OPUS DEI
1. Cristo fue sepultado y descendió a los infiernos
Tras padecer y morir, el cuerpo de Cristo fue sepultado en un sepulcro nuevo, no lejos del lugar donde le habían crucificado. Su alma, en cambio, descendió a los infiernos. La sepultura de Cristo manifiesta que verdaderamente murió. Dios dispuso que Cristo sufriera el estado de muerte, es decir, de separación entre el alma y el cuerpo (cfr. Catecismo, 624). Durante el tiempo que Cristo permaneció en el sepulcro tanto su alma como su cuerpo, separados entre sí por causa de la muerte, continuaron unidos a su Persona divina (cfr. Catecismo, 626).
Porque continuaba perteneciendo a la Persona divina, el cuerpo muerto de Cristo no sufrió la corrupción del sepulcro (cfr. Catecismo, 627; Hch 13, 37). El alma de Cristo bajó a los infiernos. «Los ‘infiernos’ –distintos del ‘infierno’ de la condenación– constituían el estado de todos aquellos, justos e injustos, que habían muerto antes de Cristo» ( Compendio, 125). Los justos se encontraban en un estado de felicidad (se dice que reposaban en el “seno de Abraham”) aunque no tenían aún la visión de Dios. Diciendo que Jesús bajó a los infiernos, entendemos su presencia en el “seno de Abraham” para abrir las puertas del cielo a los justos que le habían precedido. «Con el alma unida a su Persona divina, Jesús tomó en los infiernos a los justos que aguardaban a su Redentor para poder acceder finalmente a la visión de Dios» (Compendio, 125).
Cristo, con el descenso a los infiernos, mostró su dominio sobre el demonio y la muerte, liberando a las almas santas que estaban retenidas para llevarlas a la gloria eterna. De este modo, la Redención –que debía alcanzar a los hombres de todas las épocas– se aplicó a los que habían precedido a Cristo (cfr. Catecismo, 634).
2. Sentido general de la glorificación de Cristo
La glorificación de Cristo consiste en su Resurrección y su Exaltación a los cielos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre. El sentido general de la glorificación de Cristo está en relación con su muerte en la Cruz. Como por la pasión y muerte de Cristo, Dios eliminó el pecado y reconcilió consigo el mundo, de modo semejante, por la resurrección de Cristo, Dios inauguró la vida del mundo futuro y la puso a disposición de los hombres.
Los beneficios de la salvación no derivan sólo de la Cruz sino también de la Resurrección de Cristo. Esos frutos se aplican a los hombres por la mediación de la Iglesia y por los sacramentos. Concretamente, por el Bautismo recibimos el perdón de los pecados (del pecado original y de los personales) y el hombre se reviste por la gracia con la nueva vida del Resucitado.
3. La Resurrección de Jesucristo
“Al tercer día” (de su muerte), Jesús resucitó a una vida nueva. Su alma y su cuerpo, plenamente transfigurados con la gloria de su Persona divina, volvieron a unirse. El alma asumió de nuevo el cuerpo y la gloria del alma se comunicó en totalidad al cuerpo. Por este motivo, «la Resurrección de Cristo no es un retorno a la vida terrena. Su cuerpo resucitado es el mismo que fue crucificado, y lleva las huellas de su Pasión, pero ahora participa ya de la vida divina, con las propiedades de un cuerpo glorioso» (Compendio, 129).
La Resurrección del Señor es fundamento de nuestra fe, puesto que atesta en modo incontestable que Dios ha intervenido en la historia humana para salvar a los hombres. Y garantiza la verdad de lo que predica la Iglesia sobre Dios, sobre la divinidad de Cristo y la salvación de los hombres. Por el contrario, como dice S. Pablo, «si Cristo no resucitó, es vana nuestra fe» (1Co 15, 17).
Los Apóstoles no pudieron engañarse o inventar la resurrección. En primer lugar si el sepulcro de Cristo no hubiera estado vacío no habrían podido hablar de la resurrección de Jesús; además si el Señor no se les hubiera aparecido en varias ocasiones y a numerosos grupos de personas, hombres y mujeres, muchos discípulos de Cristo no habrían podido aceptarla, como ocurrió inicialmente con el apóstol Tomás. Mucho menos habrían podido ellos dar su vida por una mentira. Come dice San Pablo: «Y si no resucitó Cristo (...) somos convictos de falsos testigos de Dios porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó» (1Co 15, 14.15). Y, cuando las autoridades judías querían silenciar la predicación del evangelio, San Pedro respondió: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole de un madero. (...) Nosotros somos testigos de estas cosas» (Hch 5, 29-30.32).
