martes, 24 de abril de 2018

LA CIUDAD DE DIOS CONTRA PAGANOS - LIBRO X [El culto del verdadero Dios] CAPÍTULO I


San Agustín - Augustinus Hipponensis


LA CIUDAD DE DIOS
CONTRA PAGANOS
Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO X
[El culto del verdadero Dios]

CAPÍTULO I

Sólo Dios es el que da la verdadera felicidad tanto a los ángeles como a los hombres: 
esto también lo reconocen los platónicos. La cuestión es si los ángeles, a quienes 
ellos piensan hay que venerar, quieren se sacrifique sólo 
al Dios único o también a sí mismos

1. Es opinión general de los que de cualquier modo pueden hacer uso de la razón que todos los hombres desean ser felices. Quiénes lo son y de dónde les viene la felicidad, que buscan los débiles mortales, ha suscitado muchas y grandes controversias, en que han consumido sus esfuerzos y su tiempo los filósofos. Sacarlas a la palestra y discutirlas es tarea larga e innecesaria. Recuerde quien lea esto lo que tratamos en el libro octavo, al seleccionar los filósofos, con quienes se debatió esta cuestión sobre la vida feliz que seguirá a la muerte: si podemos llegar a ella rindiendo culto religioso al único Dios verdadero, hacedor también de los mismos dioses, o hay que rendirlo a toda una multitud de ellos. Y no espere que repitamos aquí las mismas cosas, sobre todo pudiendo refrescar su memoria con el repaso de aquello, si lo ha olvidado.

Elegimos entonces a los platónicos, justamente considerados los más ilustres de todos los filósofos. Precisamente porque llegaron a conocer que, aunque inmortal y racional o intelectual, no puede el alma del hombre ser feliz sino por la participación de la luz del Dios, por quien ella y el mundo han sido hechos; así como niegan también que pueda uno conseguir lo que todos los hombres apetecen, la vida eterna, si no es uniéndose con limpieza de casto corazón al único Dios altísimo, que es inconmutable.

Pero a la vez que éstos mismos, ya cediendo al error o vanidad de los pueblos; ya, como dice el Apóstol, obnubilándose en su insensata mente1, pensaron, o quisieron que se pensara, que había que dar culto a muchos dioses, hasta el punto de que algunos de ellos fueron del parecer que se rindieran a los demonios los honores divinos de las ceremonias o sacrificios. Ya hemos respondido ampliamente a éstos.

Por eso, al presente tenemos que examinar y tratar, con la ayuda de Dios, esta cuestión: qué religión o piedad quieren de nosotros estos inmortales o bienaventurados, establecidos en las celestes moradas, sean Dominaciones, Principados, Potestades, a quienes éstos tienen por dioses y a algunos de los cuales llaman demonios buenos o, como nosotros, ángeles. O más claramente: ¿quieren éstos que los obsequiemos a ellos también con las ceremonias y sacrificios, o con la consagración de nuestras cosas o de nosotros mismos con ritos religiosos, o que todo ello se lo demos solamente a su Dios, que es también el nuestro?

2. Éste es, de hecho, el culto debido a la divinidad o, hablando con más propiedad, a la deidad; para significar el cual con una sola palabra, como no se me ocurre bastante idónea una latina, me serviré de la palabra griega, cuando sea preciso, para indicar lo que quiero decir.

La palabra λατρεία en las Sagradas Escrituras siempre se toma como servidumbre. Pero la servidumbre debida a los hombres, a tenor de la cual manda el Apóstol que estén sujetos los siervos a sus señores2, suele designarse en griego con otro nombre. En cambio, λατρεία, según el uso de los que nos legaron las divinas letras, siempre -o tan frecuentemente que es como si fuera siempre- se llama servidumbre lo que se refiere al culto de Dios. Por consiguiente, cuando se habla sólo de culto no parece se debe solamente a Dios, ya que se dice también que damos culto a los hombres, a quienes tratamos honoríficamente con el recuerdo o con la presencia.

Aún más: no sólo se usa la palabra refiriéndonos a los seres a que nos sometemos con religiosa humildad, sino también refiriéndonos a algunos que están sujetos a nosotros. Así vienen de esta palabra los vocablos agricola, coloni, incola (agricultor, colono, habitante); y lo mismo se llama cælicolæ a los que cultivan el cielo, no por la veneración, sino por habitar en él como unos colonos del cielo; no en el sentido de los que cultivan con su trabajo el suelo natal bajo el dominio de los dueños, sino, como dijo el gran poeta latino: «Hubo una ciudad antigua poblada por colonos tirios», llamándolos colonos, de la palabra incolere (habitar), no de la agricultura. Así, también se llamaron colonias las ciudades fundadas por ciudades más populosas como enjambres de pueblos.

Por este motivo, aunque es bien claro que en el sentido propio de la palabra el culto no se debe sino a Dios, pero como también se dice de otras cosas, no se puede expresar en latín con una sola palabra el culto debido a Dios.

3. La misma palabra «religión» no parece significar con precisión un culto cualquiera, sino el culto de Dios, y por eso los nuestros tradujeron por esta palabra la griega θρησκεία. Sin embargo, si nos atenemos al uso del latín en labios de doctos e indoctos, existe la religión del parentesco humano, de la afinidad y de otros lazos de amistad; y entonces no podría evitarse con esa palabra la ambigüedad cuando se debate el culto de la deidad, de suerte que podamos decir tranquilamente que la religión no es sino el culto de Dios, ya que parecería esto usurpar audazmente esta palabra a la deferencia del parentesco humano.

La piedad suele tomarse también propiamente como el culto de Dios3; y los griegos la llaman εὐσέβεια; aunque también se atribuye a los padres por cortesía esta palabra. El pueblo acostumbra también a utilizar la palabra en las obras de misericordia. Lo cual creo ha sucedido porque es Dios principalmente quien las ha mandado, atestiguando que le agradan como los sacrificios o aún más que ellos.

Este uso de la palabra ha hecho que a Dios lo llamemos también piadoso; sin embargo, los griegos nunca lo llaman en su lengua εὐσέβειν, aunque también entre ellos el culto tome la εὐσέβεια por misericordia. Por eso en muchos lugares de la Sagrada Escritura, para que la distinción pareciera más clara, prefirieron decir en vez de εὐσέβεια, que procede de o significa buen culto, el término compuesto θεοσέβεια, que quiere decir culto de Dios. Nosotros no podemos expresar con una sola palabra esos dos términos.

Así, pues, la palabra griega λατρεία se traduce al latín por servidumbre, pero prestada sólo a Dios; el griego θρησκεία se llama en latín religión, pero sólo la que tenemos con Dios; y lo que llaman θεοσέβεια no podemos nosotros expresarlo con una sola palabra, y lo llamamos culto de Dios. Todo esto decimos se debe sólo a Dios, el que es verdadero Dios, y hace dioses a los que lo adoran4.

Por consiguiente, cualesquiera inmortales y felices que están en las celestes moradas, si no nos aman ni desean que seamos felices, en modo alguno han de ser reverenciados. Si nos aman y quieren seamos felices, cierto de allí les viene, de donde son ellos: ¿es diferente acaso la fuente de su felicidad de la nuestra?

CAPÍTULO II

Sentir del platónico Plotino sobre la iluminación procedente de arriba


No tenemos conflicto alguno con estos eminentes filósofos en esta cuestión. Vieron y consignaron de muchos modos y copiosamente en sus escritos que la felicidad de estos seres, lo mismo que la nuestra, procede de un objeto inteligible por la luz, lo que es Dios para ellos y diferente de ellos, por el cual quedan tan iluminados que pueden resplandecer y permanecer con su participación perfectos y felices.

Muchas veces, y con mucha insistencia afirma Plotino, desarrollando el sentido de Platón, que ni aun aquella alma que creen alma del mundo tiene su felicidad distinto origen que la nuestra, y que esa luz no es ella misma, sino la que la ha creado y con cuya iluminación inteligible resplandece ella inteligiblemente.

Pone también una comparación entre aquellos seres incorpóreos y estos cuerpos celestiales ilustres y grandiosos: Dios sería el sol, y esa alma, la luna. Piensan, en efecto, que la luna es iluminada por la oposición del sol. Dice, pues, aquel gran platónico que el alma racional, o llamémosla mejor intelectual, de cuya clase son también -según él- las almas de los inmortales y felices, que no duda habitan en las moradas celestes, esa alma racional no tiene sobre sí otra naturaleza que la de Dios, que fabricó el mundo, por el cual fue hecha ella también.

Y que no tienen esos seres celestes otra fuente de vida feliz y de luz para entender la verdad, que la que tenemos nosotros mismos; también lo dice él mismo, en lo cual está de acuerdo con el Evangelio, donde se lee: Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan; éste venía como testigo para dar testimonio de la luz y que por él todos llegasen a la fe. No era él la luz, era sólo testigo de la luz. La luz verdadera, la que alumbra a todo hombre, estaba llegando al mundo. Esta distinción basta para demostrar que el alma racional o intelectual, como era la de Juan, no puede ser luz para sí misma, sino que brilla por la participación de la otra luz verdadera. Esto lo confirma el mismo Juan cuando, dando testimonio de él, dice: Porque de su plenitud todos nosotros recibimos5.

CAPÍTULO III

Sobre el verdadero culto de Dios, del que los platónicos, aun reconociendo como 
creador de todo, se apartaron rindiendo culto divino 
a los ángeles, ya buenos, ya malos

1. Si esto es así, si los platónicos, o cualesquiera otros de sus seguidores, conociendo a Dios, lo hubieran glorificado y le hubieran dado gracias, no se hubiera obnubilado su mente insensata ni hubieran sido en parte autores de los errores de los pueblos o se atreverían, en parte, a resistirlos. Sin duda confesarían que para poder ser inmortales y felices, tanto ellos, ya inmortales y felices, cuanto nosotros, mortales y miserables, teníamos que adorar a un solo Dios de dioses, Dios de ellos y Dios nuestro.

2. A éste le debemos el servicio, llamado en griego λατρεία, ya en algunos ritos sagrados, ya en nosotros mismos.

Somos, en efecto, todos a la vez y cada uno en particular, templos suyos, ya que se digna morar en la concordia de todos y en cada uno en particular6; sin ser mayor en todos que en cada uno, puesto que ni se distiende por la masa ni disminuye por la participación. Cuando nuestro corazón se levanta a Él, se hace su altar: lo aplacamos con el sacerdocio de su primogénito; le ofrecemos víctimas cruentas cuando por su verdad luchamos hasta la sangre; le ofrecemos suavísimo incienso cuando en su presencia estamos abrasados en religioso y santo amor; le ofrendamos y devolvemos sus dones en nosotros, y a nosotros mismos en ellos; en las fiestas solemnes y determinados días le dedicamos y consagramos la memoria de sus beneficios a fin de que con el paso del tiempo no se nos vaya introduciendo solapadamente el olvido; con el fuego ardiente de caridad le sacrificamos la hostia de humildad y alabanza en el ara de nuestro cuerpo.

Para llegar a verlo como Él puede ser visto, y para unirnos a Él, nos purificamos de toda mancha de pecado y malos deseos, y nos consagramos en su nombre. Él es fuente de nuestra felicidad, es meta de nuestro apetito. Eligiéndolo a Él, o mejor reeligiéndolo, pues lo habíamos perdido por negligencia; reeligiéndolo a Él, de donde procede el nombre de «religión», tendemos a Él por amor para descansar cuando lleguemos; y de este modo somos felices, porque en aquella meta alcanzamos la perfección.

Nuestro bien, sobre cuya meta tal debate hay entre los filósofos, no es otro que unirnos a Él: su abrazo incorpóreo, si se puede hablar así, fecunda el alma inmortal y la llena con verdaderas virtudes. Se nos manda amar este bien con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. A este bien debemos llevar a los que amamos y ser llevados por los que nos aman. Así se cumplen los dos mandamientos en que consiste la Ley y los Profetas: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda su mente, y Amarás a tu prójimo como a ti mismo7. Para que el hombre supiese amarse se le puso delante la meta, adonde tenía que dirigir todo lo que hacía para ser feliz. Y esta meta es unirse a Dios8.

Ahora bien, cuando se manda a uno, que sabe amarse a sí mismo, que ame al prójimo como a sí mismo, ¿qué otra cosa se le manda sino que le recomiende, cuando puede, que ame a Dios? Éste es el culto de Dios; ésta, la verdadera religión; ésta, la piedad recta; ésta, la servidumbre debida sólo a Dios. Por consiguiente, toda potestad inmortal, por grande que sea su poder, si nos ama como a sí misma, nos desea, para ser felices, estar sometidos al mismo a quien está ella. Si, pues, no da culto a Dios, es miserable porque está privada de Dios; y si da culto a Dios, no quiere ser adorada como Dios. Antes bien se adhiere y confirma con la fuerza de su amor la sentencia que dice: El que ofrezca sacrificios a los dioses -fuera del Señor- será exterminado9.

CAPÍTULO IV

Sólo al Dios verdadero se debe el sacrificio

Pasemos ahora por alto los otros homenajes religiosos con que damos culto a Dios; nadie se atrevería a decir que el sacrificio se debe sino sólo a Dios. Muchos honores se han quitado al culto divino para dárselos a los hombres, ya por una excesiva humildad, ya por pestilente adulación; sin dejar de ser considerados como hombres aquellos a quienes se otorgaban, por más que se dijera eran dignos de culto y veneración, y aun, si se fuerzan un poco las cosas, dignos de adoración. Pero ¿quién pensó se había de ofrecer un sacrificio sino a quien conoce ser Dios, o juzgó por tal o se lo fingió? Sobre la antigüedad del sacrificio en el culto de Dios son testimonio suficiente los dos hermanos Caín y Abel: Dios reprobó el sacrificio del primero y aceptó el del segundo.

CAPÍTULO V

Sacrificios que no exige el Señor, pero quiere se observen para significar lo que exige

Por lo demás, ¿quién puede ser tan necio que crea necesarias para Dios las cosas que se ofrecen en los sacrificios? Tenemos testimonios en muchos lugares de la divina Escritura; para no extendernos mucho, bastará recordar aquello del salmo: Yo digo al Señor: Tú eres mi bien, pues que no necesitas de mis bienes10. Por consiguiente, hemos de estar convencidos de que Dios no necesita no sólo del ganado ni de cualquier otra cosa corruptible o terrena, sino ni siquiera de la misma justicia del hombre; y todo aquello con que se da culto a Dios cede en provecho del hombre, no de Dios. Como nadie pensará que favorece a la fuente, cuando bebe, o a la luz, cuando ve.

