martes, 10 de abril de 2018

Cinco paradojas de la revolución sexual



MARY EBERSTADT
catholiceducation.org/es

SERVICIO CATOLICO.

Los académicos difieren en sus definiciones de la revolución sexual, pero aquí hay una fórmula directa y sin controversias. 

La «revolución» se refiere a los cambios en el comportamiento sexual y las costumbres luego de la amplia adopción y aprobación de métodos anticonceptivos confiables desde hace más de medio siglo. Lo que primero la disparó fue la pastilla anticonceptiva, aprobada por la FDA en 1963, y de uso generalizado en la población a partir de entonces. Lo segundo fue la legalización del aborto a pedido en 1973 por medio de Roe versus Wade, un adelanto que la autorización de la píldora hizo inevitable. Los anticonceptivos modernos y el aborto legalizado no solo cambiaron el comportamiento sino las actitudes. En el mundo, la tolerancia social al sexo fuera del matrimonio en todas sus formas se incrementó junto con estos otros cambios, por motivos lógicos que mencioné en otros sitios, incluido mi libro Adam and Eve after the Pill [Adán y Eva luego de la píldora].

Con excepción de Internet, es difícil pensar en cualquier otro fenómeno desde la década de 1960 que haya reestructurado a la humanidad en todo el mundo de forma tan profunda como esta revolución en particular. Algunas de las crónicas resultantes son muy conocidas, de hecho: hace cuatro años, en el 50 aniversario de la aprobación de la pastilla de control de la natalidad, hubo una catarata de comentarios y reflexiones, la mayoría de ellos en un tono positivo. La revolución, reivindicaba —y aclamaba— la revista TIME y la mayoría de otras fuentes seculares, había puesto en igualdad de condiciones en el mercado económico a los hombres y las mujeres por primera vez en la historia; le había conferido una libertad a las mujeres que nunca antes habían conocido.

Todo eso es cierto, hasta aquí. Sin embargo, hay otro lado de las crónicas que la mayoría en una sociedad saturada con los placeres de la revolución pasó por alto en general. Con cada año que pasa, se suma más evidencia que algún día deberá cambiar ese argumento predominante y feliz. Con ese fin en miras, me gustaría discutir cinco maneras en la cual la revolución reconfiguró la realidad humana como la conocemos, cinco aparentes paradojas que apuntan al poder de la revolución, en particular, a su impresionante poder destructivo.

Comencemos con una pequeña historia que plasma la escala de cambio. Crecí en una serie de pequeñas ciudades desperdigadas en el hermoso e imponente norte de Nueva York. Al norte del Hudson River Valley, otro planeta a comparación de la ciudad de Nueva York, en el área que se conoce como la región Leatherstocking porque el autor James Fenimore Cooper sitúa allí sus clásicas historias estadounidenses. Esta era y todavía es, un paraje rural obrero. Era el tipo de lugar donde, en la década de 1960, más muchachos fueron a Vietnam que a la universidad. De muchas maneras, gran parte de esta área todavía es igual con una sola enorme excepción, a la que llamaremos el tema familia.

En los sesenta, la mayoría de los hombres de este lugar trabajaban como peones, principalmente en granjas o en plantas procesadoras de cobre y plata. Muchas mujeres, si estaban casadas, se quedaban en sus casas. La mayoría de las familias todavía estaban intactas (fueran o no religiosas). Este lugar no era en particular practicante; la mayor parte de los residentes eran protestantes tradicionales, menos del 10 por ciento eran católicos y las iglesias locales no desbordaban con feligreses los domingos.

Uno de mis recuerdos más duraderos de aquellos años: En 1972, solo meses antes de la legalización del aborto, una adolescente que vivía en mi calle quedó embarazada. El padre del bebé era un joven soldado, que hacía poco había vuelto de la guerra. Los chismosos del lugar estaban indignados porque el muchacho no quería casarse con la chica. En aquellos días, eso era considerado escandaloso. Aunque una novia embarazada no era algo fuera de lo común, aun las novias adolescentes, los novios que no querían casarse con ellas eran objeto de oprobio. Por lo tanto, los rumores comenzaron, y no para bien.

