jueves, 22 de marzo de 2018

¿Científicos y Dios, atracción o repulsión?



autor: Giuseppe Tanzella-Nitti
Codirector del portal Disf (www.disf.org), Documentación interdisciplinaria de Ciencia y Fe
fecha: 2010-10-03
fuente: Scienziati e Dio, attrazione o repulsione?
traducción: Carolina Velez / kaire.wikidot.com

SERVICIO CATOLICO.


En el mundo en que vivimos los científicos son cada vez más escuchados. A ellos no se les pide solamente una explicación de los descubrimientos más recientes, sino también una respuesta sobre los futuros escenarios de nuestro planeta, sobre las tendencias de la sociedad, sobre las elecciones estratégicas por realizar. Es muy frecuente que en las entrevistas a un Nobel de física o de química el interesado sea llamado a contestar a preguntas de bioética, de sociología, de religión. La bata blanca y una pizarra llena de fórmulas parecen ser el panorama más adecuado para respuestas siempre confiables y acreditadas. No importa que el ámbito mismo de estudio y de búsqueda a veces sea distante de los temas más candentes debatidos hoy: son científicos, y esto les garantiza ver más allá, orientar, cual nuevos filósofos, las elecciones de la humanidad. Al menos éste es el sentir común. Así se percibe hoy por la mayoría el rol del científico. ¿Y si los científicos hablan de religión? Entonces la cosa se vuelve interesante y estamos dispuestos, también en este importante terreno, a escuchar sus conclusiones. Ya hace veinte años la Fundación Agnelli de Turín financió una importante investigación, publicada con el título Valores, Ciencia, Transcendencia

para conocer la opinión de los investigadores italianos con respecto a cuestiones de orden político, ético y religioso. En las últimas décadas se efectuaron muchas investigaciones de este tipo, especialmente en el mundo anglosajón, que terminaron en libros publicados por prestigiosas editoriales o bien fueron presentadas en revistas científicas internacionales. El resultado es más o menos análogo en todos los sondeos: la incidencia de la fe religiosa en quien se ocupa de investigación científica no es tan diferente del resto de la población mortal.


La opinión que el gran público tiene acerca de la religiosidad de los hombres de ciencia es a veces contradictoria, porque ha sido poco documentada. En el caso de un personaje emblemático como Albert Einstein, por ejemplo, tuve la oportunidad de escuchar las opiniones más variadas. Desde quien estaba firmemente convencido de que su “teoría de la relatividad” habría confirmado la necesidad de mantener una posición relativista y no dogmática en temas de carácter ético o moral, hasta aquellos que empleaban frases y aforismos para mostrar su fe hebrea sincera e incluso a veces cristiana; desde comentarios que lo citaban como ejemplo de un científico que ya había desechado cada referencia a Dios de la descripción del universo, hasta artículos que pretendían ilustrar de ello un panteísmo sin descuentos. Además del personaje en cuestión (quién esté de verdad interesado en saber qué pensaba Einstein de Dios puede leer el verso homónimo de Thomas Torrance en el Diccionario Interdisciplinar de Ciencia y Fe), es un hecho que la mayor parte de las personas tienen la imagen de que los científicos son hombres poco acostumbrados a las cosas espirituales, están habituados a estudiar lo que se toca y se mide. Recientemente también escuchamos la extravagante opinión de que una declaración de ateísmo sería un requisito necesario para hacer una buena investigación. El gran espacio mediático dado a pocas personalidades sirve de amplificador, y el juego está hecho: los científicos son ateos y quien quiere acercarse de verdad a la investigación científica tiene que renunciar a cualquier creencia religiosa, ya que es irracional (alguien, indulgente, quizás podrá indicar su posición precisa en un lóbulo cerebral, pero sólo para afirmar su inferioridad con respecto a las más bien amplias zonas dedicadas al razonamiento racional, y por lo tanto científico).