Ni el hecho de los sacrificios hechos por los antepasados en las víctimas de los animales, que hoy lee el pueblo de Dios y ya no practica, se ha de pensar significaba otra cosa que por aquellas cosas se significaba lo que se realiza en nosotros para unirnos a Dios y conducir al mismo fin a nuestro prójimo. El sacrificio visible, pues, es el sacramento o signo sagrado del sacrificio invisible. Por eso dice el penitente en el profeta, o el mismo profeta, buscando tener propicio a Dios por sus pecados: Si hubieras querido un sacrificio, te lo hubiera ofrecido; Tú no te deleitarás con los holocaustos. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias11.

Veamos cómo donde dice que Dios no quiere sacrificio, allí muestra que sí lo quiere. No quiere el sacrificio del animal muerto, pero quiere el sacrificio del corazón contrito. En aquello que afirma no quiere se significa lo que él añadió que quería. Dijo que Dios no quería esos sacrificios, al modo que los necios piensan que los quiere para buscar satisfacción. Pues si esos sacrificios que quiere, uno de los cuales es el corazón contrito y humillado por el dolor de la penitencia, no quisiera fueran significados por los sacrificios que se ha pensado desea como deleitables para sí, no habría ordenado en la Ley antigua el ofrecimiento de los mismos. Y por ello debieran haberse cambiado ya en un tiempo determinado y oportuno para que no se creyera eran deseados por el mismo Dios o aceptables por nosotros mismos, en lugar de ser deseado lo que en ellos se significa.

Por eso se dice en otro lugar de otro salmo: Si tuviera hambre, no te lo diría; pues el orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros, beberé sangre de cabritos?12 Como si dijera: Si me fueran ciertamente necesarios, no te pediría a ti lo que está en mi poder. Luego, añadiendo lo que significan, dice: Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo e invócame el día del peligro: yo te libraré, y tú me darás gloria13.

También nos habla en otro profeta: ¿Con qué me presentaré al Señor, inclinándome al Dios del cielo? ¿Me presentaré con holocaustos, con becerros añojos? ¿Aceptará el Señor un millar de carneros o diez mil arroyos de aceite? ¿Le ofreceré mi primogénito por mi culpa o el fruto de mi vientre por mi pecado? Hombre, ya te he explicado lo que está bien, lo que el Señor desea de ti: que defiendas el derecho y ames la lealtad14. En las palabras de este profeta quedan distinguidas y bien separadas dos cosas: Dios no exige aquellos sacrificios por sí mismos, y sí exige los sacrificios que significan.

También en la epístola a los Hebreos se dice: No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los que agradan a Dios15. Por eso aquel texto quiero lealtad, no sacrificios16 debe entenderse como la preferencia de un sacrificio sobre el otro, ya que lo que todos llaman sacrificio es el signo del verdadero sacrificio. Pero la misericordia es un verdadero sacrificio; por eso se dijo lo que cité poco ha: tales sacrificios son los que agradan a Dios.

Por consiguiente, cuantas prescripciones divinas tan variadas se leen sobre los sacrificios en el ministerio del tabernáculo o del templo tienden a significar el amor de Dios y del prójimo; como está escrito: De estos dos mandamientos penden la Ley entera y los Profetas17.

CAPÍTULO VI

El sacrificio verdadero y perfecto

Así, pues, el verdadero sacrificio es toda obra hecha para unirnos a Dios en santa alianza, es decir, referido a la meta de aquel bien que puede hacernos de verdad felices. Y así, aun la misericordia con que se socorre al hombre, si no se hace por Dios, no es sacrificio. Pues aunque sea hecho u ofrecido por el hombre, el sacrificio es una obra divina. Tal es el significado que aun los latinos antiguos dieron a esta palabra. De ahí viene que el mismo hombre, consagrado en nombre de Dios y ofrecido a Dios, en cuanto muere para el mundo a fin de vivir para Dios, es sacrificio. Pues esto pertenece a la misericordia que cada uno practica para sí mismo. Por eso está escrito: Compadécete de tu alma haciéndola agradable a Dios18.

También es sacrificio el castigo que infligimos a nuestro cuerpo por la templanza si, como debemos, lo hacemos por Dios, a fin de no usar de nuestros miembros como arma de iniquidad para el pecado, sino como arma de justicia para Dios. Exhortándonos a esto dice el Apóstol: Por ese cariño de Dios os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra propia existencia como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico19. Si el cuerpo, pues, de que usa el alma como un siervo inferior o como un instrumento, cuando su uso bueno y recto se refiere a Dios, es sacrificio, ¿cuánto más se hace sacrificio la misma alma cuando se refiere a Dios, para que, encendida en el fuego de su amor, pierda la forma de la concupiscencia del siglo, y se reforme como sometida a la forma inconmutable, resultándole así agradable por ser iluminada de su hermosura? Esto mismo añade el Apóstol de inmediato: Y no os amoldéis al mundo éste, sino id transformándoos con la nueva mentalidad para ser vosotros capaces de distinguir lo que es voluntad de Dios, lo bueno, conveniente y acabado20.

Los verdaderos sacrificios, pues, son las obras de misericordia, sea para con nosotros mismos, sea para con el prójimo; obras de misericordia que no tienen otro fin que librarnos de la miseria y así ser felices; lo cual no se consigue sino con aquel bien, del cual está escrito: Para mí lo bueno es estar junto a Dios21. De aquí ciertamente se sigue que toda la ciudad redimida, o sea, la congregación y sociedad de los santos, se ofrece a Dios como un sacrificio universal por medio del gran Sacerdote, que en forma de esclavo se ofreció a sí mismo por nosotros en su pasión, para que fuéramos miembros de tal Cabeza; según ella, es nuestro Mediador, en ella es sacerdote, en ella es sacrificio.

Por eso nos exhortó el Apóstol a ofrecer nuestros propios cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como nuestro culto auténtico, y a no amoldarnos a este mundo, sino a irnos transformando con la nueva mentalidad; y para demostrarnos cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, conveniente y agradable, ya que el sacrificio total somos nosotros mismos, dice: En virtud del don que he recibido, aviso a cada uno de vosotros, sea quien sea, que no se tenga en más de lo que hay que tenerse, sino que se tenga en lo que debe tenerse, según el cupo de fe que Dios haya repartido a cada uno. Porque en el cuerpo, que es uno, tenemos muchos miembros, pero no todos tienen la misma función; lo mismo nosotros, con ser muchos, unidos a Cristo formamos un solo cuerpo, y respecto de los demás, cada uno es miembro, pero con dotes diferentes, según el regalo que Dios nos haya hecho. Éste es el sacrificio de los cristianos: unidos a Cristo formamos un solo cuerpo22. Éste es el sacramento tan conocido de los fieles que también celebra asiduamente la Iglesia, y en él se le demuestra que es ofrecida ella misma en lo que ofrece.

CAPÍTULO VII

El amor que nos tienen los ángeles es de tal calidad, que no quieren seamos 
adoradores suyos, sino del único Dios verdadero

Justamente aquellos inmortales bienaventurados, constituidos en las moradas celestiales, que se regocijan con la participación de su Creador, por cuya eternidad están firmes, ciertos con su verdad, santos por un don suyo, justamente, como nos aman a nosotros, mortales y miserables, para que seamos inmortales y felices, no quieren que les sacrifiquemos a ellos, sino a Aquel de quien saben son ellos mismos, junto con nosotros, sacrificio. Somos, en efecto, con ellos una sola Ciudad de Dios, a la cual se dice en el salmo: ¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios!23

Una parte de ella peregrina en nosotros, la otra está ayudando en ellos. De aquella ciudad, en efecto, de arriba, donde la voluntad de Dios es ley inteligible e inconmutable, de aquella en cierto modo curia de arriba (allí, en efecto, se tiene cuidado de nosotros) descendió a nosotros por ministerio de los ángeles la Escritura santa, en que se dice: El que ofrezca sacrificios a los dioses -fuera del Señor- será exterminado24. Son tan grandes los milagros que han confirmado esta Escritura, esta ley, estos mandatos, que queda bien patente a quién desean se sacrifiquen los inmortales bienaventurados que quieren para nosotros lo mismo que ellos tienen.

CAPÍTULO VIII

Milagros que Dios se dignó añadir a sus promesas, aun por el ministerio de los ángeles, 
para confirmar la fe de los espíritus piadosos

Parecerá que me extiendo mucho más de lo necesario si trato de recordar los prodigios tan antiguos que atestiguan las promesas de Dios, con las cuales predijo a Abrahán, miles de años ha, que en su descendencia serán bendecidos todos los pueblos de la Tierra25. ¿Quién no se admirará de que la mujer estéril le haya dado un hijo al mismo Abrahán en edad tan avanzada, en que ya ni la mujer fecunda puede dar a luz26; de que en el sacrificio del mismo Abrahán una antorcha bajada del cielo ardiendo pasara entre los miembros descuartizados de las víctimas27; de la predicción del celeste incendio de Sodoma hecha al mismo Abrahán por los ángeles, a quienes había recibido como huéspedes, aunque en forma de hombres, y por los cuales había tenido las promesas de Dios sobre la prole futura28; de la milagrosa liberación de Lot, hijo de su hermano, en el mismo incendio, ya inminente, y cuya mujer, mirando hacia atrás en el camino y convertida en estatua de sal29, nos avisó con un gran sacramento de que nadie en el camino de la liberación debe desear las cosas pasadas?

¿Quién no se admirará de tales y tan maravillosos prodigios, realizados ya por Moisés en Egipto para arrancar al pueblo de Dios de la esclavitud, cuando concedió realizar algunas maravillas a los magos del Faraón, el rey de Egipto, que sojuzgaba a aquel pueblo con su dominio, para luego quedar más maravillosamente vencido?30 Ellos, por supuesto, las realizaban con sus hechicerías y encantamientos mágicos, a que están entregados los ángeles malos, los demonios. Moisés, en cambio, con la ayuda de los ángeles los superó, con tanto mayor poderío cuanta mayor era la justicia en el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra31.

Finalmente, en la tercera plaga, declarándose vencidos los magos, se completaron las diez plagas por Moisés en virtud de una gran disposición misteriosa; por ellas ya cedió el duro corazón del Faraón y los de los egipcios, y dejaron marchar al pueblo de Dios32. Cierto que luego se arrepintieron e intentaron alcanzar a los hebreos en su marcha: dividido el mar, quedó en seco mientras pasaban ellos, y luego las aguas se reunieron de nuevo, cubriendo y aniquilando a los egipcios.

¿Qué decir de los portentos que, mientras era conducido en el desierto aquel pueblo, se multiplicaron bajo el influjo sorprendente de la divinidad? Las aguas que no podían beber, arrojando por orden de Dios un leño en ellas, quedaron privadas de su amargor y saciaron a los sedientos33. Les llovió el maná del cielo, y teniendo determinada una medida que recoger, si alguno recogía más, se le pudría por los gusanos en él nacidos; y, sin embargo, no se veía sujeta a esa podredumbre la ración doble recogida el día anterior al sábado, porque en sábado no era lícito el recogerlo.

Deseando ellos comer carne, que no parecía poder encontrarse suficiente para un pueblo tan numeroso, se vio el campamento pleno de volátiles, y satisfecha el ansia codiciosa con el hastío de la saciedad34. Cuando salieron al paso los enemigos, prohibiéndoles la marcha y dándoles batalla, fueron derrotados sin pérdidas de los hebreos por la oración de Moisés, con las manos extendidas en forma de cruz35. Fueron sumergidos vivos en la tierra que se abrió a sus pies, para ejemplo visible de un castigo invisible, los sediciosos en el pueblo de Dios, que pretendían apartarse de la ciudad establecida por ordenación divina36.

La piedra golpeada por la vara lanzó agua suficiente para multitud tan grande37. Las mordeduras mortíferas de las serpientes, justo castigo de los pecados, fueron curadas por el leño levantado y la vista de la serpiente de bronce, para que a la vez que se socorría al pueblo afligido, se significase la muerte destruida por la muerte, como una semejanza de la muerte crucificada38. Se conservó esta serpiente en memoria de tal hecho; pero luego, comenzando el pueblo descarriado a darle culto como a un ídolo, el rey Ezequías, que adoraba a Dios con su poderosa religiosidad, la hizo pedazos, recibiendo así gran alabanza por su devoción39.

CAPÍTULO IX

Artes ilícitas en el culto de los demonios, en que se debate el platónico Porfirio, 
aprobando unas cosas y reprobando otras

1. Estas y otras muchas maravillas semejantes, que sería muy largo recordar en su totalidad, se realizaban para recomendar el culto del único Dios verdadero, y para prohibir el de tantos falsos dioses. Y se realizaban por la fe sencilla y la piadosa confianza, no por los hechizos o vaticinios compuestos por el arte de impía curiosidad, que designan con el nombre de magia, o con el nombre más detestable de goecia, o con el menos deshonroso de teúrgia.

Usan de estos nombres los que tratan de establecer una distinción: dicen que unos son condenables como entregados a las artes ilícitas, a los cuales aun el vulgo llama maléficos (que son los que se relacionan con la goecia), y que otros parecen dignos de loa, entre los cuales consideran a la teúrgia. Realmente, unos y otros están ligados con los ritos falaces de los demonios bajo el nombre de ángeles.

2. Porfirio mismo promete una cierta purificación del alma por medio de la teúrgia, pero lo hace en una disquisición en cierto modo indecisa y tímida; y aun negando que este arte pueda otorgar a nadie el retorno a Dios. Se echa de ver cómo vacila con alternas opiniones entre el vicio de sacrílega curiosidad y la profesión de la filosofía. Unas veces amonesta a precaverse de este arte como falaz, peligrosa en su mismo ejercicio y prohibida por las leyes; y otras, cediendo a sus panegiristas, dice que es útil para purificar una parte del alma: no ciertamente la intelectual, que nos hace percibir la verdad de las cosas inteligibles, que no tienen semejanza alguna con los cuerpos, sino la espiritual, por la cual se captan las imágenes de las cosas corporales.

Dice, de hecho, que ésta, el alma, mediante ciertas iniciaciones teúrgicas, que llaman teletas, se dispone y capacita para recibir a los espíritus y a los ángeles, y aun para ver a los dioses. Sin embargo, confiesa que por estas teletas teúrgicas no recibe el alma intelectual purificación alguna que pueda disponerla para ver a su Dios y percibir las realidades verdaderas. De aquí se deduce qué visión y de qué dioses dice se puede conseguir con las iniciaciones teúrgicas si en ella no se ven las realidades verdaderas. Finalmente, dice que el alma racional, o intelectual, como le parece mejor, puede subir a las regiones superiores, aunque lo que en ella hay de espiritual no haya sido purificado por arte teúrgico alguno; y aún más, aunque el teúrgo purifique la parte espiritual, no lo realiza hasta el punto de hacerla llegar por esto a la inmortalidad eterna.

