

kaire.wikidot.com
autor: Philippe Meirieu / Estudioso de Pedagogía y Ciencias de la educación, en la Université Lumière – Lyon 2
fecha: 2015-07-06
fuente: Nella scuola dedicare tempo al pensiero / Publicado en el n. 57 de Emmeciquadro (2015-07)
traducción: Lorenzo Mazzoni (francese-italiano)
María Eugenia Flores Luna (italiano-español)
Publicado en francese en Esprit, n. 401, enero 2014 y en el texto integral

En esta contribución se relatan fragmentos amplios de un artículo publicado en la revista Esprit en la que el autor denuncia una escuela víctima de la falta de atención, en la que parece reproducirse lo que ocurre en la fruición televisiva, la costumbre al zapping. Recorrer la vía de la implicación personal en el plano del conocimiento es el remedio sugerido a los docentes para contener una crisis que no se debe a la imposición de un modelo errado, sino que es de naturaleza cultural con raíces profundas de naturaleza antropológica.

La cuestión de la atención de los alumnos en ámbito escolar, aunque no parece en absoluto movilizar a los investigadores y sea más bien ampliamente ignorada en la formación inicial y en aquella continua de los maestros, hoy aparece claramente como uno de los mayores problemas profesionales de los actores de la escuela. En efecto es fácil encontrar rastros en la mayor parte de los documentos y de los estudios sobre «el malestar de los profesores» que denuncian, al mismo tiempo, una falta de reconocimiento social y un fuerte deterioro de las condiciones de trabajo de los docentes de la escuela primaria y secundaria.

La escuela a la merced de la falta de atención


Ciertamente, el énfasis está puesto, más con frecuencia, en situaciones-límites, vinculadas a contextos sociales degradados en los que la adhesión a las normas escolares es particularmente problemática […] o en conflictos sociales que ponen en peligro la posibilidad misma de la escolarización […]. Pero lo que parece claro, cuando se observa el conjunto de las evidencias hoy disponibles, es que la «crisis de la enseñanza» ya no se limita a situaciones de mal funcionamiento institucional y ni siquiera deriva de la esperanza decepcionada de la democratización y de los errores o de las insuficiencias de los sucesivos reformadores; ella concierne a la situación escolar en cuanto tal, que se ve de algún modo erosionada, cuando no vacía de su sustancia, por un conjunto de comportamientos limitados pero devastadores.

Ya ninguna clase en efecto, aunque disfrute de las mejores condiciones materiales y sociales, está libre del crecimiento de la falta de atención: el profesor ya no debe sólo corregir los descuidos pasajeros de algún alumno distraído reclamándole orden, sino debe, a cada instante, reconstruir un cuadro general que haga posible su actividad de comunicación. Frente a la dispersión sistemática, a la fragmentación al infinito de las actividades de los alumnos, a la solicitud permanente - explícita o implícita - de cada uno de ellos, es difícil construir una situación en la que una palabra, tal vez una simple asignación de tarea pueda ser entendida por todos los alumnos.

La amenaza a la escuela pues ya no viene, principalmente, de una inversión de modelo brutal, sino de una especie de implosión de lo que permitía a la institución, sin el conocimiento de sus propios actores, de perpetuarse: la movilización psíquica de los sujetos que la frecuentan sobre los objetos que ella les propone. Ninguna distracción además es confirmada por parte de estos sujetos al punto de que no se puede en absoluto considerarlos culpables y que ninguna sanción verdaderamente hace mella en ellos. Y es así que el colapso de la institución se acompaña al sentimiento de impotencia por parte de aquellos que tienen la tarea de defenderla a diario; es así que las reformas estructurales, por mucho que sean reclamadas por las organizaciones profesionales por los partidos políticos, parecen quedar en nada, dejando desarmados a los actores frente a unos alumnos decididamente, y en sentido literal, inalcanzables.