Además de ser un evento histórico, verificado y atestiguado mediante signos y testimonios, la Resurrección de Cristo es un acontecimiento trascendente porque «sobrepasa la historia como misterio de la fe, en cuanto implica la entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios» (Compendio, 128). Por este motivo Jesús Resucitado, aun poseyendo una verdadera identidad físico-corpórea, no está sometido a las leyes físicas terrenas, y se sujeta a ellas sólo en cuanto lo desea: «Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer a sus discípulos donde quiere y bajo diversas apariencias» (Compendio, 129).
La Resurrección de Cristo es un misterio de salvación. Muestra la bondad y el amor de Dios que recompensa la humillación de su Hijo, y que emplea su omnipotencia para llenar de vida a los hombres. Jesús Resucitado posee en su humanidad la plenitud de vida divina para comunicarla a los hombres. «El Resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, es el principio de nuestra justificación y de nuestra resurrección: ya desde ahora nos procura la gracia de la adopción filial, que es real participación de su vida de Hijo unigénito; más tarde, al final de los tiempos, Él resucitará nuestro cuerpo» ( Compendio , 131). Cristo es el primogénito entre los muertos y todos resucitaremos por Él y en Él.
De la Resurrección de Nuestro Señor, debemos sacar para nosotros:
a) Fe viva: «Enciende tu fe. -No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia ¡Vive!: “Jesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula!” -dice San Pablo- ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!» [1];
b) Esperanza: «Nunca te desesperes. Muerto y corrompido estaba Lázaro: “iam foetet, quatriduanus est enim”: hiede, porque hace cuatro días que está enterrado, dice Marta a Jesús. Si oyes la inspiración de Dios y la sigues -“Lazare, veni foras!”: ¡Lázaro, sal afuera!-, volverás a la Vida» [2];
c) Deseo de que la gracia y la caridad nos transformen, llevándonos a vivir vida sobrenatural, que es la vida de Cristo: buscando ser realmente santos (cfr. Col 3, 1 y ss). Deseo de limpiar nuestros pecados en el sacramento de la Penitencia, que nos hace resucitar a la vida sobrenatural -si la habíamos perdido por el pecado mortal- y recomenzar de nuevo: nunc coepi (Sal 76, 11).
4. La exaltación gloriosa de Cristo: "Subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso".
La Exaltación gloriosa de Cristo comprende su Ascensión a los cielos, acaecida cuarenta días después de su Resurrección (cfr. Hch1, 9-10), y su entronización gloriosa en ellos, para compartir, también como hombre, la gloria y el poder del Padre y para ser Señor y Rey de la creación.
Cuando confesamos en este artículo del Credo que Cristo «está sentado a la derecha del Padre», nos referimos con esta expresión a «la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada» [3].
Con la Ascensión termina la misión de Cristo, su envío entre nosotros en carne humana para obrar la salvación. Era necesario que, tras su Resurrección, Cristo continuase su presencia entre nosotros, para manifestar su vida nueva y completar la formación de los discípulos. Pero esta presencia terminará el día de la Ascensión. Sin embargo, aunque Jesús vuelve al cielo con el Padre, se queda entre nosotros de varios modos, y principalmente en modo sacramental, por la Sagrada Eucaristía.
La Ascensión es signo de la nueva situación de Jesús. Sube al trono del Padre para compartirlo, no sólo como Hijo eterno de Dios, sino también en cuanto verdadero hombre, vencedor del pecado y de la muerte. La gloria que había recibido físicamente con la Resurrección se completa ahora con su pública entronización en los cielos como Soberano de la creación, junto al Padre. Jesús recibe el homenaje y la alabanza de los habitantes del cielo.
Puesto que Cristo vino al mundo para redimirnos del pecado y conducirnos a la perfecta comunión con Dios, la Ascensión de Jesús inaugura la entrada en el cielo de la humanidad. Jesús es la Cabeza sobrenatural de los hombres, como Adán lo fue en el orden de la naturaleza. Puesto que la Cabeza está en el cielo, también nosotros, sus miembros, tenemos la posibilidad real de alcanzarlo. Más aún, Él ha ido para prepararnos un lugar en la casa del Padre (cfr. Jn 14, 3).
Sentado a la derecha del Padre, Jesús continúa su ministerio de Mediador universal de la salvación. «El Señor reina con su humanidad en la gloria eterna de Hijo de Dios, intercede incesantemente ante el Padre en favor nuestro, nos envía su Espíritu y nos da la esperanza de llegar un día junto a Él, al lugar que nos tiene preparado» (Compendio, 132).
