jueves, 19 de abril de 2018

LA CIUDAD DE DIOS CONTRA PAGANOS - LIBRO V [El destino y la Providencia]

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San Agustín - Augustinus Hipponensis



LA CIUDAD DE DIOS
CONTRA PAGANOS
Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO V
[El destino y la Providencia]

PRÓLOGO

Está ya claro cómo la satisfacción de todos los deseos es la felicidad, que no es una diosa, sino un don de Dios. De ahí que ningún otro dios debe ser adorado por los hombres más que aquel que los puede hacer felices. Si la felicidad fuera una diosa, a ella sola habría, con toda razón, que adorar. Es hora ya, por tanto, de que tratemos de averiguar cuál es la razón de que Dios, que puede conceder los bienes que incluso son capaces de poseer quienes no son buenos ni por lo mismo felices, haya querido que la dominación romana fuera tan extensa y tan duradera. Porque toda esa multitud de falsos dioses adorada por ellos no es la autora de tal realidad: lo hemos afirmado ya ampliamente, y lo volveremos a repetir donde parezca oportuno.

CAPÍTULO I

El Imperio romano y todos los demás reinos no se han originado 
fortuitamente ni dependen de la posición de las estrellas

La causa de la grandeza del Imperio romano no es fortuita ni fatal. (Utilizo estos términos siguiendo la sentencia o el parecer de quienes dicen: es fortuito lo que no tiene causa alguna o no proviene de ningún orden racional; es fatal aquello que sucede en virtud de un orden necesario, independiente de la voluntad de Dios y de los hombres.) Con toda certeza, es la divina Providencia quien establece los reinos humanos. Si alguien se los atribuye al destino por la única razón de que a la voluntad o al poder divino los llama destino, que se quede con su opinión, aunque debe cambiar su lenguaje. Pero ¿por qué no decir en seguida lo que ha de decir después, cuando alguien le pregunte qué entiende por destino? Porque la gente, al oír esta palabra, lo que entiende por el modo corriente de hablar es únicamente la influencia de la posición de los astros al nacer o al ser uno concebido. Para algunos esto es ajeno a la voluntad de Dios; para otros la citada influencia está también subordinada a ella. Pero en cuanto a los que opinan que los astros, independientemente de la voluntad de Dios, determinan tanto nuestros actos como los bienes que tenemos y los males que padecemos, a éstos no les debe prestar oídos nadie. Y no me dirijo solamente a aquellos que profesan la verdadera religión, sino a cualquiera que se precie de adorar algún dios, aunque sea falso. ¿Cuáles serían las consecuencias de esta opinión, sino la supresión de todo culto divino y de toda oración a Dios?

Pero de momento nuestra discusión no va dirigida contra los defensores de esta opinión, sino contra aquellos que por defender a lo que ellos tienen por dioses atacan a la religión cristiana. Los hay que hacen depender de la voluntad de Dios la posición de las estrellas. Éstas, a su vez, deciden la forma de ser de cada uno, y los acontecimientos de la vida tanto buenos como malos. Si realmente esta opinión sostiene que las estrellas gozan de tal poder, recibido de la suprema potestad de Dios, que determinan todos estos sucesos de una manera voluntaria, están haciendo una enorme injuria al cielo: lo asemejan a un ilustre Senado y espléndida Curia que -según ellos- decreta crímenes de tal categoría que, si se le ocurriese a una ciudad terrena decretarlos, habría que destruirla por decisión de toda la especie humana. ¿Qué posibilidad se le deja a Dios, dueño de los astros y de los hombres, para juzgar los actos humanos, sometidos a la fatalidad astral? «No son las estrellas -dirán quizá- quienes deciden a su arbitrio tales acontecimientos, con el poder recibido, naturalmente, del Dios supremo; ellas no hacen más que cumplir puntualmente las órdenes divinas al tomar esas fatales determinaciones». En este caso, ¿habrá que atribuir al mismo Dios lo que nos pareció indigno de la voluntad de las estrellas?



Otra posible matización: las estrellas indican, más que realizan, los acontecimientos. Su posición sería como una predicción del futuro, no una causa determinante (de hecho, ha sido ésta la sentencia de sabios nada mediocres). Pero no es éste, por cierto, el modo de hablar de los astrólogos. Por ejemplo, no dicen: «Esta posición de Marte anuncia un homicida», sino: «Hace homicida a...». De todas maneras, concedamos que no hablan con propiedad y que deberían tomar de los filósofos su lenguaje a la hora de predecir lo que creen encontrar en las posiciones astrales: ¿qué es lo que sucede, que nunca han podido explicar por qué en la vida de los mellizos hay tal diversidad en sus actos y sus resultados, en sus habilidades, en los honores recibidos y demás circunstancias de la vida humana, incluso en la misma muerte, hasta el punto de que se encuentren casos mucho más parecidos en este aspecto entre extraños que entre los mismos gemelos, separados al nacer por un insignificante espacio de tiempo y concebidos los dos en un mismo instante, por un solo acto de sus padres?

CAPÍTULO II

La salud de los mellizos, unas veces parecida y otras diferente

El ilustre médico Hipócrates, nos dice Cicerón, dejó escrito que en cierta ocasión dos hermanos cayeron enfermos a la vez, y su enfermedad se agravaba y remitía simultáneamente. Este hecho le dio pie a sospechar que eran gemelos. El filósofo estoico Posidonio, muy dado a la astrología, solía afirmar que éstos habían nacido y habían sido concebidos bajo la misma posición de los astros. De esta manera, lo que el médico atribuía a una constitución fisiológica idéntica, el filósofo astrólogo lo refería a la influencia de la posición de los astros en el momento de la concepción y del nacimiento.

En esta materia es mucho más aceptable y, a primera vista, de mayor fundamento la hipótesis del médico. Los padres, en efecto, con sus propias disposiciones corporales en el momento, de la unión pudieron influir en el fruto embrionario de su concepción, de forma que al irse desarrollando en el seno materno, llegasen a nacer con una complexión análoga. Luego, viviendo en la misma casa, con idéntica nutrición y respirando el mismo aire, en las mismas circunstancias locales, y bebiendo las mismas aguas, elementos todos ellos decisivos, según el testimonio de la medicina, para la buena o la mala salud corporal, acostumbrándose incluso en unos mismos trabajos, han podido adquirir una complexión tan semejante que unas mismas causas, en un momento dado, habrían originado la misma enfermedad en ambos. Pero para explicar esta coincidencia en la enfermedad, querer aducir la posición del cielo y de los astros en el momento de la concepción o del nacimiento, cuando en el mismo instante, en la misma región y bajo el mismo cielo, tantos seres de raza diferente, de complexiones y resultados opuestos, han podido ser concebidos y nacer, me parece un disparate incalificable. Conocemos personalmente gemelos no sólo con un comportamiento y peripecias diversas, sino que han sufrido enfermedades dispares. Fácilmente daría una explicación Hipócrates, creo yo, a estos hechos, partiendo de que una diversidad en los alimentos y en el trabajo, provocada no por la complexión corporal, sino por la voluntad nacida del espíritu, no puede dar origen a diferencias de salud.

Quedaría maravillado si Posidonio o cualquier otro defensor de la fatalidad astral pudiera encontrar una respuesta para este caso, si es que no quiere burlarse de los ignorantes en tales materias. Se empeñan en poner de relieve que hay un exiguo intervalo de tiempo entre el nacimiento de uno y otro gemelo y, en consecuencia, una partícula de cielo donde queda grabada la hora del nacimiento, y que llaman horóscopo. Este detalle o bien no tiene tanto influjo como para explicar en los gemelos su diversidad de voluntades, de hechos, de comportamientos y de sucesos, o bien tiene demasiado como para poder explicar la identidad de su linaje, se trate de noble o de plebeyo, dado que toda la diversidad estriba, según ellos, en la hora en que nace cada uno. Así que, en caso de un nacimiento tan seguido el uno tras el otro que coincidiera la misma parte del horóscopo, exijo un parecido tal en sus vidas como no es posible encontrar entre gemelos; y si la distancia entre ambos nacimientos hace cambiar el horóscopo, exijo padres diferentes, cosa que tampoco los gemelos pueden tener.

CAPÍTULO III

Argumento del torno de alfarero, que el astrólogo Negidio 
utilizó en la cuestión de los gemelos

Inútilmente se aduce aquella famosa ocurrencia del torno del alfarero, con la que, según dicen, Negidio respondió puesto en el aprieto de este problema. De ahí le vino el apodo de Figulus (Alfarero). Le imprimió al torno de un alfarero toda la velocidad que pudo. En plena marcha hizo con tinta dos señales con suma rapidez, como en el mismo punto. Una vez parado el torno, se encontraron las señales muy distantes una de la otra, de un extremo al otro del torno. «Así es -explicó- como ocurre en el veloz rodar del cielo: aunque salgan a la luz uno tras otro los gemelos, tan seguidos como yo al hacer las dos señales, esto significa mucha distancia en los espacios celestes. He aquí -prosiguió Negidio- la razón de las diferencias de los gemelos en su comportamiento y en sus andanzas».

Pero es más frágil esta ficción que los cacharros modelados en aquel torno. Porque si tanto repercute en el cielo esta distancia (cosa imposible de medir por las constelaciones), que a uno de los gemelos le toque una herencia y el otro se quede sin ella, ¿cómo llegan en su atrevimiento a predecir a los que no son gemelos, después de observar sus constelaciones, los acontecimientos encerrados en un misterio a todo el mundo indescifrable y señalarlos, guiándose por los instantes del nacimiento? Quizá puntualicen que tales predicciones las realizan en otra clase de nacimientos, puesto que hacen referencia a espacios más largos de tiempo; y, en cambio, aquellos minúsculos instantes que pueden mediar entre un gemelo y otro predicen insignificantes acontecimientos, sobre los que no se suele consultar a los astrólogos (¿quién consulta cuándo tiene que sentarse, cuándo pasear, cuándo y qué comer?). ¿Pero es que nos referimos a estos detalles cuando en los gemelos señalamos muchas y grandes diferencias en su conducta, en sus acciones, en sus azares?

CAPÍTULO IV

Esaú y Jacob, gemelos: sus profundas diferencias de carácter y de actuación

En la lejana era de los patriarcas nacieron dos gemelos (por citar los más conocidos) tan seguidos uno del otro que el segundo tenía agarrado un pie del primero. Tales divergencias hubo en sus vidas y en su conducta, tal fue la desemejanza en su actuación, tan grande fue la diferencia en el amor de sus padres, que la distancia originada entre ellos terminó por hacerlos enemigos1. ¿Acaso nos referimos con esto a que cuando uno andaba, el otro estaba sentado; cuando uno dormía, el otro estaba en vela; cuando uno hablaba, el otro estaba callado? Todo ello forma parte de esas minucias que escapan al control de los tratadistas de la posición de los astros en el momento de cada nacimiento, base para consultar luego a los astrólogos. En el presente caso, uno de ellos estuvo sirviendo a sueldo, y el otro vivía por su cuenta. A uno lo amó su madre y al otro no; uno perdió el puesto de primogénito, tenido en gran estima entre ellos, y el otro se adueñó de él. ¿Y qué decir de sus esposas, de sus hijos, de su hacienda? ¡Cuánta diversidad!

Si estas diferencias forman parte de aquellas insignificantes distancias temporales que median entre los gemelos, y no quedan señaladas en las constelaciones, ¿por qué se afirman estas cosas después de observarlas en otros nacimientos? Quizá se responda que por pertenecer no a los instantes incontrolables, sino a esa clase de momentos observables y constatables. Entonces, ¿qué hace aquí el torno del alfarero, sino conseguir que se pongan a girar los hombres de corazón de barro para no verse convencidos por la palabrería de los astrólogos?

CAPÍTULO V

Métodos para convencer a los astrólogos 
de la inconsistencia científica de su profesión

Vamos a ver: el caso de aquellos dos con una enfermedad que se agravaba y se aliviaba simultáneamente en ambos, y que al ojo clínico de Hipócrates hizo sospechar que se trataba de dos gemelos, ¿no es suficiente para rebatir a los que atribuyen a energías siderales lo que provenía de un parecido en su complexión natural? ¿Por qué su idéntica enfermedad ocurría simultáneamente, en lugar de enfermar uno antes y otro después, como su nacimiento, puesto que, naturalmente, no pudieron nacer los dos a la vez? O si el nacer en diversos momentos nada tiene que ver con el caer enfermo en tiempos distintos, ¿por qué lo quieren hacer valer para explicar la divergencia de otras circunstancias de la vida? ¿Cómo es que estos gemelos han podido viajar en tiempos diversos, casarse en tiempos diversos, tener hijos y realizar otras muchas cosas en tiempos diversos, por el hecho de haber nacido en tiempos también distintos, y no han podido, por esa misma razón, enfermar en tiempos diversos? Porque si una diferencia en el instante del nacimiento ha mudado el horóscopo, introduciendo una disparidad en las restantes circunstancias, ¿por qué ha tenido que permanecer como válido lo del mismo momento de la concepción? O si el destino de la salud reside en la concepción, y lo del resto de la vida en el nacimiento, no deberían pronunciar palabra respecto a la salud guiados por la observación de las constelaciones del nacimiento, dado que no les es posible observar las del momento de la concepción. Pero si predicen las enfermedades sin observar el horóscopo de la concepción, porque el que las indica es el del nacimiento, ¿cómo se atreven a pronosticar a cualquiera de los gemelos, a la luz del momento de su nacimiento, cuándo va a caer enfermo, puesto que el otro, que no tiene la misma hora de nacimiento, debería por fuerza enfermar igualmente?