Finalmente, la muchacha tuvo el bebé en otro lugar, seguido luego por una adopción. Ella volvió y terminó la secundaria, hasta donde sé, sin estigma social. No obstante, el estigma que sí permanece en la memoria fue el otro: contra el novio. La idea de que debería haber asumido la responsabilidad, lo que la mayoría de los adultos en esa época y lugar creían, es una idea que se desvaneció en el viento de la revolución.

Ahora avancemos unos veinte años. A principios de la década de 1990, volví y me encontré con una antigua profesora. Ella estimaba que entre los 200 alumnos de último año de la secundaria, alrededor de un tercio de las chicas estaban embarazadas. Ninguna estaba casada y sin duda había otros embarazos aparte de los visibles; también se rumoreaba que varias chicas habían abortado.

Estas son las conclusiones. De un embarazo escandaloso en una escuela secundaria rural en los setenta a muchos embarazos no escandalosos en esa misma escuela en los noventa: esa es una instantánea que muestra la manera en que la revolución sexual transformó el mundo.

Lo que nos lleva a la primera de varias paradojas acerca de esa revolución:



Primera paradoja

Si los fundamentos de la revolución era la disponibilidad de control de la natalidad barato y confiable, ¿a qué se debe el aumento sin precedente de los abortos y de los embarazos fuera del matrimonio?

Esta es una pregunta de suma importancia. Después de todo, cuando la anticoncepción se volvió común, muchas personas de buena voluntad la defendían precisamente porque pensaban que volvería obsoleto al aborto. Margaret Sanger es un ejemplo prominente. Calificaba de «bárbaro» al aborto y argumentaba que la anticoncepción lo borraría del mapa. Planned Parenthood la llamó su santa patrona. Ella manifestaba lo que parecía una opinión con sentido común: la anticoncepción confiable prevendría el aborto. Una gran cantidad de personas, antes y después de los sesenta, creían lo mismo.

No obstante, el registro empírico desde esa época muestra que su lógica estaba equivocada: los índices de anticoncepción, aborto y nacimientos fuera del matrimonio se dispararon en simultáneo.

Hace veinte años, un grupo de economistas explicaron con admirable claridad la dinámica de estos incrementos coincidentes:

Antes de la revolución sexual, las mujeres tenían menos libertad, pero se esperaba que los hombres asumieran la responsabilidad de su bienestar. Las mujeres de hoy tienen más libertad de elección, pero los hombres se han permitido una opción comparable. «Si ella no desea tener un aborto o utilizar anticonceptivos», el hombre puede razonar, «¿por qué debería hacer el sacrificio de casarme?». Al hacer que el nacimiento del niño sea la elección física de la madre, la revolución sexual hizo que el matrimonio y los alimentos del hijo sean una opción social del padre.

En otras palabras, la anticoncepción llevó a más embarazos y abortos porque socavó el denominado matrimonio forzoso, o la idea de que los hombres tenían igual responsabilidad por un embarazo no planeado.

Otra teoría interesante acerca de por qué la anticoncepción no logró prevenir el aborto proviene de Scott Lloyd en un artículo del National Catholic Bioethics Quarterly. Utilizando investigaciones y estadísticas de la industria misma del aborto, él (como otros) argumenta que los anticonceptivos conducen al aborto, no solo en casos individuales, por supuesto, sino de manera repetitiva y fidedigna como fenómenos sociales idénticos:

La conclusión es esta: los anticonceptivos no funcionan como se los promociona, y su falla es la base de los pedidos de aborto. La anticoncepción permite los encuentros sexuales y las relaciones que no habrían sucedido sin ella. En otras palabras, cuando las parejas la utilizan, aceptan tener sexo cuando el embarazo sería un problema. Esto conduce a desear un aborto.

Hay otros esfuerzos en la ciencia social, y en otros lados, para explicar esta misma paradoja; pero el aspecto más importante sigue vigente: en contra de lo que una mayoría hubiera sido capaz de pronosticar en los sesenta, tanto el aborto como los embarazos no planeados proliferaron, a pesar de los anticonceptivos.

