domingo, 17 de junio de 2018

EUCARISTÍA: JESÚS, EL VERDADERO CORDERO INMOLADO - ¡OH BANQUETE PRECIOSO Y ADMIRABLE!





EUCARISTÍA: JESÚS,
EL VERDADERO CORDERO INMOLADO
Benedicto XVI, Exhortación «Sacramentum caritatis», nn. 9-11

La misión para la que Jesús vino a nosotros llega a su cumplimiento en el Misterio pascual. Desde lo alto de la cruz, donde atrae todo hacia sí, antes de «entregar el espíritu» dice: «Todo está cumplido» (Jn 19,30). En el misterio de su obediencia hasta la muerte, y una muerte de cruz, se ha cumplido la nueva y eterna alianza. La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre. También el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo de Dios. Como he tenido ya oportunidad de decir: «En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es el amor en su forma más radical» (Enc. Deus caritas est, 12).


En el Misterio pascual se ha realizado verdaderamente nuestra liberación del mal y de la muerte. En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de la «nueva y eterna alianza», estipulada en su sangre derramada. Esta meta última de su misión era ya bastante evidente al comienzo de su vida pública. En efecto, cuando a orillas del Jordán Juan Bautista ve venir a Jesús, exclama: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,19). Es significativo que la misma expresión se repita cada vez que celebramos la santa Misa, con la invitación del sacerdote para acercarse a comulgar: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor». Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza. La Eucaristía contiene en sí esta novedad radical, que se nos propone de nuevo en cada celebración.

De este modo llegamos a reflexionar sobre la institución de la Eucaristía en la última Cena. Sucedió en el contexto de una cena ritual con la que se conmemoraba el acontecimiento fundamental del pueblo de Israel: la liberación de la esclavitud de Egipto. Esta cena ritual, relacionada con la inmolación de los corderos, era conmemoración del pasado, pero, al mismo tiempo, también memoria profética, es decir, anuncio de una liberación futura. En efecto, el pueblo había experimentado que aquella liberación no había sido definitiva, puesto que su historia estaba todavía demasiado marcada por la esclavitud y el pecado. El memorial de la antigua liberación se abría así a la súplica y a la esperanza de una salvación más profunda, radical, universal y definitiva. Éste es el contexto en el cual Jesús introduce la novedad de su don. En la oración de alabanza, la Berakah, da gracias al Padre no sólo por los grandes acontecimientos de la historia pasada, sino también por la propia «exaltación».

Al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la creación del mundo, como se lee en la primera Carta de San Pedro (cf. 1,18-20). Situando en este contexto su don, Jesús manifiesta el sentido salvador de su muerte y resurrección, misterio que se convierte en el factor renovador de la historia y de todo el cosmos. En efecto, la institución de la Eucaristía muestra cómo aquella muerte, de por sí violenta y absurda, se ha transformado en Jesús en un supremo acto de amor y de liberación definitiva del mal para la humanidad.

De este modo Jesús inserta su novum [nuevo] radical dentro de la antigua cena sacrificial judía. Para nosotros los cristianos, ya no es necesario repetir aquella cena. Como dicen con precisión los Padres, figura transit in veritatem: lo que anunciaba realidades futuras, ahora ha dado paso a la verdad misma. El antiguo rito ya se ha cumplido y ha sido superado definitivamente por el don de amor del Hijo de Dios encarnado. El alimento de la verdad, Cristo inmolado por nosotros, dat... figuris terminum. Con el mandato «Haced esto en conmemoración mía», nos pide corresponder a su don y representarlo sacramentalmente. Por tanto, el Señor expresa con estas palabras, por decirlo así, la esperanza de que su Iglesia, nacida de su sacrificio, acoja este don, desarrollando bajo la guía del Espíritu Santo la forma litúrgica del Sacramento.

En efecto, el memorial de su total entrega no consiste en la simple repetición de la última Cena, sino propiamente en la Eucaristía, es decir, en la novedad radical del culto cristiano. Jesús nos ha encomendado así la tarea de participar en su «hora». «La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega» (Enc. Deus caritas est, 13). Él «nos atrae hacia sí». La conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre introduce en la creación el principio de un cambio radical, como una forma de «fisión nuclear», por usar una imagen bien conocida hoy por nosotros, que se produce en lo más íntimo del ser; un cambio destinado a suscitar un proceso de transformación de la realidad, cuyo término último será la transfiguración del mundo entero, el momento en que Dios será todo para todos.

* * *

¡OH BANQUETE PRECIOSO Y ADMIRABLE!
De los opúsculos de santo Tomás de Aquino

El Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que, hecho hombre, divinizase a los hombres.

Además, entregó por nuestra salvación todo cuanto tomó de nosotros. Porque, por nuestra reconciliación, ofreció, sobre el altar de la cruz, su cuerpo como víctima a Dios, su Padre, y derramó su sangre como precio de nuestra libertad y como baño sagrado que nos da, para que fuésemos liberados de una miserable esclavitud y purificados de todos nuestros pecados.

Pero, a fin de que guardásemos por siempre jamás en nosotros la memoria de tan gran beneficio, dejó a los fieles, bajo la apariencia de pan y de vino, su cuerpo, para que fuese nuestro alimento, y su sangre, para que fuese nuestra bebida.

¡Oh banquete precioso y admirable, banquete saludable y lleno de toda suavidad! ¿Qué puede haber, en efecto, de más precioso que este banquete en el cual no se nos ofrece, para comer, la carne de becerros o de machos cabríos, como se hacía antiguamente, bajo la ley, sino al mismo Cristo, verdadero Dios?

No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales.

Se ofrece, en la Iglesia, por los vivos y por los difuntos, para que a todos aproveche, ya que ha sido establecido para la salvación de todos.

Finalmente, nadie es capaz de expresar la suavidad de este sacramento, en el cual gustamos la suavidad espiritual en su misma fuente y celebramos la memoria del inmenso y sublime amor que Cristo mostró en su pasión.

Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la última cena, cuando, después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos

No hay comentarios. :

Publicar un comentario