Un rápido análisis podría permitir explicar este fenómeno como debido a una distancia siempre mayor entre los intereses de los estudiantes y los conocimientos escolares. No es cierto que este sea el factor determinante. En efecto, la modernidad ha vuelto a conectar considerablemente los conocimientos enseñados con los conocimientos sociales en circulación: los unos y los otros, que una vez pertenecían a esferas que no se comunicaban en absoluto, hoy se colocan en un continuum mediático que debería, en rigor de lógica, facilitar el pasaje de los unos a los otros.

Los programas escolares, en realidad, nunca han estado tan cerca de las cuestiones sociales y jamás la institución educativa ha considerado tan importante hacer aparecer esta proximidad, tanto de hacerla cm la carta ganadora, precisamente por «acercar la escuela a la vida». Los manuales escolares de todas las clases y todas las disciplinas afirman este «acercamiento»: no hay una lección que no sea acompañada por un escrito o una fotografía que recuerden que lo que se enseña conduce justo a «realidades» vividas o conocidas por los alumnos, hasta el punto que alguna vez se podría incluso preguntar si no es más bien la ausencia de todo «exotismo» que es en este caso desmovilizador.

Pero esta misma cuestión parece, también, irrisoria en relación a las dificultades encontradas por los maestros para movilizar a los alumnos, de modo permanente, en los conocimientos: cerca o lejos, declinados según los intereses de los chicos o en deliberada ruptura con ellos, finalizados a un posible uso a corto plazo o inscritos deliberadamente en el registro simbólico, los conocimientos propuestos por la escuela no parecen en absoluto capaces de ser atrayentes lo suficiente para permitir esta «inversión de la dispersión», […] que permite fundar y estructurar el proyecto didáctico.

Cualquier cosa que intenten, los maestros parecen «abrumados» por los comportamientos incontrolables de sus alumnos, por su falta de atención permanente que hasta la ocurrencia más original no logra recuperarla por más de algún segundo. Hasta el punto que el mismo debate pedagógico tradicional viene a encontrarse - desgraciadamente - deslegitimado: así la cuestión del saber si «se necesita partir de los intereses de los alumnos», de sus preocupaciones más concretas, o movilizarlos hacia los desafíos culturales fuertes que los arranquen de su cotidianidad, […] parece completamente secundario en una situación donde, cualquier cosa acurre, los alumnos no están realmente presentes, ocupándose mentalmente de un gran número de actividades, no se fijan en el trabajo propuesto más que cualquier instante, no retienen – en el mejor de los casos – más que algún fragmento desarticulado, escapando a cada instante a la orden sin embargo repetida como un estribillo: «Escúchenme!». Eso no significa en absoluto que no se deba perseguir la reflexión sobre los programas y contenidos escolares, sino significa, evidentemente, que no es suficiente.

Crecimiento de la falta de atención y declino de la institución

Hagamos la hipótesis de que la situación que vivimos conduzca a un doble fenómeno «a tijera»: por un lado una realidad social constituida por un cambio profundo de las posturas psíquicas de los alumnos y, por otro lado, un decaer, en ciertos casos un desaparecer, de las estructuras escolares que permiten precisamente formar y sostener la atención de los propios alumnos. Había estudiado, hace más de veinticinco años, las diferencias de percepción, por parte de los alumnos del último año de primaria, de una misma película, según como lo vieran en el cine, en una sala oscura en que su atención estaba focalizada en la pantalla, o en la televisión, en su casa, en una habitación iluminada, donde eran solicitados por un gran número de actividades sociales. El resultado era particularmente concluyente: en el primer caso, la mayor parte de los alumnos podía informar sobre la trama narrativa de la película y captar la continuidad simbólica; en el segundo, la mayor parte no lograba más que evocar algunas escenas que conmovían, sin lograr conectarlas. Unos años después he conducido un estudio sobre el uso del control remoto y sobre el modo en que modificaba fundamentalmente la relación con la pantalla de televisión.