Ahora yo pregunto: supongamos que la distancia del nacimiento de un gemelo a otro es tan significativa que haya que asignarles constelaciones diversas, ya que diferente es el horóscopo y diferentes, por tanto, las líneas celestes de demarcación, en las que tanto énfasis ponen éstos, hasta el punto de que ellas originan diversos destinos: ¿cómo ha podido suceder esto, cuando es imposible una diferencia de tiempo en su concepción? Si han podido darse destinos dispares para el nacimiento de dos gemelos, concebidos en un mismo instante, ¿qué razones hay para que no los pueda haber diversos también con relación a la vida y a la muerte en dos que han nacido a la vez? La verdad es que, si el ser concebidos ambos en un mismo instante no impide que uno nazca ahora y otro después, no veo por qué razón el nacer dos a un tiempo ha de impedir que uno muera antes y el otro después. Y si la concepción simultánea de dos gemelos no impide que ya en el seno materno tengan una suerte diversa, ¿por qué un mismo instante en el nacer les va impedir a dos cualesquiera sobre la tierra tener diversos azares en su vida, y así acabamos de una vez con todas las invenciones de este arte o, mejor dicho, de esta patraña? ¿A título de qué los concebidos al mismo tiempo, en el mismo instante, bajo una misma e idéntica posición sideral tienen destinos diferentes, que les impulsan ya a nacer a distinta hora, y, en cambio, dos nacidos de distinta madre e idéntica posición sideral no pueden tener destinos diferentes que los lleven a una distinta fatalidad en su vivir y en su morir? ¿Es que las criaturas concebidas no tienen destino más que después de nacer? Entonces, ¿por qué andan diciendo que si se pudiera conocer la hora de la concepción, no sé cuántas cosas podrían predecir estos adivinos? Aquí se basan algunos para divulgar que una vez un sabio llegó a elegir la hora de unirse a su mujer, a fin de engendrar un maravilloso hijo.

Conclusión: la respuesta al caso de los gemelos que enfermaban a la vez -y éste era el parecer del gran astrólogo y filósofo Posidonio- está en que habían nacido al mismo tiempo, y al mismo tiempo habían sido concebidos. Él cuidaba de añadir lo de la concepción para evitar la objeción de que no estaba clara la posibilidad de nacer en el mismo instante, mientras constaba de la concepción totalmente simultánea de los dos. Así, el hecho de su misma y simultánea enfermedad no se lo atribuía a su complexión corporal, muy similar en ambos, sino al revés: esta semejanza de salud la relacionaba y la hacía depender de los astros. Luego si tanta influencia ejerce el momento de la concepción para la identidad de destinos, el nacimiento no tenía por qué mudarlos. O si la fatalidad de los gemelos se cambia al nacer en momentos diversos, ¿por qué no pensar más bien que estaban ya cambiados para nacer en tiempos diferentes? ¿De manera que la voluntad de los vivos no es capaz de cambiar el sino del nacimiento, cuando el de la concepción lo cambia el orden en el nacer?

CAPÍTULO VI

Los gemelos de distinto sexo

A pesar de todo, ¿cómo se puede explicar que en el caso de una concepción de gemelos, en la que sin duda el tiempo es el mismo para los dos, y sobre la que estaba una misma fatal constelación, resulte uno varón y el otro hembra? Conocemos gemelos de distinto sexo, ambos viven aún, los dos en plena vitalidad. Se parece mucho el uno al otro, cuanto es posible entre hombre y mujer. Pero en cuanto al género de vida y en sus aspiraciones son tan dispares que, aparte de los actos que necesariamente son diferentes en el hombre y la mujer, el uno está al servicio de un conde, y casi siempre de viaje, fuera de casa, mientras la otra no se mueve del solar paterno y de sus propios campos. Además -y esto es mucho más increíble si damos crédito a la fatalidad astral, no así si tenemos en cuenta la voluntad humana y los dones de Dios-, además, digo, él está casado y ella es una virgen consagrada; él tiene numerosa prole y ella ni siquiera se ha casado. ¡Y eso que la fuerza del horóscopo es enorme! Yo creo que he puesto a las claras su nulidad.

Pero valga lo que valga, ellos dicen que influye en el nacimiento. ¡Y en la concepción influye también! Porque de todos sabido es que ésta tiene lugar en una sola unión carnal. La naturaleza está de tal modo dispuesta que, una vez la mujer ha concebido, queda imposibilitada para una nueva concepción. De ahí la necesidad de que la concepción de los gemelos sea rigurosamente simultánea. ¿Quizá por haber nacido bajo diverso horóscopo, se cambió su sexo en el momento de nacer y nació él varón y ella hembra? Cierto que no podemos calificar de totalmente absurda la teoría de algunas diferencias únicamente corporales debidas a ciertos flujos siderales. Veamos, por ejemplo, cómo por el acercamiento y lejanía del sol varían las estaciones del año, cómo los crecientes y menguantes de la luna originan el aumento y merma de ciertas cosas, como los erizos y algunos moluscos. También se debe a la luna el curioso hecho de las mareas. Pero no vamos a admitir que la voluntad, arraigada en el espíritu, esté sujeta a las posiciones de los astros. Por eso la misma insistencia de los astrólogos para hacer depender hasta nuestros mismos actos de la fatalidad sideral nos está invitando a una búsqueda de razones que no dejen en pie su teoría ni siquiera en lo referente a lo corporal. ¿Qué más corporal que el sexo? Y, sin embargo, bajo la misma posición astral han podido ser concebidos gemelos de sexo distinto. No sé si podrá haber afirmación más insensata que ésta: la posición de los astros, idéntica para ambos gemelos en el momento de la concepción, no ha podido evitar que la hermana, teniendo la misma constelación que su hermano, tuviera sexo diferente; en cambio, la posición de los astros en el momento del nacimiento ha podido lograr que ella se diferencie tanto de su hermano por la santidad virginal.

CAPÍTULO VII

Elección del día de la boda y del día de la siembra o de plantar algo en el campo

¿Quién va a soportar la afirmación de que en la elección de las fechas uno se está forjando nuevos destinos que rijan sus propios actos? Se ve que el destino anterior al nacimiento del citado sabio no era engendrar un hijo magnífico, sino ruin, y por eso se puso a elegir la hora de unirse a su mujer. Él se forjó, por lo tanto, un destino que no tenía, e ipso facto empezó a caer bajo la fatalidad lo que no había estado bajo la de su nacimiento. ¡Oh estupidez singular! Se elige el día de la boda; supongo que para evitar la posibilidad de incurrir en un día siniestro si se hace al azar, no sea que resulte un infeliz casamiento. ¿Dónde queda, pues, el que todo lo dejaron decretado ya los astros al nacer? ¿Puede el hombre cambiar, por la elección de fechas, lo que ya le estaba determinado, y lo que él determinó en tal elección, no van a poder cambiarlo otros poderes? Entonces, si solamente están sometidos a las constelaciones los hombres, con exclusión de las demás criaturas bajo el cielo, ¿por qué eligen días determinados, como más aptos, para la plantación de viñedo o de arbolado, o para la siembra de cereales, y otros días distintos para domar o cubrir el ganado, fecundando los rebaños de yeguas y vacas, y otras operaciones por el estilo? Y si la elección de los días para estas operaciones tiene valor precisamente porque todos los seres terrestres, animados o inanimados, están sometidos a la influencia de la posición de los astros, según la diversidad de los espacios temporales, pongan atención al número incontable de seres que en el mismo instante nacen, se originan, tienen su comienzo, con tan diferentes desenlaces, que tales consideraciones astrales provocarían la risa de un niño. ¿Quién caerá en la simpleza de atreverse a decir que todos los árboles, todas las plantas, todas las fieras, las serpientes, las aves, los peces, los más insignificantes gusanos tienen cada uno un momento diferente de nacimiento?

Para poner a prueba la pericia de los astrólogos, con frecuencia la gente les trae las constelaciones de animales mudos, cuyo nacimiento primero observan cuidadosamente en su casa con vistas a esta consulta. Los astrólogos preferidos por ellos son los que, tras la observación de las constelaciones, se pronuncian no por el nacimiento de un hombre, sino de un animal. Incluso se atreven a decir la clase de animal: si es lanar, o de carga, o para la labranza, o la guarda de la casa. Porque hasta le consultan sobre los destinos de los perros, y todas estas respuestas levantan grandes aclamaciones entre sus admiradores.

Llegan los hombres a perder el sentido de tal manera, que se creen que cuando un hombre nace, todos los demás nacimientos se suspenden, hasta el punto de que bajo la misma zona celeste no nace con él ni una mosca. En efecto, si la admitieran, llegaríamos poco a poco, por un raciocinio gradual, hasta el camello y el elefante. Y no quieren caer en la cuenta de que en el día elegido para sembrar un campo, multitud de granos caen a tierra a la vez, y a la vez germinan, y a la vez despuntan, y a la vez crecen y se doran a la vez. Sin embargo, de todas estas espigas del mismo tiempo y, por así decir, congerminales, unas las consume el añublo, otras las devastan los pájaros y otras las arranca la gente. ¿Se atreverán a decir que todos estos granos han tenido constelaciones diferentes, a la vista de tan diversos finales? ¿O es que les pesará haber elegido fechas para estas cosas, negando que caigan bajo los celestes decretos, y van a dejar dependientes del influjo sideral exclusivamente a los hombres, únicos seres a quienes Dios ha concedido una voluntad libre?

Considerando atentamente todo esto, es razonable creer que cuando los astrólogos dan no pocas respuestas sorprendentemente verdaderas, lo hacen por una secreta inspiración de los malignos espíritus, que ponen buen cuidado en infundir y acreditar en los espíritus humanos estas falsas y perniciosas creencias de la fatalidad astral, y no valiéndose de un cierto arte de señalar y examinar el horóscopo, porque tal arte no existe.

CAPÍTULO VIII

Hay quienes dan el nombre de destino no a la posición de los astros, 
sino a la concatenación de causas que penden de la voluntad de Dios

Hay filósofos que con el nombre de destino no se refieren a la posición de los astros en el momento de la concepción, o del nacimiento, o del comienzo de algo. Sencillamente hacen referencia a la serie de todas las causas concatenadas que originan cuanto sucede. No vale la pena entablar una laboriosa controversia por causa de una palabra. De hecho, la ordenación de las causas y una cierta concatenación de las mismas la atribuyen a la voluntad y al poder del Dios supremo, de quien creemos, con el mayor acierto y la más plena verdad, que lo sabe todo antes de que suceda, y que no deja nada en desorden; de Él nace todo poder, aunque no nace todo querer.

La prueba de que con el nombre de destino entienden principalmente la voluntad misma del Dios sumo, cuyo poder se extiende a todas las cosas indefectiblemente, está en los siguientes versos, que, si mal no recuerdo, son de Anneo Seneca: «Condúceme, Padre soberano, dueño de las alturas celestes, a donde bien te plazca. Obedeceré sin demora. ¡Heme aquí presto! Haz que yo no quiera; te seguiré con llanto y, aunque malo, soportaré lo que el bueno hace con agrado: lleva de la mano el destino al que obedece, y fuerza al que se resiste».

Es evidente que en el último verso llama destino a lo que poco antes acaba de llamar «voluntad del Padre soberano». Se muestra dispuesto a obedecerlo, quiere ser conducido voluntariamente para no ser arrastrado por la fuerza, ya que «lleva el destino de la mano al que obedece, y fuerza al que se resiste». Vienen a apoyar esta sentencia aquellos versos de Homero, traducidos al latín por Cicerón: «Son las almas de los hombres como la luz con que el padre Júpiter quiso él mismo iluminar la tierra fecunda».

Ningún peso tendrían en esta cuestión las opiniones de los poetas. Pero se da la circunstancia de que -según Cicerón- los estoicos, para defender la fatalidad, suelen citar estos versos de Homero. No se trata, pues, ya del sentir de un poeta, sino de la opinión de dichos filósofos. Son estos versos los que utilizan en sus discursos sobre el destino, y a través de ellos manifiestan claramente lo que piensan sobre él, dado que llaman Júpiter al que creen ser el dios supremo, de quien pende, dicen, toda la trama de los destinos.

CAPÍTULO IX

La presciencia de Dios y la libre voluntad del hombre, 
contra la formulación de Cicerón

1. Cicerón hace esfuerzos para refutar a los estoicos; pero pone una condición: se siente impotente ante ellos mientras no quite de en medio la adivinación. Su afán por suprimirla estriba en negar la ciencia del futuro. Intenta por todos los medios negarla rotundamente: no existe -afirma- predicción alguna de los hechos ni en Dios ni en el hombre. Por esta vía rechaza la presciencia de Dios. Toda profecía, aun más clara que la luz del día, intenta echarla abajo con argumentaciones inconsistentes, y objetándose a sí mismo ciertos oráculos fáciles de refutar: pero ni siquiera lo consigue del todo.

A la hora de atacar a las teorías de los astrólogos, su retórica queda triunfante. En realidad, tales conjeturas son de tan baja categoría, que por sí mismas se desbaratan. No obstante, más tolerables, con diferencia, son los partidarios de los destinos astrales, que este Cicerón, que suprime el conocimiento del futuro. Porque admitir la existencia de Dios y negar que conozca el futuro es una incongruencia superlativa.

Él mismo, al caer en la cuenta de esto, estuvo a punto de protagonizar aquella sentencia de la Escritura: Dice el necio para sí: «No hay Dios»2. Pero no lo puso en primera persona; le pareció que estaría mal visto, que sería incómodo, y le hace discutir a Cota sobre esta cuestión en contra de los estoicos en su obra De natura deorum. Él prefiere ponerse de parte de Lucillo Balbo, a quien le encomienda defender la sentencia estoica, más bien que de parte de Cota, que intenta negar la existencia de toda naturaleza divina. En su obra De divinatione, él en persona ataca abiertamente el conocimiento del futuro. Los motivos que parecen impulsarle son el rechazo del destino fatal y la defensa de la libre voluntad. Piensa que, una vez admitida la ciencia del futuro, la fatalidad es una consecuencia tan necesaria como innegable.

