sábado, 14 de abril de 2018

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ORAR CON EL CORAZÓN ABIERTO
Meditaciones diarias para un sincero diálogo con Dios

Hoy le digo a Dios: «¡Padre, quiero ser santo!». Tenemos una imagen falsa y preconcebida de lo que es e implica la santidad. Consideramos que es el resultado de un enorme esfuerzo para alcanzar una cierta perfección y que, en realidad, solo unas pocas personas llegan excepcionalmente a este estado de elevación espiritual. La santidad no es esto. No es la perfección moral. Es la perfección de la caridad en el sentido de que acogemos en nosotros mismos la misma santidad de Dios, que está en Dios y a quien permitimos que se desarrolle en nosotros. Al final, la santidad es bastante simple. Es dejar que la vida divina recibida por el bautismo y la confirmación se desarrolle en nosotros. Es permitir que la luz de Cristo ilumine nuestra vida para que lleguemos a ser luz del mundo.
La santidad consiste en dejar que la vida de Cristo crezca en nuestro interior rechazando lo que es contrario a esta vida. En realidad, un santo no es más que un cristiano normal, es decir, un pobre pecador que entra en diálogo con el Cristo resucitado y se deja transformar gradualmente por el poder de la resurrección. Es recibir la llamada del Padre, no por el bien de sus obras, sino por la grandeza de su misericordioso, justificándose en Cristo. La santificación que cada uno ha recibido con la gracia de Dios debe preservarse y completarse en la vida cotidiana.

Uno no puede crecer en santidad solo. De la misma manera que no se puede vivir el cristianismo solo. Esto es también lo que produce el bautismo. Por el bautismo, somos incorporados a la Iglesia. El bautismo nos hace miembros del Cuerpo de Cristo. Nos hacemos miembros el uno del otro y tenemos que entrenarnos unos a otros a la santidad.
Pero el camino de perfección tiene la cruz la esencia profunda de la vida del cristiano. No es posible la santidad sin renuncia, sin combate espiritual, sin fe, sin amor al prójimo y confianza en Dios.
¡Quiero ser santo! Pero para lograr esta perfección tengo que poner todo mi empeño, de acuerdo con los dones recibidos de Cristo, para entregarme por completo a la gloria de Dios y al servicio amoroso al prójimo. Seguir las huellas de Jesús tratando de ser imagen suya en este mundo, obediente a la voluntad del Padre para dar frutos y ser luz. Lejos estoy de esta santidad pero no debo dejar de caminar para alcanzar la tierra prometida.

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¡Señor, como bautizado me llamas a la santidad, la perfección de la caridad, a la plenitud de la vida cristiana, a seguir tu mandato de ser perfecto como Tu Padre celestial es perfecto! ¡Sabes, Señor, que solo no puedo! ¡Que mi camino es tortuoso, que mis caídas muchas, mi debilidad me impide muchas veces avanzar con firmeza, que mi capacidad de amar es limitada, que la pequeñez de mi vida limita mis pasos, que mi falta de confianza es a veces grandes, pero te necesito de tu ayuda por eso te pido que envíes tu Santo Espíritu para que me renueve cada día! ¡Ayúdame a Ser Santo, Padre Celestial, porque Tu intervienes cuando se acoges con ternura mis súplicas sinceras! ¡Padre, tu me has predestinado, como has predestinado a tanto, a ser la imagen de Jesús en mi entorno, tu me llamas a ser discípulo de Tu Hijo, tu me has justificado para que sea testigo de la verdad, Tu me llamas cada día para tener una unión íntima contigo, con Jesús y con el Espíritu Santo en compañía de María, no permitas que deje de acudir a vuestra llamada! ¡Tu, Padre, me envías cada día gratuitamente gracias abundantes que son signos evidentes de tu amor; no permitas que los desaproveche! ¡También Padre, me enseñas la senda de la cruz, del sufrimiento y del dolor, hazme comprender que no es posible mi santidad si antes no acepto la cruz de Jesús, la renuncia y el levantarme cada vez que caigo! ¡Padre, Jesús nos enseñó a amar y dar la vida por el otro, hazme apóstol de tu misericordia, discípulo de las buenaventuras, hermano del amor al prójimo! ¡Quiero ser santo, Señor, envíame tu Santo Espíritu para avanzar cada día hacia la Jerusalén Celestial!

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