Reasumía así mis observaciones: «El control remoto reune cuatro principios que, combinados entre sí, constituyen una afirmación de la omnipotencia infantil, en una forma técnicamente banalizada y socialmente aceptable: el principio de la miniaturización lúdica, el principio de la conexión directa del sujeto con el mundo, el principio del paso inmediato a la acción, el principio de la superposición total de la imagen con la realidad. A fin de cuentas, no es imposible que, incluso constituyendo un progreso científico notable que puede eficazmente ayudar a las condiciones de vida de numerosas personas (en particular personas con discapacidad), el control remoto sea también portador, del momento que ha sido erigido como un tótem por los usuarios de los medios, de una regresión psicológica individual y colectiva hacia lo infantil».

Gracias a lo que entonces llamaba phallus high-tech, los niños y los adolescentes disponen, en efecto, de un utensilio tecnológico cuyo impacto sobre su comportamiento psíquico puede ser particularmente preocupante: […] ellos tienen la costumbre de someter su atención al encanto del programa, delegando, de algún modo, a este último la decisión de su prestar atención. Entonces yo escribía: «El zapping adquiere así una característica muy particular, el poder de comandar un objeto del cual simultáneamente uno se emancipa. Eso permite combinar la agitación interior, el desarrollo de actividades de todo tipo y, al mismo tiempo, el control más estrecho de la “máquina para ver”». […]

Inútil insistir sobre el hecho de que, en este contexto, el docente no puede competir con las «industrias del programa» (o sea las técnicas con las que quien construye programas de televisión captura y mantiene la atención del espectador). Sobre todo porque esta evolución se coloca en el cuadro de una mutación antropológica que legitima y contribuye al desarrollo de la hiper-atención pulsional a costa de la atención voluntaria y profunda. En efecto […] los lugares del placer y del sufrimiento se han intercambiado: una vez el cuerpo había sido el lugar del sufrimiento mientras el pensamiento era, al menos para alguno, aquel de la posibilidad de una elevación, la fuente de satisfacción espiritual y de promoción personal. Sin embargo, hoy, el ejercicio del pensamiento es percibido, en particular por una gran parte de los niños y adolescentes, como una fuente de sufrimiento, mientras el cuerpo en cuanto tal y sus múltiples prótesis tecnológicas es el lugar de todos los gozos posibles, naturales y artificiales. […]

El educador luchando con la atención

Así, y no obstante la fatiga de Sísifo de numerosos maestros y responsables de la educación, una gran parte de nuestros alumnos, con el control remoto implantado en el cerebro, vaga en espacios indiferenciados, sin jamás fijar su atención por un tiempo largo. […] Ciertamente, porque la escolaridad es obligatoria hasta los dieciséis años, hará falta encontrar soluciones aceptables: se llaman enfoque hacia clases especiales, estructuras de apoyo o de acompañamiento, públicas o privadas, y seguramente, muy pronto, cuidados médicos más o menos intensos. La escuela, bajo la cobertura de la personalización, desarrolla así una operación centrífuga, creando en su centro una depresión, esencialmente ocupada por actividades de evaluación, y enviando poco a poco más lejos a los que ya no saben hacer aquello que ella está obligada a enseñarles. Queda la difícil vía de la pedagogía. […] El pedagogo, en efecto, no puede hacer nada actuando directamente sobre el sujeto: ningún educador puede obligar a alguien a aprender o a estar atento, a menos que no constituya sólo con la atención del otro una relación de sujeción, radicalmente incompatible con el empeño necesario de una voluntad y la movilización intelectual solicitada para apropiarse de un conocimiento.

Es por eso que el maestro no puede, pero sobre todo no debe, competir con los medios en la atracción psíquica de sus alumnos: él debe, al contrario, formarlos al ejercicio libre de la atención y, por tanto, a la resistencia a toda forma de atracción. Pero, si el pedagogo no puede actuar directamente sobre la conciencia del alumno y «poner a funcionar» su atención, él debe «hacer de todo» […], para hacer posible la inversión deliberada del sujeto sobre un objeto del conocimiento.