Pero dejemos que los filósofos se pierdan a su gusto por los laberintos de sus debates y sus discusiones. Nosotros, al proclamar la existencia de un Dios supremo y verdadero, estamos confesando su voluntad, su soberano poder y su presciencia. Y no por eso tenemos miedo de hacer sin voluntad lo que voluntariamente hacemos: de antemano sabe ya Dios lo que vamos a hacer; su presciencia es infalible. Fue este temor el que llevó a Cicerón a impugnar la presciencia, y a los estoicos a negar que todo lo hacemos necesariamente, aunque ellos sostienen que el destino lo rige todo.

2. ¿Y cuáles son los temores de Cicerón ante la presciencia del futuro para que se empeñe en anularla en su detestable discusión? Helos aquí: si los hechos futuros son todos conocidos, han de suceder según el orden de ese previo conocimiento. Si han de suceder según ese orden, ya está determinado tal orden para Dios, que lo conoce de antemano. Ahora bien, un orden determinado de hechos exige un orden determinado de causas, ya que no puede darse hecho alguno sin una causa eficiente anterior. Y si el orden de las causas, por las que ocurre todo cuanto sucede, está ya fijado, «todo se desarrolla -afirma Cicerón- bajo el sino de la fatalidad». Si esto es así, nada depende de nosotros, no existe el libre albedrío de la voluntad. «Si concedemos esto -prosigue-, se derrumba toda la vida humana: ¿para qué promulgar leyes? ¿Para qué reprender ni hablar, vituperar o exhortar? Se prescribirán premios para los buenos y castigos a los malos, pero sin justicia alguna».

Así, pues, para evitarle a la Humanidad unas secuelas tan indignas, tan absurdas, tan perniciosas, se niega Cicerón a admitir la presciencia del futuro. De esta forma somete al espíritu religioso a un angustioso dilema: es necesario elegir una de estas dos realidades: o que algo dependa de nuestra voluntad o que exista el conocimiento previo del futuro. Las dos cosas a la vez -opina él- son incompatibles; afirmar una es anular la otra: si elegimos la presciencia del futuro, hemos anulado el libre albedrío de la voluntad; si elegimos el libre albedrío, hemos anulado la presciencia del futuro.

Pero este gran hombre que es Cicerón, tan sabio, defensor tantas veces y con tanta maestría de los intereses de la Humanidad, puesto en esta alternativa, elige el libre albedrío. Para dejarlo sólidamente establecido, nos hace ateos.

Sin embargo, el hombre que tiene espíritu religioso elige ambas cosas a la vez, confiesa ambas cosas y ambas cosas las fundamenta en la fe de su religión. ¿Cómo es posible, preguntará Cicerón? Porque, si se da el conocimiento de lo por venir, se sigue la concatenación de todas aquellas razones que nos hacen desembocar en que nada depende de nuestra voluntad. Y al revés, si admitimos que algo está en nuestra voluntad, los mismos argumentos, vueltos sobre sus pasos, nos llevan a demostrar que no hay presciencia del futuro. Veámoslo: si existe la libertad, hay acciones que caen fuera del destino. Si esto es así, tampoco está determinado el orden de todas las causas. Si el orden de las causas no está determinado, tampoco está determinado el orden de los hechos para el conocimiento previo de Dios, puesto que no pueden darse sin unas causas eficientes que los precedan. Y si el orden de los acontecimientos no está determinado en la presciencia de Dios, no todo sucederá como Él lo previó. Ahora bien, si no todo ha de suceder tal y como Él lo tenía previsto, no existe -concluye Cicerón- la presciencia en Dios de todos los futuros.

3. Contra esta sacrílega e impía audacia nosotros afirmamos que Dios conoce todas las cosas antes de que sucedan, y que nosotros hacemos voluntariamente aquello que tenemos conciencia y conocimiento de obrar movidos por nuestra voluntad. No decimos que todo suceda por el destino; es más, afirmamos que nada ocurre bajo su influjo. La palabra destino, tal como se suele usar, es decir, la posición de los astros en el momento de la concepción del nacimiento de alguien, es una expresión sin contenido que de nada sirve, como ya hemos demostrado. En cuanto al orden de las causas, en el que ocupa un lugar primordial la voluntad de Dios, ni lo negamos ni lo llamamos destino, a no ser que el término fatum lo hagamos derivar de fari, que tiene el sentido de hablar. No podemos negar que está escrito en las Sagradas Escrituras: Dios ha dicho una cosa, y dos cosas que he escuchado: «que Dios tiene el poder y el Señor tiene la gracia; que tú pagas a cada uno según sus obras»3. Las palabras Dios ha dicho una cosa significan algo inmutable, es decir, que ha hablado de una manera irrevocable, tal como conoce de una manera invariable todo lo que ha de venir y lo que Él mismo ha de hacer. En este sentido podríamos usar la palabra fatum (destino), como derivada de fari, si no fuera que este vocablo suele interpretarse en el otro sentido, al que no queremos ver inclinado el corazón del hombre. Pero de que para Dios esté determinado el orden de las causas no se sigue que ya nada quede bajo nuestra libre voluntad. En efecto, nuestras voluntades mismas pertenecen a ese orden de causas, conocido de antemano por Dios en un determinado orden, puesto que la voluntad del hombre es la causa de sus actos. Por eso, quien conoce de antemano todas las causas de los acontecimientos no puede ignorar, en esas mismas causas, nuestras voluntades, conocidas también por Él como las causas de nuestros actos.

4. El mismo enunciado concedido por Cicerón de que nada sucede sin que le preceda una causa eficiente basta para rebatirle en esta cuestión. ¿De qué le sirve afirmar que nada existe sin una causa, pero que no toda causa es fatal, puesto que hay causas fortuitas, causas naturales y causas voluntarias? Basta con haber reconocido que todo cuanto sucede acontece por una causa anterior. Nosotros no negamos la existencia de las causas llamadas fortuitas (de donde ha tomado el nombre la fortuna). Las llamamos ocultas y las atribuimos a la voluntad de Dios o de cualquier otro espíritu. En cuanto a las causas naturales, en modo alguno las queremos excluir de la voluntad de quien es el autor y el creador de toda naturaleza. Y referente a las causas voluntarias, o bien provienen de Dios, o de los ángeles, o de los hombres, o de alguno de los animales, si es que voluntad podemos llamar a los impulsos de los seres vivientes privados de razón cuando, según su propia naturaleza, realizan, apetecen o rehúyen algo. Al hablar de las voluntades de los ángeles, me refiero tanto a los buenos, llamados «ángeles de Dios», como a los malos, a quienes llamamos «ángeles del diablo» o también demonios. Y con los hombres lo mismo, se trate tanto de los buenos como de los malos.

Consecuencia de lo anterior es que no existen más causas eficientes de cuanto sucede que las voluntarias, es decir, procedentes de esa naturaleza que es soplo vital. Porque también llamamos soplo a este aire o viento. Pero como es un cuerpo, no es el soplo vital. En realidad, el soplo vital que todo lo vivifica, que es el creador de todo cuerpo y de todo espíritu, es el mismo Dios, espíritu increado. En su voluntad reside el supremo poder, que ayuda a las voluntades buenas de los espíritus creados, juzga a las malas, a todas las ordena, y a unas les concede poderes y a otras se los niega. Del mismo modo que es el creador de toda naturaleza, es el dispensador de todo poder, aunque no de toda voluntad. En efecto, las malas voluntades no provienen de Dios por ser contrarias a la naturaleza, la cual sí proviene de Él.

Respecto de los cuerpos, en primer lugar están sometidos a las voluntades, unos a las nuestras, es decir, las de todo ser viviente mortal, y preferentemente los hombres a las bestias; otros a las de los ángeles. Pero todos están sometidos principalmente a la voluntad de Dios, de quien dependen también las voluntades de todos, puesto que no tienen más poderes que los que Él les concede.

La causa de los seres que produce, pero no es producida, es Dios. Hay otras causas que también producen, obran, pero son producidas, como son todos los espíritus creados, principalmente los racionales. Pero las causas corporales, que más bien son producidas que producen ellas, no hay por qué nombrarlas entre las causas eficientes, dado que todo su poder reside en lo que la voluntad de los espíritus realiza valiéndose de ellas.

¿Cómo, pues, es posible que el orden de las causas, que está determinado en la presciencia de Dios, haga que nada dependa de nuestra voluntad, cuando en ese mismo orden de causas ocupan un lugar importante nuestras voluntades? Que se las entienda Cicerón con los que dicen que este orden de causas es fatal, o más bien le dan el nombre de destino, cosa que a nosotros nos causa repulsa, principalmente por el término, que no se ha solido entender de realidad alguna verdadera. Y cuando niega Cicerón que el orden de las causas está totalmente determinado y perfectamente conocido en la presciencia de Dios, se hace más detestable él para nosotros que para los estoicos. Porque o bien niega la existencia de Dios, cosa que ya intentó, por cierto, valiéndose de una tercera persona en su obra De natura deorum; o bien, si reconoce la existencia de Dios, al negarle el conocimiento del futuro, no hace otra cosa que repetir aquello que dice el necio para sí: «No hay Dios»4. Porque quien no conozca de antemano todos los acontecimientos futuros ciertamente no es Dios. De ahí que nuestras voluntades algo pueden tanto en cuanto Dios ha querido y previsto que pudieran. Por tanto, lo que ellas pueden lo pueden con toda certeza, y lo que ellas van a hacer lo han de hacer ellas mismísimas por tener previsto Él, cuya ciencia es infalible, que podrían y que lo realizarían. De ahí que, si se me ocurriera aplicarle el nombre de destino a alguna realidad, diría que el destino es propio de lo más inferior, y de lo superior lo es la voluntad, que tiene sometido a lo inferior bajo su poder. Preferiría decir eso antes que en virtud de ese orden de causas, llamado destino a su antojo por los estoicos, despojar de su albedrío a nuestra voluntad.

CAPÍTULO X

¿Hay alguna fatalidad que tenga dominada la voluntad humana?

1. Ya no hay por qué tener miedo a aquella necesidad por temor de la cual los estoicos hicieron tan grandes esfuerzos para distinguir las causas de los seres, de tal forma que a unas las lograron sustraer de toda necesidad, y a otras las sometieron a ella. Entre las que quisieron dejar fuera de la necesidad, le dieron un puesto a nuestra voluntad para evitar que no fuera libre si la dejaban bajo la necesidad.

Si hemos de llamar necesidad, con relación a nosotros, a aquella fuerza que no está en nuestra mano, sino que, aunque no queramos, ella obra lo que está en su poder, como es la necesidad de la muerte, es evidente que nuestra voluntad, causa de nuestro buen o mal vivir, no está sometida a tal necesidad. En efecto, muchas cosas hacemos que, si no quisiéramos, no las haríamos. Y en primer lugar el querer mismo: si queremos, existe; si no queremos, deja de existir: porque no vamos a querer si no queremos.

Pero si definimos la necesidad como aquello que nos hace decir: «Es necesario que esto sea o suceda así», no veo por qué la hemos de temer como si nos privase de nuestra libertad. De hecho, no sometemos bajo necesidad alguna la vida y la presciencia de Dios cuando decimos que es necesario que Dios viva siempre y lo sepa todo. Tampoco queda disminuido su poder cuando afirmamos que no puede morir o equivocarse. Cierto que no lo puede, pero si lo pudiera, su poder sería, naturalmente, más reducido. Así que muy bien está que llamemos omnipotente a quien no puede morir ni equivocarse. La omnipotencia se muestra en hacer lo que se quiere, no en sufrir lo que no se quiere. Si esto tuviera lugar, jamás sería omnipotente. De ahí que algunas cosas no le son posibles, precisamente por ser omnipotente.

Esto mismo sucede al decir que es necesario, cuando queremos, querer con libre albedrío. Decimos una gran verdad, y no por ello sometemos al mismo libre albedrío a la necesidad que priva de la libertad. Ahí están nuestras voluntades; son ellas mismas quienes hacen lo que hacemos queriendo. Y no lo harían si no quisiéramos. Pero cuando alguien soporta algo a pesar suyo, por voluntad de otros hombres, también en ese caso se trata de un efecto de la voluntad, que, aunque no suya, sí es una voluntad humana. Sin embargo, el poder en este caso es de Dios. (Porque si se tratase solamente de una voluntad que no pudiera realizar lo que quisiera, estaría impedida por otra voluntad más poderosa; e incluso en este caso la voluntad no sería otra cosa más que voluntad, y no de otro, sino de quien estuviese queriendo, aunque su deseo no se pudiera cumplir.) Así, pues, todo lo que el hombre sufre contra su voluntad no debe atribuírselo a la voluntad de los hombres o de los ángeles o de cualquier otro espíritu creado, sino a la de aquel que concede un determinado poder a quienes son capaces de querer.

2. No porque Dios hubiera previsto lo que iba a querer nuestra voluntad, va a dejar ésta de ser libre. Quien esto previó, previó algo real. Ahora bien, si quien previó el contenido futuro de nuestra voluntad tuvo conocimiento no de la nada, sino de algo real, se sigue que, según esa misma presciencia, algo depende de nuestra voluntad. Luego nada nos obliga a despojar a la voluntad de su albedrío para mantener la presciencia de Dios ni a negar que Dios desconoce el futuro (sería una afirmación sacrílega) con el fin de salvar el libre albedrío humano. Por el contrario, aceptemos una y otra verdad y ambas las confesamos leal y sinceramente: la una para nuestra rectitud en la fe y la otra para nuestra rectitud en la conducta. Mal vive quien de Dios no cree rectamente. Lejos de nosotros el que, para afirmar nuestra libertad, neguemos la presciencia de Aquel por cuyo favor somos o seremos libres.