Así, pues, aunque distinga los ángeles de los demonios, asignando los lugares aéreos a los demonios y los etéreos o empíricos a los ángeles, y aunque avise de que hay que servirse de la amistad de algún demonio, con cuya ayuda se puede elevar uno, aunque sea muy poco, sobre la tierra, y diga que es diferente el camino para llegar a la participación de los ángeles; a pesar de todo eso, declara con una confesión, en cierto modo expresa, que se debe evitar la compañía de los demonios cuando dice que el alma, pagando las penas después de la muerte, tiene horror al culto de los demonios que la rodeaban. Y no pudo negar que la misma teúrgia, que recomienda como conciliadora de los ángeles y los dioses, tiene influencia ante tales potestades, que o ven con malos ojos la purificación del alma o sirven a las artes de los que así lo ven, apelando a la queja sobre esto de no sé qué caldeo: «Se queja un hombre bueno en Caldea de que le fracasasen sus éxitos en el gran esfuerzo por la purificación de su alma, porque otro varón práctico en estos misterios, tocado de la envidia, conjuró con sus sagradas preces las potencias para que no le concediesen sus peticiones. Por tanto, las ató uno, y no las desató el otro».

En este argumento, dijo que aparecía cómo la teúrgia era un arte para hacer el bien y el mal ante los dioses y ante los hombres; que los dioses sufren también y se dejan arrastrar a las mismas perturbaciones y pasiones que Apuleyo atribuye comúnmente a los demonios y a los hombres, pero separando de ellos a los dioses por la altura de su morada etérea, y afirmando la sentencia platónica en esta distinción.

CAPÍTULO X

La teúrgia promete una falsa purificación a las almas 
por la invocación de los demonios

Aquí tenemos otro platónico, que dicen más sabio, Porfirio, quien afirma que los mismos dioses, por no sé qué artificio teúrgico, están sujetos a las pasiones y a las perturbaciones. Pudieron, en efecto, ser conjurados y atemorizados con preces sagradas para no conceder la purificación del alma; y tanto los amedrentó quien ordenaba el mal, que no podían por el mismo artificio teúrgico ser rescatados de aquel temor por quien pedía el favor y quedar libres para otorgarlo.

¿Quién no ve que todo esto son invenciones de los demonios engañosos, sino el esclavo más miserable de los mismos y extraño a la gracia del verdadero libertador? Pues si todo esto se tratase ante los dioses buenos, más poderío tendría allí el benéfico purificador de las almas, que el malévolo que trata de impedirlo. Porque si el hombre de que se trata parecía indigno de la purificación a los dioses justos, debieron negárselo, no ciertamente amedrentados por un envidioso ni, como dice él mismo, impedidos por el miedo a una divinidad más poderosa, sino por su libre determinación.

Es chocante que aquel buen caldeo, que deseaba purificar su alma por los misterios teúrgicos, no encontrara ningún dios superior que amedrentase más y forzase a los dioses atemorizados a hacerle el bien, o alejase de ellos al que amedrentaba, para que pudieran hacer el bien con libertad. Puede que le hayan faltado al buen teúrgo los ritos sagrados, con los cuales liberase primero de esa peste de temor a los mismos dioses, que invocaba como purificadores de su alma. ¿Qué motivo hay para que pueda acudirse a un dios poderoso para liberarse del terror y no para purificarse? ¿Acaso se encuentra un dios que escuche al envidioso y atemorice a los dioses para que no hagan el bien, y no se encuentra un dios que escuche al benévolo y les quite a los dioses el temor para que hagan el bien?

¡Oh ilustre teúrgia! ¡Oh purificación del alma digna de ser publicada! En ella tiene más poderío la inmunda envidia que puede conseguir la pura beneficencia; o, más bien, ¡oh falacia de los malignos espíritus, digna de ser esquivada y detestada, y doctrina saludable digna de ser escuchada! Si, en efecto, los que realizan estas inmundas purificaciones con ritos sacrílegos ven con el espíritu purificado algunas imágenes extremadamente hermosas, como dice éste, de ángeles o de dioses (si es que llegan a ver algo), eso no es más que lo que nos dice el Apóstol, que Satanás se disfraza de mensajero de la luz40. Suyas son estas imágenes, él es quien desea aprisionar en los falaces misterios de muchos y falsos dioses las almas miserables y apartarlas del verdadero culto del Dios verdadero, que es el único que las limpia y las sana, y por ello, como se dijo de Proteo, «adopta todas las formas», persiguiendo con hostilidad, socorriendo con engaño, perjudicando de ambas maneras.

CAPÍTULO XI

Epístola de Porfirio al egipcio Anebonte, en la cual le pide que lo instruya 
sobre la diversidad de los demonios

1. Más sensato se mostró el tal Porfirio al escribir al egipcio Anebonte. Con el pretexto de consultarle y preguntarle, expone y echa por tierra las artes sacrílegas. Reprueba allí a todos los demonios. Dice que por su imprudencia son arrastrados por un vapor húmedo, y por eso no se encuentran en el éter, sino en el aire bajo la luna, y aun en el mismo globo de la luna; sin embargo, no se atreve a atribuirles a todos los demonios los engaños, malicias y necedades que le preocupan. Y aunque confiesa que generalmente todos son imprudentes, todavía a algunos los llama demonios buenos por conformarse a la usanza.

Se admira, sin embargo, de que los dioses no sólo se dejen cautivar por las víctimas, sino que se vean empujados y forzados a hacer lo que quieren los hombres. Y si los dioses se distinguen de los demonios por el cuerpo y la incorporeidad, se admira también de cómo se han de tener por dioses al sol y a la luna y los demás astros visibles en el cielo, que no duda son cuerpos; y si son dioses, cómo a unos se les llama benéficos y a otros maléficos; y cómo se unen con los incorpóreos los que son corpóreos.

Pregunta también en son de duda si los que adivinan y realizan ciertas maravillas tienen almas más poderosas o vienen de fuera otros espíritus mediante los cuales tienen este poder. Según él, vienen más bien de fuera, ya que con el uso de piedras y hierbas atan a algunos, abren las puertas cerradas y obran maravillosamente otras cosas por el estilo. Por ello dice que otros opinan que hay cierta clase, cuyo oficio es escuchar las demandas, falaz por naturaleza, que adopta todas las formas, todos los aspectos, fingiéndose ya dioses, ya demonios, ya almas de los difuntos. Y éstos son los que realizan todas las obras que parecen buenas o malas.

Por lo demás, no ayudan nada en las cosas buenas ni aun las conocen; al contrario, se avienen mal con los diligentes seguidores de la virtud, los acusan y les sirven de obstáculo algunas veces.

Por otra parte, están llenos de temeridad y altanería, se recrean con los perfumes, son presa de las adulaciones. Todo esto y lo demás que se dice de esta clase de falaces y malignos espíritus, que le vienen al alma de fuera y engañan los sentidos humanos, ya adormecidos, ya vigilantes, no lo confirma Porfirio como cosa de la que esté seguro. Más bien lo pone en duda o lo sospecha con tal timidez, que afirma ser opinión de otros. Porque le fue difícil a un filósofo de esta talla llegar a conocer o rechazar con firmeza a toda esa caterva diabólica, que cualquier viejecita cristiana está segura de conocer y detestar con plena serenidad. Claro, puede ocurrir que el tal Porfirio tenga cierto reparo en ofender al mismo Anebonte, a quien escribe como ilustre pontífice de tales misterios, o a otros admiradores de semejantes obras divinas y que pertenecen al culto de los dioses.

2. Continúa en su tarea, y recuerda en plan de búsqueda los hechos que, considerados con un poco de reflexión, no se pueden atribuir sino a las potestades malignas y engañosas. Él pregunta: ¿por qué, después de invocar a los mejores, se les ordena, como si fueran peores, que cumplan los mandatos injustos de los hombres? ¿Por qué no escuchan al que suplica, enredado en placeres sensuales, si ellos no tienen reparo en inducir a cualesquiera uniones impúdicas? ¿Por qué conminan a sus pontífices a abstenerse de los animales para no mancillarse con los vapores impuros, y ellos, en cambio, se dejan arrastrar por otras emanaciones y olores de víctimas? Y mientras prohíben al observador el contacto con el cadáver, sus ceremonias se celebran la mayor parte de las veces entre cadáveres. ¿Por qué el hombre sometido a algún vicio lanza sus amenazas no al demonio o al alma de algún muerto, sino al sol, a la luna o a cualquiera de los celestiales, e intenta atemorizarlos falsamente para sonsacarles la verdad? Pues amenaza con trastornar el cielo y otros imposibles semejantes para que los dioses, amedrentados como niños necios por falsas y ridículas amenazas, le concedan lo que exige.

Dice también que cierto Queremón, perito en tales cosas sagradas o sacrilegios, ha recogido en sus escritos los rumores que corren entre los egipcios sobre el poder de Isis o de su marido, Osiris, para forzar con todo su poder a los dioses a realizar lo mandado, cuando quien los obliga con sus encantamientos amenaza con manifestar y echar por tierra esos misterios, llegando a decir, con terribles gritos, que esparcirá hasta los miembros de Osiris si se descuidan en cumplir los mandatos.

Con toda razón se maravilla Porfirio de que un hombre lance tan vanas y necias amenazas a los dioses, y no a unos dioses cualesquiera, sino a los mismos celestes fulgentes de la luz sidérea; y ello no parece una amenaza ineficaz, sino que los obliga con violento poder y con estos terrores los llevan a la realización de lo que ha pedido.

Aún hay más: bajo la apariencia de admiración y de investigación de las causas de tales cosas da a entender que éstas son obras de aquellos espíritus, cuya clase superior describió como opinión de otros, no como él piensa, tramposos no por naturaleza, sino por vicio: que se fingen dioses o almas de los muertos, no demonios, dice él, pues realmente lo son. Y si a Porfirio le parece que los hombres se fabrican en la tierra poderes idóneos para llevar a cabo varios efectos, y esto lo hacen por medio de hierbas, piedras y animales, por ciertos sonidos y voces, figuras y representaciones, por observación de los movimientos de los astros en el giro del cielo, todo esto pertenece a esos mismos demonios embaucadores de las almas a ellos sujetas y ostentadores de las voluptuosas burlas que les proporcionan los errores de los hombres.

De suerte que, una de dos: o Porfirio dudó realmente y se informó de esto, y recuerda no obstante tales hechos para confundirlos y refutarlos, y para demostrar que no pertenecen a estas potencias, sino a los falaces demonios, pudiendo todo ello ayudarnos a conseguir la vida feliz; o -pensando un poco mejor del filósofo- no pretendió molestar con cierta soberbia de doctor ni turbar abiertamente, con la controversia de adversario, al egipcio, entregado a tales errores y convencido de saber algo grande; antes bien, bajo la humildad del que pregunta y desea saber, reducirle a reflexionar sobre estas cosas y demostrarle cómo han de ser menospreciadas y aun evitadas.

Finalmente, le pregunta al final de la carta que le enseñe cuál es el camino hacia la felicidad según la sabiduría egipcia. Por lo demás, dice que en vano parece han cultivado la sabiduría aquellos cuyo trato con los dioses se encamina a inquietar la mente divina para encontrar a un fugitivo, o para comprar un solar, para casamientos, comercio o cosa semejante. Y aquellas mismas divinidades con quienes conversan, aunque en otros asuntos predijeran verdades, si no dieron avisos prudentes y útiles sobre la felicidad, no serían tampoco dioses ni benignos demonios, sino lo que llamamos espíritu seductor o mera invención humana.

CAPÍTULO XII

Milagros que realiza el verdadero Dios por ministerio de los santos ángeles

Con todo, como, gracias a estas artimañas, se realizan tantas y tales maravillas que sobrepasan la capacidad de la facultad humana, ¿qué resta sino que todos esos portentos que parecen profetizarse y realizarse por obra divina, y que, sin embargo, no se refieren al culto del único Dios, en cuya unión, como confiesan y atestiguan ampliamente aun los platónicos, se encuentra el único bien que hace feliz, sean consideradas con toda prudencia como escarnio de los malignos demonios e impedimentos seductores, que debe evitar la verdadera religión?

Asimismo, se ha de creer que se realizan, ni más ni menos, por obra de Dios todos los milagros que, ya por medio de los ángeles, ya por cualquier otro medio, en su realización recomienden el culto y la religión de un solo Dios, en quien solamente se halla la vida feliz, y que, además, son hechos por aquellos o mediante aquellos que nos aman según la verdad y la piedad.

No hemos de prestar oído a los que niegan que un Dios invisible pueda obrar milagros visibles; máxime confesando ellos mismos que ha hecho el mundo, que no se atreverían a negar es visible. Cuanto, pues, hay de admirable en este mundo siempre será menos que este mundo, esto es, que el cielo y la tierra y cuanto en ellos se contiene, todo lo cual ha hecho ciertamente Dios. Claro que tan oculto e incomprensible es para el hombre el modo de hacerlo como el que lo hizo. Así, pues, aunque los milagros de las naturalezas visibles hayan perdido su fuerza impresionante por la frecuencia con que los vemos, si los consideramos a la luz de la sabiduría, son de mayor categoría que los menos acostumbrados y los más raros. En efecto, más grande que cualquier milagro que hace el hombre es el mismo hombre.

Por lo cual Dios, que hizo visibles el cielo y la tierra, no se desdeña de hacer milagros visibles en el cielo y en la tierra para estimular con ellos al alma, entregada aún a las cosas visibles, a darle culto a Él, invisible. Ahora bien, sobre dónde y cuándo los ha de hacer, en su mano está el inconmutable designio, en cuya disposición se encuentran ya presentes los tiempos futuros. Porque moviendo las cosas temporales no se mueve Él en el tiempo; ni conoce las cosas que han de suceder con ciencia distinta de las hechas; ni escucha a los que lo invocan de distinto modo que a los que han de invocar. Aun cuando escuchan los ángeles, es Él quien escucha en ellos, como en un verdadero templo suyo, no hecho por mano de hombres, lo mismo que ocurre con los hombres santos. Y sus mandatos se realizan en el tiempo, ajustados a su ley eterna.

CAPÍTULO XIII

Dios invisible se ha mostrado muchas veces visible, pero no según lo que es, 
sino según la capacidad de los que lo han visto

Tampoco debe sorprendernos que, siendo Dios invisible, se haya aparecido tantas veces visible a los Patriarcas. Pues a la manera que el sonido en que se declara el pensamiento contenido en el silencio de la inteligencia no es lo mismo «que el tal pensamiento, así la apariencia, bajo la cual fue visto Dios invisible por naturaleza, no era lo que es Él mismo. Sin embargo, era visto Él mismo en la misma apariencia corporal, como se oye aquel pensamiento mismo en el sonido de la voz; y no ignoraban aquéllos que, al ver al Dios invisible en apariencia corporal, no era Él mismo lo que veían.