Instrumentos pedagógicos y formación de la atención

Cuando se ve atentamente el término «atención» del Dictionnaire de pédagogie e d’instrution primaire di Ferdinand Buisson editado en 1878, por Michel Bréal, se encuentra definido como «la dirección de todas las fuerzas intelectuales sobre un sólo objeto»: el alumno atento debe «tender todas sus facultades» para escuchar una asignación, leer un texto o seguir una tarea y, por eso, «las llamadas reiterados a la atención no son suficientes». El profesor pues está invitado a identificar los signos de la falta de atención, pero a no afanarse, no obstante eso, a denunciarlos: «el oído de los alumnos se acostumbra rápido a las explosiones de voz, que desde ese momento, no sirven para nada». En alternativa, debe dar espacio a un conjunto de rituales pedagógicos que marcan el recorrido de la clase y permiten identificar de modo preciso, para cada etapa, el comportamiento esperado: «Las preguntas deben ser dirigidas a toda la clase: así el profesor siempre hará primero la pregunta, luego dará el tiempo necesario para encontrar la respuesta, y es entonces que mencionará el nombre del alumno que debe responder».

No se dirá nunca lo suficiente, en particular a los docentes de hoy que temen que un instante de silencio rompa la atención, hasta qué punto esta «pausa» es decisiva para permitir el surgimiento del pensamiento. En la organización de las actividades mismas, Bréal invita a reflexionar sobre el mejor modo para favorecer la movilización; él invierte así un cierto número de evidencias: «Se comenzará con el ejercicio más difícil y se concluirá con el que requiere el menor esfuerzo», para que el alumno no consuma su atención en cuestiones de escasa importancia, y que, al mismo tiempo, cuando no está aún cansado, se concentre en problemas de los cuales percibe la importancia. Por último Bréal subraya que la atención del alumno se movilizará tanto más fácilmente cuanto más «el profesor esté personalmente involucrado, porque la propia indiferencia tendría inevitablemente como consecuencia la de los alumnos: él descubrirá, en el mismo instante, por cuanto es posible, en colaboración con sus alumnos, las reglas del cálculo y de la gramática que está enseñándoles». ¿Cómo decir de mejor modo que la atención no es una es cuestión de constricción, sino de activación de los deseos de aprender y de coparticipación del placer de comprender?

¿Cóme resaltar mejor que es sólo la relación que el profesor tiene con el conocimiento que constituye el punto de apoyo que funda la atención del otro? Porque, es justo aquí, en lo que se juega para el docente mismo, cuando se hace investigador «desde» y «dentro» los propios conocimientos, que el alumno se da cuenta de que el saber es una aventura con las múltiples posibles satisfacciones, y que requiere un compromiso y un esfuerzo, que comportan, al final, más satisfacciones de cuanto no sea el sacrificio momentáneo.

Es en este encuentro que se origina la atención profunda, la que permite evitar sea la falta de atención sea […] «la atención involucrada», la que «paraliza la mente (como hace siempre la sorpresa o el desconcierto», cuando el sobresalto bloquea la reflexión. […] Concerniente más precisamente a la atención, Lev Vygotsky [en: Pensamiento y Lenguaje - n.d.r.] muestra que ella existe antes como «función elemental» - a consecuencia de una madurez orgánica - y que debe constituir el objeto de un trabajo educativo específico con la finalidad de constituirse como «función psíquica superior»: por eso, conviene dar al sujeto un apoyo en el cual tendrá en un primer momento que apoyarse para alcanzar, en un segundo tiempo, el dominio de su actividad de atención. El niño, en efecto, tiene necesidad de mediaciones estructuradas que él integra progresivamente y que le permiten actuar en sí mismo: él transforma así los recursos del contexto en instrumentos psicológicos dentro de un proceso de control y de conquista de la autonomía donde el rol de los educadores y de las situaciones de aprendizaje con que está en relación es absolutamente determinante. Vygotsky insiste, en este propósito, sobre el rol esencial de los «signos» (símbolos, esquemas, listas, mapas, etc.) y subraya la importancia del lenguaje del adulto, mediación decisiva en la cual el niño puede apoyarse para desarrollar la propia actividad psíquica. Según esta concepción, se tiene pues que interrogar cada pedagogía sobre la «consistencia lingüística » de la que ella da prueba.

