martes, 19 de junio de 2018

…El que ama a Dios…



El que ama a Dios se contenta con agradarle, porque el mayor premio que podemos desear es el mismo amor; el amor, en efecto, viene de Dios, de tal manera que Dios mismo es el amor.
El alma piadosa e íntegra busca en ello su plenitud y no desea otro deleite. Porque es una gran verdad aquello que dice el Señor: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón». El tesoro del hombre viene a ser como la reunión de los frutos recolectados con su esfuerzo. «Lo que uno siembre, eso cosechará», y cual sea el trabajo de cada uno, tal será su ganancia; y donde ponga el corazón su deleite, allí queda reducida su solicitud. Mas, como sea que hay muchas clases de riquezas y diversos objetos de placer, el tesoro de cada uno viene determinado por la tendencia de su deseo, y si este deseo se limita a los bienes terrenos, no hallará en ellos la felicidad, sino la desdicha.
En cambio, los que ponen su corazón en las cosas de
l cielo, no en las de la tierra, y su atención en las cosas eternas, no en las perecederas, alcanzarán una riqueza incorruptible y escondida, aquella a la que se refiere el profeta cuando dice: «La sabiduría y el saber serán su refugio salvador, el temor del Señor será su tesoro». Esta sabiduría divina hace que, con la ayuda de Dios, los mismos bienes terrenales se conviertan en celestiales, cuando muchos convierten sus riquezas, ya sea legalmente heredadas o adquiridas de otro modo, en instrumentos de bondad. Los que reparten lo que les sobra para sustento de los pobres se ganan con ello una riqueza imperecedera; lo que dieron en limosnas no es en modo alguno un derroche; éstos pueden en justicia tener su corazón donde está su tesoro, ya que han tenido el acierto de negociar con sus riquezas sin temor a perderlas.
San León Magno, Serm. 92, 1.2.3: PL 54, 454-455

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