Si en verdad las cosas están así nos preguntamos entonces a cuál comunidad, si no a aquella científica, pertenecieron personajes como Pierre Duhem, James Clerk Maxwell, Augustin Cauchy, Max Planck, Angelo Secchi, Gregorio Mendel, Antonio Stoppani, Henri Poincaré, Guglielmo Marconi, George Lemaître, Pavel Florenskij, Jerome Lejeune, Wernher von Braun, Louis Pasteur, Theodosius Dobzhanski, Abdus Salam, Charles Babbagev, o para acercarnos al contexto italiano reciente, científicos como **Enrico Medi, Luigi Fantappié , Ennio de Giorgi o Giovanni Prodi, una breve lista sólo representativa, que concierne a personajes no vivientes, y de tiempos no muy lejanos. Ir atrás en el tiempo, lo notamos entre paréntesis, no tendría sentido, siendo el ateísmo un fenómeno bastante reciente y siendo el contexto religioso muy familiar para casi todos los hombres de ciencia que vivieron antes del siglo XIX. Es más, una inspección al monumental Dictionary of Scientific Biographies (de 16 volúmenes), mostraría que hasta todo el 1700 una tercera parte de los científicos estaba representada por ministros ordenados de Iglesias cristianas. Si bien las cifras del siglo XXI ya no son éstas, un investigador que hoy afirmara que la fe religiosa es incompatible con la actividad científica tendría que vérselas con el 50% de sus colegas que, según el estudio publicado hace pocos meses en Oxford por Elaine Ecklund, se declara perteneciente a una religión, a los cuales quizás se sumarían un 20% de investigadores que se califican como creyentes en un Absoluto, ciertamente en su conjunto mucho mayores al 30% de los que se califican como agnósticos o ateos, (dos atributos que merecerían incluso ser diferenciados). Hasta un personaje como Charles Robert Darwin, que muchos consideran erróneamente como uno de los Padres fundadores del materialismo, nunca quiso calificarse como ateo. En su autobiografía (aquella supervisada por la nieta Nora Barlow que reintegra las referencias a Dios suprimidas por una primera autobiografía publicada después de la muerte del naturalista) o en las cartas de los últimos años enviadas a amigos y periodistas que lo interrogaron sobre su fe, el descubridor de la selección natural se considera teísta, creyente en una Causa Primera (diríamos más precisamente deísta) y cuando aplica a sí mismo el calificativo de agnóstico se refiere a un agnosticismo científico (“no podríamos conocer nunca el origen del universo”, afirma) y no filosófico.

Para adquirir una perspectiva más fiel a la realidad de los hechos, en el tema de la fe de los científicos no hay camino mejor que referirse a sus biografías (a menudo autobiografías, como en el caso de Planck), o a sus ensayos de reflexión filosófica sobre ciencia y filosofía o sobre ciencia y sociedad, escritos generalmente hacia el fin de su carrera, un género presente en todos los “grandes”, desde Ludwig Boltzmann hasta Henri Poincaré, de Max Planck a Werner Heisenberg, de Richard Feynman a John Eccles. Cuando no estamos frente a la adhesión a una Iglesia, explícita en numerosos casos, en todos ésos hay por lo menos la clara percepción de que el método científico no agota el conocimiento de la realidad y que la vida del espíritu, la apertura a una dimensión transcendente, tienen un derecho de ciudadanía en la vida de los hombres y de los científicos del mismo modo que las ecuaciones diferenciales y las fórmulas empíricas. Habría sorpresas auténticas, si la riqueza de estas experiencias llegara también a nuestras escuelas y nuestras universidades. ¿Quién hubiera dicho que Clerk Maxwell, aquel de las ecuaciones electromagnéticas, escribía poesías a la Eucaristía o que Augustin Cauchy, aquel de la solución al problema del cálculo integral, fue miembro activo de las conferencias de San Vicente de Paúl y dio vida a muchas sociedades filantrópicas en la París del siglo XIX?

¿Quién imaginaría que Alessandro Volta, inventor de la pila, impartía el catecismo con regularidad a los niños pobres de su parroquia de san Donnino en Como, o que Jerome Lejeune, descubridor de la anomalía genética que causa el síndrome de Down, fue un católico de gran empeño social, a tal punto que, después de su muerte, Juan Pablo II quiso hacer una parada “fuera de programa” durante una visita a Francia para ir a rezar sobre su tumba? Pierre Duhem debe a su fe católica el interés por la historia de la ciencia y por los estudios filosóficos, cuya congruencia en la vida de un científico defiende en su obra La física de un creyente.

Von Braun, convencido luterano, al regreso de los astronautas de la misión que los llevó a la Luna, rezó un Padre nuestro de agradecimiento. Guglielmo Marconi quiso introducir personalmente en 1931 el primer programa radiofónico de un pontífice, Pío XI, anunciando en el micrófono: “Con la ayuda de Dios, que tantas fuerzas misteriosas de la naturaleza pone a disposición de la humanidad, pude preparar este instrumento que les proporcionará a los fieles de todo el mundo el consuelo de oír la voz del Santo Padre”.

No tendría sentido comentar sobre la fe de los científicos de nivel internacional que también fueron sacerdotes, porque sería como hacer llover sobre mojado. Sin embargo, limitándonos sólo a los últimos 150 años, la primera intuición del Big Bang fue de monseñor George Lemaître, un cosmólogo que colaboró con Einstein en la formulación de las ecuaciones que describieron la dinámica del universo. Uno de los fundadores de la geología contemporánea fue Antonio Stoppani, un sacerdote de finales del Ochocientos de cabellera abundante, autor del primer tratado geológico del territorio italiano, llamado precisamente Il Bel Paese (El Lindo País), ¡que mereció ser inmortalizado por varias décadas sobre las etiquetas de un homónimo queso italiano! Fue también un sacerdote católico, Angelo Secchi, promotor de la espectroscopia estelar y fundador en 1871 de la Sociedad de Espectroscopistas, ahora Sociedad Astronómica italiana. Del beato Francesco Faà di Bruno, del padre Agostino Gemelli o del sacerdote ortodoxo Pavel Florenskij, el gran público ya oyó hablar. La disciplina más representada entre los sacerdotes-científicos es sin duda la astronomía, seguida inmediatamente por las matemáticas y luego la botánica.

