domingo, 17 de junio de 2018

La semilla nos enseña humildad




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Por Ignacio Blanco

Evangelio según san Marcos 4,26-34

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El Reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la cosecha». Dijo también: «¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Es como un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden cobijarse y anidar en ella». Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.


Jesús es Maestro. Consciente de las limitaciones de la gente que entonces lo escuchaba y de las de aquellos que escucharían resonar su Palabra en la Iglesia por siglos y siglos, el Señor se hace cercano a cada persona. Habló en parábolas, es decir, por medio de ejemplos y figuras tomados de la vida cotidiana del tiempo en el que vivió, para que sus oyentes pudiesen entenderlo. Impresiona contemplar cómo Dios se hace cercano al hombre. El Evangelio nos dice que Jesús hacía uso de parábolas acomododándose al entender de sus oyentes (sus discípulos y seguidores). En pocas palabras podríamos decir que fue un gran comunicador.Se hizo uno de nosotros en la Encarnación y nos habló en nuestro lenguaje para que nosotros conociéndolo a Él pudiésemos aprender a hablar el lenguaje divino.

¡Qué increíble pedagogía! El Infinito se hace finito, para enseñarnos a entender la nostalgia de infinito que anida en nuestro corazón; el Todopoderoso se hace pequeño para mostrarnos que el camino de la humildad es el único camino para alcanzar la auténtica grandeza; el Eterno se hace creatura y asume todas las dimensiones de nuestra temporalidad para educarnos a vivir este peregrinaje como camino a la eternidad.

Este Domingo, de las muchas enseñanzas que Jesús nos da, nos vamos a detener en una. El Reino de los Cielos —nos dice Jesús— es como un sembrador que echa la semilla en la tierra y luego esta semilla germina y crece sin que el sembrador sepa cómo. El sembrador duerme, hace otras cosas y la semilla continúa creciendo pues, en palabras de Jesús, «la tierra da el fruto por sí misma». Claro que, como también nos enseña el Señor en otros pasajes, el sembrador tiene que escoger bien la tierra, prepararla y quitar la hierba mala. Tal vez si no llueve tendrá que regar el sembrío con el agua acumulada para tiempos de sequía. Pero, en el contexto en el que Jesús está hablando, nada puede hacer el sembrador para que la planta crezca más rápido o sea más grande o más chica o sea de un color u otro o dé más o menos fruto.

Alguno pensará: “pero hoy sí se puede, porque la ingeniería y los avances tecnológicos ya lo permiten”. Y en un sentido es verdad. Poco a poco el hombre ha ido desentrañando algunos de los secretos de la naturaleza y ha logrado manipularlos. Tal vez el mero hecho de hacer esta “observación” evidencie más lo esencial del mensaje de Jesús. Con tanto adelanto técnico, quizás pensamos que, en última instancia, todo depende de nuestro ingenio y creatividad. Hoy se pueden hacer muchas cosas que antes no se podían hacer. Los avances científicos nos llevan muchas veces a creer que somos capaces de todo. El Evangelio nos dice: en la vida cristiana todo crecimiento y desarrollo nunca es obra solamente nuestra. El cristiano no es autónomo ni autosuficiente. Y esto nos señala una clave fundamental (en el sentido de que es un fundamento) para nuestra vida cristiana: la humildad. Muchos padres espirituales ven en la figura del sembrador y la semilla del Evangelio esta enseñanza clara y sencilla: el avance en la vida cristiana es siempre fruto de un encuentro armónico y dinámico. Nosotros cooperamos con la acción de Dios en nuestro corazón. Él siembra la semilla de la fe y nos da todo lo que necesitamos para que esta semilla que recibimos en el Bautismo germine y crezca. Nosotros, desde nuestra libertad, tenemos que responder con perseverancia y generosidad haciendo lo que nos toca, de modo que cooperando con su acción, abriendo nuestra mente y corazón a la fuerza transformante y santificante de su Espíritu, vayamos siendo configurados a imagen de su Hijo.

El recurso más creativo y eficaz para crecer y avanzar por el camino es, pues, la humildad. Podemos poner mucho esfuerzo en hacer tal o cual trabajo, en poner muchos medios y hacer todo tipo de sacrificios, pero si no tenemos humildad todos esos esfuerzos serán estériles. Evidentemente, eso no significa que esté mal poner medios o esforzarse en el combate espiritual. Lo que se nos quiere decir es que nunca perdamos de vista que en la vida cristiana se construye sobre la humildad. Y la humildad es andar en verdad. Por ello, ser humilde implica reconocer siempre quién es el Señor y quién es el siervo; quién es el Maestro y quién el discípulo; quién es el Protagonista y quién el que coopera. El sembrador, cumplida su tarea, duerme de noche. Se entrega a la “inconciencia” del sueño, “pierde” horas confiando en que la semilla hará lo suyo, en que Aquel que puso la potencia de germinar y dar fruto en la semilla acompaña y sostiene su crecimiento. La enseñanza de Jesús, ¿no nos da también una perspectiva integral y liberadora de una ansiedad desproporcionada por querer cargarnos el mundo sobre los hombros?

La semilla de la fe, como el grano de mostaza, es pequeña. Sin embargo está llamada a dar grandes frutos. La semilla tiene que crecer hasta convertirse en un árbol grande que cobije bajo su sombra a los pájaros del cielo. A mayor altura, mayor profundidad de la raíz. Es decir, mayor humildad. De otra manera, al primer viento fuerte el árbol se caerá.

¿Dónde podemos ver un ejemplo de humildad? Miremos a María. La mujer que ha tenido el lugar “más grande” en la obra de la Reconciliación es la que nos dice que el Señor se ha fijado en la humildad de su Sierva (ver Lc1,48). ¿Y no nos dice María: “Hagan lo que Él les diga” (ver Jn2,5)? Pues Jesús, el Maestro, nos dice: “Aprendan de Mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt11,29).



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