Hablaba con Moisés, que le dirigía la palabra, y, sin embargo, él le decía: Si he hallado gracia delante de Ti, muéstrateme a Ti mismo para que a sabiendas te vea41. Así, pues, siendo necesario que se diera la ley de Dios con tono aterrador por los ángeles, y no para un hombre sólo o unos pocos sabios, sino a toda la nación y a un pueblo grande, se realizaron en presencia del mismo pueblo grandes maravillas en el monte, donde daba la ley por medio de uno, contemplando la multitud las cosas temibles y estremecedoras que tenían lugar.

Pues el pueblo de Israel no creyó a Moisés, como creyeron los lacedemonios a Licurgo de Esparta, que había recibido de Júpiter o de Apolo las leyes que estableció. En efecto, cuando se daba al pueblo la Ley, en que se le ordenaba adorar a un solo Dios, los prodigios y movimientos admirables, realizados en la presencia del mismo pueblo, cuanto a juicio de la divina Providencia era suficiente, manifestaban que la criatura servía al Creador para dar la misma ley.

CAPÍTULO XIV

Se debe dar culto al único Dios, no sólo por los beneficios eternos, sino también por 
los temporales, ya que en el poder de su providencia están todas las cosas

Como la de cualquier hombre, así la recta erudición del género humano, que pertenece al pueblo de Dios, se desarrolla a través de ciertas etapas de tiempos, como en edades escalonadas. Así se levanta de lo temporal a la consecución de lo eterno, y de las cosas visibles a las invisibles. De tal modo que, cuando se prometían por Dios los premios visibles, se inculcaba el culto a un solo Dios a fin de que la mente humana, ni aun por esos beneficiosos terrenos de la vida transitoria, se sometiese a otro que no fuera el Creador y Señor del alma. Pues todo lo que pueden hacer por los hombres los ángeles, o los hombres, está en poder del sólo Dios omnipotente, y no está en su sano juicio quien lo ponga en duda.

Trata el platónico Plotino sobre la Providencia, y comprueba por la hermosura de las florecillas y de las hojas que ella se extiende desde el Dios supremo, cuya hermosura es inteligible e inefable, hasta estas cosas más terrenas y más bajas. Y afirma que todas estas cosas abyectas y tan rápidamente perecederas no pueden tener las proporciones armoniosas de sus formas si no la recibieran de la forma inteligible e inconmutable que lo contiene todo junto. Bien lo mostró esto el Señor Jesús al decir: Daos cuenta de cómo crecen los lirios del campo, y no trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como cualquiera de ellos. Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, la viste Dios así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe?42

Con toda razón, pues, el alma humana, incluso débil por los deseos terrenos, no acostumbra a esperar sino del único Dios todos los bienes bajos y terrenos, necesarios para esta vida transitoria, que desea en el tiempo, y que son menospreciables en comparación con los beneficios sempiternos de la otra vida, de tal modo que en el deseo de ésos no se aleje del culto de Aquel a quien debe llegar menospreciándolos y apartándose de ellos.

CAPÍTULO XV

Ministerio de los santos ángeles por el que sirven a la providencia de Dios

De esta suerte, pues, tuvo a bien la divina Providencia ordenar el curso de los tiempos, en tal modo que, como dije y se lee en los Hechos de los Apóstoles, se publicara por las palabras de los ángeles la ley sobre el culto del verdadero Dios43. En ellas aparecía visiblemente la persona del mismo Dios, no ciertamente por su propia sustancia, que permanece siempre invisible a los ojos corruptibles, sino por ciertos indicios a través de la criatura sometida al Creador; así como hablaba también sílaba por sílaba, por medio de los intervalos transitorios de tiempos de la voz humana, Él, que ni empieza ni deja de hablar, no corporal, sino espiritualmente; no sensible, sino inteligiblemente; no temporal, sino, por decirlo así, eternamente. Y esto lo oyen con mayor pureza no con el oído del cuerpo, sino de la mente, sus ministros y mensajeros, que gozan en inmortal beatitud de su verdad inconmutable, y realizan, sin vacilación ni dificultad, lo que, de modos inefables, oyen debe ser realizado y debe llegar hasta estos seres visibles y sensibles. Esta ley se dio según la distribución de los tiempos para obtener, primero, como ya dije, las promesas terrenas, significadoras siempre de las eternas, que celebrarían muchos y entenderían pocos en los sacramentos visibles. Sin embargo, se ordena allí con clarísimo testimonio de los vocablos y de todos los signos el culto del único Dios, no de un dios de la turbamulta, sino del que hizo el cielo y la tierra, y toda alma viviente, y todo espíritu que no es lo que es Él mismo. Pues Él es quien lo ha hecho, y estas cosas han sido hechas; y para ser y encontrarse bien necesitan del que las hizo.

CAPÍTULO XVI

¿

Se ha de creer para merecer la vida feliz en los ángeles que exigen se les den honores 
divinos, o en los que mandan servir en santa religión, no a sí mismos, sino al único Dios?

1. ¿En qué ángeles, pues, si se trata de la vida feliz y eterna, pensamos se debe creer? ¿En los que quieren ser honrados con las ceremonias de la religión, solicitando de los mortales que se les ofrezca culto y sacrificios, o a los que dicen que todo este culto se debe a un solo Dios creador de todas las cosas, y mandan que se le dé con verdadera piedad a Aquel cuya contemplación los hace a ellos bienaventurados y prometen nos hará a nosotros? Esa visión de Dios es visión de tal hermosura y digna de tan grande amor, que al carecer de ella, no duda Plotino en tenerlo por muy desdichado, aunque tenga y abunde en los otros bienes.

Unos ángeles, pues, estimulan a adorar a éste sólo con culto de latría. Otros, en cambio, con llamativos prodigios incitan a que se les adore a ellos; y esto hasta tal punto que aquéllos prohíben se dé culto a éstos, y éstos no se atreven a negárselo a aquél. ¿A cuáles habrá que creer? Respondan los platónicos, respondan toda clase de filósofos, respondan los teúrgos, o mejor los periurgos, pues todas estas artes son dignas de tal vocablo. Respondan finalmente los hombres, si existe en ellos una parte siquiera de aquel sentido de su naturaleza que los hizo racionales; respondan, digo, si se ha de sacrificar a los dioses o a los ángeles que exigen se les sacrifique a ellos, o sólo a aquel a quien mandan sacrificar, los que prohíben hacerlo a sí mismos y a éstos.

Si ni unos ni otros hicieran estos milagros, sino que solamente se limitaran a mandar los unos que se les sacrifique a ellos mismos, prohibiéndolo los otros y mandando sacrificar a Dios, bastaría esto para que la auténtica piedad viera claramente qué procede en unos de altanera soberbia y qué en otros de verdadera religión. Diré más todavía: si sólo los que exigen sacrificios para sí excitaran las mentes humanas con la realización de maravillas, y en cambio los que prohíben esto y mandan sacrificar sólo al único Dios no se dignaran hacer en modo alguno estas maravillas visibles; aun así había de prevalecer la autoridad de éstos, juzgando las cosas no por el sentido del cuerpo, sino con la razón de la mente. Pero Dios, para recomendar las palabras de su verdad, ha querido realizar por medio de estos mensajeros inmortales que proclaman, no su altanería, sino la majestad de Él, maravillas más grandes, más ciertas, más palmarias, para que no tuvieran mayor facilidad de persuadir su falsa religión a los piadosos débiles, los que exigen sacrificios para sí, con la ostentación de algunos prodigios ante los sentidos de aquéllos. Siendo esto así, ¿quién tendrá a bien llegar a embarcarse en la necedad de no elegir el seguimiento de la verdad, donde encuentra maravillas más grandes que admirar?

2. La Historia nos pondera algunos milagros de los dioses de los gentiles; no me refiero a los fenómenos extraordinarios que tienen lugar de cuando en cuando por ocultas causas de la Naturaleza, siempre establecidas y ordenadas bajo la Providencia divina: tales son los partos no acostumbrados de los animales, el insólito aspecto de las cosas en el cielo y en la tierra, ya sólo atemorizando, ya también perjudicando, todo lo cual, en su falsísima astucia, dicen puede procurarse o mitigarse por los ritos demoníacos.

Me refiero a aquellos otros que aparece muy claramente han sido hechos por su poder, por ejemplo: se dice que las estatuas de los dioses Penates, que llevó Eneas al salir huyendo de Troya, anduvieron errantes de una parte a otra; que Tarquinio cortó un peñasco con una navaja; que la serpiente Epidaurio se unió como compañera a Esculapio, navegando a Roma; que una mujercilla, para testimonio de su honestidad, logró mover y arrastrar, atada con el cinturón, la nave en que era llevada la imagen de la madre Frigia, que había permanecido inmóvil a pesar de los esfuerzos de tantos hombres y toros; que la doncella Vestal, cuya corrupción estaba en litigio, dirimió la controversia llenando una criba con agua del Tíber, y no se derramó.

Pues bien, estas maravillas y otras semejantes no se pueden comparar en modo alguno por su poder y magnificencia con las que leemos realizadas en el pueblo de Dios; ¿y cuánto menos se podrán comparar las otras, las mágicas y las teúrgicas, que fueron objeto de prohibición y sanción aun por las leyes de aquellos pueblos que honraron tales dioses? La mayor parte de ellas hasta en apariencia engañan con su imaginaria burla los sentidos de los mortales, como es hacer descender la luna, «hasta que, como dice Lucano, se derrame más de cerca, rozando las hierbas»; otras, en cambio, aunque parezcan igualarse en la obra con algunos hechos de los santos, el fin que las distingue muestra claramente la incomparable superioridad de los nuestros. Con aquellos sacrificios, en efecto, tanto menos deben ser honrados muchos cuanto con más ansiedad lo solicitan; y en estos otros se recomienda un solo Dios, que, con el testimonio de las Escrituras y con la abolición luego de estos sacrificios, demuestra no estar necesitado de los tales.

Por consiguiente, si los ángeles solicitan sacrificios para sí, deben anteponérseles los que no los piden para sí, sino para el Creador de todas las cosas, a quien sirven. Por donde muestran el amor con que nos aman, ya que no pretenden someternos por el sacrificio a sí mismos, sino a aquel cuya contemplación los hace felices, como pretenden que lleguemos a aquel de quien ellos no se apartaron.

Aunque hubiera ángeles que no pretendieran se ofrezcan sacrificios a uno solo, sino a muchos, no a sí mismos, sino a los dioses cuyos ángeles son, aun así se les deben anteponer los que son ángeles de un solo Dios de dioses, a quien mandan sacrificar, prohibiendo que se haga a algún otro, no habiendo ninguno que prohíba sacrificar a éste a quien ellos mandan sacrificar. Además, si, como nos muestra mejor su soberbia falacia, no son buenos, ni ángeles de dioses buenos, sino malos demonios, que no quieren sea adorado un solo y supremo Dios, sino ellos mismos con estos sacrificios, ¿qué defensa más grande se puede elegir contra ellos que la del Dios único, a quien sirven los ángeles buenos, que no mandan servirles a ellos, sino a Aquel de quien debemos ser nosotros sacrificio?

CAPÍTULO XVII

Sobre el arca del Testamento y milagros que se han realizado divinamente 
para recomendar la autoridad de la ley y las promesas

Por esta razón fue colocada en el Arca, que se llamó Arca del Testimonio, la ley de Dios dada por ministerio de los ángeles, en la cual se mandaba que fuera honrado con la religión de los sagrados misterios el único Dios, y fueran prohibidos todos los demás. El nombre de Arca del Testamento significa suficientemente que el Dios que era honrado con todas esas solemnidades no suele estar encerrado ni contenido en lugar alguno, aunque desde el lugar de aquella Arca se dieran sus respuestas y algunos prodigios a los sentidos humanos, sino que desde ella se manifestaban los testimonios de su voluntad.

La inscripción de la ley en las tablas de piedra, y su colocación, como dije, en el Arca, que durante el tiempo de peregrinación en el desierto, junto con el tabernáculo por semejanza, se llamó tabernáculo del testimonio, llevaban los sacerdotes con la debida veneración, era un signo que por el día aparecía como una nube, y por la noche brillaba como el fuego44; cuando esta nube se movía, se ponía en movimiento el campamento; cuando se detenía, acampaban de nuevo45.

Recibió aquella ley testimonios de gran maravilla, a más de los que acabo de citar y de las palabras que se publicaban desde el lugar de aquella Arca. Al entrar en la tierra de promisión y atravesar la misma Arca el Jordán, se detuvo el río por su parte superior y siguió corriendo por la inferior, de modo que dejó un lugar en seco para pasar ella y el pueblo46. Luego, llevada siete veces la misma Arca en torno a la primera ciudad que encontraron hostil, adoradora, según costumbre gentil, de un sinfín de dioses, cayeron de pronto sus murallas sin que las atacara ejército alguno ni las sacudiera ningún ariete47.

Después de esto, estando ya en la tierra de promisión, fue tomada la misma Arca en castigo de los pecados del pueblo por los enemigos, y colocada con todo honor en el templo de su dios, que veneraban sobre los demás. Cerraron el templo al marchar, y al abrirlo al día siguiente, encontraron la imagen que veneraban derrumbada y vergonzosamente despedazada. Luego ellos mismos, conmovidos por los prodigios y torpemente castigados, devolvieron el Arca del divino testimonio al pueblo a quien se la habían tomado. ¿Cómo tuvo lugar esta devolución? La colocaron en un carro, al cual uncieron vaquillas, de las cuales habían separado los terneros de leche, y las dejaron marchar a donde quisieran, como deseando explorar también en esto el poder divino. Ellas, sin que nadie las guiase ni mandase, siguiendo tenazmente el camino hacia los hebreos, sin volverse ante los mugidos de los hambrientos terneros, mostraron un gran misterio a sus adoradores.

Estas y semejantes maravillas son poca cosa para Dios, pero importantes para amedrentar saludablemente y enseñar a los hombres. Cierto que los filósofos, sobre todo los platónicos, son alabados, como poco antes recordé, por haber sido más sensatos que los demás al enseñar que la divina Providencia gobierna hasta las más pequeñas cosas de la tierra, y en todo ello guiados por el testimonio de tantas hermosuras como se producen no sólo en los cuerpos de los animales, sino hasta en las hierbas y en el heno. ¡Cuánto mayor testimonio dan de la divinidad los prodigios que tienen lugar a la hora de su predicación, cuando se recomienda la religión que prohíbe sacrificar a todos los celestes, terrestres e infernales, estableciendo que se sacrifique sólo a uno, que es el único que ama, y amado hace felices!