Los ejemplos se podrían multiplicar. Pero vale la pena no omitir al menos una referencia sobre algunos científicos italianos cercanos a nosotros. Muchos recordarán a Enrico Medi, geofísico de fama internacional y hombre político, vicepresidente de Euratom y divulgador televisivo, padre de seis hijos. Desaparecido en 1974, en 1996 fue introducida su causa de beatificación. Recuerdo haber asistido a algunas de sus conferencias en directo. En una de estas, para mostrar toda la belleza y la armonía de la fisiología humana, criatura de Dios, en la cual física, química y biología contribuían al perfecto desarrollo de los movimientos, después de haber apoyado delicadamente un vaso lleno de agua sobre la mesa concluyó que había más física innata en aquel gesto que en la tecnología del LEM, el módulo lunar que meses después se habría apoyado suavemente sobre la superficie lunar. Ennio de Giorgi, el gran matemático italiano fallecido en 1996, descubrió la solución al 19° problema de Hilbert, uno de la famosa lista de 23 problemas que Hilbert consideraba que habrían comprometido a todos los matemáticos en el siglo XX. A él se debe también el descubrimiento del carácter analítico de las soluciones de algunos problemas del cálculo de las variaciones, un resultado demostrado independientemente también por John Nash (el protagonista de la película A Beautiful Mind), conocido ahora como teorema de De Giorgi-Nash, que representa un hito en el estudio de muchos problemas no lineales. Convencido defensor de los derechos humanos, fue sensible comentador de las Sagradas Escrituras, en particular de los Libros sapienciales. Él creía que cada estudioso, en la invitación a hacer parte del banquete que la Sabiduría se dirige a los hombres en el Libro de los Proverbios, debía ver un llamado a la gran dignidad y responsabilidad del propio trabajo; y que compartir y transmitir los conocimientos fuera una de las más altas formas de caridad. Sobre él escribía Antonio Ambrosetti, docente como él en la Normale de Pisa: “Algunos pobres, que De Giorgi trataba de ayudar con asiduidad, habían aprendido sus horarios y se hacían encontrar cuando llegaba a la Piazza dei Cavalieri (Plaza de los Caballeros) al pié de la escalinata que lleva a la entrada de la Scuola Normale (Escuela Normal). Él siempre tenía algo que darles, sin echarlo en cara nunca, sin tener nunca un gesto de intolerancia o, todavía menos, de fastidio. Y yo quedaba impresionado por estos saltos de generosidad y me parecía como si en verdad la bondad de Dios se manifestara en él de modo sublime”.

Con Giovanni Prodi, también él matemático, la comunidad científica italiana perdió en enero de este año uno de sus exponentes más ilustres. Autor de uno de los más difusos manuales de análisis matemático empleado por los estudiantes de las materias científicas, fue un testigo cristiano muy querido por todos. A Prodi se debe la creación de los grupos de discusión “Ciencia y Fe” en los que docentes universitarios de varias sedes italianas se reunían y todavía hoy se reúnen para reflexionar y profundizar, bajo la luz de las propias competencias científicas, el sentido de la ciencia en relación con las últimas preguntas que el hombre se hace. Estos encuentros, promovidos por Prodi gracias también al impulso de monseñor Carlo Colombo, tuvieron inicio en mayo de 1977; en el transcurso de las décadas asistieron centenares de docentes e investigadores de toda Italia, contribuyendo así de manera activa a la maduración del diálogo entre disciplinas científicas y pensamiento filosófico-teológico, cuyos frutos con el tiempo se hicieron visibles en muchas sedes culturales y universitarias.

Dios y los científicos: ¿dos fuerzas que se atraen o se repelen? No hay duda de que en cuanto se renuncia a los lugares comunes y se trata de profundizar un poco más en la historia, se descubren entre los científicos muchas personalidades de gran relevancia humanística, filosófica y hasta religiosa. No costaría mucho hacer llegar a todos al menos parte de esta historia. O sólo ampliar la mirada para mostrar que quien crea que la profesión del ateísmo es una condición necesaria para hacer buena ciencia, se verá obligado a reescribir por sí solo, una buena parte de la historia de la ciencia. Quizás tenía razón Louis Pasteur cuando afirmaba que poca ciencia aleja de Dios, pero mucha ciencia conduce a Él.

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