Así, pues, no son inútiles las leyes, ni las reprensiones, ni las exhortaciones, ni las alabanzas, ni los vituperios. Todo esto estaba previsto por Él, y tienen todo el valor que Él previó que tendrían. Incluso las súplicas tienen valor para alcanzar aquello que Él había previsto conceder a quienes lo pidiesen. Y justamente se dan premios a las buenas acciones y se establecen castigos para los delitos. Y no peca el hombre por haber previsto Dios que pecaría; es más, queda fuera de toda duda que cuando peca es él quien peca, porque Aquel cuya presciencia es infalible conocía ya que no sería el destino, ni la fortuna, ni otra realidad cualquiera, sino el hombre mismo quien iba a pecar. Y si él no quiere, por supuesto que no peca. Pero si no hubiera querido pecar, también esto lo habría previsto Dios.

CAPÍTULO XI

La providencia universal de Dios, cuyas leyes lo abarcan todo

El Dios supremo y verdadero, con su Palabra y el Espíritu Santo, tres que son uno, Dios único todopoderoso, creador y formador de toda alma y de todo cuerpo, por cuya participación son felices quienes son realmente, no engañosamente felices; que ha formado al hombre como animal racional, compuesto de alma y cuerpo; que, al pecar el hombre, ni lo dejó impune ni lo abandonó sin misericordia; este Dios, que ha dotado tanto a buenos como a malos del ser, común con las piedras; de la vida vegetativa con las plantas; de la vida sensitiva con las animales; de la vida intelectual, común únicamente con los ángeles; de quien procede toda regla, toda forma, todo orden; en quien se funda la medida, el número, el peso; a quien todo ser le debe su naturaleza, su especie, su valor, cualquiera que éste sea; de quien provienen los gérmenes de las formas, las formas de los gérmenes y la evolución de gérmenes y de formas; que dio a toda carne su origen, su hermosura, su salud, su fecundidad expansiva, la distribución de sus miembros, su saludable armonía; ese Dios que ha dotado al alma irracional de memoria, de sensación, de instintos, y a la racional, además, de espíritu, de inteligencia, de voluntad; que se preocupó de no dejar abandonados no ya al cielo y a la tierra, o únicamente a los ángeles y hombres, sino ni siquiera las vísceras de la más insignificante y despreciable alimaña, o una simple pluma de ave, ni a una florecilla del campo, ni una hoja de árbol, sin que tuviera una proporción armoniosa en sus partes, y una paz en cierto modo: es totalmente inconcebible que este Dios hubiera pretendido dejar a los reinos humanos, a sus períodos de dominación y de sometimiento fuera de las leyes de su providencia.

CAPÍTULO XII

Conducta de los antiguos romanos, que les mereció del Dios verdadero, 
aunque no adorado por ellos, el crecimiento de su poderío

1. Veamos ahora cuáles fueron las costumbres de los romanos y cuál ha sido la causa por la que les ha prestado su ayuda para el engrandecimiento de su poder el Dios verdadero, en cuyas manos están también los reinos de la tierra. Con vistas a una más detenida exposición sobre este punto, hemos escrito el libro precedente, donde dejamos en claro que en esta materia el poder de los dioses, a quienes daban un culto ridículo, es nulo. Los precedentes capítulos de este libro que acabamos de tratar tienen por objeto acabar con la cuestión del destino, no sea que alguien, ya persuadido de que la propagación y el mantenimiento del Imperio romano no se debe al culto de tales dioses, se lo vaya ahora a atribuir a no sé qué destino fatal, en lugar de atribuírselo a la voluntad del Dios supremo.

Aquellos viejos romanos de los primeros tiempos, a juzgar por lo que la Historia nos transmite y nos encomia de ellos, no obstante seguir el mismo camino que los demás países -con la única excepción del pueblo hebreo-, dando culto a los dioses falsos, inmolando víctimas no a Dios, sino a los demonios; sin embargo, «eran ávidos de alabanza, desprendidos del dinero; su ambición era una gloria elevada y una fortuna adquirida honradamente». Ésta fue su pasión más ardiente: ella era la razón de su vivir, por ella no dudaron en entregarse a la muerte; esta sola pasión por la gloria llegó a ser tan poderosa que ahogó a todas las demás. Y como la esclavitud les parecía una ignominia, mientras que el ser dueños y señores, una gloria, todo su empeño fue desear que su patria fuera primeramente libre, y luego la dueña del mundo.

Aquí radica el que, reacios a toda dominación monárquica, «crearon magistraturas anuales, repartiendo el poder supremo entre dos a quienes llamaron cónsules, derivado de consulere (deliberar), en lugar de llamarlos reyes o señores (dueños), que se relacionan con los términos regnare (reinar) y dominari (imponer su dominio)». Aunque mejor parecería hacer derivar reyes (reges) del vocablo regir (regere), así como reino (regnum) del vocablo reyes (reges). Pero les pareció que el fasto regio no era propio de la vida disciplinada de un guía ni de la benevolencia de un mentor, sino de la soberbia de un tirano.

El resultado fue que tras la expulsión del rey Tarquinio y la institución de los cónsules, se siguió un período del que habla el mismo Salustio en términos laudatorios para los romanos, así: «Parece increíble lo rápidamente que Roma creció, una vez conseguida su libertad; tal fue su pasión por la gloria». Esta avidez por la alabanza y la pasión por la gloria fue la que realizó tantas maravillas, dignas, por cierto, de alabanzas y de gloria, según la estimación de los humanos.

2. El mismo Salustio elogia a dos grandes hombres, ilustres en su época: Marco Catón y Cayo César. Dice que aquella República careció durante mucho tiempo de hombres de gran talla, pero que en su época hubo estos dos de excelentes cualidades, aunque de opuesta forma. Elogia a César por su deseo de una vasta dominación, un poderoso ejército y una guerra nueva, donde pudiera brillar su talento militar. Lo que sucedía era que en las intenciones de estos hombres, colosos por su valor, estaba Belona azuzando a las desdichadas naciones a la guerra, y excitándolas con su sanguinario látigo, a fin de dar una ocasión de que brillase su valor. Éstos eran los resultados de aquella avidez de alabanza y de su pasión por la gloria. Todas estas grandezas fueron la consecuencia de aquel amor a la libertad, primero, y después al dominio, y de aquella ansia de alabanza y de gloria.

De ambas cosas les ha dejado testimonio su insigne poeta. Dice así: «Ordenaba Porsena que se acogiera también al desterrado Tarquinio. Él estaba atenazando la ciudad con un duro asedio. Pero los descendientes de Eneas se lanzaban a las armas por defender su libertad». Para ellos, en este tiempo, la grandeza consistía en vivir libres o en morir valerosamente. Pero, cuando ya disfrutaron de libertad, los invadió una tal pasión de gloria, que la sola libertad les pareció poco si no iban en busca del señorío mundial. Significaba mucho para ellos lo que el mismo poeta dice, poniéndolo en boca de Júpiter: «Mas aún, la áspera Juno, que ahora tiene agobiados con su terror el mar, la tierra y el cielo, mejorará de propósito, y conmigo se pondrá de parte de los romanos, ese pueblo togado, dueño del mundo. Tal es mi deseo. Llegará con el correr de los años un tiempo en que la casa de Asáraco someterá a servidumbre a Ptía y a la ilustre Micenas, y será dueña de la vencida Argos».

Realmente lo que Virgilio pone en boca de Júpiter, pronosticando el futuro, para él era una evocación de acontecimientos ya realizados, y que los tenía ante sus ojos. Pero yo lo he querido recordar para evidenciar cómo los romanos, después de su libertad, han puesto por las nubes su espíritu dominador, hasta contarlo entre sus grandes alabanzas. Ésta es la razón que mueve a Virgilio, más adelante, a anteponer a las artes de los demás países el arte específico romano: regir, dominar, subyugar y conquistar por las armas a los pueblos. Dice así: «Otros habrá que con habilidad forjarán el bronce hasta darle aliento, así lo creo, y que lograrán sacar del mármol rostros vivientes; sabrán defender las causas con mayor elocuencia; trazarán con el compás los caminos del cielo, y hablarán del nacimiento de los astros. Pero tú, romano, pon tu atención en gobernar los pueblos con tu dominio. Éstas serán tus artes: imponer las normas de la paz, perdonar a los vencidos y derrocar a los soberbios».

3. Estas artes las practicaban los romanos con tanta mayor habilidad cuanto menos se entregaban a los placeres, y menos se daban al envilecimiento del espíritu y del cuerpo por el ansia de adquirir y aumentar su riqueza, echando a perder por ella sus costumbres, robando a los pobres ciudadanos y derrochando con los viles histriones. Pero cuando Salustio escribía esto y lo cantaba Virgilio, los romanos superaban y doblaban a sus antepasados, pero en la corrupción de costumbres; ya no andaban en busca de honores y gloria con aquellas artes, sino con astucias tramposas. Por ello dice Salustio: «En un principio la ambición movía más el corazón humano que la avaricia. Pero este vicio estaba muy cerca de ser virtud. Porque lo mismo el bueno que el indolente desean la gloria, el honor, el poder. Aquél lo hace por medios lícitos, pero éste, al carecer de honrosas habilidades, lo intenta con astucias engañosas».

Éstas son las artes honrosas: a través de la virtud (y no precisamente a través de una astuta ambición) llegar al honor, a la gloria y al poder. Por igual, honrados e indolentes los desean para sí; pero aquéllos lo intentan por caminos legales. El camino es la virtud, por el que uno se esfuerza en conseguir algo: la gloria, el honor, el poder.

Testimonio de que los romanos llevaban esto muy dentro son los dos templos, levantados muy cerca uno del otro a la Virtud y al Honor, tomando por dioses lo que no son sino un simple don de Dios. De esto podemos deducir cuál era el fin de la virtud para los hombres de bien, y adónde la orientaban: al honor. Porque los malos ni siquiera la tenían, aun cuando ambicionaban el honor; pero lo hacían valiéndose de malas artimañas, es decir, con astucias engañosas.

4. Mejor parado que César queda Catón. Dice de él Salustio: «Cuanto menos ambicionaba la gloria, más gloria le venía». De hecho, la gloria, por la que todos se abrasaban en ambición de conseguirla, es la buena opinión que los hombres se forman de otros hombres. Por eso mejor es la virtud, ya que no depende del testimonio humano, sino que reside en la propia conciencia. Así, dice el Apóstol: Mi gloria es el testimonio de mi conciencia5. Y en otro pasaje: Cada cual examine su propia actuación y tendrá entonces motivo de satisfacción refiriéndose sólo a sí mismo, no al compañero6. No es, por consiguiente, la virtud la que debe seguir a la gloria, al honor y al poder, deseados por los hombres honrados e intentados por buenos caminos; son ellos los que deben seguir a la virtud. No hay verdadera virtud si no se tiende a aquel fin en el que reside el bien del hombre, mejor que el cual no hay otro. De ahí que los honores que Catón solicitaba no los debió solicitar. Era la ciudad que por su virtud debía habérselos concedido sin que él los solicitase.

5. Pero como en aquellos días había dos romanos eminentes en virtud, César y Catón, la de Catón parece acercarse mucho más a la verdad que la de César. Veamos, pues, cómo era por entonces Roma, y cómo lo había sido antes, según el mismo parecer de Catón: «No creáis -dice- que nuestros mayores han hecho grande aquel Estado pequeño por las armas. Si fuera así, mucho más hermosa sería hoy nuestra República. Mayor abundancia de aliados, de ciudadanos, aparte de armas y caballería, tenemos nosotros que tuvieron nuestros abuelos. Pero fueron otros los recursos que a ellos los hicieron grandes y que a nosotros nos faltan en absoluto: dedicación al trabajo dentro de la patria y fuera de ella, una dominación justa, espíritu de libertad en las decisiones, sin las trabas del crimen ni de las pasiones. En lugar de todo esto, nosotros tenemos el lujo y la codicia; oficialmente reina la miseria, y en privado la opulencia; alabamos la riqueza, pero nos entregamos a la indolencia; no somos capaces de distinguir el honrado del perverso; todas las recompensas de la virtud las acapara la ambición. Y no tiene nada de extraño cuando cada uno de vosotros toma las decisiones por su cuenta, cuando en casa os entregáis a los placeres y aquí, en la política, os rebajáis hasta la esclavitud por el dinero o el favor de los poderosos. Así sucede que todos arremeten contra el Estado como si fuera una hacienda abandonada».

6. Quien escuche estas palabras de Catón -o de Salustio-, laudatorias de los viejos romanos, pensará que todos, o la mayoría de ellos, eran acreedores de tales elogios. No es así. De otro modo, no sería cierto lo que él mismo escribe y que he citado en el libro II de esta obra. Dice que las injusticias de los más poderosos dieron lugar en la política interna a una ruptura entre el pueblo y los patricios, junto con otras escisiones, ya desde el principio. La duración del período en que reinó un Derecho justo y bien aplicado, después de expulsada la monarquía, no duró más allá del miedo a Tarquinio, hasta el fin de la pesada guerra que por su causa estaban librando en Etruria. Pero después los patricios trataban al pueblo como si fueran esclavos, los castigaban de un modo tiránico, los expulsaron de sus tierras y acapararon ellos solos, con exclusión de los demás partidos, toda la acción política.

El final de todas estas discordias, unos con afanes de dominio y los otros rechazando el yugo, sólo llegó con la segunda guerra púnica. Una vez más, fue el miedo de una grave catástrofe lo que empezó a mover los ánimos con urgencia, apagando la inquietud de tales perturbaciones con una preocupación aún más grave. La consecuencia fue la concordia ciudadana. Pero unos cuantos, honrados según sus criterios, tenían en su mano la administración de grandes fuerzas. Una vez atenuadas y pasadas estas calamidades, la República fue creciendo gracias a la providencia de ese pequeño grupo de honrados, como atestigua el mismo historiador.

