SAN ANTONIO DE PADUA
Mensaje de S. S. Juan Pablo II con ocasión del
VIII Centenario del nacimiento del Santo (13-VI-1994)
Solamente treinta y seis años duró su existencia terrena. Los primeros catorce los pasó en la escuela episcopal de su ciudad. A los 15 años pidió entrar en los Canónigos Regulares de San Agustín; a los 25 recibió la ordenación sacerdotal: diez años de vida caracterizados por la búsqueda diligente y activa de Dios, por el estudio intenso de la teología y por la maduración y el perfeccionamiento interior.
Pero Dios seguía interrogando el espíritu del joven sacerdote Fernando, nombre que había recibido en la pila bautismal. En el monasterio de Santa Cruz, en Coimbra, conoció a un grupo de franciscanos de la primera hora, que, desde Asís, iban a Marruecos para testimoniar allí el Evangelio, incluso a costa del martirio. En aquella circunstancia el joven Fernando experimentó un anhelo nuevo: el de anunciar el Evangelio a los pueblos paganos, sin detenerse ante el riesgo de perder la vida.
En el otoño de 1220 dejó su monasterio y comenzó a seguir al Poverello de Asís, tomando el nombre de Antonio. Partió, pues, hacia Marruecos, pero una grave enfermedad lo obligó a renunciar a su ideal misionero.
Comenzó así el último período de su existencia, durante el cual Dios lo guió por caminos que jamás había pensado recorrer. Después de haberlo desarraigado de su tierra y de sus proyectos de evangelización de ultramar, Dios lo llevó a vivir el ideal de la forma de vida evangélica en tierra italiana. San Antonio vivió la experiencia franciscana sólo once años, pero asimiló hasta tal punto su ideal, que Cristo y el Evangelio se convirtieron para él en regla de vida encarnada en la realidad de todos los días.
Dijo en un sermón: «Por ti hemos dejado todo y nos hemos hecho pobres. Pero dado que tú eres rico, te hemos seguido para que nos hagas ricos (…). Te hemos seguido, como la criatura sigue al Creador, como los hijos al Padre, como los niños a la madre, como los hambrientos el pan, como los enfermos al médico, como los cansados la cama, como los exiliados la patria».
Toda su predicación fue un anuncio continuo e incansable del Evangelio sin glosa.Anuncio verdadero, intrépido, límpido. La predicación era su modo de encender la fe en las almas, de purificarlas, consolarlas e iluminarlas.
Construyó su vida en Cristo. Las virtudes evangélicas, y en especial la pobreza de espíritu, la mansedumbre, la humildad, la castidad, la misericordia y la valentía de la paz, eran los temas constantes de su predicación.
Su testimonio fue tan luminoso, que en mi peregrinación a su santuario de Padua, el 12 de septiembre de 1982, también yo quise presentarlo a la Iglesia, como ya había hecho el papa Pío XII, con el título de hombre evangélico. En efecto, san Antonio enseñó de modo eminente a hacer de Cristo y del Evangelio un punto de referencia constante en la vida diaria y en las opciones morales privadas y públicas, sugiriendo a todos que alimenten de esa fuente su valentía para un anuncio coherente y atractivo del mensaje de la salvación.
Precisamente porque estaba enamorado de Cristo y de su Evangelio, san Antonio «ilustraba con inteligencia de amor la divina sabiduría que había tomado de la lectura asidua de la sagrada Escritura» (Pío XII).
La sagrada Escritura era para él la terra parturiens, que engendra la fe, funda la moral y atrae al alma con su dulzura. El alma, recogida en la meditación amorosa sobre la sagrada Escritura, se abre -según su expresión- al arcano de la divinidad. Durante su itinerario hacia Dios, Antonio alimentó su mente de este abismo arcano, encontrando allí sabiduría y doctrina, fuerza apostólica y esperanza, celo infatigable y caridad ferviente.
De la sed de Dios y del anhelo de Cristo nace la teología que, para san Antonio, era irradiación del amor a Cristo: sabiduría de inestimable valor y ciencia de conocimiento, cántico nuevo que resuena suavemente en los oídos de Dios y renueva el espíritu.
San Antonio vivió este método de estudio con una pasión que lo acompañó durante toda su vida franciscana. El mismo san Francisco lo había designado para enseñar la sagrada teología a los hermanos, recomendándole, sin embargo, que en dicha ocupación se cuidara de no extinguir el espíritu de oración y devoción. Usó todos los instrumentos científicos de entonces para profundizar el conocimiento de la verdad evangélica y hacer más comprensible su anuncio. El éxito de su predicación confirma que supo hablar con el mismo lenguaje de sus oyentes, logrando transmitir con eficacia los contenidos de la fe y haciendo que la cultura popular de su tiempo acogiera los valores del Evangelio.
Los escritos de san Antonio, tan ricos en doctrina bíblica, y en los que abundan las exhortaciones espirituales y morales, son también hoy un modelo y una guía para la predicación. Entre otras cosas, muestran ampliamente hasta qué punto la enseñanza homilética, en la celebración litúrgica, puede hacer experimentar a los fieles la presencia operante de Cristo, que sigue anunciando el Evangelio a su pueblo para obtener su respuesta en la oración y en el canto (cf. SC 33).
