FE Y VIDA EUCARÍSTICAS
DE FRANCISCO DE ASÍS (VI)
por Jean Pelvet, ofmcap
II. INFLUENCIA DE LA EUCARISTÍA (IV)
5. «En santa recordación suya...» (CtaA 6)
Al invitar a las Autoridades de los pueblos a «recibir con gran humildad, en santa recordación suya, el santísimo Cuerpo y la santísima Sangre de nuestro Señor Jesucristo», Francisco deja aflorar su sentido de la Eucaristía como Memorial. Francisco oraba al Padre para que nos diera «el pan nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo..., para que recordemos... el amor que nos tuvo y cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció» (ParPN 6). Al mismo tiempo, recordaba a sus hermanos y a los fieles la palabra del Señor en la Cena: «Haced esto en conmemoración mía».
a) «Recordemos... el amor que nos tuvo» (ParPN 6)
Viniendo en el Sacramento en su condición de Señor glorificado, el Hijo amado del Padre presenta la totalidad de su Misterio a nuestra memoria. No como recuerdo evocador de acontecimientos pasados, caducados. Sino en la realidad de todo cuanto Él vivió y asumió en el eterno presente en el que nada es abolido, en el que todo es realizado en plenitud. El Señor glorificado permanece eternamente «nacido de la Virgen María», vivo, obrando y hablando. Permanece eternamente pasando del mundo al Padre, en su muerte, en la cima del impulso filial de toda su vida; eternamente entregándose a sus hermanos los hombres, en su muerte, en el colmo del amor con que amó y ama a los suyos hasta el extremo. Porque, escapándose del tiempo, en su muerte, el acto del paso, en el que se realiza la muerte, el acto del don, en el que aquélla se consuma, permanece eternamente en el centro de su eterna Resurrección.
Por eso, instintivamente, Francisco reconoce en ese Cuerpo y Sangre del Señor, en el humilde signo del pan y del vino, el Memorial de la humildad y pobreza de la Encarnación. «¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor del mundo universo..., se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!» (CtaO 27). Descenso, humildad, que ya no es el anonadamiento de la kénosis, sino Venida del Señor de la Gloria en su humanidad recibida de la Virgen María y resucitada en la eterna disposición de desapropiación, manifestada en la Encarnación y culminada en la Resurrección, en la que sólo hay acogida y don.
Igualmente, Francisco reconoce en ese Cuerpo y en esa Sangre del Señor el Memorial del «amor que nos tuvo» en su Pasión. Es «el Cordero de Dios» quien está ahí, el que «fue degollado» y el que hoy «se pone en nuestras manos» como ayer «se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron». «Aquel que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre», «sangre de la alianza, en la que fuimos santificados» y sin la cual «ninguno puede ser salvado». Por eso, Francisco reconoce en esta Venida de Cristo que «se nos brinda como a hijos» y «todo entero se nos entrega», el «VERDADERO SACRIFICIO del santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaO 7), que se entrega al Padre y se entrega a los hombres en el eterno hoy de su Paso, de su elevación, de su glorificación, inseparablemente muerte y exaltación a la derecha del Padre, donde Él permanece intensamente presente en el mundo.
b) «Para que sigamos sus huellas» (2CtaF 13)
Este Memorial del Misterio de Cristo, que culmina en su Pascua, no puede ser celebrado en verdad sino en la acogida de ese Misterio como norma de vida. La vida del fiel que celebra el Memorial en verdad debe convertirse ella misma en memorial del Misterio del Hijo, nuestro hermano muerto y resucitado.
La vida de Francisco es la que, antes incluso que su palabra, ilustra esta acción del Sacramento. Al final del relato de la muerte de Francisco, escribe Celano: «Llegó por fin la hora, y, cumplidos en él todos los misterios de Cristo, voló felizmente a Dios» (2 Cel 207). Imposible decirlo mejor. Y cuando «todo se ha cumplido», ofrece a la mirada de sus hermanos la impresionante semejanza de su cuerpo crucificado: «Podía, en efecto, apreciarse en él una reproducción de la cruz y pasión del Cordero inmaculado que lavó los pecados del mundo; cual si todavía recientemente hubiera sido bajado de la cruz, ostentaba las manos y los pies traspasados por los clavos, y el costado derecho como atravesado por una lanza» (1 Cel 112). En el origen de una tal semejanza, la incansable memoria «del amor que nos tuvo el amado Hijo del Padre» (ParPN 6), embebida, alimentada en el Memorial de su Muerte, en el Sacramento del Cuerpo entregado, de la Sangre derramada: «Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el Sacramento del Cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia» (2 Cel 201).
Francisco, él primero, vivió las apremiantes recomendaciones que hacía a sus hermanos, para que la vida de ellos, como la suya propia, prolongara en el mundo el Memorial de la humildad de la Encarnación y del amor de la Pasión vivos en el Sacramento (cf. 1 Cel 84). «Mirad, hermanos, la humildad de Dios...; humillaos también vosotros, para ser enaltecidos por Él»; «Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 28-29).
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