Muchas personas presentes en la creación de la revolución no podrían haber anticipado sus consecuencias paradójicas. Con buena fe, tenían la esperanza de que la humanidad dominaría estas nuevas tecnologías y que resultarían bienes sociales. No obstante, aquellos que vivimos en esta época, con un marcado contraste, poseemos un caudal de evidencia empírica acumulada por décadas, y podemos ver por medio de ciencia social perfectamente secular que el cuento de la revolución dio un oscuro giro.

Segunda paradoja

Se suponía que la revolución sexual liberaría a las mujeres. Sin embargo, al mismo tiempo, se volvió más difícil conseguir lo que la mayoría de las mujeres dicen que quieren: matrimonio y familia.

Esta no es una forma sesgada de explicar el asunto. Las mujeres de ambos lados del espectro político concuerdan en que casarse y vivir en pareja por el resto de la vida se volvió más difícil de lo que solía ser. Esta es una razón por la que tenemos vientres subrogados pagos y congelamiento de óvulos; en este último caso, con el apoyo entusiasta del mundo empresarial estadounidense. El propósito de estas innovaciones —aparte del beneficio corporativo de carreras profesionales sin interrupciones— es extender el horizonte de la fertilidad natural, para que las mujeres sean más libres de permanecer en el trabajo y tener tiempo de encontrar marido y familia. Lo que se pretende —así como el razonamiento detrás de la anticoncepción generalizada y el aborto a pedido— es empoderar a las mujeres, ponerlas en control.

Sin embargo, paradójicamente, muchas mujeres se encuentran con menos probabilidades que nunca de contraer matrimonio, permanecer casadas y tener una familia, todo lo cual la vasta mayoría de ellas todavía describe como su objetivo más preciado. Su preocupación resuena en los medios y en las redes sociales, en titulares como «Ocho razones por las cuales las mujeres de Nueva York no pueden encontrar marido» (New York Post); o «Por qué las mujeres universitarias no pueden encontrar el amor» (The Daily Beast); o muchas otras historias que se preocupan por las mujeres de hoy y la cuestión del matrimonio.

Los economistas destaparon la realidad detrás de estos temores, todos efectos colaterales de la revolución. En su libro Cheap Sex: The Transformation of Men, Marriage, and Monogamy, el sociólogo Mark Regnerus utilizó las herramientas de la economía para explicar el mercado sexual posrevolucionario, con el apoyo de un suministro formidable de nueva información.

La esencia de su argumento es el siguiente:

Para gran cantidad de mujeres, pareciera que los hombres tienen miedo al compromiso, pero los hombres, en general, no sienten eso. El tema es que los hombres están en el asiento del conductor en el mercado matrimonial y tienen una posición óptima para navegarlo de una manera que privilegia sus intereses y preferencias (sexuales).

En otras palabras, la misma fuerza que socavó el matrimonio forzoso pasó a empoderar a los hombres, no a las mujeres.

Uno de los economistas que Mark Regnerus citó, Timothy Reichert, escribió un análisis similar de la revolución, «Bitter Pill» [Píldora Amarga], en First Things. Reichert argumentaba utilizando información de los sesenta en adelante que «la revolución dio como resultado una redistribución masiva de riqueza y poder de las mujeres y los niños a los hombres». También especifica: «En términos más técnicos, la anticoncepción artificial establece lo que los economistas llaman un juego de «dilema del prisionero», en el cual se induce a cada mujer a tomar decisiones de manera racional que finalmente la dejan a ella, y a todas las demás, en peor situación».

Por supuesto, aquí no hablamos de los movimientos expresamente contraculturales y de las comunidades que desde la década de 1960 se unieron para oponerse a la revolución. En cambio, el foco está puesto en la narrativa cultural activa en distritos no religiosos, las clases de lugares en donde en verdad no se considera a la revolución como un problema. (Aún).

Además, en ese mundo, que ahora es la corriente cultural dominante, el hecho de que muchos hombres no se establezcan, contraigan matrimonio y tengan familia es una preocupación permanente e inquietante. Es el motivo por el que en los ochenta se acuñó la frase «síndrome de Peter Pan». Es la razón por la cual «dificultad para despegar» es un término común en la actualidad y la causa por la que se utiliza el concepto de «adolescente tardío».

