miércoles, 13 de junio de 2018

«MISERICORDIA QUIERO Y NO SACRIFICIOS» - NADA HAY COMPARABLE A LA DICHA DE SERVIR A DIOS





«MISERICORDIA QUIERO Y NO SACRIFICIOS»
Benedicto XVI, Ángelus del 8 de junio de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo está una expresión del profeta Oseas, que Jesús retoma en el Evangelio: «Quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os 6,6). Se trata de una palabra clave, una de las palabras que nos introducen en el corazón de la Sagrada Escritura. El contexto, en el que Jesús la hace suya, es la vocación de Mateo, de profesión «publicano», es decir, recaudador de impuestos por cuenta de la autoridad imperial romana; por eso mismo, los judíos lo consideraban un pecador público. Después de llamarlo precisamente mientras estaba sentado en el banco de los impuestos -ilustra bien esta escena un celebérrimo cuadro de Caravaggio-, Jesús fue a su casa con los discípulos y se sentó a la mesa junto con otros publicanos. A los fariseos escandalizados, les respondió: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. (...) No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9,12-13). El evangelista san Mateo, siempre atento al nexo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, en este momento pone en los labios de Jesús la profecía de Oseas: «Id y aprended lo que significa: "Misericordia quiero y no sacrificios"».


Es tal la importancia de esta expresión del profeta, que el Señor la cita nuevamente en otro contexto, a propósito de la observancia del sábado (cf. Mt 12,1-8). También en este caso, Jesús asume la responsabilidad de la interpretación del precepto, revelándose como «Señor» de las mismas instituciones legales. Dirigiéndose a los fariseos, añade: «Si comprendierais lo que significa: "Misericordia quiero y no sacrificios", no condenaríais a personas sin culpa» (Mt 12,7). Por tanto, Jesús, el Verbo hecho hombre, «se reconoció», por decirlo así, plenamente en este oráculo de Oseas; lo hizo suyo con todo el corazón y lo realizó con su comportamiento, incluso a costa de herir la susceptibilidad de los jefes de su pueblo. Esta palabra de Dios nos ha llegado, a través de los Evangelios, como una de las síntesis de todo el mensaje cristiano: la verdadera religión consiste en el amor a Dios y al prójimo. Esto es lo que da valor al culto y a la práctica de los preceptos.

Dirigiéndonos ahora a la Virgen María, pidamos por su intercesión vivir siempre en la alegría de la experiencia cristiana. Que la Virgen, Madre de la Misericordia, suscite en nosotros sentimientos de abandono filial a Dios, que es misericordia infinita; que ella nos ayude a hacer nuestra la oración que san Agustín formula en un famoso pasaje de sus Confesiones: «¡Señor, ten misericordia de mí! Mira que no oculto mis llagas. Tú eres el médico; yo soy el enfermo. Tú eres misericordioso; yo, lleno de miseria. (...) Toda mi esperanza está puesta únicamente en tu gran misericordia» (X, 28. 39; 29. 40).

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NADA HAY COMPARABLE
A LA DICHA DE SERVIR A DIOS
De los escritos de santa María Micaela

El día de Pentecostés sentí una luz interior y comprendí que era Dios tan grande, tan poderoso, tan bueno, tan amante, tan misericordioso, que resolví no servir más que a un Señor que todo lo reúne para llenar mi corazón. Yo no puedo querer más que lo que quieras de mí, Dios mío, para tu mayor gloria.

No deseo nada, ni me siento apegada más que a Jesús sacramentado. Pensar que el Señor se quedó con nosotros me infunde un deseo de no separarme de él en la vida, si ser pudiera, y que todos le viesen y amen. Seamos locos de amor divino, y no hay qué temer.

Yo no sé que haya en el mundo mayor dicha que servir a Dios y ser su esclava, pero servirle amando las cruces como él hizo, y lo demás es nada, llevado por su amor.

Dichosos nuestros pecados, que dan a un Dios motivo para que ejerza tanta virtud, como resalta en Dios con el pecador. Éste es tanto más desgraciado cuanto no conoce el valor tan grande de esta alma suya por la que el Señor derramó toda su sangre. ¿Y dudaremos nosotros arrostrar todos los trabajos del mundo por imitar en esto a Jesucristo? ¿Y se nos hará penoso y cuesta arriba dar la vida, crédito, fortuna y cuanto poseemos sobre la tierra, por salvar una que tanto le costó al Señor, toda su sangre sacratísima y divina?

Yo sé que ni el viaje, ni el frío, ni el mal camino, lluvias, jaquecas, gastos, todo, me parece nada si se salva una, si, una. Por un pecado que lleguemos a evitar, somos felices y le amaremos en pago.

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