Delimita también de antemano los tiempos señalados para los sacrificios, y anuncia que han sido cambiados mejorando mediante un sacerdote más perfecto, atestiguando que no apetece estas cosas, sino que por medio de ellas se significan otras mejores, y no precisamente para ser ensalzado Él con estos honores, sino para que, encendidos nosotros por su amor a darle culto y unirnos a Él, nos sintamos movidos por lo que es un bien para nosotros, no para Él.

CAPÍTULO XVIII

Contra los que niegan el crédito a los libros eclesiásticos 
sobre los milagros con que Dios enseñó a su pueblo

¿Habrá quien afirme que estos milagros son falsos, y que no fueron hechos, sino escritos con mentira? Quien diga esto, si niega que en absoluto se debe creer a escrito alguno, en estas cosas puede también afirmar que ningún dios se ocupa de las cosas mortales. En efecto, no trataron éstos de persuadir sobre su adoración, sino con los efectos de obras maravillosas, de lo que es testigo la historia de los gentiles, cuyos dioses pudieron manifestarse más bien admirables que útiles. Por eso en esta obra, cuyo décimo libro ya tenemos en las manos, no hemos tratado de refutar a los que niegan todo poder divino o sostienen que no se ocupa de las cosas humanas; nos dirigimos a los que anteponen sus dioses a nuestro Dios, fundador de la santa y gloriosísima Ciudad, ignorando que Él mismo es fundador invisible e inconmutable de este mundo visible y mudable, y a la vez dispensador segurísimo de la vida feliz, no tomada de lo que Él hizo, sino de sí mismo.

Así dice su profeta fidedigno: Para mí lo bueno es estar junto a Dios48. Se debate entre los filósofos cuál es el último bien, a cuya consecución se han de enderezar todos nuestros deberes. No dijo el profeta: «Es bueno para mí abundar en riquezas, o ser distinguido con la púrpura y el cetro, o sobresalir por la diadema»; o como no se desdeñaron de decir algunos filósofos: «El placer del cuerpo es un bien para mí»; o, más bien, como parece dijeron otros mejores: «La virtud de mi ánimo es un bien para mí». Dijo precisamente: Para mí lo bueno es estar junto a Dios. Esto le había enseñado aquel a quien los ángeles hasta con el testimonio de milagros advirtieron que había que sacrificar únicamente. Por eso él mismo se había hecho sacrificio de quien le había arrebatado y hecho arder en su fuego inteligible, y a cuyo abrazo inefable e incorpóreo le llevaba un santo deseo.

Por consiguiente, si los adoradores de muchos dioses (tengan de ellos la opinión que sea) creen que han realizado milagros o dan crédito a la historia de las cosas profanas, o a los libros mágicos, o, con criterio más honrado, a los libros teúrgicos, ¿qué motivo hay para negarse a creer en los hechos que atestiguan estas letras, a las que se debe una fe tanto más grande cuanto es grande sobre todo aquel a quien únicamente mandan sacrificar?

CAPÍTULO XIX

Motivo del sacrificio visible que, según la verdadera religión, 
se debe ofrecer al único Dios verdadero e invisible

Algunos piensan que estos sacrificios visibles convienen a los otros dioses, y a aquél, como invisible, sólo los invisibles, y más grandes como más grande, y mejores como mejor que es; tales son los deberes de la mente pura y la buena voluntad. Los tales no se dan cuenta de que aquéllos son signos de éstos, como los sonidos de las palabras son signos de las cosas.

Por lo cual, así como cuando oramos y lo alabamos, dirigimos el significado de nuestras voces a quien ofrecemos en el corazón las mismas cosas que significamos; así, al ofrecer un sacrificio sabemos que aquel sacrificio visible debe ser ofrecido a Aquel para quien nosotros debemos ser sacrificio invisible en nuestros corazones. Entonces nos ayudan y se alegran con nosotros toda suerte de ángeles y Virtudes superiores y más poderosas por la misma bondad y piedad. Y si quisiéramos ofrecérselos a ellos, no los aceptan de buen grado, y cuando son enviados a los hombres de suerte que se note su presencia, se niegan en redondo a admitirlos.

Las sagradas letras nos suministran ejemplos. Pensaron algunos que debía tributarse a los ángeles, ya por la oración, ya por el sacrificio, el honor que se debe a Dios, y fueron impedidos por la amonestación de ellos. Ordenaron tributarlo sólo a Aquel que saben lo merece justamente49.

Hubo también santos hombres de Dios que imitaron a los ángeles. San Pablo y Bernabé, en Licaonia, después de un milagro de curación, fueron tenidos por dioses, y los licaonios quisieron inmolarles víctimas. Lo repudiaron ellos con humilde piedad, y les anunciaron el Dios en quien habían de creer50. Aquellos seres falaces exigen esto para sí con soberbia, porque saben que se debe al verdadero Dios. Pues en verdad -como dice Porfirio y piensan, algunos- no se gozan con olores cadavéricos, sino con honores divinos. Y de esos olores tienen sobrada abundancia por todas partes, y si quisieran más, podían ofrecérselos a sí mismos. Por tanto, los espíritus que se arrogan la divinidad no se deleitan en el humo de cualquier cuerpo, sino en el ánimo del que suplica, sobre el cual ejercen su dominio después de engañarlo y someterlo; y así le interceptan el camino hacia el verdadero Dios para que no sea el hombre sacrificio de aquél si sacrifica a alguien diferente a Él.

CAPÍTULO XX

Del verdadero y supremo sacrificio, cumplido en el mismo 
Mediador de Dios y los hombres

Por eso el verdadero Mediador, que al tomar la forma de esclavo fue hecho Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, bajo la forma de Dios, acepta el sacrificio con el Padre, con el cual es un solo Dios; pero bajo la forma de esclavo prefirió ser sacrificio a aceptarlo, a fin de que nadie tomara ocasión de esto para sacrificar a cualquier criatura. Por eso Él es el sacerdote, Él es quien ofrece y es también la oblación.

De esta realidad quiso que fuera sacramento cotidiano el sacrificio de la Iglesia, que, siendo cuerpo de la misma cabeza, aprendió a ofrecerse a sí misma por medio de Él. Signos variados y múltiples de este verdadero sacrificio eran los antiguos sacrificios de los santos, siendo aquéllos figura de este único, como si por muchas palabras se expresara una sola cosa, a fin de ponderarlo mucho sin causar hastío. Con este uno y verdadero sacrificio desaparecieron todos los falsos sacrificios.

CAPÍTULO XXI

Límite del poder concedido a los demonios con vistas a la glorificación, por la 
paciencia en sus sufrimientos, de los santos, que vencieron a los espíritus aéreos, 
no tratando de aplacarlos, sino permaneciendo fieles en el Señor

En tiempos establecidos y limitados de antemano se concedió poder a los demonios para poner por obra tiránicamente, mediante la incitación de los hombres que dominan, su hostilidad contra la Ciudad de Dios; y no sólo para aceptar sacrificios de los que se los ofrecen y para exigirlos a los voluntarios, sino para arrancárselos por la violencia con la persecución a los que se resisten. Por eso no es pernicioso a la Iglesia, antes es útil, para completar el número de los mártires, a quienes tanto más ilustres y honrados ciudadanos considera la Iglesia, cuanto con más valor combaten contra el pecado de impiedad hasta el derramamiento de sangre51.

Con auténtica propiedad podríamos llamar nuestros héroes a éstos, si lo autorizase así el lenguaje eclesiástico. Se dice que este nombre procede de Juno, porque Juno en griego se llama Ἥρα; y no sé qué hijo suyo, según la mitología, se llamó Heros. Con lenguaje místico querría significar la fábula que se atribuye a Juno el aire, donde dicen que habitan los héroes, con cuyo nombre designan las almas de los difuntos que tuvieron cierto mérito.

Por el contrario, nuestros mártires sí debían llamarse héroes si, como dije, admitiera esto el lenguaje eclesiástico, no por vivir en sociedad con los demonios en el aire, sino porque vencen a los mismos demonios, esto es, a las potestades aéreas, y en ellas a la misma Juno, tenga el significado que sea, que no sin razón la presentan los poetas como enemiga de las virtudes y envidiosa de los varones fuertes que aspiran al cielo.

Aquí de nuevo, infelizmente, Virgilio cede ante ella; cuando en La Eneida dice de la misma: «Soy vencida por Eneas», vemos que más adelante amonesta Eleno a Eneas con este consejo religioso: «Implora en tus preces el numen de la gran Juno, y aplaca a fuerza de suplicantes dones aquella poderosa soberana». Según esta opinión, Porfirio, no reflejando su pensamiento, sino el de otros, dice que el dios o el genio bueno no vienen al hombre si no ha sido aplacado antes el malo. Como si las divinidades malas fueran más poderosas que las buenas, ya que impiden el auxilio de los buenos, no dándoles lugar sino aplacados; y no pueden aprovechar los buenos, con la oposición de los malos, y en cambio pueden dañar los malos, sin ser capaces de resistir los buenos.

No es éste el camino de la verdadera y verazmente santa religión; no es así como vencen nuestros mártires a Juno, esto es, a las potestades aéreas, envidiosas de las virtudes de los piadosos. En modo alguno nuestros héroes, si pudiéramos usar este lenguaje, vencen a Hera con sus votos suplicantes, sino con sus virtudes divinas. Con mejor título recibió Escipión el sobrenombre de Africano por haber vencido con su valor a África, que si hubiera aplacado a los enemigos con dones para que lo trataran con miramiento.

CAPÍTULO XXII

Origen del poder de los santos contra los demonios 
y origen de la verdadera purificación del corazón

Los hombres de Dios expulsan las potestades aéreas enemigas y contrarias a la piedad conjurándolas con una auténtica piedad, no aplacándolas; y vencen todas las tentaciones de este enemigo, no rogándole a él mismo, sino rogando a su Dios contra él. Él no vence ni sojuzga a nadie, sino por la alianza del pecado. Y es vencido en nombre de quien tomó al hombre y consiguió sin pecado que en sí mismo, sacerdote y sacrificio, se realizara la remisión de los pecados; es decir, fue vencido por el Mediador de Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, por medio del cual, hecha la purificación de los pecados, son reconciliados con Dios. Sólo por los pecados se separan de Dios los hombres, cuya purgación en esta vida no tiene lugar por nuestra propia virtud, sino por la divina misericordia; por su benignidad, no por nuestro poder.

En efecto, aun la misma virtud, cualquiera que sea, que llamamos nuestra, nos ha sido concedida por su bondad. Y atribuiríamos mucho a esta carne si no viviéramos pendientes de Él hasta dejarla. Por eso se nos ha concedido la gracia por el Mediador para que, manchados por la carne del pecado, quedáramos limpios por la semejanza de la carne de pecado. Por esta gracia de Dios, en que mostró gran misericordia en nosotros, somos gobernados mediante la fe en esta vida, y después de esta vida seremos llevados, por la misma forma de verdad inconmutable, a la plenitud de la perfección.

CAPÍTULO XXIII

Principios en que declaran los platónicos está la perfección del alma

Dice también Porfirio que fue respuesta de los divinos oráculos que nos purificamos por las teletas de la luna y del sol; para demostrar con ello que no puede el hombre ser purificado por las teletas de ninguno de los dioses. Pues ¿qué teletas pueden purificar si no purifican las de la luna y el sol, a quienes tienen entre los dioses principales? Además, dice que manifestó el mismo oráculo que los principios podían purificar; temió que, habiendo dicho que las teletas del sol y de la luna no purificaban, se creyera que las teletas de algún otro de la turba de dioses tuviera poder para purificar.

Ahora bien, sabemos cuáles son esos principios que admite como platónicos. Admite a Dios Padre y a Dios Hijo, a quien en griego llama inteligencia o mente paterna. Sobre el Espíritu Santo no dice nada o no lo dice claramente; mejor habla de un tercer medio entre ellos que no llegó a comprender. Si quisiera hablar de una tercera naturaleza del alma, como Plotino cuando trata de tres sustancias principales, no hablaría de un medio entre ellos, es decir, entre el Padre y el Hijo.

Porque Plotino pospone la naturaleza del alma a la inteligencia paterna; y, en cambio, éste, cuando habla del medio, no lo pospone, sino que lo interpone. Y él, por cierto, ha hablado como pudo, o como quiso, de lo que nosotros llamamos Espíritu Santo, no del Padre solo, ni del Hijo solo, sino del Espíritu de los dos. Pues los filósofos hablan con libertad de lenguaje, y no temen, aun en las cosas muy difíciles de entender, que se puedan molestar los oídos piadosos. En cambio, a nosotros nos es preciso hablar según un tono determinado para que la libertad de las palabras no pueda engendrar una opinión impía sobre su contenido.

CAPÍTULO XXIV

Principio único y verdadero que purifica y renueva la naturaleza humana

Por tanto, nosotros, al hablar de Dios, no afirmamos dos o tres principios, como no nos es lícito decir que hay dos o tres dioses; aunque al hablar de cada uno -del Padre, o del Hijo, o del Espíritu Santo- confesemos que cada uno de ellos es Dios. Sin que digamos, sin embargo, lo que dicen los heréticos sabelianos: que el Padre es idéntico al Hijo y el Espíritu Santo es idéntico al Padre y al Hijo, sino que el Padre es Padre del Hijo y el Hijo es Hijo del Padre, y el Espíritu Santo del Padre y del Hijo no es ni el Padre ni el Hijo. Y así se dice propiamente que el hombre no es purificado sino por sólo el principio, aunque entre éstos se hable de principios en plural.

Pero Porfirio, sometido a las potestades envidiosas, de que se avergonzaba, aunque temía rebatirlas libremente, no quiso entender que Cristo el Señor es el principio, por cuya encarnación somos purificados. Lo menospreció, por cierto, en la misma carne que tomó para ser sacrificio de nuestra purificación; es decir, no entendió este gran sacramento por esa gran soberbia que repudió por su humildad el verdadero y benigno Mediador, mostrándose a los mortales en la mortalidad que no tuvieron los malignos y falaces mediadores, y por ello se envanecieron con más arrogancia, prometiendo, como inmortales a los mortales, una ayuda engañosa a los hombres desventurados.

Así el verdadero y buen Mediador mostró que era malo el pecado, no la sustancia o naturaleza de la carne, la cual pudo tomar sin pecado con el alma del hombre, y mantenerla y dejarla con la muerte, y transformarla por la resurrección a una vida mejor; como demostró que no se debía evitar la muerte pecando, aunque sea pena del pecado que Él pagó por nosotros sin pecado. Lo que había que hacer era soportar esa muerte por la justicia si se presentaba la ocasión. Por eso pudo pagar nuestros pecados muriendo, porque murió, aunque no por su pecado.

