ORAR CON EL CORAZÓN ABIERTO
Meditaciones diarias para un sincero diálogo con Dios
Festividad grande, hermosa y misericordiosa la que nos regaló el papa Juan Pablo II convocando el domingo de la Divina Misericordia que hoy celebramos.
El domingo pasado y durante la octava de Pascua, proclamamos la resurrección de Cristo y dimos gracias porque, a través de Él, la muerte ya no es el término dramático de la existencia. Hoy, domingo de la Divina Misericordia, reconocemos particularmente que por el mismo misterio pascual, la condena del pecado ya no es el término dramático de nuestras acciones. Así como la vida ha prevalecido sobre la muerte, la misericordia prevalece sobre el pecado. Y así, estos dos primeros domingos de Pascua nos dan la bienvenida a la doble victoria del Señor: la victoria sobre la muerte y victoria sobre el mal.
El domingo de Resurrección cantábamos el aleluya frente a la muerte que se volvió impotente. Hoy, el mismo clamor nos hace reconocer que el mal no ha prevalecido: Dios tiene la última palabra y esta palabra es: ¡misericordia!
El poder de la misericordia divina es el costado abierto de Cristo en el cual Tomás —ejemplo del escepticismo que a todos nos invade— introduce su mano. Este costado abierto es el corazón de Cristo que se hace visible para cada uno; es el costado traspasado de quien dio su vida para que ya no estemos condenados a la muerte por nuestros pecados.
Cuando Cristo invita a santo Tomás a creer en la resurrección en realidad le está invitando a creer en el gesto que acaba de hacer: poner su mano en el costado abierto del Resucitado. Con este gesto, santo Tomás, por así decirlo, toca el amor que fluye desde la cruz. Entra en contacto con la fuente de la misericordia.
Y Tomás, que nos representa a todos los creyentes, cree verdaderamente que el Resucitado es la fuente de la bondad de nuestros actos presentes y nuestra participación en la vida eterna. Tendemos a confiar en nuestras propias fuerzas, en nuestra observación de la realidad de las cosas; la misericordia divina te hace comprender que también puedo creer en el poder misericordioso de Aquel cuyo costado he tocado con mis manos temblorosas.
Además, justo después de aparecerse a los discípulos en ausencia de Tomás, el Señor les había confiado claramente un mandato de su misericordia: «Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis». Por lo tanto, la resurrección se expresa particularmente en la difusión de la misericordia divina, que quiere unirse a nosotros y que lo hace por mediación de aquellos a quienes Jesús confía esta misión.
Durante la Cuaresma o los Días Santos hemos tenido muchas oportunidades de tocar el costado abierto de Cristo. Lo tocamos en la liturgia, reviviendo los eventos de su Pasión. Lo tocamos involucrándonos en la conversión y la caridad hacia los demás. También lo tocamos al responder a la llamada irresistible de nuestras almas a recibir la reconciliación en el Sacramento de la Confesión. En un día como hoy recibimos la llamada a creer verdaderamente en la misericordia que brota de este corazón abierto.
Por la fe, vivimos en la esperanza y en la caridad. ¡Qué día más hermoso para ser auténtico creyente de la misericordia divina! ¡Qué día tan grande para que, aún sabiéndome pecador e incapaz de medir la grandeza del amor de Dios, no dudar nunca de su misericordia! ¡Qué día más oportuno para que, tomando como referencia mis propias dificultades para perdonar o renovar un perdón ya dado, sentir que no es posible que Dios llegue tan lejos en su amor por mi! ¡Qué día más adecuado para no olvidar que la misericordia se articula con otros dos dones que Dios me ha dado: la libertad y la responsabilidad! ¡Qué día tan glorioso para no despreciar la gracia de Dios!
¡Señor, quiero dejarme tocar por tu misericordia! ¡Quiero, Señor, ser testigo de tu amor misericordioso a pesar de mis miserias, indiferencias, desprecios y sufrimientos! ¡Quiero tocar, Señor, tus llagas y sentir como transforman mi vida y da una nueva dimensión a ser! ¡Quiero caminar y salir a tu encuentro para encontrarme con tu amor, con ese amor que todo lo transforma y me hace ser transmisor de la fuerza de este amor! ¡Quiero ese misma misericordia que me regalas como gran don darla a los demás! ¡Quiero ser, Señor, misionero de tu misericordia, comprometido con tu verdad, con el corazón siempre abierto a Ti, a tu gracia y a tu misericordia para llevarlo al prójimo! ¡Quiero, Señor, estar despierto ante las necesidades del prójimo con un corazón abierto sobre todo al perdón, la compasión y a la caridad! ¡Quiero, Señor, ser portador de tu Buena Nueva, quiero abrir mi corazón cerrado para salir de mi mismo y ser testimonio de que tu amor misericordioso sana por completo! ¡Quiero ser, Señor, como lo fuiste tu fuente de reconciliación y de amor! ¡Quiero, Señor, de la mano de tu María, Madre de la Misericordia, caminar por la vida siendo auténtico apóstol de tu misericordia!
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