Es Salustio quien de oídas unas veces, y otras en sus lecturas, tuvo noticia de las muchas hazañas que el pueblo romano realizó, en paz y en guerra, por tierra y por mar. Y se interesó por saber qué fue lo que sostuvo tamaña empresa. Sabía que en muchas ocasiones se habían enfrentado un puñado de romanos a enormes legiones de enemigos; tenía noticia de que se habían librado guerras con escasos recursos contra opulentos reyes. Y afirmó que después de muchas reflexiones había llegado a la convicción de que todo esto se debía a la egregia virtud de unos cuantos ciudadanos, logrando que la pobreza venciera a la opulencia, y un grupo reducido, a masas enteras. «Pero una vez que el lujo y la indolencia -prosigue Salustio- corrompieron a los ciudadanos, de nuevo la República, con su magnitud, sustentaba los vicios de generales y magistrados».

También Catón elogia la virtud de unos cuantos que aspiraban a la gloria, al honor y al poder por caminos legítimos, es decir, por la virtud misma. De ahí que -como el mismo Catón nos recuerda- dentro de la patria había empeño por el trabajo, de forma que el erario público era opulento, y modestas las fortunas privadas. Luego, el vicio, tras corromper las virtudes, volvió las cosas al revés: la hacienda pública era ruinosa, y en privado se vivía la opulencia.

CAPÍTULO XIII

El amor a la alabanza es un vicio. Pero al servir de freno 
a otros vicios mayores, se le considera una virtud

Los Imperios de Oriente brillaron durante largos períodos. Por eso quiso Dios que hubiera también uno en Occidente, posterior en el tiempo, pero más célebre que ellos por la vasta extensión de sus dominios. Fue una concesión que hizo Dios a estos hombres con el fin primordial de atajar los graves males que padecían muchas naciones. Ellos, aunque iban en busca del honor, la gloria y la alabanza, miraban por su patria. Para ella buscaban esta misma gloria, y no dudaron en anteponer la salvación de la patria a su propia vida. Así, este único vicio suyo, el amor a la alabanza, sirvió de contención a la codicia del dinero y a otros muchos vicios.

Juicio de una gran cordura es llamar vicio al amor por la alabanza. Hasta el poeta Horacio lo llega a percibir en sus versos. Dice así: «¿Te sientes hinchado por el deseo de la alabanza? Hay infalibles remedios en un librito: si lo lees tres veces con atención, te sentirás aliviado». Y canta también en uno de sus poemas líricos para reprimir la pasión del dominio: «Tu reino será mucho más vasto si logras dominar tu espíritu ambicioso que si consigues acumular dominios desde la remota Cádiz hasta Libia, y si las dos Cartagos se te rinden».

Sin embargo, quienes no refrenan sus pasiones más torpes, invocando el Espíritu con fe transida de piedad, y enamorándose de la belleza inteligible, al menos se vuelven mejores por el deseo de la alabanza y gloria humanas. No digo precisamente que se hagan santos, sino menos viles. Ya Cicerón, en su obra sobre la República, no pudo pasar por alto este pensamiento. Habla allí de la instrucción de un jefe de Estado. Y dice cómo se le debe alimentar de gloria, y recordarle cómo sus antepasados han realizado muchas proezas admirables y gloriosas por la pasión de la gloria.

No solamente no ponían los romanos resistencia a tal vicio. Al contrario, pensaban que había que avivarlo, encenderlo, puesto que lo tenían como útil para la patria. Ni siquiera en sus tratados filosóficos Marco Tulio se aparta de esta peste: lo afirma más claro que la luz del día. Y al hablar de los estudios que es preciso cursar para entrar en posesión del verdadero bien, y no del viento de la humana alabanza, introdujo este dicho general y universal: «Es el honor alimento de las artes. Los hombres se inflaman en ardor del estudio buscando la gloria y yacen siempre por tierra las ciencias que están en descrédito».

CAPÍTULO XIV

Obligación de cercenar el amor de la alabanza humana, 
puesto que toda gloria del justo está en Dios

Es preferible, sin duda alguna, resistir a esta pasión que ceder a ella. Porque tanto más se asemeja uno a Dios cuanto está más limpio de esta inmundicia. En la presente vida, aunque no se llega a arrancar su raíz del corazón, porque no deja de salir al paso, tentando incluso a los espíritus muy adelantados, al menos que la pasión por la gloria quede vencida por el amor a la justicia. Si en algún lugar «yacen por tierra los estudios que están en descrédito», si éstos son buenos, si son justos, que se cubra de vergüenza el amor a la gloria y deje paso al amor a la verdad. Llega a ser tan contrario a la fe de un hombre religioso este vicio, cuando la pasión por la gloria supera de corazón al temor o al amor de Dios, que el Señor dejó dicho: ¿Cómo os va a ser posible creer a vosotros, que os dedicáis al intercambio de honores, y no buscáis el honor que viene del único Dios?7 Y a propósito de algunos que habían creído en Él, y se avergonzaban de confesarlo en público, dice el evangelista: Preferían el honor que dan los hombres al que da Dios8.

No fue éste el proceder de los apóstoles. Ellos predicaban el nombre de Cristo no sólo en lugares donde estaba en descrédito (volviendo a las palabras de Cicerón: «Yacen siempre por tierra las ciencias que están en descrédito»), sino incluso lo predicaban donde era objeto del mayor odio. Eran fieles a las recomendaciones del Maestro bueno y Médico de las almas: Si uno me niega ante los hombres, yo lo negaré a él ante mi Padre que está en el cielo y ante los ángeles de Dios9. Entre maldiciones y oprobios, entre las más graves persecuciones y tormentos crueles, todo este bramido inmenso de la oposición humana no fue capaz de arredrarlos de predicar la salvación a la Humanidad. Realizaron obras divinas, hablaron palabras divinas, vivieron una vida divina; derrocaron, en cierto modo, corazones empedernidos; introdujeron en el mundo la paz fundada en la justicia; consiguieron para la Iglesia de Cristo una gloria inmensa; no por eso descansaron en ella como en el fin conseguido de su propia virtud; al contrario, la referían siempre a la gloria de Dios, por cuya gracia eran lo que eran. Y con este mismo fuego procuraban inflamar a quienes guiaban en el amor de aquel Dios que había de transformarlos como a ellos.

Para evitar que la razón de su virtud fuera la gloria humana, ya su Maestro los había adoctrinado con estas palabras: Cuidado con hacer vuestras obras de piedad delante de la gente para llamar la atención; si no, os quedáis sin paga de vuestro Padre del cielo10. Pero para que no interpretasen exageradamente tal recomendación, y por miedo a agradar a los hombres ocultasen su bondad, con perjuicio del fruto apostólico, les aclaró el motivo por el que debían dejarse ver: Brillen también -les dijo- vuestras obras ante los hombres; que vean el bien que hacéis y glorifiquen a vuestro Padre del cielo11. Así, pues, no para llamar la atención, es decir, con la intención de que se fijen en vosotros, que nada sois por vosotros mismos, sino para que glorifiquen a vuestro Padre del cielo, al cual, si se vuelven, se harán semejantes como vosotros.

A los apóstoles les siguieron los mártires, que superaron a los Escévolas, a los Curcios y a los Decios, no por infligirse a sí mismos torturas, sino por soportar las que se les infligían con una fortaleza más auténtica, con espíritu religioso más verdadero y por ser su número incontable. Pero como éstos eran ciudadanos de la ciudad terrena y se habían propuesto como fin de todas sus obligaciones el mantenerla a salvo y verla reinando no en el cielo, sino en la tierra, no por toda una vida eterna, sino en el fluir de unos que mueren, sucedidos por otros que luego morirán, ¿qué otros valores iban a amar, sino la gloria por la que pretendían sobrevivir como en boca de sus admiradores, aun después de la muerte?

CAPÍTULO XV

Galardón temporal con el que Dios recompensó las sanas costumbres de los romanos

A estos ciudadanos de la ciudad terrestre Dios no les había de conceder la vida eterna en su ciudad celestial, y en compañía de sus santos ángeles. El camino para llegar hasta allá es el de la verdadera actitud religiosa, que sólo se manifiesta cuando se tributa al único Dios verdadero el servicio cultural, llamado latría (λατρεία) por los griegos. Si este Dios no les concediese ni siquiera la terrena gloria de lograr un magnífico Imperio, no les daría la paga a sus buenas artes, es decir, a sus virtudes, mediante las cuales se esforzaban por conseguir una gloria tan brillante.

Precisamente de aquellos que parecen realizar algún bien con vistas a la gloria humana, dice también el Señor: Ya han cobrado su paga, os lo aseguro12. De hecho, estos hombres llegaron a desprenderse de su fortuna por la colectividad, es decir, por el Estado y su tesoro público; frenaron su codicia, miraron sin interés alguno por el bien de la patria; estaban inmunes de todo delito y de todo vicio castigados por sus leyes. Valiéndose de todas estas artes como de un camino legítimo, pusieron su empeño en lograr honores, poder, gloria; en casi todos los países han logrado ser honrados; gran número de ellos han estado sometidos a su poder, bajo la legislación; en casi todos ellos, en fin, su gloria es proclamada hoy en los escritos de los historiadores. No tendrán por qué quejarse de la justicia del supremo y verdadero Dios: Ya han cobrado su paga.

CAPÍTULO XVI

Recompensa de los santos moradores de la ciudad eterna, 
a quienes son de utilidad los ejemplos de las virtudes romanas

Pero muy distinta es, incluso aquí abajo, la paga de los santos, que tienen que soportar oprobios por la Ciudad de Dios, odiosa para los enamorados de este mundo. Se trata de una ciudad eterna: allí no nace nadie, porque nadie muere; allí reina la verdadera y plena felicidad (que no es diosa, sino un don de Dios); de ella, como prenda de su posesión, hemos recibido la fe para el tiempo en que, peregrinos, suspiramos por su hermosura; allí no sale el sol sobre malos y buenos13: sólo hay un sol, el sol de justicia, que protege a los buenos; allí no habrá que hacer grandes esfuerzos para enriquecer el erario público a expensas de las fortunas privadas: la verdad es su común tesoro.

No ha sido, pues, ensanchado el poderío romano, hasta alcanzar la humana gloria, únicamente para recompensar adecuadamente a estos hombres; lo ha sido también para que los ciudadanos de aquella ciudad eterna, mientras son peregrinos de aquí abajo14, se fijen con atención y cordura en sus ejemplos. Verán cómo debe ser amada la patria celeste por la vida eterna, cuando tanto amaron la terrena sus ciudadanos por la gloria humana.

CAPÍTULO XVII

Las guerras de Roma: frutos que le reportaron y utilidad para los vencidos

1. Con respecto a la presente vida de los mortales, que se desliza en un puñado de días y luego se termina, ¿qué interés tiene para el hombre vivir bajo un dominio político u otro, con tal que los gobernantes no nos obliguen a cometer impiedades o injusticias? ¿Qué daño causaron los romanos a los países que sometieron e impusieron sus leyes, si no es el que lo llevaron a cabo mediante encarnizadas guerras? Si esto lo hubiesen conseguido en mutua concordia, los resultados habrían sido mejores; sólo que no habría gloria del triunfador. De hecho, los romanos vivían bajo las mismas leyes que imponían a los demás.

Si todo esto se hubiera conseguido sin la intervención de Marte, ni Belona, ni, por consiguiente, hubiera tenido un lugar en su actuación la Victoria, sin haber vencedores por no haber habido luchadores, ¿no estarían en una misma situación Roma y los demás países? Sobre todo si a continuación se hacía lo que andando el tiempo se hizo con sumo agrado de todos y en un rasgo de gran humanidad: que todos los que formaban parte del Imperio romano fueran miembros de la comunidad ciudadana, convirtiéndose en ciudadanos romanos. Así, pasaba a ser de todos lo que antes pertenecía a unos pocos. Sólo que aquella plebe que no tenía campos propios debía vivir a expensas de la hacienda pública. A esta manutención contribuirían mucho más gustosamente los pueblos pacíficamente llegados a un acuerdo, y a través de buenos administradores públicos, que si después de vencidos tuvieran que arrancárselo por la fuerza.

2. Yo no veo, en realidad, qué importancia puede tener para la seguridad y la moralidad ciudadana lo que aseguramos ser méritos de los hombres: el que unos sean vencedores y los otros vencidos, a no ser ese orgullo absolutamente vacío de la gloria humana, en el cual ya recibieron su paga quienes, ardiendo en una inmensa pasión por alcanzarla, inflamaron a otros en la ferocidad de las guerras. ¿No cobran los impuestos de sus tierras? ¿Tienen acaso el privilegio de adquirir unos conocimientos que los demás no tienen? ¿No son muchos de ellos senadores de otros países, sin que conozcan a Roma ni de vista siquiera? Si quitamos la hinchazón del orgullo, ¿qué son todos los hombres más que hombres? Pero, aunque la perversidad mundana admitiese que fueran más honrados los mejores, ni aun así el honor humano debería ser tenido en gran estima: es humo que se lleva el viento.

Pero saquemos provecho hasta de estas realidades que nos concede el Señor nuestro Dios. Fijémonos: ¡cuántas grandezas despreciadas! ¡Cuántas pruebas soportadas! ¡Cuántas ambiciones ahogadas! Y todo por conseguir la gloria humana, estos hombres que han merecido recibirla como paga de tan altas virtudes. ¡Que nos sirva también a nosotros para reprimir nuestro orgullo! Y puesto que entre aquella ciudad, en la que se nos ha prometido reinar, y la de aquí abajo, hay tanta distancia cuanta del cielo a la tierra; de la vida eterna, a una alegría temporal; de una sólida gloria, a huecas alabanzas; de la compañía de los ángeles, a la de los mortales; de la luz del sol y de la luna, a la luz de quien es autor del sol y de la luna, no crean nunca los ciudadanos de una tan magnífica patria haber realizado algo grande, cuando por su conquista practiquen alguna obra buena o tengan que soportar algún dolor.

