FE Y VIDA EUCARÍSTICAS
DE FRANCISCO DE ASÍS (IV)
por Jean Pelvet, ofmcap
II. INFLUENCIA DE LA EUCARISTÍA (II)
2. «El santísimo cuerpo y sangre, vivo y verdadero,
de nuestro Señor Jesucristo» (Adm 1,21)
El realismo con que Francisco reconoce el Cuerpo y la Sangre del Señor, presentes y vivos en el Sacramento del pan y del vino, merece ser subrayado y desarrollado en primer lugar.
Francisco afirma, con enorme firmeza y en toda ocasión, la realidad de la Presencia eucarística del Hijo de Dios. Precisa, incluso, repetidas veces, las modalidades concretas, palabras y gestos, según las cuales se lleva a cabo la consagración del pan y del vino, que sólo Cristo realiza «según a él le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito» (CtaO 33). Pero el signo más elocuente de esta fe realista de Francisco es, tal vez, la extrema susceptibilidad que manifiesta frente a las faltas de atención que se cometen contra el Sacramento. La veneración con la que él quiere rodearlo y verlo rodeado siempre y en todas partes, le inspira expresiones unas veces virulentas y otras suplicantes, para inducir a sus hermanos y a todos los clérigos al máximo respeto en la manera de tratar la Eucaristía, así como también a la más atenta vigilancia en cuanto a la dignidad y limpieza de los ornamentos, vasos y lugares «en los que se sacrifica el cuerpo y la sangre de nuestro Señor» (CtaCle 4; etc.).
Pero, por importante que sea este aspecto de la actitud dura de Francisco en lo que se refiere al Sacramento, no está ahí lo esencial. Sus expresiones, ilustradas las unas por las otras, nos introducen en su comprensión viva y profunda de la «Presencia real». Me parece que, considerando las palabras de Francisco en sí mismas, con toda su carga de fe vivida, se encuentra uno conducido y sensibilizado hacia tres aspectos esenciales de su comprensión de la Presencia del Señor Jesucristo en el Sacramento. Se trata de una presencia corporal, de una presencia personal y de una presencia viva y actual.
a) «El santísimo Cuerpo y Sangre...»
Francisco nunca usa las palabras «presencia real», como lo hacemos nosotros. Tampoco la palabra «eucaristía». Rara vez habla de «santo o santísimo sacramento». Las nociones abstractas de «substancia», «apariencias», «especies»... no le han rozado ni menos aún penetrado. Sólo más tarde se difundirá este lenguaje... de manera bastante enojosa. Francisco sólo conoce el Cuerpo y la Sangre: la realidad concreta, percibida con su carga de presencia, de relación, de comunicación: «Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo» (Adm 1,22). El santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo, eso es lo que él ve, de lo que él habla: Dios con nosotros, corporalmente, Emmanuel.
Pero corporalmente no significa «carnalmente», y la presencia concreta no es menos «sacramental»: la misma insistencia con que Francisco exige para reconocerla una mirada iluminada por el Espíritu, manifiesta suficientemente que él ve en ella una Realidad de orden espiritual: el Cuerpo Espiritual, del que habla Pablo. Y esto nos lleva a precisar la identidad de Aquel de quien Francisco percibe el Cuerpo y la Sangre «vivos y verdaderos».
b) «...de tu Hijo amado...»
Precisamente al hablar del Cuerpo y Sangre es cuando Francisco atribuye con mayor frecuencia al Señor Jesucristo el nombre de Hijo de Dios, Hijo del Altísimo o altísimo Hijo de Dios, Hijo de Dios vivo y sobre todo, en ese versículo eucarístico de la Paráfrasis del Padrenuestro, el nombre de Hijo amado: «El pan nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, dánosle hoy».
El «Hijo amado»: apelación favorita de Francisco, que se repite de nuevo en la gran acción de gracias del capítulo 23 de la primera Regla, de hechura tan evidentemente eucarística: «Todos nosotros... te imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien has hallado complacencia, te dé gracias de todo...».
Ésta es la identidad de Aquel de quien Francisco percibe el Cuerpo y la Sangre, que le hacen presente en el mundo de los hombres, «corporalmente visible» a su mirada. Es «su bendito y glorioso Hijo, a quien el Padre nos dio para nosotros y que nació por nuestro bien», Aquel que «puso su voluntad en la voluntad del Padre», Aquel que «dio su vida por no apartarse de la obediencia del santísimo Padre», Aquel a quien, en todo el Oficio de la Pasión, Francisco contempla entregando su vida, en abandono, en las manos del Padre.
c) «... vivo y verdadero...»
Por eso, el Cuerpo presente del Señor, lejos de ser contemplado como algo inerte, es percibido por Francisco como animado por el dinamismo filial, por el ritmo e impulso del amor agradecido del Hijo amado, ofrecido en la acogida de la voluntad del Padre, llevado en el movimiento de eterna eucaristía-acción de gracias, de vuelta al Padre: «Tú eres mi Padre santísimo, Rey mío y Dios mío» (OfP 2,11; 5,15).
Tal es el pan de cada día que da el Padre: «Su Hijo amado..., por quien tantas cosas nos ha hecho», Aquel «por quien todo fue creado», Aquel que «nació por nosotros fuera de casa» y «se ofreció a sí mismo como sacrificio y hostia, por nuestros pecados, en el altar de la cruz», «Pastor que, por salvar a sus ovejas, soportó la pasión y la cruz», «Cordero que ha sido inmolado y glorificado», Aquel a quien «el Padre santísimo acogió con gloria», «sacrificado-santificado por la diestra del Padre y su santo brazo». El Hijo glorificado en su muerte-resurrección, que evocaba a los ojos del corazón de Francisco el Rostro y la mirada del Cristo de San Damián, absorto en la contemplación de su Padre santísimo, perdido en el abandono filial entre sus manos.
Todo eso es lo que llena el corazón y la mirada de Francisco, vueltos hacia el Cuerpo vivo y verdadero del Señor. Él mismo lo expresa claramente en esa frase de la Carta a la Orden, que a continuación hemos de acoger y penetrar del mejor modo posible.
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