Todas estas incorporaciones a la lengua vernácula tienen el mismo origen, el cual es un menor incentivo a casarse para los hombres debido al saturado mercado sexual de parejas potenciales: «sexo fácil», como se denomina en el título. Este resultado, asimismo, no es lo que previeron las personas que aclamaban la revolución en los sesenta. También hubo otros.

Una tercera paradoja se convirtió en la telenovela de los medios de comunicación de nuestra época, una historia que dice así: Se suponía que la revolución iba a empoderar a las mujeres

Una tercera paradoja

En cambio, marcó el comienzo de los escándalos sexuales seculares de 2017, etc. Y el movimiento #YoTambién. Además del hecho que hizo más difícil lograr el matrimonio para muchas mujeres, también permitió la depredación sexual a una escala nunca vista fuera de ejércitos conquistadores.

Tomen como ejemplo a Hugh Hefner, fundador de Playboy, quien murió el año pasado. Su imperio comercial se basó, por supuesto, en fotos pornográficas de una gran cantidad de mujeres. Se hizo a sí mismo un ejemplo de su propia supuesta filosofía (la filosofía de Playboy de tragos sofisticados y música y, naturalmente, sexo fácil). Fue una idea que tuvo éxito muy rápido, y parece seguro conjeturar que la mayoría de las personas no conocían la sórdida verdad, que luego surgiría de la mansión Playboy y de otros lugares, acerca de la explotación detrás de la hábil campaña publicitaria.

Sin embargo, cuando Hefner murió, muchos progresistas, incluidas las supuestas feministas, llenaron de elogios al apóstol de la revolución. ¿Por qué? Porque ocultó sus propósitos depredadores bajo el lenguaje del progresismo sexual. Como un escritor de Forbes resumió la crónica, «Playboy publicó su primer artículo en apoyo a la legalización del aborto en 1965, ocho años antes de que la decisión de Roe v. Wade permitiera la práctica, y hasta antes de que el movimiento feminista se aferrara a la causa. También publicó las líneas telefónicos a las que las mujeres podían llamar para conseguir abortos seguros».

En otras palabras, el apoyo de Hefner a estas causas aparece estrechamente atado al deseo de vivir de una manera que explotaba a las mujeres. Esta misma unión siamesa liga a muchos de los escándalos sexuales seculares que estallaron en las noticias. Las historias de Weinstein, etc. revelaron el mismo papel estratégico protagonizado por el aborto para la gran cantidad de hombres que cosifican a las mujeres y desdeñan a la monogamia. Sin el plan de contingencia del asesinato fetal, ¿dónde estarían esos hombres? En los tribunales, por supuesto, y pagando grandes sumas de cuota alimentaria.

Más y más pensadores, aun fuera de la esfera religiosa, llegaron a la misma conclusión. La revolución sexual no cumplió sus promesas a las mujeres; en cambio, habilitó a los hombres todavía más, en especial a los que no tenían las mejores intenciones. Francis Fukuyama, un científico social no religioso, escribió casi veinte años en su libro La gran ruptura de 1999: «Uno de los mayores fraudes perpetrados durante la gran ruptura fue la noción de que la revolución sexual fue de género neutro, que beneficiaba a las mujeres y hombres por igual… De hecho sirvió a los intereses de los hombres, y al final puso límites nítidos a los beneficios que, de otro modo, las mujeres podrían haber pretendido de su liberación de los roles tradicionales».

Con aquella observación, Fukuyama se une a una larga y creciente lista de pensadores no religiosos que ahora pueden comprender de forma más clara, en retrospectiva, lo que algunos dirigentes religiosos dijeron todo el tiempo. La revolución, en efecto, democratizó a la depredación sexual. Ya no hacía falta ser un rey o un amo del universo en algún otro reino para abusar sexualmente o acosar mujeres de manera incesante y serial. Solo se necesitaba un mundo en el cual se daría por sentado que muchas mujeres usarían anticonceptivos, y que además no contarían con la protección masculina. En otras palabras, todo lo que se necesitaba era que la revolución llegara al mundo.

Una cuarta paradoja

Apenas se investigó una cuarta paradoja, al menos no en forma sistemática, y es necesario hacerlo: el efecto de la revolución en el cristianismo mismo. Mirar hacia atrás a lo largo de las décadas es entender que la revolución fue, simultáneamente, polarizando a las iglesias en su interior, y creando vínculos más estrechos que nunca entre algunas denominaciones diferentes.