Ahí tenemos a los romanos, que por su patria terrena, ya posesión suya, llevaron a cabo tantas proezas, soportaron tantas incomodidades. Y esto mucho más cuanto que el perdón de los pecados, que congrega a los ciudadanos para la celestial Patria, tiene un algo de parecido, como si hubiera tenido una misteriosa sombra en aquel asilo fundado por Rómulo, donde la impunidad de toda clase de crímenes reunió a una multitud, gracias a la cual se fundó la célebre ciudad.

CAPÍTULO XVIII

Cuán ajenos deben estar los cristianos de jactarse por haber hecho algo 
por amor a la Patria eterna, cuando tantas proezas realizaron los romanos 
por la humana gloria y la ciudad terrena

1. ¿Qué tiene de extraordinario el desdeñar por aquella celestial y eterna Patria todas las seducciones de este siglo, por muy encantadoras que sean, cuando por esta patria, terrena y temporal, un Bruto pudo armarse de valor hasta ejecutar a sus propios hijos, obligación que nunca impondrá aquella Patria? Por supuesto, mucho más costoso es dar muerte a los hijos que las obligaciones que esta Patria nos impone: los bienes que teníamos intención de reunir para nuestros hijos, darlos a los pobres o perderlos si se presentase una prueba que nos obligase a ello en nombre de la fe y de la justicia. No nos hacen felices ni a nosotros ni a nuestros hijos las riquezas terrenas: las hemos de perder en vida o, una vez muertos, se las llevarán quienes no sabemos, o quizá quienes no queremos. A nosotros nos hace felices Dios, auténtica riqueza del alma. Pero con respecto a Bruto, el mismo poeta que lo ensalza da testimonio de su desgracia por haber degollado a sus hijos. He aquí sus palabras: «Este padre, enarbolando la bandera sublime de la libertad, condena al suplicio a sus propios hijos, que estaban urdiendo nuevas guerras. ¡Desdichado!, piense lo que piense de estos hechos la posteridad». No obstante, el verso que sigue proporciona un consuelo a su infelicidad: «Ha quedado triunfante el amor a la patria y la infinita pasión por la gloria».

He aquí los dos resortes que han impulsado a los romanos a realizar sus admirables proezas: la libertad y la pasión por la gloria humana. Si, pues, por la libertad de unos hombres que han de morir, y por el deseo de una gloria que se reclama a los mortales, un padre ha llegado a ejecutar a sus hijos, ¿qué tiene de extraordinario si por la verdadera libertad, que nos rompe las cadenas del pecado y de la muerte y del dominio del diablo, no buscando humanas alabanzas, sino por el amor de unos hombres que hay que librar no de la tiranía de un Tarquinio, sino de los demonios y del príncipe de los demonios; qué tiene de extraordinario, digo, si estamos dispuestos no ya a matar a nuestros hijos, sino a contar a los pobres de Cristo en el número de nuestros hijos?

2. Hubo otro noble romano, llamado Torcuato, que también ejecutó a su hijo por haber desencadenado una lucha, y no precisamente contra su patria, sino a su favor, pero en contra de sus órdenes, es decir, en contra de la orden del general, su padre. Provocado por el enemigo, luchó con ardor juvenil y quedó vencedor. No obstante, su padre lo ajustició: no quiso consentir que el ejemplo de una orden no acatada fuese peor que el bien reportado por la gloria de un enemigo abatido. A la vista de estos ejemplos, ¿quién se enorgullecerá de haberse desprendido de todos sus bienes terrenos, mucho menos queridos que los hijos, por fidelidad a las leyes de la Patria inmortal?

Furio Camilo, que había librado a Roma del yugo de los veyos, sus enemigos más encarnizados, y había sido víctima de la envidia, de nuevo volvió a liberar a su ingrata patria de la amenaza de los galos, por no tener otra mejor donde vivir gloriosamente. ¿Por qué, entonces, se va a dar importancia, como si hubiera hecho algo grande, aquel que por pertenecer a la Iglesia haya sido víctima quizá de alguna grave y deshonrosa injuria por parte de sus enemigos humanos, sin pasarse a sus contrarios, los herejes, ni fundar él mismo una nueva secta, opuesta a la Iglesia, sino que más bien la defendió con todas sus fuerzas contra la perversidad tan perniciosa de los herejes, no teniendo otra patria, no digo donde vivir con gloria de hombres, sino donde poder adquirir una vida eterna?

Mucio, para hacer las paces con el rey Porsena, que tenía a Roma en gravísimos apuros por una guerra, le dio tal coraje de no haber podido dar muerte al mismo Porsena, matando a otro en su lugar por equivocación, que ante sus propios ojos extendió su mano derecha sobre un altar en llamas, diciéndole que otros muchos romanos, tal y como le estaba viendo a él, se habían conjurado para su exterminio. Porsena, asustado de este coraje y de una tal conjuración, puso fin a aquella guerra firmando inmediatamente la paz. Y en el reino de los cielos, ¿quién va a darse títulos meritorios si por amor a él ha entregado a las llamas no una mano, ni espontáneamente, sino el cuerpo entero, sufriendo la persecución de algún enemigo?

Curcio, vestido con sus armas, espoleó a su caballo a carrera tendida y se lanzó a un precipicio, obedeciendo a un oráculo de sus dioses, que le ordenaban arrojar al precipicio lo mejor que ellos, los romanos, tuviesen. No encontraron nada más excelente que sus hombres y sus armas. La consecuencia era clara: debía arrojarse mortalmente a aquel precipicio un guerrero armado. Y ahora, ¿dirá haber hecho algo grande por la Patria eterna quien, teniendo que sufrir a un enemigo de su fe, llegase a morir, no arrojándose él a una muerte como la de Curcio, sino arrojado él por su enemigo? Y mucho menos habiendo recibido de su Señor, Rey él mismo de su Patria, este oráculo infalible: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma15.

Si los Decios, consagrándose de algún modo por determinadas fórmulas, se entregaron a la muerte para que con su ruina y el apaciguamiento de los dioses con su sangre quedase libre el ejército romano, ¿se van a enorgullecer de algún modo los santos mártires como si hubieran realizado algo digno por participar de la celeste Patria, donde reside la eterna y auténtica felicidad, si tuvieron que luchar hasta derramar su sangre, sin dejar de amar no sólo a sus hermanos, sino también a sus mismos enemigos homicidas, fieles al precepto del Señor, con fe en el amor y con amor a su fe?

Marco Pulvilo, cuando estaba dedicando el templo de Júpiter, Juno y Minerva, recibió la noticia -falsamente dada por los envidiosos- de la muerte de su hijo para que la turbación de una noticia así le hiciera retirarse, quedándose su colega con la gloria de esta dedicación. Pero él no hizo caso, ordenando incluso que el cadáver fuera arrojado sin sepultura. ¡Hasta este punto la pasión por la gloria había prevalecido en su corazón al dolor por la pérdida de un ser querido! ¿Y vamos a decir que ha hecho algo extraordinario por la predicación del Evangelio (gracias a la cual los ciudadanos de la soberana Patria, después de abdicar sus errores, viven unidos) aquel que, preocupado por la sepultura de su hijo, recibió esta respuesta del Señor: Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos?16

M. Régulo, para no quebrantar el juramento dado a sus más encarnizados enemigos, desde la misma Roma volvió a ellos de nuevo. Se dice que los romanos lo querían retener, pero él les contestó que, después de haber sido esclavo de los africanos, no podría conservar ya en Roma la dignidad de un ciudadano honrado. Luego los cartagineses, en vista de que su acción ante el Senado romano fue contra ellos, le infligieron la muerte en medio de atroces tormentos. Y ahora, ¿qué tormentos no deberán despreciarse por la fe en aquella Patria, cuando es esta misma fe la que nos conduce a la felicidad? O ¿cómo pagar al Señor todo el bien que ha hecho17 si por la fidelidad a Él debida tuviera un hombre que padecer los mismos tormentos que Régulo padeció por la fidelidad debida a sus más crueles enemigos?

¿Cómo un cristiano se atreverá a engreírse de haber abrazado la pobreza voluntaria para caminar más ligero en la peregrinación de esta vida que nos conduce hasta la Patria, donde se entra en posesión de la verdadera riqueza, el mismo Dios, cuando oye o lee que Lucio Valerio, muerto en el período de su consulado, fue pobre hasta el extremo de tener que proporcionarle sepultura con las aportaciones voluntarias del pueblo; cuando oye o lee que Quintio Cincinato, dueño de cuatro yugadas de tierra, cultivadas con sus propias manos, desde el arado fue conducido para ser proclamado dictador, magistratura superior a la de cónsul, y una vez vencidos los enemigos, cubriéndose él de gloria, permaneció en la misma pobreza?

¿Quién alzará la voz como si hubiera hecho algo grande, cuando, dejando a un lado las recompensas de este mundo, sólo se haya dejado seducir por el atractivo que le inspira la sociedad de aquella eterna Patria; al tener noticia de que Fabricio no pudo ser apartado de Roma, a pesar de las suntuosas ofertas de Pirro, rey del Epiro, con la promesa incluso de la cuarta parte de su reino, prefiriendo vivir allí en su pobreza como simple ciudadano?

Ésta era, en efecto, la realidad: aquellos hombres mantenían la República, es decir, la empresa del pueblo, la empresa de la patria, la empresa común, rica hasta la opulencia, al tiempo que en sus propios hogares eran tan pobres que en cierta ocasión uno de ellos, cónsul por dos veces, fue expulsado de aquel senado de pobres, con la acusación censoria de habérsele encontrado diez libras de plata en vajilla. De tal categoría era su pobreza, que las ganancias de sus triunfos pasaban a enriquecer el tesoro público. Pues bien, ¿no tienen aquí un motivo para no darse aires jactanciosos todos aquellos cristianos que, movidos por un deseo más elevado, ponen sus riquezas en común, según el pasaje de los Hechos de los Apóstoles: «Se distribuía a cada uno según su necesidad, y nadie llamaba propio a nada, sino que todo era común»18, y esto por conseguir la compañía de los ángeles, cuando los romanos han hecho casi otro tanto para mantener la gloria de Roma?

3. Todas estas heroicidades y otras parecidas que se pueden encontrar en su literatura, ¿cuándo iban a adquirir una tal celebridad, cuándo se iban a divulgar con tanta fama si el dominio de Roma, extendido a lo largo y a lo ancho de la geografía, no hubiese alcanzado su grandeza a través de brillantes acontecimientos? Así, aquel Imperio tan vasto, tan duradero, tan célebre y glorioso por las virtudes de unos hombres tan eminentes, sirvió como recompensa de sus aspiraciones, y para nosotros es una lección ejemplar y necesaria: si por la gloriosa Ciudad de Dios no practicamos las virtudes que han practicado los romanos, de una manera más o menos parecida, por la gloria de la ciudad terrena, debemos sentir el aguijón de la vergüenza. Y si las practicamos, no tenemos por qué engreírnos orgullosamente, porque, como dice el Apóstol, los sufrimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a revelarse, reflejada en nosotros19. La vida de aquellos hombres sí se consideraba suficientemente digna de la gloria humana, una gloria del tiempo presente.

De ahí que a la luz del Nuevo Testamento, oculto en el Antiguo, que nos inculca la adoración del único y verdadero Dios, no para obtener beneficios temporales y terrenos, concedidos por la divina Providencia juntamente a buenos y malos, sino por la vida eterna, por las recompensas sin término y por vivir asociados a la ciudad celestial; a la luz -repito- del Nuevo Testamento, los judíos, asesinos de Cristo, con toda justicia han sido entregados para gloria de los romanos. Así, era justo que quienes persiguieron y alcanzaron la gloria terrena con toda clase de virtudes, venciesen a quienes con sus arraigados vicios rechazaron y mataron al Dador de la gloria verdadera y de la ciudadanía eterna.

CAPÍTULO XIX

Diferencia entre la pasión de la gloria y la pasión de dominio

Entre la pasión por la gloria humana y la pasión por el dominio hay, evidentemente, una diferencia. Es fácil que quien se complace excesivamente en la gloria de los hombres sienta también con ardor el deseo de dominio. Sin embargo, los que aspiran a la auténtica gloria, aunque sea de las alabanzas humanas, ponen mucho cuidado en no desagradar a quienes juzgan la vida con equilibrio. Hay, en efecto, muchos aspectos buenos de la conducta, que gran número de hombres valora correctamente, aunque la mayoría carezca de ellos. Por estos valores morales de la conducta es como aspiran a la gloria, al poder y al dominio aquellos de quienes dice Salustio: «Éste lo hace por un camino legítimo».

Pero el que sin tener ambiciones de la gloria que le infunde al hombre temor de desagradar a los jueces de rectos criterios ambiciona el dominio y el poder llega incluso con frecuencia a buscar, por los caminos declarados del crimen, aquello que pretende. Por eso, el ambicioso de la gloria o la busca por caminos legítimos o bien lo intenta, sin lugar a dudas con astucias y trampas, queriendo aparecer un hombre honrado, sin serlo.

