viernes, 3 de febrero de 2017

LOS COMIENZOS DE LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO – RELATO DE TRES COMPAÑEROS DE SAN FRANCISCO DE ASÍS

s. francis

Una tarde, al regresar a Asís, los compañeros del joven Francisco le eligieron como jefe de su grupo. Tal como lo había hecho otras veces, hizo preparar un suntuoso banquete. Una vez saciados, salieron todos de la casa y, cantando recorrieron la ciudad. Sus compañeros agrupados, precedían a Francisco; él, teniendo en la mano el bastón de mando, un poco rezagado, sin cantar, sino encerrado en sus pensamientos, cerraba el cortejo. Y, de repente, el Señor le visita y le llena el corazón de una dulzura tal que no puede hablar ni moverse…

Cuando sus compañeros se giraron y le vieron tan lejos de ellos, se volvieron hacia a él, asustados, y lo encontraron como si lo hubieran cambiado por otro hombre. Le preguntaron: «¿En qué estás pensando que te has olvidado de seguirnos? ¿Acaso has pensado en casarte? – ¡Tenéis razón! He estado pensando en tomar una esposa más noble, más rica y más bella que todas las que habéis visto nunca». Y se burlaron de él…



A partir de ese momento trabajaba para poner a Jesucristo en el centro de su alma y la perla que deseaba comprar después de haberlo vendido todo (Mt 13,46). Apartándose de las miradas de los que se reían de él, a menudo –casi todos los días- iba a orar en secreto. En cierta forma se sentía de alguna manera empujado por la presencia en él de esta dulzura que le visitaba a menudo y le hacía ir, de la plaza o los demás lugares públicos, a la oración.

Desde hacía algún tiempo se había convertido en el bienhechor de los pobres, pero se había prometido a sí mismo de manera más fuerte, de no rechazar jamás a un pobre que pidiera limosna, sino dársela con mayor generosidad y abundancia. Así pues, siempre, fuera quien fuera el pobre que le pedía limosna fuera de casa, le daba, lo que podía, en moneda. Si no tenía monedas le daba su bonete o su cinturón para no dejarle marchar con las manos vacías. Pero si incluso le faltaba eso, se retiraba a un lugar escondido, se quitaba la camisa y, secretamente, la enviaba al pobre pidiéndole la aceptara por Dios.

Relato de tres compañeros de san Francisco de Asís (hacia 1244)

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