Durante décadas, los comentaristas debatieron acerca de lo que «los sesenta» significaron para las iglesias. Algunos le dieron la bienvenida a las innovaciones del Vaticano II, por ejemplo; otros aclamaron las transformaciones teológicas radicales del evangelismo tradicional. Aun así, otros condenaron estos cambios. En el lugar en que se encontraran, sin embargo, los observantes del cristianismo hoy descubrieron una realidad central ineludible. La revolución sexual es el tema más divisorio que ahora afecta a la fe misma.

Esto es verdad sea uno católico o protestante. En 2004, A Church at War, de Stephen Bates, un libro acerca de la comunión anglicana, resumió la discusión en su contratapa: «¿La política del sexo desgarrará a los anglicanos y a los episcopalianos?» Unos pocos años después, al escribir acerca del mismo tema en Mortal Follies: Episcopalians and the Crisis of Mainline Christianity, William Murchison concluyó con esta observación: «Para los episcopalianos, como para un gran número de otros cristianos, los temas fundamentales son el sexo y la expresión sexual, la cultura no ve a ninguno como un medio para un fin más grande sino como el verdadero fin».

En su libro Onward de 2015, Russell Moore reflexionó sobre la tensión entre los progresistas evangelistas y tradicionalistas de esta manera: «en lo que respecta a la religión en Estados Unidos en la actualidad, el progreso siempre termina siendo el sexo».

Como en nuestros otros ejemplos, parece seguro afirmar que la división de hoy no era nada que los cristianos de la década de 1960 quisieran adoptar. Aquellas voces dentro de las iglesias hace décadas que solo querían que el cristianismo «se relajara» no sabían lo que estaban iniciando, que es la guerra civil metafórica de la actualidad, en distintas denominaciones, dentro de la propia fe.

Una quinta, y por ahora, última paradoja

La revolución sexual no se detuvo en el sexo. Lo que muchas personas pensaban que sería una transformación privada de las relaciones entre individuos resultó en la reconfiguración radical de no solo la vida en familia sino la vida misma, punto.

Quizás el efecto menos comprendido de la revolución es lo que podría llamarse las implicaciones macrocósmicas, la forma en la cual continúa transformando y deformando no solo a los individuos sino también a la sociedad y la política.

Algunos de estos cambios son demográficos: en gran parte del mundo desarrollado, las familias son más pequeñas y más divididas en su interior que nunca antes en la historia.

Algunos efectos son políticos: Familias más pequeñas y más fracturadas ejercen una presión sin precedente en el estado de bienestar de occidente, al reducir la base impositiva para mantenerlo.

Hay, asimismo, efectos sociales que recién se están comenzando a conocer, como el brusco incremento en la cantidad de personas que viven solas, o que se informa que redujeron notablemente el contacto humano, o en otras mediciones que componen el floreciente campo de los «estudios de la soledad»; y esto también ocurren en los países de occidente.

Luego se encuentran las consecuencias espirituales, las que no se podrían haber anticipado en los sesenta, en especial por aquellos que sostenían que algo acerca de un cambio en el paradigma moral para los cristianos de alguna manera los ayudaría a ser mejores cristianos.

Argumenté en otra parte que la revolución también dio lugar a una nueva fe secularista y cuasi religiosa, el conjunto más fuerte de creencias rivales desde el marxismo-leninismo. De acuerdo con esta nueva fe, los placeres sexuales son el mayor bien, y no hay un claro estándar moral más allá del consentimiento entre adultos y lo que deseen hacer uno con otro. Sean o no conscientes de ello, muchas personas modernas tratan a la revolución sexual como cimientos religiosos imposibles de rever, sin importar las repercusiones que haya provocado.

Estos son solo algunos ejemplos del nuevo mundo que necesitan ser dados a conocer y que absorberán la atención intelectual por un largo tiempo. Deberíamos tener esperanzas acerca de aquellos futuros esfuerzos. Después de todo, llevó más de cincuenta años para que las opiniones se realinearan sobre solo una parte del legado negativo de la revolución. Puede tomar cincuenta más, o cien, para una explicación completa y honesta en lo empírico e intelectual. El pensamiento revisionista con respecto de los efectos de la revolución en el mundo apenas recién comenzó.