No conoció el tal platónico que éste era el principio, pues lo hubiera conocido como purificador. No es el principio la carne que hay en él ni el alma humana, sino el Verbo por el que todo fue hecho. De suerte que no purifica la carne por sí misma, sino el Verbo que la tomó cuando la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros52. Pues cuando hablaba místicamente de comer su carne y los que no le entendían se apartaban ofendidos, diciendo: Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?, respondió a los que se habían quedado: Sólo el espíritu da vida; la carne no sirve para nada53.

El principio, pues, tomando el alma y la carne, limpia el alma y la carne de los creyentes. Por eso a los judíos que le preguntaban quién era, respondió que Él era el principio54. Lo cual ciertamente no podríamos, en modo alguno, percibir nosotros siendo carnales, débiles, sometidos a los pecados y envueltos en las tinieblas de la ignorancia, si no fuéramos purificados y sanados por Él, por medio de lo que éramos y de lo que no éramos. Pues éramos hombres, pero no éramos justos; pero en su Encarnación la naturaleza humana era justa, no pecadora: Ésta es la mediación por la que se tendió la mano a los caídos y echados por tierra; ésta es la semilla dispuesta por los ángeles, en cuyas palabras se promulgaba la ley55, que mandaba honrar a un solo Dios y prometía el Mediador que había de venir.

CAPÍTULO XXV

Todos los santos del tiempo de la ley y de los siglos anteriores 
han sido justificados en el misterio y en la fe de Cristo

Incluso los justos antiguos, viviendo piadosamente, pudieron ser purificados en el misterio de esta fe, no sólo antes que se diera la ley al pueblo hebreo (pues no les faltaron como predicadores Dios y los ángeles), sino también en los tiempos de la misma ley, aunque parezca que tenía las promesas carnales bajo las figuras de las cosas espirituales, por lo cual se llama Antiguo Testamento. Existían, en efecto, entonces los profetas, por los cuales, como por los ángeles, se pregonaba la misma promesa, a cuyo número pertenecía aquel cuya notable y divina sentencia sobre la meta del bien humano recordé hace poco: Para mí lo bueno es estar junto a Dios.

En ese salmo queda bien declarada la distinción de los dos Testamentos, llamados Antiguo y Nuevo. A causa de las promesas carnales y terrenas, en que veía abundar a los impíos, dice el profeta que sus pies temblaron y sus pasos estuvieron a punto de flaquear; como si él hubiera servido en vano a Dios, ya que veía cómo sus menospreciadores nadaban en la felicidad que él esperaba del mismo. Como también dice que se afanó en la búsqueda de este secreto, queriendo comprender la suerte final de los que en su error creía felices.

Entonces entendió que ellos fueron derribados en lo que se ensoberbecieron -así dice- y que desfallecieron y perecieron a causa de sus iniquidades; y que toda aquella suprema felicidad temporal se redujo al sueño de quien, despertando, se ve de repente privado de los bienes engañosos que soñaba. Y como se imaginaban que eran importantes en esta tierra o ciudad terrena, por eso dice: Señor, en tu ciudad reducirás a nada su imagen.

Que a ésta le fuera útil buscar también las cosas terrenas sólo del único verdadero Dios, en cuyo poder está todo, lo mostró bien claro en aquellas palabras: Como animal he sido delante de ti, y yo he estado siempre contigo. Dice como animal, esto es, que no entiende. Pues debí desear de ti las cosas que no pueden serme comunes con los impíos, no aquellas en que vi que abundaban éstos, y por eso pensé que te había servido en vano, ya que también las tenían los que no habían querido servirte. Sin embargo, yo he estado siempre contigo, ya que aun con el deseo de tales cosas no busqué otros dioses. Por eso sigue: Me tomaste de mi mano derecha y me condujiste según tu voluntad, y me recibiste con gloria; como si quedaran a la izquierda todas aquellas otras cuya abundancia vio en los impíos y por ello estuvo a punto de desfallecer: ¿Qué hay para mí en el cielo? Y fuera de ti, ¿qué he querido sobre la tierra?

Se reprende a sí mismo, y con razón no está satisfecho de sí porque teniendo tamaño bien en el cielo (lo comprendió más tarde), solicitó de su Dios en la tierra una cosa transitoria, frágil y en cierto modo una felicidad despreciable. Desfalleció mi carne -dice- y mi corazón, Dios de mi corazón. Ciertamente, con un desfallecimiento bueno, es decir, de las cosas de aquí hacia las de arriba.

Por eso se dice en otro salmo: Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor56. Y en otro: Desea y desfallece mi alma por tu salud57. Sin embargo, hablando de uno y otro, desfallecimiento del corazón y de la carne, no añadió: Dios de mi corazón y de mi carne, sino Dios de mi corazón, ya que por el corazón se limpia la carne. Por eso dice el Señor: Limpia primero la copa por dentro, que así quedará limpia también por fuera58. Luego dice que su parte es el mismo Dios; no algo que proceda de él, sino él mismo: Dios de mi corazón y mi porción, Dios por siempre; porque entre las muchas cosas que eligen los hombres, le plugo a él buscar a Dios. Dice así: Porque he aquí que los que se alejan de Ti perecerán. Acabaste con todo el que fornica dejándote a ti; es decir, aquel que quiere ser lupanar de muchos dioses. Por eso sigue lo que parece ha sido el motivo de cuanto se ha tomado de ese salmo: Mi bien es adherirme a Dios; no marchar lejos, no andar exponiéndome a tantas fornicaciones. Y esta unión será perfecta cuando se haya liberado todo lo que debe liberarse.

Ahora se cumple lo que está escrito a continuación: El poner en Dios mi esperanza. Dice el Apóstol: Ahora bien, esperanza de lo que se ve, ya no es esperanza; ¿quién espera lo que ya ve? En cambio, si esperamos algo que no vemos necesitamos constancia para aguardar59. Situados nosotros en esta esperanza, cumplamos lo que sigue y seamos, según nuestras facultades, ángeles de Dios, mensajeros suyos, anunciando su voluntad y tributando alabanzas a su gloria y a su gracia.

Por eso, habiendo dicho: El poner en Dios mi esperanza, añade: Para anunciar tus alabanzas en las puertas de la hija de Sión60. Ésta es la gloriosísima Ciudad de Dios; ésta es la que conoce y adora a un solo Dios; ésta es la que anunciaron los santos ángeles, que nos han invitado a formar parte de la sociedad de ella, y quisieron que fuéramos conciudadanos suyos en ella. Y no quieren que les demos culto como dioses nuestros, sino que con ellos se lo demos al Dios suyo y nuestro; ni tampoco que le ofrezcamos sacrificio, sino que con ellos seamos sacrificio para Dios.

Así, pues, quien considera todo esto, depuesta toda maligna obstinación, no puede poner en duda que todos los inmortales felices, que no nos envidian (no serían felices si nos envidiasen), sino que más bien nos aman para que seamos felices con ellos, nos favorecen y ayudan más si con ellos honramos a un solo Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- que si los honrásemos a ellos por medio de sacrificios.

CAPÍTULO XXVI

Inconstancia de Porfirio, vacilante entre la confesión 
del verdadero Dios y el culto de los demonios

No sé por qué, a mi juicio, se avergonzaba Porfirio ante sus amigos los teúrgos. Conocía de algún modo todo esto, pero no se sentía con libertad para defenderlo contra el culto de los demonios. Dijo que había algunos ángeles que, descendiendo de arriba, anunciaban a los hombres teúrgos las cosas divinas, y otros que están en la tierra y declaran las cosas del Padre, su elevación y profundidad. ¿Se puede creer acaso que estos ángeles, cuyo misterio es declarar la voluntad del Padre, quieren que nosotros estemos sujetos a otro distinto de aquel cuya voluntad nos anuncian? Por ello, con toda razón nos amonesta el mismo platónico que debemos imitarlos más bien que invocarlos. Ni debemos temer, al no ofrecerles sacrificio, a los inmortales y felices sometidos a un solo Dios.

Saben que no se debe más que a Dios el ser ellos felices por su unión, y por eso en modo alguno quieren se les ofrezca nada a ellos mismos, ni por figura alguna que lo signifique ni en la misma realidad significada por los sacramentos. Esta arrogancia es propia de los demonios soberbios y miserables, de los cuales tan distante se halla la piedad de los siervos de Dios, y sólo 
felices por su unión con Él. Para llegar nosotros a este bien, es preciso que nos ayuden con su sincera benignidad, no arrogándose el someternos a ellos, sino anunciando a aquel bajo cuyo dominio nos asociemos a ellos en la paz.

¿Por qué temes aún, ¡oh filósofo!, dar rienda suelta a tu voz contra estas potestades envidiosas de las verdaderas virtudes y de los dones del verdadero Dios? Ya has distinguido entre los ángeles que anuncian la voluntad del Padre y los que, llevados por no sé qué arte, bajan del cielo a los hombres teúrgos. ¿Por qué sigues honrándolos aún, hasta decir que pronuncian cosas divinas? ¿Qué cosas divinas pueden pronunciar si no anuncian la voluntad del Padre? Ellos son a los que amarró el envidioso con sus encantos para impedirles la purificación del alma, y no pudieron, como dices, ser desatados de estas ligaduras y ser devueltos a su propia independencia ni aun por el bueno que deseaba purificarlos. ¿Dudas todavía de que éstos son demonios malignos o quieres quizá fingir que no los conoces para no ofenderlos, ya que, engañado por la curiosidad, estimas en mucho haber aprendido de ellos estos perniciosos e insensatos principios? ¿Osarás levantar hasta el cielo por encima del aire a esta envidia, que no es una potencia, sino una pestilencia; no una señora, sino -como tú confiesas-, una esclava de los envidiosos? Y aún más, ¿te atreverás a colocarla entre vuestros dioses sidéreos o a infamar a los mismos astros con semejantes baldones?

CAPÍTULO XXVII

Sobre la impiedad de Porfirio, que supera incluso el error de Apuleyo

Mucho más humano y tolerable en su error fue tu compañero platónico Apuleyo, quien tratando de honrar a los dioses, queriendo y sin querer, confesó que solamente los demonios colocados bajo la esfera lunar se ven agitados por las enfermedades de las pasiones y por los desórdenes de la mente. Sin embargo, con respecto a los dioses superiores del cielo que se encuentran en los espacios etéreos: sea los visibles, que brillan tan claramente a sus ojos (como el sol, la luna y las demás lumbreras de allá), sea los invisibles que se imaginaba, a todos ésos los puso en su debate tan lejos como pudo de todo contagio de otras perturbaciones.

Tú, en cambio, aprendiste, no en Platón, sino en maestros caldeos, a levantar los vicios humanos a las sublimidades empíreas del mundo y a los celestes firmamentos, a fin de que pudiesen vuestros dioses anunciar cosas divinas a los teúrgos. Y, sin embargo, por tu vida intelectual te haces superior a estas cosas divinas, de suerte que, como filósofo, en modo alguno te parecen necesarias las purificaciones del arte teúrgico; no obstante, se las impones a los otros como para pagar esta especie de deuda a tus maestros, ya que a los que no pueden filosofar tratas de arrastrarlos a estas purificaciones que juzgas inútiles para ti, de más elevadas posibilidades. Es decir, todos los alejados de la virtud de la filosofía, que es difícil y de pocos, deben buscar, según tú, a los teúrgos a fin de que los purifiquen, no en el alma intelectual, sino al menos en la espiritual. Y como abundan mucho más los que se despreocupan de la filosofía, son más los que se ven forzados a acudir a estos secretos ilícitos tuyos que a las escuelas platónicas. Pues esto es lo que te prometieron los inmundos demonios, fingiéndose dioses etéreos, cuyo predicador y ángel has llegado a ser: que los purificados por el arte teúrgico en el alma espiritual no tornan ciertamente al Padre, sino que habitarán más allá de las regiones aéreas entre los dioses etéreos.

No llega esto a oídos de la multitud de hombres que Cristo vino a librar del dominio de los demonios, en el cual tienen misericordiosísima purificación de su mente, de su espíritu y de su cuerpo. Que por ello Él, sin pecado, tomó sobre sí a todo el hombre para sanar de la peste de los pecados a todo aquello de que consta el hombre 35. Ojalá lo hubieras conocido tú, y para alcanzar con más seguridad la salud te hubieras encomendado a Él más que a tu virtud, que es humana, frágil y débil, o a la perniciosísima curiosidad. Pues no te hubiera engañado aquel que vuestros oráculos, como tú mismo escribes, reconocieron santo e inmortal.

De Él también dijo el famosísimo poeta, que poéticamente es cierto, porque lo dijo figuradamente de otra persona, pero muy verazmente si lo referimos a Cristo: «Siendo tú nuestro guía, si alguna huella quedó aún de nuestro crimen, no tendrá efecto alguno, y su desaparición librará a las tierras de un terror perpetuo». Se refiere aquí a lo que, dada la flaqueza de esta vida, puede permanecer incluso en los muy adelantados en la santidad; no crímenes ciertamente, pero sí vestigios de crímenes, que sólo pueden ser curados por el Salvador a que hace alusión este verso de la misma égloga: «Ha llegado la edad anunciada por la sibila de Cumas». Por donde se ve que esto, indudablemente, lo ha dicho la sibila de Cumas.

Al contrario, los teúrgos, o más bien los demonios, atribuyéndose apariencias y gestos de dioses, mancillan, en vez de purificar, el espíritu humano con la falsedad de fantasmas y el juego falaz de vacías formas. ¿Cómo pueden, en efecto, purificar el espíritu del hombre los que tienen sucio el suyo? De otra suerte no se dejarían atar por los encantos de un hombre envidioso, y retendrían por miedo o negarían por una envidia semejante aquel mismo beneficio ilusorio que parecía iban a prestar. Basta con tu declaración de que la purificación teúrgica no puede limpiar el alma intelectual, esto es, nuestra mente; y de la misma espiritual, es decir, la parte de nuestra alma inferior a la inteligencia, que afirmas puede purificarse por tal arte, confiesas, sin embargo, que por este arte no puede llegar a ser inmortal y eterna.

Cristo, no obstante, promete la vida eterna; por ello el mundo acude a Él causándoos a vosotros indignación, ciertamente; pero también admiración y estupor. ¿Y de qué sirve todo eso si no has podido negar que los hombres han errado con la enseñanza teúrgica, y que muchísimos se han extraviado por esta doctrina ciega y necia, y que es un error bien claro acudir a los príncipes y a los ángeles en las obras y en las súplicas? Y, además, para no parecer que has perdido tu trabajo enseñando estas cosas, envías los hombres a los teúrgos a fin de que por su mediación se purifique el alma espiritual de los que no viven según el alma intelectual.