En efecto, diez días después de su Ascensión al cielo, Jesús envió el Espíritu Santo a los discípulos conforme a su promesa. Desde entonces Jesús manda incesantemente a los hombres el Espíritu Santo, para comunicarles la potencia vivificadora que Él posee, y reunirles por medio de su Iglesia para formar el único pueblo de Dios.
Después de la Ascensión del Señor y de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, la Santísima Virgen María fue llevada en cuerpo y alma a los cielos, pues convenía que la Madre de Dios, que había llevado a Dios en su seno, no sufriera la corrupción del sepulcro, a imitación de su Hijo [4].
La Iglesia celebra la fiesta de la Asunción de la Virgen el día 15 de agosto. «La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos» (Catecismo, 966).
La Exaltación gloriosa de Cristo:
a) Nos alienta a vivir con la mirada puesta en la gloria del Cielo: quae sursum sunt, quaerite (Col 3, 1); recordando que no tenemos aquí ciudad permanente (Hb 13, 14), y con el deseo de santificar las realidades humanas;
b) Nos impulsa a vivir de fe, pues nos sabemos acompañados por Jesucristo, que nos conoce y ama desde el cielo, y que nos da sin cesar la gracia de su Espíritu. Con la fuerza de Dios podemos realizar la labor apostólica que nos ha encomendado: llevarle a todas las almas (cfr. Mt28, 19) y ponerle en la cumbre de todas las actividades humanas (cfr. Jn12, 32), para que su Reino sea una realidad (cfr. 1Co15, 25). Además Él nos acompaña siempre desde el Sagrario.
5. La segunda venida del Señor: "Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos".
Cristo Señor es Rey del universo, pero todavía no le están sometidas todas las cosas de este mundo (cfr. Hb2, 7; 1Co15, 28). Concede tiempo a los hombres para probar su amor y su fidelidad. Sin embargo, al final de los tiempos tendrá lugar su triunfo definitivo, cuando el Señor aparecerá con “gran poder y majestad” (cfr. Lc21, 27).
Cristo no ha revelado el tiempo de su segunda venida (cfr. Hch1, 7), pero nos anima a estar siempre vigilantes y nos advierte que antes de esta segunda venida o parusía, habrá un último asalto del diablo con grandes calamidades y otras señales (cfr. Mt 24, 20-30; Catecismo, 674-675).
El Señor vendrá entonces como Supremo Juez Misericordioso para juzgar a vivos y muertos: es el juicio universal, en el que los secretos de los corazones serán desvelados, así como la conducta de cada uno con Dios y con respecto al prójimo. Este juicio sancionará la sentencia que cada uno recibió después de su muerte. Todo hombre será colmado de vida o condenado para la eternidad, según sus obras. Así se consumará el Reino de Dios, pues «Dios será todo en todos» (1Co 15, 28).
En el juicio final los santos recibirán, públicamente, el premio merecido por el bien que hicieron. De este modo se restablecerá la justicia ya que en esta vida, muchas veces los que obran mal son alabados y los que obran bien son despreciados u olvidados.
El Juicio final nos empuja a la conversión: «Dios da a los hombres todavía “el tiempo favorable, el tiempo de salvación” (2Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete con la justicia del Reino de Dios. Anuncia la “bienaventurada esperanza” (Tt 2,13) de la vuelta del Señor que “vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído” (2Ts 1, 10)» (Catecismo, 1041).
Antonio Ducay
Publicado originalmente el 21 de noviembre de 2012
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 638-679; 1038-1041.
Lecturas recomendadas
Juan Pablo II , La Resurrección de Jesucristo, Catequesis: 25-I-1989, 1-II-1989, 22-II-1989, 1-III-1989, 8-III-1989, 15-III-1989.
Juan Pablo II, La Ascensión de Jesucristo, Catequesis: 5-IV-1989, 12-IV-1989, 19-IV-89.
San Josemaría, Homilía La Ascensión del Señor a los Cielos, en Es Cristo que pasa, 117-126.
[1] San Josemaría, Camino, 584.
[2] Ibidem, 719.
[3] San Juan Damasceno, De fide ortodoxa, 4, 2: PG 94, 1104; cfr. Catecismo, 663.
[4] Cfr. Pío XII, Const. Munificentissimus Deus, 15-VIII-50: DS 3903.
© Fundación Studium, 2016 y © Oficina de Información del Opus Dei, 2016.
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