Fuente: “María, Madre de la Gracia. Charlas de Pedro Reyero, O.P.” Mª Jesús Casares Guillem.
“Pero Dios, que es rico en misericordia y nos tiene un inmenso amor, aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos volvió a la vida junto con Cristo -¡por pura gracia habéis sido salvados!-, nos resucitó y nos sentó con él en el cielo.”
(Ef. 2, 4-6)
Sabemos que Jesucristo ha resucitado y que su cuerpo es cuerpo glorioso que está a la derecha del Padre, y que también María tiene en el cielo un cuerpo glorioso, un cuerpo resucitado. Pero a esta experiencia que viven Jesús y María estamos llamados todos nosotros, y sería bueno que meditáramos el proceso por el cual Dios nos lleva a esta resurrección y a esta vida igual a la de Jesús y su madre, María.
El Señor nos dice a través del profeta Sofonías, que hay dentro de nosotros un poder, que Dios está dentro de nosotros como un guerrero que salva (Sof 3, 17). En efecto, Dios viene a nosotros como un poderoso guerrero para salvarnos, para liberarnos, para reconciliarnos, para expulsar a nuestros enemigos y, finalmente, para hacer fiesta; fiesta como la que preparó el padre del hijo pródigo y a la que invitó a entrar a todos los hombres. Dios exulta con júbilo por nosotros y dentro de nosotros, porque ha venido para ser un germen de resurrección y de vida en nuestro ser. Y esto se ve claramente experimentado en el encuentro de María con su prima: dentro de María había un germen de vida que conmovió las entrañas de Isabel, y se dice que en ese momento fue santificado Juan por la presencia de Jesús en el vientre de su Madre (Lc 1, 39-45). En su cuerpo de carne había un poder, un germen de resurrección y de gracia, que lo que tocaba lo santificaba y que confirió una alegría enorme a aquel encuentro y una santificación a las personas con las que se encontró María.
Pues bien, ¿cuál es el proceso que vemos en Jesús y en María para llegar a esta resurrección? ¿Cómo es el proceso para nuestra resurrección, para llegar a ser cuerpos gloriosos resucitados? El amor de Dios y su misericordia se nos han manifestado en la encarnación de su Hijo. Como nos dice Pablo, “hemos sido salvados en su cuerpo de carne” (Col 1, 22), hemos sido liberados en el propio cuerpo de Jesús. Pero también en el cuerpo de María, llevando en ella este poder de resurrección de Dios, sucedieron estas cosas, porque el cuerpo de María es cuerpo de misericordia y de compasión. Es cierto que Dios tuvo misericordia y compasión de ella, pero también es verdad que ella tuvo misericordia y compasión de Dios mismo. Cuando el ángel le anunció que Dios quería venir a vivir en ella, cuando el Verbo se hizo carne, Dios se dejó acoger por la pobreza del cuerpo de María. El vientre de María fue la misericordia para la pobreza de Dios hecho niño: le acogió en su seno. La misericordia es eso.
Cuando se habla de la misericordia de Dios, en el libro del Deuteronomio leemos cómo Dios protegió a su pueblo, lo abrazó y cuidó de él como las niñas de sus ojos cuando lo encontró en una tierra desierta, en una soledad poblada de aullidos (cf. Dt 32, 9-10). La palabra misericordia viene de “vientre de mujer, entrañas, útero”: Dios es la misericordia que ha acogido en sus entrañas la pobreza del hombre, pero María respondió también con misericordia a la pobreza de Dios acogiéndole en su seno. Esta es la gran noticia: ¡Dios dignifica la pobreza de los seres humanos dejándose acoger por nuestra miseria! El cuerpo de María, su vientre, acogió, alimentó, cuidó y protegió la debilidad de Dios hecho hombre, de Jesús, del Verbo encarnado. María tuvo un cuerpo de misericordia, y cualquier cuerpo que ejerce la misericordia es dignificado tanto por el Señor que dice en el evangelio: “Os aseguro que todo aquello que hicisteis con vuestros pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40). Dios nos ha dado un cuerpo que tiene que dar un primer paso para así alcanzar la resurrección: expresar la misericordia. ¿Cómo podemos amarnos?, ¿cómo podemos acogernos?, ¿cómo podemos cuidarnos, protegernos, enseñarnos? Sólo a través de este cuerpo de carne que el Señor nos ha dado. Y cuando nuestro cuerpo es instrumento de misericordia, de compasión y de acogida, comienza a resucitar, empieza a convertirse en un cuerpo glorioso, en el cuerpo mismo de Jesús.
Identificarse con Jesús es la tarea de toda santidad, y cuando Pablo anuncia el plan de salvación de Dios sobres nosotros, nos habla de la identificación con Cristo (Ga 2, 19-20). Pues bien, nuestro cuerpo puede empezar a expresar esta identificación con Jesús, que es la misericordia del Padre, de la misma manera que lo manifiesta María: acogiendo, cuidando, protegiendo, alimentando y amando la pobreza de los hombres que ha sido acogida en las entrañas de Dios. En una palabra, cuando nuestro cuerpo es expresión de la misericordia, entonces estamos resucitando, hay un poder en nosotros que está haciendo glorioso nuestro propio cuerpo porque lo está identificando con el cuerpo de Cristo, tal como lo hizo María que tuvo compasión del mismo Dios.
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