CAPÍTULO XXVIII

Convicciones que cegaron a Porfirio, impidiéndole conocer 
la verdadera sabiduría, que es Cristo

Por tanto, lanzas a los hombres a un error bien cierto, y no te avergüenzas de mal tan grande, proclamándote amante de la virtud y la sabiduría. Si la hubieras amado de verdad, fielmente, hubieras conocido a Cristo, portento de Dios y saber de Dios, y no te hubieras apartado de su tan saludable humildad, hinchado por el tumor de la vana ciencia. Confiesas, sin embargo, que hasta el alma espiritual puede purificarse por la virtud de la continencia, sin las artes teúrgicas y las teletas, por cuyo inútil aprendizaje tanto trabajaste.

También dices alguna vez que las teletas no elevan el alma después de la muerte; de suerte que parece no pueden aprovechar nada después de esta vida ni a la misma que llamas espiritual. Y, sin embargo, das mil vueltas a esto y lo repites, creo yo, sólo para aparecer versado en tales materias y para agradar a los curiosos de las artes ilícitas, o para inspirar tú mismo esa curiosidad. Y menos mal que confiesas que este arte es de temer, bien por los peligros de las leyes o de la misma práctica. Ojalá que al menos te escuchen esto los miserables y se aparten de ella para no verse absorbidos o procuren no acercarse a ella jamás.

Dices que con seguridad la ignorancia y muchos vicios a causa de ella no se purifican por las teletas, sino sólo por el πατρικὸν νουν, esto es, la mente o inteligencia paterna, que es consciente de la voluntad paterna. No crees, sin embargo, que ése sea Cristo, ya que lo desprecias por haber recibido el cuerpo de una mujer y por el oprobio de la cruz; juzgándote capaz de percibir de los de arriba la excelsa sabiduría, desprecias y rechazas las cosas bajas. En cambio, Él cumple las predicciones verídicas que de Él dijeron los profetas: Fracasará la sabiduría de sus sabios, y se eclipsará la prudencia de sus prudentes61. No pierde y reprueba la suya en ellos, la que Él les dio, sino la que se arrogan los que no la tienen de Él.

Por ello, conmemorando este testimonio profético, sigue lo del Apóstol: ¡A ver un sabio, a ver un letrado, a ver un estudioso del mundo éste! ¿No ha demostrado Dios que el saber de este mundo es locura? Mirad, cuando Dios demostró su saber, el mundo no reconoció a Dios a través del saber; por eso Dios tuvo a bien salvar a los que creen con esa locura que predicamos. Pues mientras los judíos piden señales y los griegos buscan saber, nosotros -dice- predicamos un Mesías crucificado: para los judíos un escándalo, para los paganos una locura; en cambio, para los llamados lo mismo judíos que griegos, un Mesías que es portento de Dios y saber de Dios, porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios más potente que los hombres62.

Ésta es la locura y debilidad que desprecian los sabios y los fuertes apoyados en lo que creen su virtud. Pero ésta es la gracia que sana a los débiles, que no se engríen jactanciosamente de su falsa felicidad, sino que más bien confiesan humildemente su verdadera miseria.

CAPÍTULO XXIX

Sobre la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, 
que la impiedad de los platónicos se avergüenza de confesar

1. Proclamas al Padre y a su Hijo, a quien llamas «inteligencia o mente paterna», así como al intermedio entre ellos, en quien pensamos te refieres al Espíritu Santo, y según vuestro lenguaje, dices hay tres dioses. En lo cual, ciertamente, aunque usando de palabras vagas, sabéis de algún modo, y como a través de sombras de frágil imaginación, adónde hay que dirigirse. Pero no queréis reconocer la encarnación del inconmutable Hijo de Dios, por la cual nos salvamos, a fin de que podamos llegar a lo que creemos o a lo que, aunque sea en mínima parte, entendemos. Así, pues, veis de alguna manera, aunque sea de lejos y con vista oscurecida, la patria en la que hemos de permanecer; pero no tenéis el camino por donde hay que ir.

Confiesas, sin embargo, la gracia, ya que dices se ha concedido a pocos llegar a Dios por la virtud de la inteligencia, pues no dices: plugo a unos pocos o unos pocos quisieron; antes, al decir que se ha concedido, sin duda confiesas la gracia de Dios, no la suficiencia del hombre. Y todavía empleas esta palabra más claramente cuando, siguiendo la sentencia de Platón, no dudas tú tampoco de que el hombre no puede llegar en esta vida a la perfección de la sabiduría, pero puede por la providencia y la gracia de Dios completarse después de esta vida en cuanto falta a los que viven según la inteligencia.

¡Oh, si hubieses conocido la gracia de Dios por nuestro Señor Jesucristo, y hubieras podido ver que su misma encarnación, en la que tomó el alma y el cuerpo del hombre, es la manifestación suprema de la gracia! Pero ¿qué puedo hacer? Sé que hablo inútilmente a un muerto, en lo que se refiere a ti. Quizá no inútilmente en cuanto a los que tanto te estiman y te aman tal vez por cierto amor de la sabiduría o curiosidad de las artes, que no debiste aprender, a quienes más interpelo en este discurso que te dirijo a ti.

La gracia de Dios no pudo ser encarecida más gratuitamente que haciéndose hombre el Hijo de Dios sin dejar su inmutabilidad y dando a los hombres la esperanza de su amor, sirviendo el hombre de intermedio, mediante el cual lleguen los hombres a Él, que por su inmortalidad está tan lejos de los mortales, de los mudables por su inmutabilidad, de los impíos por su justicia, de los miserables por su felicidad. Y como por la misma naturaleza nos infundió el deseo de la inmortalidad, permaneció Él feliz y tomando al mortal, para darnos lo que amamos, nos enseñó con sus sufrimientos a menospreciar lo que tememos.

2. Pero para poder vosotros aceptar esta verdad se necesitaba la humildad, que es muy difícil persuadir a vuestra cerviz. ¿Pues qué cosa se puede decir increíble, sobre todo para vosotros, que tenéis tal sabiduría, que debéis exhortaros a vosotros mismos a creer esto? ¿Qué -repito- hay increíble para vosotros cuando se dice que Dios ha tomado el alma y el cuerpo humanos? En verdad vosotros tenéis tan alto concepto del alma intelectual -que al fin es alma humana-, que afirmáis puede ser consustancial a aquella mente paterna, la cual confesáis Hijo de Dios.

¿Qué hay de increíble, pues, si una sola alma intelectual cualquiera ha sido tomada de modo admirable y singular por la salvación de muchos? Y la unión del cuerpo con el alma, para que sea un hombre entero y plenamente, lo conocemos nosotros por el testimonio de nuestra misma naturaleza. Si esto no fuera tan ordinario, sería ciertamente menos creíble; de hecho es más fácil de creer que lo humano se una a lo divino, lo mudable a lo inmutable; en definitiva, el espíritu al espíritu, o -para usar de vuestro lenguaje- lo incorpóreo a lo incorpóreo, que admitir la unión del cuerpo a lo incorpóreo.

¿Os desconcierta tal vez el caso raro de que una virgen dé a luz un cuerpo? Ni siquiera esto debe desconcertaros. Más bien debe induciros a admitir esa piedad de que el Admirable ha nacido de modo admirable. ¿Os desconcierta el que el mismo cuerpo, dejado con la muerte y cambiado a mejor estado con la resurrección, lo llevó a los cielos incorruptible ya, no mortal? Quizá rehuséis creer esto viendo que Porfirio, en los mismos libros de que he tomado muchas cosas, y que escribió sobre el regreso del alma, manda tantas veces huir del cuerpo a fin de que el alma pueda permanecer feliz con Dios.

Pero él precisamente debió haberse corregido sintiendo estas cosas, sobre todo admitiendo vosotros con él cosas tan increíbles acerca del alma de este mundo visible y de mole corporal tan gigantesca. Con Platón, en efecto, admitís que el mundo es un ser animado, y un ser animado felicísimo, que decís además es eterno. «¿Cómo, pues, no se ha de librar uno del cuerpo ni carecerá jamás de la felicidad, si para que el alma sea feliz se debe huir todo cuerpo? De este sol y de los demás astros no sólo declaráis en vuestros libros que son cuerpos, como todos los hombres con vosotros no dudan ver y confesarlo; con un conocimiento más elevado, según creéis, los presentáis como seres vivientes felicísimos y sempiternos con estos cuerpos.

¿Por qué, pues, cuando se os predica la fe cristiana, os olvidáis o fingís ignorar lo que acostumbráis a tratar y enseñar? ¿Por qué no queréis haceros cristianos a causa de vuestras opiniones, que vosotros mismos combatís, sino porque Cristo vino humilde y vosotros sois soberbios? Cómo estarán los cuerpos en la resurrección se puede discutir con mayor precisión entre los más conocedores de las Escrituras cristianas, y han de tener las cualidades que, con su resurrección, nos mostró el ejemplo de Cristo.

Pero tengan las cualidades que tengan, si por una parte se dice que son totalmente incorruptibles e inmortales y que en nada impiden la contemplación del alma, que la tiene fija en Dios, y por otra aseguráis vosotros que hay cuerpos inmortales entre los inmortalmente felices, ¿por qué, para llegar a ser felices, exigís huir de todo cuerpo, de suerte que parece os oponéis racionalmente a la fe cristiana? ¿No será por lo que vuelvo a repetir: porque Cristo es humilde y vosotros soberbios? ¿Acaso os da vergüenza corregiros? Éste es precisamente el vicio de los soberbios. Es decir, causa vergüenza que los sabios discípulos de Platón se hagan discípulos de Cristo, que se dignó enseñar a un pescador a hablar con sabiduría: Al principio ya existía la Palabra; la Palabra se dirigía a Dios y la Palabra era Dios: ella, al principio, se dirigía a Dios. Mediante ella se hizo todo; sin ella no se hizo nada de lo hecho. Ella contenía la vida, y esa vida era la luz del hombre; ésa brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han comprendido.

Este principio del santo Evangelio, que se llama de San Juan, según solíamos oír del santo anciano Simpliciano, que fue después obispo de la Iglesia de Milán, decía cierto platónico debía estar escrito con letras de oro y colocado por todas las iglesias en lugar bien destacado. Pero entre los soberbios, perdió todo su valor aquel maestro que era Dios, porque la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros63. Como si fuera poco para los miserables el enfermar, si no se ensoberbecieran más en su misma enfermedad y se avergonzaran de la medicina que puede curarlos. No hacen esto para conseguir levantarse, sino para agravar su mal con la caída.

CAPÍTULO XXX

Lo que refuta y enmienda Porfirio de la doctrina de Platón

Si se considera indigno enmendar cualquier cosa de Platón, ¿por qué el mismo Porfirio corrigió algunos puntos y no de poca monta? Es muy cierto, por ejemplo, que Platón escribió que las almas de los hombres después de la muerte volvían a los cuerpos de las bestias. Esta opinión la mantuvo también Plotino, el maestro de Porfirio. Sin embargo, no le pareció bien a Porfirio. Admitió ciertamente que volvían las almas de los hombres, no a los cuerpos que habían dejado, sino a otros nuevos. Es decir, se avergonzó de creer que a lo mejor una madre, convertida en una mula, llevara encima al hijo; y no se avergonzó de admitir que la madre, cambiada por una doncella, se pudiera casar con su hijo. ¿No es mucho más decoroso creer lo que nos enseñaron los santos y veraces ángeles, los profetas que nos hablaron inspirados por el Espíritu de Dios, lo que nos enseñó el mismo a quien anunciaron como Salvador sus heraldos, los mismos apóstoles, sus enviados, que divulgaron el Evangelio por toda la Tierra?

¿Cuánto -repito- es más digno de creer que las almas retornan una vez a sus propios cuerpos y no tantas veces a otros distintos? Sin embargo, como dije, Porfirio se corrigió en gran parte en esta opinión admitiendo, al menos, que las almas humanas tornen a solos los hombres, y no dudando luego en echar por tierra las cárceles de las bestias.

Enseña también que Dios dio alma al mundo para que, conociendo los males de la materia, acudiera al Padre y no se viera dominada nunca por las manchas de su contacto. Cierto que aun en eso hay algún error (pues se le dio el alma al cuerpo, sobre todo, para que hiciera el bien, ya que no aprendería el mal si no lo hubiera); sin embargo, enmendó en eso el sentir de los otros platónicos, que no es de poca importancia: confesó que purificada el alma de todos los males y establecida con el Padre, no padecería ya los males de este mundo.

Con esta opinión suprimió ciertamente lo que parece ser el meollo de la doctrina platónica, es decir, que como los muertos proceden siempre de los vivos, así los vivos proceden de los muertos. Y demostró que es falso lo que con sabor platónico parece dijo Virgilio: que las almas purificadas enviadas a los Campos Elíseos (nombre que, según la leyenda, parece querer significar los gozos de los bienaventurados) son llevadas al río Leteo, esto es, al olvido de todo lo pasado: «Tornen a las tierras olvidadas de lo pasado y renazca en ellas el deseo de volver a habitar en cuerpos humanos».

Con razón reprueba esto Porfirio; en verdad, es necio creer que desde aquella vida, que no podrá ser felicísima si no estuviera certísima de su eternidad, puedan desear las almas las taras de los cuerpos corruptibles y tornar de allí a esta realidad; como si la suprema purificación consistiera en buscar la impureza. Pues si la purificación perfecta consigue el olvido de los males, y el olvido de los males produce el deseo de los cuerpos, donde se impliquen de nuevo en los males, se seguiría que la felicidad suprema es la causa de la infelicidad, y la perfecta sabiduría, la causa de la necedad, y la purificación suprema, la causa de la inmundicia.

Y no podrá ser feliz el alma por la verdad, el tiempo que sea, si para ser feliz ha de estar engañada. No será feliz si no está segura. Y para estar segura juzgará falsamente que ella será siempre feliz, puesto que alguna vez será miserable. Quien tiene a la falsedad como causa de su gozo, ¿cómo puede gozarse de la verdad? Así lo ha visto Porfirio, y afirmó que el alma purificada torna al Padre para no ser dominada ya nunca con el contacto manchado de los males.