¡Qué gran virtud es en el hombre, ya virtuoso por otros conceptos, el despreciar la gloria! Este desdén lo conoce Dios perfectamente, aunque queda oculto al juicio de los hombres. Todo lo que a sus ojos realice para que vean que desprecia la gloria puede ocurrir que sea tomado por algunos sospechosos como un intento para buscar alabanzas o, en otras palabras, una mayor gloria personal, sin que pueda demostrarles que es distinto de como sospechan de él. Pero el que desprecia el juicio de los aduladores desprecia también la temeridad de los sospechosos, aunque no su salvación; si se trata de un hombre realmente bueno: tiene tal poder la bondad de quien ha recibido las virtudes del Espíritu de Dios, que ama incluso a sus enemigos, y los ama hasta el punto de querer la conversión de sus enemigos y calumniadores para tenerlos como compañeros no en la patria terrena, sino en la suprema. Y en cuanto a sus admiradores, aunque tenga en poca estima sus alabanzas, no menosprecia, en cambio, el ser amado por ellos: no quiere engañar a quienes alaban, no sea que decepcione a quienes aman. Ésta es la razón por la que el justo ardientemente procura que las alabanzas vayan dirigidas a Aquel que es fuente de cuanto en el hombre merece una justa alabanza.

Pero si hay un ser humano que, despreciando la gloria, está ávido de dominio, éste supera a las bestias, ya sea en crueldad, ya sea en lujuria. Así fueron algunos romanos: no por haber perdido la preocupación por la estima carecieron de ambición de dominio. La Historia nos proporciona muchos de estos ejemplos. Pero el primero que alcanzó la cumbre y, como si dijéramos, el colmo de este vicio, fue el césar Nerón, cuya lujuria fue tan corrompida que de él nadie parecía temer arranque alguno viril; y su crueldad fue tal que, de no haberlo conocido, nadie creería en él un solo rasgo afeminado.

También a esta clase de hombres les concede el poder únicamente la providencia del Dios supremo cuando juzga dignas de tales gobernantes las empresas humanas. Sobre este punto es clara la voz de Dios. He aquí las palabras de la divina Sabiduría: Por mí reinan los reyes, y por mí, tienen dominio sobre la tierra los tiranos20. Y no se piense que el término «tirano» se refiere precisamente a los reyes perversos y déspotas, sino, según la acepción arcaica, a los valientes. (Así dice un verso de Virgilio: «Será para mí prenda de paz haber estrechado la diestra de un tirano».) Para evitar esta interpretación, dice en otro lugar claramente la Escritura de Dios: Que nombra rey a un bribón por la perversidad del pueblo21.

Ya he explicado suficientemente, según mis posibilidades, cuáles han sido las razones por las que el Dios único, verdadero y justo, ha prestado su ayuda a los romanos, que fueron buenos según ciertos criterios de la ciudad terrena, para conseguir la gloria de tan grandioso Imperio. Con todo, pueden existir otras causas ocultas según los diversos merecimientos del humano linaje, conocidas más por Dios que por nosotros. De hecho, entre las personas auténticamente religiosas es incontrovertible que sin la verdadera piedad, es decir, sin el auténtico culto al Dios verdadero, nadie es capaz de poseer la verdadera virtud, y ésta deja de ser verdadera cuando se supedita a la gloria humana. En cuanto a los que no son ciudadanos de la ciudad eterna, llamada por nuestra Sagradas Letras Ciudad de Dios22, son más útiles a la ciudad terrena cuando poseen la virtud, aunque nada más sea la gloria humana, que cuando ni siquiera ésta poseen.

Pero los que, dotados de una piedad verdadera, llevan una vida intachable, si poseen las ciencias del gobierno de los pueblos, no hay nada más feliz para las empresas humanas cuando da la coincidencia de que, por la misericordia de Dios, tienen el poder en sus manos. Esta clase de hombres, por muy excelsas que sean sus virtudes, las atribuyen exclusivamente a la gracia de Dios, que a instancias de sus deseos, de su fe y de sus súplicas se las ha concedido. Son conscientes, al mismo tiempo, de todo lo que les falta hasta llegar a la perfección de la justicia, a la medida de como se practica en aquella sociedad de los santos ángeles, para la cual ellos se esfuerzan en disponerse. Y por mucho que se alabe y se pregone la virtud, que, privada de la verdadera piedad, está al servicio de la gloria humana, no admite comparación con los comienzos más pequeños de los santos, cuya esperanza se apoya en la gracia y en la misericordia del verdadero Dios.

CAPÍTULO XX

Someter las virtudes a la gloria humana es tan vergonzoso 
como someterlas a las pasiones corporales

Los filósofos que en la virtud ponen el bien supremo del hombre pretenden avergonzar a otros filósofos que aprueban, es cierto, las virtudes, pero las miden por el rasero del placer corporal, su fin último, al que hay que tender -dicen- y apetecer por sí mismo, y las virtudes únicamente sometidas a él. Para lograr este objeto suelen pintar, de palabra, un curioso cuadro: el placer (voluptas), como si fuera una delicada reina, sentada en un trono real. A su alrededor, y sometidas a ella, sus esclavas, las virtudes, pendientes del menor gesto de su reina para cumplir lo que ella ordena. Da órdenes a la prudencia para investigar con vigilancia el modo más oportuno de continuar el reinado y la seguridad de la sensualidad. A la justicia le da órdenes para que haga todos los beneficios que estén a su alcance con objeto de conseguir las amistades necesarias para la satisfacción del cuerpo; que no haga injuria a nadie, no sea que la transgresión de las leyes imposibiliten la seguridad del placer. Da órdenes a la fortaleza para que si sobreviene un dolor corporal que no arrastre a la muerte, mantenga valientemente en su pensamiento a su señora, es decir, la sensualidad placentera, para que el recurso de las delicias pasadas mitigue el aguijón de los presentes dolores. A la templanza le da órdenes para que ponga mesura en los alimentos y demás deleites, no sea que el exceso inmoderado y perjudicial llegue a alterar la salud corporal, con lo que quedaría gravemente perjudicada su reina, el placer, que, según los epicúreos, reside principalmente en una buena salud corporal.

De esta suerte, las virtudes, con toda su gloriosa dignidad, quedan esclavizadas por el placer, como si fuera una mujerzuela mandona e impúdica. Nada más ignominioso, más deforme, más insoportable que la visión que ofrece este cuadro a los hombres de bien, dicen estos filósofos; y dicen bien. Pero si imaginamos otra pintura parecida, representando las virtudes al servicio de la gloria humana, no creo que quedase debidamente reflejada la belleza que se merece. Porque, aunque la gloria humana no sea una mujer sensual, sí está, y en sumo grado, hinchada y llena de vanidad. Por ello es indigno de la peculiar solidez y firmeza de las virtudes rebajarse como esclavas, de forma que nada programe la prudencia, nada distribuya la justicia, nada soporte la fortaleza y nada modere la templanza, si no es del agrado de los hombres y se somete a la hueca gloria.

Y que no traten de excusarse de este baldón quienes, insensibles a la estima ajena y menospreciando la gloria, se complacen en sí mismos, teniéndose por sabios. Su virtud -si es que existe alguna- está sometida de otra manera a una cierta alabanza humana, ya que quien se complace en sí mismo no es otra cosa que un hombre. Pero el que tiene una auténtica actitud religiosa, creyendo, esperando y amando a Dios, pone más interés por las cosas que le desagradan a Él que por aquellas -si alguna hay en él- que le agradan no a sí mismo, sino a la verdad. Y todo esto, que podía darle pie a la complacencia, lo atribuye únicamente a la misericordia de Aquel a quien teme desagradar, dándole gracias por las llagas curadas y elevando súplicas por las que aún le quedan por curar.

CAPÍTULO XXI

La soberanía de Roma ha sido dispuesta por el Dios verdadero, 
de quien viene todo poder y cuya providencia lo gobierna todo

A la vista de lo expuesto no atribuyamos la potestad de distribuir reinos e imperios más que al Dios verdadero. Él es quien da la felicidad, propia del reino de los cielos, a sólo los hombres religiosos. En cambio, el reino de la tierra lo distribuye a los religiosos y a los impíos, según le place, Él, que en ninguna injusticia se complace. Y aunque hayamos expuesto algo de lo que ha tenido a bien descubrirnos, no obstante es demasiado para nosotros, supera con mucho nuestras posibilidades el desvelar los misterios del hombre y emitir un juicio claro sobre los méritos de cada reino.

Ha sido el único y verdadero Dios, que no abandona al género humano sin sentenciar su conducta, y sin prestar ayuda a su actuación, quien dio a los romanos la soberanía cuando Él quiso y en la medida que Él quiso; Él, quien la dio a los asirios y también a los persas, adoradores únicamente de dos dioses, el uno bueno y malo el otro, según nos revelan sus escrituras. Esto por no citar al pueblo hebreo, del cual ya he hablado suficientemente, creo, y que no dio culto más que a un solo Dios, incluso durante el período de su monarquía. Él, quien a los persas dio las mieses sin el culto a la diosa Segetia. Él, quien ha concedido tantos y tantos dones terrenos sin adorar a un sinfín de dioses como los romanos designaron, uno para cada cosa, y hasta varios para una misma realidad. Él mismo ha sido quien les concedió la soberanía, sin el culto de los dioses a quienes los romanos atribuían su Imperio.

Algo semejante ha sucedido con las personas: el que entregó a Mario el poder es el mismo que se lo dio a Cayo César; quien lo entregó a Augusto, lo dio también a Nerón; quien lo puso en manos de los Vespasianos, emperadores humanos en sumo grado, tanto el padre como el hijo, lo puso también en las del cruel Domiciano; y, para no recorrerlos todos, quien concedió el Imperio al cristiano Constantino, se lo dio también a Juliano el Apóstata, de noble índole, pero traicionado por su ambición de poder y su sacrílega y detestable curiosidad. Esta última lo llevó a entregarse a estúpidos oráculos, cuando mandó quemar las naves, cargadas del necesario avituallamiento, seguro como estaba de la victoria. Luego, confiando ardorosamente en sus descabellados planes, pronto pagó con la vida su temeridad, dejando al ejército hambriento y rodeado de enemigos. No hubiera podido escapar de allí si, en contra del famoso augurio del dios Término, tratado en el libro anterior, no se hubieran cambiado las fronteras del Imperio romano. El dios Término, que no había cedido ante Júpiter, tuvo que ceder ante la necesidad.

Todos estos avatares de la Historia es, sin lugar a dudas, el Dios único y verdadero quien los regula y gobierna, según le place. Quizá los motivos sean ocultos. Pero ¿serán por ello menos justos?

CAPÍTULO XXII

La duración y el desenlace de las guerras penden de Dios

La duración de las guerras, el que unas se terminen pronto y otras se prolonguen más, depende del arbitrio divino, de su justo juicio y de su misericordia, según se proponga castigar o consolar a los hombres. Por ejemplo, la guerra de Pompeyo contra los piratas y la tercera guerra púnica, bajo el mando del general Escipión, fueron libradas con una rapidez y con una brevedad increíbles. La de los gladiadores fugados, aunque tras la derrota de dos generales y dos cónsules, además del tremendo descalabro y la devastación de Italia, sin embargo, se extinguió al tercer año, después de muchas ruinas. Los picenos, marsos y pelignos, razas no extranjeras, sino itálicas, tras una larga y fidelísima sumisión al yugo romano, intentaron levantar cabeza e independizarse. Ya Roma tenía gran número de naciones bajo su dominio, y Cartago había sido exterminada. Pues bien, durante esta guerra itálica, Roma perdió dos cónsules y otros distinguidos senadores; con todo, no arrastró esta calamidad largo tiempo: a los cinco años le puso fin.

En cambio, la segunda guerra púnica, en medio de enormes catástrofes y calamidades para el Estado, se prolongó dieciocho años, extenuando y casi agotando las fuerzas romanas: sólo en dos batallas perecieron casi setenta mil de sus guerreros. La primera guerra púnica se extendió a lo largo de veintitrés años. La guerra contra Mitrídates duró cuarenta y tres. Y para que nadie se piense que aquellos viejos romanos de los primeros tiempos, tan llenos de alabanzas por el florecimiento de todas las virtudes, eran más eficaces a la hora de terminar las guerras con prontitud, arrastraron durante casi cincuenta años la guerra con los samnitas. En esta ocasión fue tal la derrota de los romanos, que se les obligó a pasar bajo el yugo. Pero como no amaban la gloria por la justicia, sino la justicia por la gloria, quebrantaron el tratado de paz firmado con ellos.

La razón de traer a la memoria estos acontecimientos reside en que muchos, ignorantes del pasado, y otros, fingiendo ignorarlo, en cuanto ven que una guerra se prolonga un poco durante el período del cristianismo, al punto se abalanzan contra nuestra religión de la manera más perversa, gritando que, si no hubiera existido y las divinidades paganas continuasen recibiendo culto al estilo antiguo, aquel célebre valor de los romanos que terminó rápidamente con tan duras guerras, ayudado de Marte y Belona, la de nuestros días la hubiera terminado con la misma rapidez. Que recuerden, quienes lo han leído, cuán largas fueron las guerras de los primitivos romanos, de cuán diversos resultados, y con qué lamentables desastres: así suele ocurrir al mundo entero, que, como si fuera un proceloso mar, está agitado con frecuencia por la tempestad variable de semejantes calamidades. ¡Que confiesen de una vez lo que no están dispuestos a confesar! ¡Basta ya de perderse a sí mismos con su palabrería insensata, y de tener engañados a los ignorantes!

CAPÍTULO XXIII

El rey de los godos, Radagaiso, adorador de los demonios, 
derrotado con sus poderosas tropas en un solo día

No quieren recordar los paganos y dar gracias a Dios por lo que ha realizado admirable y misericordiosamente en nuestra más reciente época. Al contrario, hacen todo lo posible para sepultarlo, si fuera posible, en el olvido de los hombres. Caeríamos nosotros en la misma ingratitud si lo dejáramos pasar en silencio.

