jueves, 7 de junio de 2018

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD - LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO





SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Benedicto XVI, Ángelus del 7 de junio de 2009

Queridos hermanos y hermanas:


Después del tiempo pascual, que culmina en la fiesta de Pentecostés, la liturgia prevé estas tres solemnidades del Señor: hoy, la Santísima Trinidad; el jueves próximo, el Corpus Christi, que en muchos países, entre ellos Italia, se celebrará el domingo próximo; y, por último, el viernes sucesivo, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Cada una de estas celebraciones litúrgicas subraya una perspectiva desde la que se abarca todo el misterio de la fe cristiana; es decir, respectivamente, la realidad de Dios uno y trino, el sacramento de la Eucaristía y el centro divino-humano de la Persona de Cristo. En verdad, son aspectos del único misterio de salvación, que en cierto sentido resumen todo el itinerario de la revelación de Jesús, desde la encarnación, la muerte y la resurrección hasta la ascensión y el don del Espíritu Santo.


Hoy contemplamos la Santísima Trinidad tal como nos la dio a conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor «no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia» (Prefacio): es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; y, por último, es Espíritu Santo, que lo mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final. Tres Personas que son un solo Dios, porque el Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu es amor. Dios es todo amor y sólo amor, amor purísimo, infinito y eterno. No vive en una espléndida soledad, sino que más bien es fuente inagotable de vida que se entrega y comunica incesantemente.




Lo podemos intuir, en cierto modo, observando tanto el macro-universo -nuestra tierra, los planetas, las estrellas, las galaxias- como el micro-universo -las células, los átomos, las partículas elementales-. En todo lo que existe está grabado, en cierto sentido, el «nombre» de la Santísima Trinidad, porque todo el ser, hasta sus últimas partículas, es ser en relación, y así se trasluce el Dios-relación, se trasluce en última instancia el Amor creador. Todo proviene del amor, tiende al amor y se mueve impulsado por el amor, naturalmente con grados diversos de conciencia y libertad.

«¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2), exclama el salmista. Hablando del «nombre», la Biblia indica a Dios mismo, su identidad más verdadera, identidad que resplandece en toda la creación, donde cada ser, por el mismo hecho de existir y por el «tejido» del que está hecho, hace referencia a un Principio trascendente, a la Vida eterna e infinita que se entrega; en una palabra, al Amor. «En él -dijo san Pablo en el Areópago de Atenas- vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). La prueba más fuerte de que hemos sido creados a imagen de la Trinidad es esta: sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados. Utilizando una analogía sugerida por la biología, diríamos que el ser humano lleva en su «genoma» la huella profunda de la Trinidad, de Dios-Amor.


La Virgen María, con su dócil humildad, se convirtió en esclava del Amor divino: aceptó la voluntad del Padre y concibió al Hijo por obra del Espíritu Santo. En ella el Omnipotente se construyó un templo digno de él, e hizo de ella el modelo y la imagen de la Iglesia, misterio y casa de comunión para todos los hombres. Que María, espejo de la Santísima Trinidad, nos ayude a crecer en la fe en el misterio trinitario.


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LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

Del libro de san Basilio Magno sobre el Espíritu Santo

¿Quién, habiendo oído los nombres que se dan al Espíritu, no siente levantado su ánimo y no eleva su pensamiento hacia la naturaleza divina? Ya que es llamado Espíritu de Dios y Espíritu de verdad que procede del Padre; Espíritu firme, Espíritu generoso, Espíritu Santo son sus apelativos propios y peculiares.


Hacia él dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación; hacia él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa, y su soplo es para ellos a manera de riego que los ayuda en la consecución de su fin propio y natural.


Él es fuente de santidad, luz para la inteligencia; él da a todo ser racional como una luz para entender la verdad.


Aunque inaccesible por naturaleza, se deja comprender por su bondad; con su acción lo llena todo, pero se comunica solamente a los que encuentra dignos, no ciertamente de manera idéntica ni con la misma plenitud, sino distribuyendo su energía según la proporción de la fe.


Simple en su esencia y variado en sus dones, está íntegro en cada uno e íntegro en todas partes. Se reparte sin sufrir división, deja que participen en él, pero él permanece íntegro, a semejanza del rayo solar cuyos beneficios llegan a quien disfrute de él como si fuera único, pero, mezclado con el aire, ilumina la tierra entera y el mar.


Así el Espíritu Santo está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa; todos disfrutan de él en la medida en que lo requiere la naturaleza de la criatura, pero no en la proporción con que él podría darse.


Por él los corazones se elevan a lo alto, por su mano son conducidos los débiles, por él los que caminan tras la virtud llegan a la perfección. Es él quien ilumina a los que se han purificado de sus culpas y al comunicarse a ellos los vuelve espirituales.


Como los cuerpos limpios y transparentes se vuelven brillantes cuando reciben un rayo de sol y despiden de ellos mismos como una nueva luz, del mismo modo las almas portadoras del Espíritu Santo se vuelven plenamente espirituales y transmiten la gracia a los demás.


De esta comunión con el Espíritu procede la presciencia de lo futuro, la penetración de los misterios, la comprensión de lo oculto, la distribución de los dones, la vida sobrenatural, el consorcio con los ángeles; de aquí proviene aquel gozo que nunca terminará, de aquí la permanencia en la vida divina, de aquí el ser semejantes a Dios, de aquí, finalmente, lo más sublime que se puede desear: que el hombre llegue a ser como Dios.

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