miércoles, 1 de febrero de 2017

En el principio, un hombre y una mujer

En el principio, un hombre y una mujer


Por Zorraquin, Luisa / revistacriterio.com.ar

En el principio, un hombre y una mujer
                           
En este artículo seguimos rumiando los primeros capítulos del Génesis, buscando comprender el plan de Dios para el hombre y la mujer. En nuestra primera entrega (CRITERIO, número de julio) describimos de algún modo una foto panorámica. Ahora vamos por los detalles volviendo sobre nuestros pasos para profundizar algunos aspectos.

Primer paso: el matrimonio como ícono de la trinidad
Volvamos primero al tema del hombre (ādām) –varón y mujer– como imagen de Dios. En nuestra entrega anterior destacamos que la Sagrada Escritura deja entrever que en el plural “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” el matrimonio, en tanto comunidad de amor, es ícono [en griego=imagen] de la Trinidad. Desde el punto de vista del arte sagrado, lo íconos son cuadros propios de la Iglesia cristiana oriental donde el ícono es entendido como un sacramento: signo visible de una realidad sagrada invisible. Precisamente el ícono llama a atravesar lo visible para dejarnos alcanzar por lo invisible. Aplicando esta definición a nuestro estudio, podemos decir que la realidad visible es el matrimonio y la realidad sagrada invisible es el misterio de Dios. El matrimonio, en cuanto ícono de la trinidad es, entonces, un camino que nos conduce al encuentro con el misterio de Dios-Amor.


Segundo paso: la formación de la mujer
Volvamos ahora nuestra mirada al matrimonio como signo visible de esta realidad invisible. Antes de adentrarnos en el capítulo 2 del libro del Génesis, conviene recordar algo importante: el lenguaje de estos primeros capítulos de la Biblia es profundamente simbólico. Juan Pablo II así lo explica: “En este caso, el término ‘mito’ no designa un contenido fabuloso, sino sencillamente un modo arcaico de expresar un contenido más profundo. Sin dificultad alguna, bajo el estrato de la narración antigua, descubrimos ese contenido, realmente maravilloso por lo que respecta a las cualidades y a la condensación de las verdades que allí se encierran” (1).
Teniendo en cuenta esto pasemos a releer el pasaje donde Dios introduce el matrimonio. Recordemos que el propósito de Dios era dar al hombre una “ayuda adecuada” ((ézerkenégdô). Al no encontrarla entre los animales, “el Señor Dios hizo caer sobre el hombre un profundo sueño, y cuando éste se durmió, tomó una de sus costillas y cerró con carne el lugar vacío. Luego, con la costilla que había sacado del hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará Mujer ((î$$áh), porque ha sido sacada del hombre”((î$) Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne. Los dos, el hombre y la mujer, estaban desnudos, pero no sentían vergüenza”.

Lo primero a tener en cuenta es este “sueño profundo” del hombre. En hebreo es el tardémáh, un tipo de sueño que afecta al hombre ante la presencia de Dios. Adán duerme, y cuando despierte, la mujer será para él misteriosa, algo que no comprende del todo.

Durante el sueño Dios “forma” a la mujer. El verbo hebreo utilizado, bánah, es un verbo con sentido arquitectónico, significa “construir”. Es el mismo que se usa para levantar ciudades, altares. Dios “construye” a la mujer a partir de una costilla tomada del costado de Adán. Simbólicamente, la “construcción” parte de un hueso que es algo estructural y le otorga un cierto sentido de fortaleza. Y del centro físico del hombre. Esto los pone en un plano de igualdad. El hombre es la fuente de la mujer, el texto lo expresa incluso fonéticamente –del ish viene el ishah– pero el hombre no es la autoridad sobre la mujer sino su igual. Esta igualdad es proclamada por el mismo hombre: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!”. Exclamación gozosa que brota del corazón del hombre extasiado ante su mujer, don de Dios. Por supuesto, a medida que la historia progrese, el hombre se desdecirá de esta primera valoración acerca de su mujer y buscará reemplazarla por una relación de dominación-sumisión, pero dejemos en claro, desde ahora, que esto no es el plan original.

Tercer paso: “por eso”, el matrimonio

La exclamación “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará Mujer porque ha sido sacada del hombre” es susceptible, al mismo tiempo, de un segundo nivel de lectura que viene posibilitado por las palabras que leemos a continuación. “Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne”. No cabe duda que se está haciendo referencia aquí al matrimonio, pero convengamos que está expresado de un modo poco usual. El nexo causal, el “por eso” en hebreo, kén, aparece débil. Podríamos preguntarnos: ¿por qué el hecho de que sea “hueso de sus huesos y carne de su carne” es causa de unión? ¿Por qué no se menciona el amor, la simpatía mutua, la conveniencia, el compromiso, la atracción entre ambos o cualquier otro motivo? ¿El matrimonio se da simplemente porque la mujer pertenece a la especie humana? La respuesta es afirmativa pero al mismo tiempo incompleta. Además de la indispensable pertenencia de la mujer a la especie humana, hay algo muy importante que a menudo se nos escapa: esta frase, que aparece otras veces en la Biblia, es una de las tantas formas de expresar la existencia de una alianza. Veamos un ejemplo.