Por consiguiente, es falsa aquella especie de círculo necesario de algunos platónicos, alejamiento de los mismos males y retorno a ellos. Y aunque esto fuera verdad, ¿de qué serviría el saberlo? A no ser que los platónicos tengan la osadía de preferirse a nosotros porque nosotros ignoramos ya en esta vida lo que ellos, con toda su purificación y sabiduría, habían de ignorar en la otra mejor, y habrían de ser felices creyendo una falsedad. Si esto es el colmo del absurdo y la necedad, habrá de preferirse la opinión de Porfirio a la de aquellos que se imaginaron ese recorrido circular en alternativa permanente de felicidad y desventura. Si esto es así, aquí tenemos a un platónico que disiente de Platón para mejorarlo; he aquí que vio lo que no vio él, y siguiendo a tan gran maestro, no tuvo reparo en corregirlo: antepuso la verdad al hombre.

CAPÍTULO XXXI

Contra el argumento de los platónicos, en que afirma 
que el alma es coeterna con Dios

¿Por qué, pues, no creemos a la divinidad en estas cosas, a cuya investigación cabal no podemos llegar con el entendimiento humano? Ella nos dice que el alma misma no es coeterna con Dios, sino que ha sido creada porque no existía. Para no creer esto los platónicos, les parecía causa suficiente el argumento de que lo que no había existido antes por siempre no podía después ser sempiterno. Aunque sobre el mundo y sobre los que describe Platón han sido hechos dioses por Dios en el mundo, dice con toda claridad que ellos han comenzado a ser y tuvieron principio, pero que no han de tener fin, sino que asegura permanecerán para siempre por la voluntad potentísima del Creador.

Pero hallaron modo de resolver el problema diciendo que no se trata del comienzo del tiempo, sino del comienzo de la sustitución de un ser; dicen ellos: «Como si un pie desde la eternidad siempre hubiera estado en el polvo, siempre estaría debajo la huella; y, sin embargo, nadie dudaría de que la huella había sido hecha por el que pisaba, el uno no es anterior al otro, aunque haya sido hecho por el otro; así, dicen, el mundo y los dioses creados en él existieron siempre por existir el que los creó, y, sin embargo, han sido hechos».

Entonces, si el alma existió siempre, ¿se ha de decir que su miseria existió siempre? Pero si comenzó a existir en ella en el tiempo algo que no existió desde la eternidad, ¿por qué no pudo suceder que hubiera existido en el tiempo la que no había existido antes? Además, su felicidad más segura, después de experimentar los males y que permanecerá para siempre, como confiesa éste, sin duda alguna que comenzó en el tiempo, y, sin embargo, existirá siempre, no habiendo existido antes. Queda así desbaratado todo el argumento de que nada puede existir sin fin en el tiempo, sino lo que no tiene principio en el tiempo, pues hemos descubierto cómo la felicidad del alma, habiendo tenido principio en el tiempo, no tendrá fin en él.

Ceda, pues, la flaqueza humana a la autoridad divina, y demos crédito sobre la naturaleza de la religión a aquellos felices e inmortales que no solicitan para sí el honor digno de su Dios, que es también el nuestro, y no mandan sacrificar sino sólo a aquel de quien nosotros, juntamente con ellos, como ya tantas veces dije y tantas se habrá de decir, debemos ser sacrificados y ofrecidos por el sacerdote que se dignó hacerse sacrificio por nosotros hasta la muerte, y precisamente en el hombre que tomó y según el cual quiso ser sacrificado.

CAPÍTULO XXXII

Camino universal de la liberación del alma. No lo encontró Porfirio 
por buscarlo mal; lo descubrió la gracia cristiana

1. Ésta es la religión que posee el camino para la liberación del alma; por ningún otro fuera de éste puede alcanzarla. Éste es, en cierto modo, el camino real, único que conduce al reino, que no ha de vacilar en la cima del tiempo, sino que permanecerá seguro con la firmeza de la eternidad. Dice Porfirio al final del primer libro sobre el Regreso del alma que aún no se ha encontrado secta alguna que enseñe un camino universal para la liberación del alma: ni filosofía alguna de primer orden, ni las costumbres o enseñanzas de los hindúes, ni el sistema inductivo de los caldeos, ni cualquier otro sistema la ha llevado a conocer ese camino por el conocimiento histórico. Al hablar así, confiesa claramente que hay algún camino, pero que aún no ha llegado a su conocimiento. De suerte que no le bastaba a él lo que con toda diligencia había aprendido sobre la liberación del alma ni lo que él creía o creían los otros que conocían y poseían.

Al decir que ni por la filosofía más verdadera ha llegado a su conocimiento aún una secta que contenga el camino universal para la liberación del alma, nos da un testimonio bien elocuente, a lo que se me alcanza, de que la filosofía en la que milita no es muy verdadera o, al menos que ella no tiene ese camino. ¿Y cómo puede ser tan verdadera si no está en ella este camino? ¿Qué otro camino universal hay para librar al alma, sino aquel en que se liberan todas las almas, y por esto sin él no se libera ninguna? En lo que añade luego: «Ni las costumbres o enseñanzas de los hindúes, ni el sistema inductivo de los caldeos, ni cualquier otro sistema», atestigua clarísimamente que no se encuentra este camino universal de la liberación del alma ni en lo que había aprendido de los hindúes o de los caldeos; y, sin embargo, no pudo pasar en silencio que él había recibido de los caldeos los oráculos divinos que cita con tanta frecuencia.

¿Qué concepto, pues, tiene de ese camino universal para la liberación del alma, que él nos ha recibido, ni de alguna filosofía de primer orden, ni de las enseñanzas de esas gentes? Tenían éstas gran reputación en lo que llamaban realidades divinas, porque en ellas prevaleció mucho la curiosidad de conocer y honrar a algunos ángeles, y no había llegado a su noticia ese camino. ¿Qué camino universal puede ser éste, sino el que se comunicó por Dios, no como algo particular para cada pueblo, sino común a todas las gentes? No duda un hombre dotado de brillante ingenio que exista ese camino, pues no cree que pudo la divina Providencia dejar al género humano sin este camino universal de liberación del alma.

No dice, por cierto, que no exista, sino que aún no se ha recibido tan grande don y beneficio, que todavía no ha llegado a su noticia. Y no es extraño. Vivía todavía Porfirio bajo el dominio de las cosas humanas cuando este camino universal de la liberación del alma, que no es otro que la religión cristiana, era atacado libremente por los adoradores de los ídolos y de los demonios y por los reyes de la tierra. Y era preciso afirmar y consagrar el número de los mártires, esto es, de los testigos de la verdad, para demostrar por ellos que es preciso soportar todos los males temporales por la fidelidad a la religión y la exaltación de la verdad. Veía, pues, Porfirio estas cosas, y se convencía de que este camino había de sucumbir pronto a tales persecuciones, y, por tanto, no era el universal para la liberación del alma. No comprendía que lo que a él le movía y los sufrimientos que le aguardaban si elegía este camino era precisamente lo que contribuía a hacerle más firme y a recomendarle con más eficacia.

2. Éste es, pues, el camino universal para la liberación del alma, el camino concedido por la misericordia divina a todos los pueblos, ante cuyo conocimiento nadie a quien haya llegado o pueda llegar pudo, ni podrá, preguntar: ¿por qué ahora, por qué tan tarde? El plan del que le envía no está al alcance del ingenio humano. Ya lo entendió este filósofo al decir que ni había sido recibido aún este don de Dios, y no había llegado a su conocimiento. Sin embargo, tampoco pensó que no era verdadero por no haberle prestado él su fe, o porque no había llegado aún a su conocimiento.

He aquí -repito- el camino universal para la liberación de los fieles, sobre el cual recibió el fiel Abrahán el divino oráculo: Todos los pueblos serán bendecidos en tu descendencia64. Éste fue, ciertamente, caldeo; pero para recibir tales promesas, y para que de él se propagase la semilla promulgada por los ángeles por boca de un Mediador65, en el que estuviera el camino universal para la liberación del alma, esto es, dado a todos los pueblos, se le mandó salir de su tierra y de su parentela y de la casa de su padre66. Liberado él entonces primeramente de las supersticiones de los caldeos, siguió y adoró al único Dios verdadero, a quien dio crédito fielmente al hacerle estas promesas.

He aquí el camino universal, del cual dijo un santo profeta: El Señor tenga piedad y nos bendiga; ilumine su rostro sobre nosotros, y tenga piedad de nosotros: conozca la tierra tus caminos; todos los pueblos, tu salvación67. Por eso tanto tiempo después, habiendo tomado la carne de la descendencia de Abrahán, dice de sí mismo el Salvador: Yo soy el camino, la verdad y la vida68.

He aquí el camino universal, del cual se profetizó tanto tiempo antes: Al final de los tiempos estará firme el monte en la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán las naciones, caminarán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas, porque de Sión saldrá la ley; de Jerusalén, la palabra del Señor69. Este camino, pues, no es de un solo pueblo, sino de todos los pueblos. Y la ley y la palabra del Señor no se quedaron en Sión ni en Jerusalén, sino que partieron de allí para difundirse por el universo. De ahí que el mismo Mediador después de su resurrección dice a sus discípulos: Todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos acerca de mí tenía que cumplirse. Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras. Y añadió: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará al tercer día, y en su nombre se predicará el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén70.

He aquí, por tanto, el camino universal para la liberación del alma, que mediante el tabernáculo, el templo, el sacerdocio y los sacrificios, significaron los santos ángeles y los santos profetas: primero entre unos pocos hombres, cuando pudieron, que encontraron la gracia de Dios, y principalmente entre el pueblo hebreo. Suya era, por decirlo así, esta sagrada república, como profecía y predicción de la Ciudad de Dios, que se había de formar de todas las gentes.

Luego la anunciaron por algunas palabras claras y más veces simbólicas. Y ya el mismo Mediador, presente en la carne, y sus bienaventurados apóstoles, revelando la gracia del Nuevo Testamento, declararon abiertamente lo que estaba significado en los tiempos anteriores un poco más oculto, a tenor de la distribución de las edades del género humano; según le había parecido ordenarlo a la sabiduría de Dios, con el testimonio de las maravillosas obras divinas, algunas de las cuales ya he citado antes.

Pues no sólo aparecieron visiones angélicas ni resonaron sólo las palabras de los ministros celestes. También fueron expulsados los espíritus inmundos de los cuerpos y sentidos de los hombres por la intervención de varones de piedad sencilla que obraban por la palabra de Dios; fueron curados vicios y enfermedades del cuerpo; animales fieros de tierra y agua, pájaros del cielo, árboles, elementos y astros obedecieron el mandato del Señor; se rindieron los infiernos y resucitaron los muertos. Paso por alto los milagros propios y singulares del mismo Salvador, sobre todo su nacimiento y resurrección: en el primero de los cuales sólo demostró el sacramento de la virginidad materna, y en el segundo, el ejemplo de los que habían de resucitar.

Este camino purifica a todo hombre, y de todas las partes de que nos consta prepara al mortal para la inmortalidad. Y para que no se buscase una purificación para la parte que Porfirio llama intelectual, otra para la que llama espiritual y otra para el mismo cuerpo, el purificador y Salvador poderosísimo tomó todo el hombre entero. Fuera de este camino, que, en parte cuando se predecían estas cosas futuras, en parte cuando se anunciaban ya hechas, nunca faltó al género humano, nadie se liberó, nadie se libera, nadie se liberará.

3. Dice Porfirio que el camino universal para la liberación del alma no ha llegado a su conocimiento por la Historia. ¿Qué puede haber más claro que esta historia que llegó a todo el orbe con tal autoridad? ¿Qué más digno de crédito que la narración de las cosas pasadas con la predicción a la vez de las futuras? De ellas vemos ya muchas cumplidas, por las cuales esperamos, sin duda alguna, se han de cumplir las restantes.

No puede Porfirio ni cualquier platónico menospreciar la adivinación y la predicción de las cosas terrenas en esta vida o que pertenecen a esta vida mortal; lo que hacen justamente en otros vaticinios o adivinaciones del procedimiento o método que sean. Niegan, en efecto, que estas cosas sean propias de hombres grandes o que se han de estimar en mucho; y tiene razón. Pues o se realizan por el presentimiento de causas inferiores, como mediante la medicina por ciertos signos que preceden se diagnostican de antemano muchísimos accidentes de la salud, o los inmundos demonios predicen sus hechos ya dispuestos. De este modo, recaban para sí un cierto derecho de realizarlos, ya encauzando las mentes y pasiones de los pecadores hacia ciertos hechos de interés, ya obrando también en los elementos inferiores de la fragilidad humana.

No se preocuparon de profetizar tales cosas como importantes los hombres santos mientras anduvieron por este camino universal de la liberación del alma. Cierto que no les fueron ajenas, y muchas veces las predijeron para dar fe de lo que no podían hacer asequible a los sentidos de los mortales ni realizar en rápida y fácil experiencia. Pero sí había otros hechos en verdad grandes y divinos, que en cuanto les era dado, conocida la voluntad de Dios, anunciaban como futuros: la venida de Cristo en la carne, con las maravillas tan notables realizadas en él y cumplidas en su nombre; la penitencia de los hombres y la conversión de las voluntades a Dios; la remisión de los pecados, la gracia de la justicia, la fe de los santos y la multitud de creyentes por todo el mundo en la verdadera divinidad; la destrucción del culto de los simulacros y de los demonios, y la prueba de los buenos en las tentaciones, la purificación de los que progresan y su liberación de todo mal; el día del juicio, la resurrección de los muertos; la eterna condenación de la sociedad de los impíos; el reino eterno de la gloriosísima Ciudad de Dios gozando inmortalmente de su presencia: todo esto ha sido predicho y prometido en las Escrituras de este camino.

De lo cual hemos visto ya cumplidas tantas cosas, que con justa piedad confiamos tendrán lugar las demás. Éste es el camino recto para llegar a la visión de Dios y a la unión eterna con él, que se proclama y afirma en la verdad de las santas Escrituras. Los que no lo creen, y por ello no lo entienden, pueden ciertamente atacar esta verdad, pero no pueden derrocarla.

4. Por consiguiente, en estos diez libros, aunque quizá no hayamos satisfecho plenamente las esperanzas de algunos, sí creemos haber satisfecho, en cuanto se ha dignado ayudarnos el verdadero Dios y Señor, los deseos de otros, refutando las contradicciones de los impíos, que prefieren sus dioses al Creador de la Ciudad Santa, que es el objeto de nuestro estudio.

De esos diez libros, los cinco primeros se escribieron contra aquellos que juzgan se debe dar culto a los dioses para recabar los bienes de esta vida; en cambio, los cinco últimos se dirigen a los que piensan se ha de conservar el culto de los dioses con vistas a la vida que vendrá después de la muerte.

A continuación, por tanto, como prometí en el primer libro, explicaré con la ayuda de Dios lo que pienso hay que decir sobre el origen, desarrollo y fines propios de las dos ciudades, que dijimos caminan tan íntimamente relacionadas entre sí en este mundo. 

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