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SAN ANTONIO DE PADUA (II)
De la Catequesis de S. S. Benedicto XVI
en la audiencia general del 10 de febrero de 2010
En sus sermones, san Antonio habla de la oración como de una relación de amor, que impulsa al hombre a conversar dulcemente con el Señor, creando una alegría inefable, que suavemente envuelve al alma en oración. San Antonio nos recuerda que la oración necesita un clima de silencio que no consiste en aislarse del ruido exterior, sino que es una experiencia interior, que busca liberarse de las distracciones provocadas por las preocupaciones del alma, creando el silencio en el alma misma. Según las enseñanzas de este insigne Doctor franciscano, la oración se articula en cuatro actitudes indispensables que, en el latín de san Antonio, se definen: obsecratio, oratio, postulatio, gratiarum actio. Podríamos traducirlas así: abrir confiadamente el propio corazón a Dios; este es el primer paso del orar, no simplemente captar una palabra, sino también abrir el corazón a la presencia de Dios; luego, conversar afectuosamente con él, viéndolo presente conmigo; y después, algo muy natural, presentarle nuestras necesidades; por último, alabarlo y darle gracias.
En esta enseñanza de san Antonio sobre la oración observamos uno de los rasgos específicos de la teología franciscana, de la que fue el iniciador, a saber, el papel asignado al amor divino, que entra en la esfera de los afectos, de la voluntad, del corazón, y que también es la fuente de la que brota un conocimiento espiritual que sobrepasa todo conocimiento. De hecho, amando conocemos.
Escribe también san Antonio: «La caridad es el alma de la fe, hace que esté viva; sin el amor, la fe muere» (Sermones II, Padua 1979, p. 37).
Sólo un alma que reza puede avanzar en la vida espiritual: este es el objeto privilegiado de la predicación de san Antonio. Conoce bien los defectos de la naturaleza humana, nuestra tendencia a caer en el pecado; por eso exhorta continuamente a luchar contra la inclinación a la avidez, al orgullo, a la impureza y, en cambio, a practicar las virtudes de la pobreza, la generosidad, la humildad, la obediencia, la castidad y la pureza. A principios del siglo XIII, en el contexto del renacimiento de las ciudades y del florecimiento del comercio, crecía el número de personas insensibles a las necesidades de los pobres. Por ese motivo, san Antonio invita repetidamente a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del corazón, que haciéndonos ser buenos y misericordiosos nos hace acumular tesoros para el cielo. «Oh ricos -así los exhorta- haced amigos... a los pobres, acogedlos en vuestras casas: luego serán ellos, los pobres, quienes os acogerán en los tabernáculos eternos, donde existe la belleza de la paz, la confianza de la seguridad, y la opulenta serenidad de la saciedad eterna» (ib., p. 29).
¿Acaso esta enseñanza no es muy importante también hoy, cuando la crisis financiera y los graves desequilibrios económicos empobrecen a no pocas personas, y crean condiciones de miseria? En mi encíclica Caritas in veritate recuerdo: «La economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona» (n. 45).
San Antonio, siguiendo la escuela de san Francisco, pone siempre a Cristo en el centro de la vida y del pensamiento, de la acción y de la predicación. Este es otro rasgo típico de la teología franciscana: el cristocentrismo. Contempla de buen grado, e invita a contemplar, los misterios de la humanidad del Señor, el hombre Jesús, de modo particular el misterio de la Natividad, Dios que se ha hecho Niño, que se ha puesto en nuestras manos: un misterio que suscita sentimientos de amor y de gratitud hacia la bondad divina.
Por una parte, la Natividad, un punto central del amor de Cristo por la humanidad, pero también la visión del Crucificado le inspira pensamientos de reconocimiento hacia Dios y de estima por la dignidad de la persona humana, para que todos, creyentes y no creyentes, puedan encontrar en el Crucificado y en su imagen un significado que enriquezca la vida. Escribe san Antonio: «Cristo, que es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú mires en la cruz como en un espejo. Allí podrás conocer cuán mortales fueron tus heridas, que ninguna medicina habría podido curar, a no ser la de la sangre del Hijo de Dios. Si miras bien, podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad humana y tu valor... En ningún otro lugar el hombre puede comprender mejor lo que vale que mirándose en el espejo de la cruz» (Sermones III, pp. 213-214).
Meditando estas palabras podemos comprender mejor la importancia de la imagen del Crucifijo para nuestra cultura, para nuestro humanismo nacido de la fe cristiana. Precisamente contemplando el Crucifijo vemos, como dice san Antonio, cuán grande es la dignidad humana y el valor del hombre. En ningún otro punto se puede comprender cuánto vale el hombre, precisamente porque Dios nos hace tan importantes, nos ve así tan importantes, que para él somos dignos de su sufrimiento; así toda la dignidad humana aparece en el espejo del Crucifijo y contemplarlo es siempre fuente del reconocimiento de la dignidad humana.
Queridos amigos, que Antonio de Padua, tan venerado por los fieles, interceda por toda la Iglesia, y de modo especial por quienes se dedican a la predicación; pidamos al Señor que nos ayude a aprender un poco de este arte de san Antonio. Que los predicadores, inspirándose en su ejemplo, traten de unir una sólida y sana doctrina, una piedad sincera y fervorosa, y la eficacia en la comunicación. En este Año sacerdotal pidamos para que los sacerdotes y los diáconos desempeñen con solicitud este ministerio de anuncio y actualización de la Palabra de Dios a los fieles, sobre todo mediante las homilías litúrgicas. Que estas sean una presentación eficaz de la eterna belleza de Cristo, precisamente como san Antonio recomendaba: «Si predicas a Jesús, él ablanda los corazones duros; si lo invocas, endulzas las tentaciones amargas; si piensas en él, te ilumina el corazón; si lo lees, te sacia la mente» (Sermones III, p. 59).
excelente que explicita y maravillosa enceñanza .
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