Aproximadamente en el año 1000 a.C David es ungido rey de Judá por el profeta Samuel. Luego de una tortuosa historia de idas y venidas, David comienza a ejercer la monarquía. Pero Judá es sólo una de las doce tribus de Israel. Cuando el resto de las tribus examine la trayectoria de David y comprenda que su supervivencia está ligada a aliarse con este rey, líder de una pequeña e insignificante tribu, acuden a la ciudad de Hebrón para tener un encuentro con él: “Vinieron todas las tribus de Israel donde David a Hebrón y le dijeron: «Mira: hueso tuyo y carne tuya somos nosotros. […].3 Vinieron, pues, todos los ancianos de Israel donde el rey, a Hebrón. El rey David hizo [cortó=kárat] una alianza [berîṭ] con ellos en Hebrón, en presencia de Yahveh, y ungieron a David como rey de Israel”. (2 Samuel 5,1-3).
Las tribus sellan una alianza con David y esa alianza se expresa en términos de consanguinidad, de parentezco, de matrimonio.
La alianza es una palabra clave en la Biblia (2). Sin embargo, a pesar de su centralidad, en el mundo contemporáneo no siempre se entiende lo que significa y se piensa que las palabras “alianza” y “contrato” son intercambiables. Pero esto no es así.
En un contrato, las partes, invocando su propio nombre, prometen cumplir determinados términos a fin de realizar un intercambio de bienes y servicios. Las partes convienen la duración del contrato y también las multas y sanciones en caso de incumplimiento. Si cualquiera de las partes no cumple esas condiciones, el contrato se rompe y habrá sanciones de antemano aceptadas por las partes.
Por el contrario, en una alianza, las partes hacen un juramento que establece, a partir de ese momento, una relación de parentesco o consanguinidad entre personas que previamente no eran parientes o consanguíneos. Para acercarnos a esta realidad, pensemos en los llamados “pactos de sangre” que a menudo aparecen en las películas o novelas: dos personas –de cualquier sexo– que no tienen parentesco entre sí, se hacen cada un tajo, generalmente en su mano, y las “unen” para que la sangre de uno penetre en la del otro. Por medio de este rito, se convierten en “hermanos de sangre”, un vínculo igualmente fuerte como la fraternidad biológica, es decir, un vínculo indestructible que, una vez establecido, no depende ya más de la voluntad de las partes. Estos “pactos de sangre”, no son otra cosa que ritos de alianzas. En ellas, lo que se intercambian no son bienes y servicios, sino las vidas de las personas involucradas. Dos personas que sellan una alianza pueden decir: “yo soy tuyo y tú eres mío”.
En la Biblia vemos que esta institución establece relaciones de parentesco o consanguinidad entre personas (Génesis 21,23-32), entre tribus (2 Samuel 5,1-3) y entre el varón y la mujer (Malaquías 2,14). En hebreo no se dice “hacer” una alianza sino “cortar” (kárat) una alianza (berîṭ). Y esto es así porque la alianza, las más de las veces, se sella a través de un rito donde interviene, simbólicamente, el derramamiento de sangre.
El matrimonio desde el punto de vista del Antiguo Testamento, es una alianza, un modo de establecer una determinada relación. En la alianza un varón y una mujer que previamente no son parientes, celebran un rito, intercambian juramentos y se “hacen” parientes. Este es el sentido secundario de la frase “huesos de mis huesos y carne de mi carne”.
Ahora bien, la alianza no sólo es una institución usada por los hombres y mujeres del Antiguo Próximo Oriente sino que además es la forma que Dios elige para describir la relación que quiere tener con los hombres. Por eso, la alianza es el núcleo del mensaje de la Biblia y las sucesivas alianzas son el hilo de oro que la atraviesa y va hilando los distintos capítulos de la historia de Salvación. Y algo más: cuando Dios sella una alianza con los hombres la expresa en términos de matrimonio. ¿Por qué? En una futura entrega seguiremos ahondando en este misterio.


La autora es teóloga.

NOTAS
1. Juan Pablo II, Audiencia General, 7 de noviembre de 1979.
2. La palabra “alianza” aparece 286 veces en la BibliaHebrea (AntiguoTestamento).El uso de la alianza entre los pueblos del Antiguo Próximo Oriente durante el tiempo del Antiguo Testamento está atestiguada por numerosas fuentes y ha sido profusamente estudiada por los especialistas.cfr. Scott Hahn, Kinship by Covenant, Anchor Bible Series, New Haven,Yale University Press, 2009.

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