Hace falta en efecto que el lenguaje del docente no se disuelva en la charla – aunque sea benévola – sino que proponga apoyos bastante relevantes y sólidos, precisos y en conjunto comprensibles, para que el alumno tenga una percepción estable, en que apoyar la propia actividad psíquica. Que el docente tenga un lenguaje estructurado, que evite toda confusión y toda aproximación, que utilice unidades semánticas distintas y perfectamente asimilables, que evite las órdenes repetitivas sin consecuencias como los reclamos individuales sistemáticos: esto es lo mínimo para aquel cuyo trabajo impone, más que otros, saber «qué cosa quiere decir hablar». De aquí la absoluta necesidad de colocar la formación en la «consistencia lingüística» en el centro de cada formación inicial y continua de los educadores y, en particular, de los profesores. Como la de adiestrarlos a construir situaciones que permitan a los alumnos desarrollar progresivamente su atención para poderse aplicar en aprendizajes y actividades intelectuales a largo plazo.

En el ámbito de esta contribución, yo sólo puedo esbozar rápidamente un «programa» de cinco puntos que debería ser aproximado para el conjunto de las disciplinas y para todos los niveles de aprendizaje. La atención debe ser en efecto: movilizada (para estos se puede apoyar en aquella que […] es llamada «la atención afectiva»); focalizada (hace falta pasar progresivamente por el «gran ángulo» al «zoom»); sostenida para que dure (por medio de una actividad que involucre al sujeto); acompañada para alcanzar la abstracción manipulando entes simbólicos (es el «salto cualitativo» determinante al cual el sujeto llega cuando descubre el poder de los conceptos, de modelos y teorías); orientada a la reflexión (cuando la atención toma consciencia de sí misma y el sujeto regula voluntariamente su actividad en función de los resultados que quiere obtener. […]

Dedicar tiempo a pensar

La pedagogía parece así, lejos de las caricaturas que se puedan hacer, como un medio precioso de resistencia a la falta de atención y a la futilidad sistemáticas. Ella puede implementar la escuela para asumir aquí, sin el mínimo complejo, su función termostática: en una sociedad que hace de la aceleración una virtud, ella debe hacer de la desaceleración un principio. Frente a la dictadura de la «reacción en tiempo real» - que, precisamente, suprime todo intervalo temporal, - debe imponer una suspensión al paso con la acción, y ofrecer tiempo para pensar. En un mundo donde incumbe la dispersión permanente y un crescendo de los efectos, debe hacer vislumbrar el placer del acceso a lo simbólico, la alegría del pensamiento y la felicidad de la creación.

Cuando, dondequiera se le exhorta a fragmentar los propios programas en competencias técnicas reproducibles para pasar por el yugo caudino de la posibilidad de empleo, debe mantenerse firme en los objetivos culturales de los aprendizajes, en su conjunto de funciones de acceso a las obras del ingenio y a la atención voluntaria. Contra el utilitarismo de los conocimientos escolares y la externalidad de las actividades artísticas, debe hacer de la educación artística y cultural una prioridad absoluta para desarrollar la atención profunda y permitir a los alumnos y alumnas pasar de un gesticular permanente a la intencionalidad del gesto. Desafíos más importantes que imponen un sobresalto pedagógico en el corazón de la acción educativa, mucho más allá de las reformas institucionales que, aun cuando parecen necesarias desde un punto de vista político y social, se revelan hoy antropológicamente irrisorias.

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