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FE Y VIDA EUCARÍSTICAS
DE FRANCISCO DE ASÍS (III)
por Jean Pelvet, ofmcap
II. INFLUENCIA DE LA EUCARISTÍA (I)
Los Escritos de san Francisco nos manifiestan la mirada que él tenía fija en la Eucaristía. Incorporémonos a esa mirada, penetremos con ella en la riqueza que Francisco descubre, dejando resonar en nosotros las expresiones con que nos la confía. Así podremos presentir la amplitud y vigor de su fe en el Sacramento ante el que «ardía en fervor... admirando locamente...» (2 Cel 201). Y comencemos uniéndonos a esa mirada.
1. «En este siglo nada veo corporalmente
del mismo altísimo Hijo de Dios
sino su santísimo cuerpo y santísima sangre» (Test 10)
Cuando Francisco, para bendecir a su hermano León, le dirige el deseo ardiente del libro de los Números: «El Señor te muestre su rostro... Vuelva a ti su rostro...», ¿no está revelando ahí lo que le interesa por encima de todo? ¿No se le desea a un amigo lo que se cree ser lo mejor?
Francisco es un visual. Necesita ver. La vista es manifiestamente el más despierto de sus sentidos, aquel en el que se concentra su deseo..., aquel precisamente de cuyo uso le privará el Señor, en los últimos años de su vida, para unirlo a su Pasión.
¡Ver! Pero, ¿cómo ver lo invisible? «A Dios nadie lo ha visto jamás». «En este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios...» (Adm 1; Jn 1,18). Hay que percibir el acento doloroso de esta confidencia, entrar en esa larga búsqueda a tientas del Rostro del Señor. Entonces adquiere toda su fuerza el cariño entusiasta con que prosigue Francisco: «... sino su santísimo cuerpo y santísima sangre». Esta es la novedad de la Nueva Alianza: no ya solamente poder escuchar a Dios que habla, sino ver a Dios que se muestra en Jesucristo. En adelante, Francisco sabrá dónde fijar su mirada.
Pero, ¿de qué mirada se trata? Francisco da su explicación con toda tranquilidad en la primera Admonición. Por sí sola, la mirada del cuerpo no puede alcanzar hoy más que el pan y el vino. Por eso, a la luz del Espíritu Santo, que ilumina el corazón, es como la fe reconoce en ese pan y en ese vino la verdad de las palabras del Señor: «Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nueva alianza». ¡Una mirada que escucha! Entonces ella discierne «su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero». Y a esa realidad se adhiere y se pega con toda su fuerza. Sólo esa mirada del corazón, iluminada por el Espíritu, puede alcanzar la Realidad viva que «ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado» (Adm 1).
¿Que se muestra... o que se oculta? En otra parte, Francisco escribe: «El Señor del mundo universo... se humilla hasta el punto de esconderse... bajo una pequeña forma de pan» (CtaO 27). Así, pues, no se le han acabado las penas a la mirada ávida de ver. El Sacramento hoy, como la humanidad visible de Jesús ayer, vela y desvela a la vez la Persona del Hijo de Dios. La muestra oculta. Pero realmente presente. Es signo, pero signo en el que está de veras la Presencia sin rostro. Entonces, la búsqueda continúa, pero segura del lugar al que dirigir los pasos, del lugar privilegiado en el que está asegurado el encuentro en la fe.
Por eso, la mirada de Francisco sobre el Sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo se vuelve insistente. Seguro ya de tener, quiere todavía descubrir más. Sostenido por el ardor de su deseo, se para, se aferra. Con toda su hambre, devora literalmente el Pan de Vida, que se entrega a la fe viva. Y el «Misterio de la fe» en toda su amplitud y profundidad se abre a él, se ofrece a la captura de su corazón puro. Desde luego, Francisco se quedará con las ganas de ver el Rostro. Esas ganas incluso irán en aumento, avivando el fervor de la espera de «la Tierra de los Vivientes».
Veamos, a continuación, al menos lo que esta mirada descubrió y asimiló.
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