El rey de los godos, Radagaiso, al frente de un ejército enorme y feroz, había tomado posiciones muy cerca de Roma y constituía una amenaza para sus habitantes: en un solo día fue derrotado, y con tal rapidez que el ejército romano no tuvo no diré un solo muerto, sino un solo herido, causando más de cien mil bajas al contrario. El rey, con sus hijos, cayó prisionero, siendo ejecutado en merecido castigo.

Supongamos que este impío rey, con sus tropas tan innumerables como despiadadas, hubiera entrado en Roma: ¿a quién habría perdonado? ¿A qué monumento de mártires habría tributado honores? ¿De quién no habría derramado la sangre? ¿Qué pudor se quedaría sin profanar? ¡Y qué voces no se habrían levantado de los paganos, magnificando a sus dioses! ¡Cómo nos insultarían diciendo que la victoria de Radagaiso y todo su potencial bélico se debía a su cuidado en aplacar e invocar a los dioses con sacrificios diarios, cosa que la religión cristiana no permite a los romanos!

Estando este rey ya cerca de los parajes donde, a una señal de la suprema Majestad, fue aplastado, como su fama iba creciendo por todas partes, se nos decía en Cartago que los paganos estaban convencidos, y lo publicaban a grandes voces, que Radagaiso, con la protección y el apoyo de unos dioses amigos, a quienes sacrificaba diariamente -se decía-, era totalmente imposible que fuera derrotado por quienes ni ofrecían sacrificios a los dioses de Roma ni permitían a nadie ofrecerlos.

Y estos desdichados, a la vista de tan evidente misericordia, no le dan gracias a Dios. Había determinado el azote, más grave aún, de la invasión bárbara para castigar merecidamente la degradación moral de los humanos. Y, sin embargo, contuvo su indignación con gran mansedumbre: en primer lugar, hizo que fuera milagrosamente derrotado, no sea que, con gran perjuicio de las almas débiles, la gloria de quedar victorioso se la llevasen los demonios, a quienes constaba que él elevaba súplicas. Después permitió que Roma cayera en manos de esta misma clase de bárbaros, los cuales, contrariamente a todo estilo de anteriores guerras, protegieron, por respeto a la religión cristiana, a los refugiados en los lugares sagrados, volviéndose, por el nombre cristiano, tan hostiles a los demonios y sus sacrificios, de los que alardeaba Radagaiso, que parecía librarse una guerra mucho más atroz contra los demonios que contra los hombres.

Fue así como el Dueño verdadero y Gobernador de los acontecimientos castigó con misericordia a los romanos, y mostró a los adoradores de demonios, vencidos de manera tan increíble, que todos esos sacrificios no son necesarios para salvaguardar los bienes presentes. De este modo, los que no se cierran en su testarudez, sino que reflexionan con sabiduría, no abandonan la verdadera religión por las presentes calamidades; al contrario, permanecen fieles en la espera de la vida eterna.

CAPÍTULO XXIV

Felicidad de los emperadores cristianos: su autenticidad

Si llamamos felices a algunos emperadores cristianos, no es precisamente por haber reinado largo tiempo, o porque, tras una muerte plácida, dejaron a sus hijos en el poder, o humillaron a los enemigos del Estado, o supieron prevenirse contra la enemistad de sus súbditos rebeldes y los aplastaron. Estos y otros favores o, si se prefiere, consuelos de esta trabajosa vida merecieron recibirlos algunos de los adoradores de demonios, no pertenecientes al reino de Dios, como estos emperadores. También sucedió así por la misericordia de Dios, para que quienes creen en Él no suspiren por estos favores suyos como si fueran el bien supremo.

Llamamos realmente felices a los emperadores cristianos cuando gobiernan justamente; cuando en medio de las alabanzas que los ponen por las nubes, y de los homenajes de quienes los saludan humillándose excesivamente, no se engríen, recordando que no son más que hombres; cuando someten su poder a la majestad de Dios, con el fin de dilatar al máximo su culto; cuando temen a Dios, lo aman, lo adoran; cuando tienen más estima por aquel otro reino, donde no hay peligro dividir el poder con otro; cuando son lentos en tomar represalias y prontos en perdonar; cuando tales represalias las toman obligados por la necesidad de regir y proteger al Estado, no por satisfacer su odio personal; cuando conceden el perdón no para dejar impune el delito, sino por la esperanza de la corrección; cuando, puestos con frecuencia en la desagradable obligación de dictar medidas severas, lo compensan con la dulzura de su misericordia y la magnificencia de sus beneficios; cuando cercenan con tanto más rigor el desenfreno, siendo más libres de entregarse a él; cuando prefieren tener sometidas sus bajas pasiones antes que a país alguno, y esto no ardiendo en deseos de gloria vana, sino por amor a la felicidad eterna; cuando no son negligentes en ofrecer por sus pecados al Dios verdadero, que es el suyo, un sacrificio de humildad, de propiciación y de súplica.

A estos emperadores los proclamamos felices; ahora en esperanza, y después en realidad, cuando llegue lo que esperamos.

CAPÍTULO XXV

Prosperidad concedida por Dios al emperador cristiano Constantino

Dios, que es bueno, quiso impedir en quienes tenían como un deber adorarlo para conseguir la vida eterna la convicción de que es necesario suplicar a los demonios para con seguir altas dignidades, e incluso la soberanía terrena, dado el supuesto poder de tales espíritus en este campo. Para ello, a Constantino, que no suplicó a los demonios, sino que adoraba al verdadero Dios, lo colmó de tan encumbrados favores terrenos como nadie se atrevería a desear. Le concedió también fundar una ciudad asociada al Imperio romano, como hija de la propia Roma. Y todo ello sin levantar a los demonios ningún templo, ningún ídolo. Ocupó el trono largos años; mantuvo íntegro y defendió todo el mundo romano como único Augusto. A la hora de organizar y realizar las guerras, quedó plenamente victorioso. Tuvo éxito completo en la lucha contra las tiranías. Murió de avanzada edad, por enfermedad y decrepitud, dejando el poder a sus hijos.

Pero luego, para evitar que cualquier emperador se hiciera cristiano para conseguir la felicidad de Constantino, siendo así que la única razón del ser cristiano es la vida eterna, privó de esta felicidad a Joviano mucho antes que a Juliano; permitió que Graciano fuera asesinado por una tiránica espada en circunstancias, es cierto, mucho menos crueles que el gran Pompeyo, adorador de los pretendidos dioses romanos. En efecto, él no pudo ser vengado por Catón, a quien había nombrado heredero, por así decir, de la guerra civil; en cambio, Graciano -a pesar de que las almas religiosas no apetecen tales desahogos- fue vengado por Teodosio, hecho por él partícipe del poder, no obstante tener un joven hermano: más interesado en un fiel consorcio que en un poderío excesivo.

CAPÍTULO XXVI

Fe y religiosidad del augusto Teodosio

1. No se contentó Teodosio con guardarle fidelidad en vida a Graciano. Después de su muerte acogió a su joven hermano Valentiniano en su Imperio, expulsado antes por el asesino Máximo. Recibió al huérfano cristianamente, y veló por él con afecto paternal, en lugar de quitarlo de en medio sin dificultad alguna, desprovisto como estaba de todo recurso, si su alma estuviese inflamada en deseos de ensanchar sus dominios, más que en el amor de hacer el bien. Le conservó su dignidad imperial y lo trató con toda delicadeza y generosidad.

Este desenlace encendió peligrosamente la cólera de Máximo. Teodosio, en medio de sus angustiosas preocupaciones, no cayó en curiosidades sacrílegas e ilícitas: envió mensajeros a consultar a un tal Juan, ermitaño en el desierto egipcio, siervo de Dios, cuya fama se iba extendiendo, y que llegó hasta él como dotado de espíritu de profecía. Éste le predijo una victoria segura. Exterminado por fin Máximo, repuso con una estimación llena de ternura al joven Valentiniano en la porción de su Imperio, de donde había tenido que huir. Murió pronto el joven, no sé si por intrigas o por otra razón, o accidentalmente, y Teodosio acabó con otro tirano, Eugenio, ilegítimamente puesto en el trono del joven emperador, después de haber recibido nueva respuesta profética favorable. La lucha contra el poderoso ejército de Eugenio fue más bien con la oración que con las armas. Soldados que asistieron a este combate nos han descrito cómo un viento fuerte del lado de Teodosio les arrancaba de las manos las armas arrojadizas, lanzándolas contra los enemigos; y no sólo les arrancaba violentamente todo lo que arrojaban contra ellos, sino que volvía los dardos enemigos contra los propios cuerpos de éstos.

De ahí que el poeta Claudiano, aunque adversario al cristianismo, pudo exclamar en sus elogios a Teodosio: «¡Oh tú, predilecto de Dios, por quien Eolo, desde sus antros, despliega los armados huracanes; por quien lucha el éter y acuden los vientos, conjurados al toque de las trompetas!».

Vencedor, como había creído y predicho, derribó unas estatuas de Júpiter que contra él habían sido erigidas y como consagradas con no sé qué ritos en los Alpes. Los rayos que habían tenido estas estatuas, por ser de oro, fueron pedidos entre bromas (lo permitía la circunstancia de la victoria) por los correos, diciendo que querían ser alcanzados por tales rayos. Teodosio, siguiendo la broma, se los concedió con generosidad.

A los hijos de sus enemigos personales, víctimas no de sus órdenes, sino del torbellino de la guerra, y refugiados en las iglesias antes de ser cristianos, les ofreció la ocasión de convertirse al cristianismo. Los amó con caridad cristiana; sin despojarlos de sus bienes, los colmó de honores. No permitió que nadie, después de la victoria, vengase sus enemistades particulares. En las guerras civiles no se portó como Cinna, Mario, Sila y otros por el estilo, que, una vez terminadas, parecían no querer darles fin nunca: él se dolió de que hubieran surgido, más bien que intentó el mal de nadie después de terminarlas.

En medio de todos estos vaivenes, y desde el comienzo de su mandato, no cesó de apoyar en sus dificultades a la Iglesia con leyes, las más justas y benignas, contra los impíos. El hereje Valente, partidario de los arrianos, la había perseguido duramente. Se preciaba mucho más de ser un miembro de la Iglesia que de tener bajo su dominio el orbe entero. Dio orden de derribar por todas partes los ídolos de los gentiles, dándose cuenta con lucidez de que la facultad de conceder los bienes, incluso de la tierra, no reside en los demonios, sino en el Dios verdadero.

¿Hay algo más admirable que su religiosa humildad cuando sucedió el gravísimo crimen de los tesalonicenses? La intercesión de los obispos había conseguido de él una promesa de indulgencia para el crimen; pero presionado por un levantamiento de sus partidarios, se vio obligado a tomar una represalia. Castigado después él por la disciplina eclesiástica, de tal forma hizo penitencia que el pueblo, orando por él, lloró más al ver postrada en tierra la majestad imperial, que la había temido encolerizada por su pecado.

En estas buenas acciones y otras parecidas, que sería prolijo enumerar, llevó siempre consigo el desprendimiento de cualesquiera humos que supone el encumbramiento y la exaltación humana. La recompensa de tales obras es la eterna felicidad, cuyo dispensador es Dios para solos los hombres que realmente vivan una vida religiosa.

Los demás dones de esta vida, como pueden ser los honores y la abundancia de bienes, Dios los concede tanto a malos como a buenos, del mismo modo que les concede el mundo, la luz, la brisa, los campos, el agua, los frutos, como también el alma y el cuerpo del hombre mismo, y los sentidos, y la inteligencia, y la vida. Entre ellos se encuentra el poder, cualquiera que sea su magnitud, y que Dios dispensa según el gobierno de cada tiempo.

2. Así, pues, veo que es preciso también dar una respuesta a aquellos que, refutados y convencidos de su error por pruebas evidentes que demuestran la absoluta inutilidad de la muchedumbre de dioses falsos para lograr los bienes temporales, a los que sólo aspiran los insensatos, siguen todavía empeñados en afirmar que es necesario dar culto a tales dioses no por el interés de esta vida, sino por la que nos aguarda después de la muerte.

Creo, en efecto, haber dado cumplida respuesta en los cinco libros precedentes a todos esos que por el apego a este mundo pretenden dar culto a realidades inexistentes, y que se quejan de que se les pone veto a estas posturas infantiles. Los tres primeros libros ya están publicados, y han empezado a correr de mano en mano. He oído que algunos están preparando no sé qué réplica contra ellos. Después ha llegado a mis oídos que ya estaba escrita, pero que sus autores esperaban el momento propicio para editarla sin peligro. Les advierto a éstos que no se hagan ilusiones de conseguir lo que pretenden. Es fácil creer que se ha dado una respuesta, cuando en realidad lo que se ha querido es no callar. ¿Hay algo más charlatán que la estupidez? Nunca tendrá más fuerza que la verdad, aunque podrá, si quiere, vocear más que ella.

Pero que pongan atención a todos los puntos, y si por casualidad, en un examen sin prejuicios, llegan a descubrir que, más que replicar, lo que pueden es importunar con su garrulería desvergonzada y con su ligereza entre satírica y mímica, déjense de simplezas y decídanse más bien por la corrección de los sensatos que por las adulaciones de los insensatos. Porque si lo que están esperando no es la ocasión de decir francamente la verdad, sino de lanzar insultos a rienda suelta, ojalá no les sobrevenga lo que dice Cicerón de uno que se llamaba feliz por tener la libertad de hacer el mal: «¡Pobre de ti, que tenías permiso para pecar!».

Así que quienquiera que se sienta feliz porque tiene la posibilidad de lanzar improperios, será mucho más feliz si renuncia totalmente a ella. Puede poner desde ahora mismo todas las objeciones que quiera, como en un diálogo de investigación, con tal que renuncie a toda pretenciosa vanidad. Tendrá ocasión de oír, en amigable discusión, una respuesta oportuna, honesta, seria y sincera de sus interlocutores, en la medida de sus posibilidades.

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