En conclusión, un pensamiento para terminar. Una vez, el gran escritor ruso Leo Tolstoy fue enviado por un periódico para informar lo que ocurría en un matadero local. Lo que allí vio lo movilizó profundamente. Su posterior descripción incluía una línea inmortal que creo está ampliamente relacionada con nosotros en la actualidad. Luego de transmitir la realidad, Tolstoy observó con una sencillez devastadora, «No podemos hacer de cuenta que no conocemos estas cosas».

Exactamente aquí es en donde la humanidad se encuentra en 2018 con respecto de la revolución sexual. Ya no podemos hacer de cuenta que no conocemos estas cosas, las que la revolución hizo.

En la excitante década de 1960, muchos podían alegar desconocimiento, de buena fe, acerca de los efectos secundarios que habría. Pocos podrían haber sospechado cuántos millones de niños en generaciones venideras crecerían sin padres en el hogar, por ejemplo; o cuántos millones más serian abortados; o cuántos hombres y mujeres por igual de hogares rotos sufrirían de diversas maneras, por ejemplo, recurriendo a las drogas —seguramente hay mucho más detrás de la epidemia opioide que el simple marketing— y otros comportamientos autodestructivos.

Muchas personas, solo medio siglo atrás, esperaban que la revolución no tuviera daño humano colateral. Para ser justos con ellos: ¿Quién, en aquel entonces, podría haber previsto la biblioteca de ciencia social creada en los últimos cincuenta años, que demuestra solo una parte del daño humano entre los hombres, mujeres y niños de la revolución?

Algunas personas cincuenta años atrás hasta tenían la esperanza de que las nuevas libertades, y controles tecnológicos, brindarían estabilidad al propio matrimonio. La encíclica papal de 1968 Humanae Vitae, la que también cumplió su 50 aniversario este año, se volvió muy odiada durante décadas precisamente por predecir otra cosa, por insistir que la revolución heriría al romance y la familia, y terminaría autorizando a hombres depredadores y gobiernos malvados.

Es una paradoja dentro de una paradoja en este momento que gran cantidad de personas, incluido el interior de la propia Iglesia católica, hayan resistido enérgicamente el rechazo a la revolución por parte de Humanae Vitae —o por ende, cualquier rechazo de la revolución— a pesar de toda esta evidencia, aun en algunos lugares muy altos.

En 2018, ¿alguno de nosotros, en buena fe, puede hacer de cuenta que no conocemos estas cosas que el propio empirismo documentó? La respuesta tiene que ser no.

En 1953, cuando el primer ejemplar de Playboy llegó a los quioscos de revistas, muchos habrían querido creer su propaganda acerca de realzar la sofisticación y urbanidad de los hombres estadounidenses. En 2018, no podemos hacer de cuenta que la incorporación de la pornografía no fue sino un desastre para el romance y un principal impulsor de los divorcios de hoy en día y otros rompimientos.

En 1973, hasta los que apoyaban a Roe vs Wade no podrían haber imaginado la evidencia que se presentaría: unos 58 millones de micro humanos no nacidos en los Estados Unidos; y la aniquilación del género, o el asesinato selectivo de micro niñas por ser justamente niñas, en diversas naciones en el mundo, contadas en millones. Ni tampoco se podrían haber imaginado el salto tecnológico que descubriría la verdad sobre el aborto de una vez por todas: la ecografía.

¿Es posible que hoy en día los defensores de Roe puedan manifestar el mismo desconocimiento?

Enfrentar la realidad como es debido, y utilizarla para contar una historia verdadera, no es simplemente emitir una jeremiada: es empoderar. Rechazar vivir bajo las falsedades acerca de la revolución, aun si se convirtieron en la narrativa dominante de la época, es abrazar la libertad de escribir una nueva narrativa, y una más verdadera.

Solo se necesita un paso hacia la revisión del legado de la revolución en la dirección de la verdad: dejar de hacer de cuenta que no conocemos el registro empírico e histórico, cuando cada año precisamente se revela tanto a la ciencia como a la razón humana, más y más.

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