EN EL ESPÍRITU DE LOS SALMOS (EDITORIAL SAN PABLO) | SALMO 3
En este Salmo oímos al justo, agobiado por la presión de los que le rodean, y cuya figura nos traslada a Jesucristo, que experimenta el rechazo de su propio pueblo a lo largo de su vida; rechazo que da paso al odio, alcanzando su punto culminante en el momento en que es levantado en la Cruz.
El salmista nos habla de un hombre fiel, al que sus enemigos acosan con argumentos esgrimidos desde su falsa relación con Yavé, hasta el punto de denunciar su impiedad con los gritos: «Dios nunca va a salvarlo».
Esta figura del Justo-Mesías está también anunciada en el libro de la Sabiduría. Efectivamente, encontramos el texto que bien podemos poner en la boca de los que acusaban al Crucificado… «Pues si el Justo es Hijo de Dios, él le asistirá y le librará de las manos de sus enemigos. Sometámosle al ultraje y al tormento para conocer su temple y probar su entereza. Condenémosle a una muerte afrentosa pues, según él, Dios le visitará» (Sab 2,18-20).
De hecho, cuando Israel consuma las Escrituras dando muerte al Mesías, piensa que lo hace en nombre de Yavé. No hay ninguna injusticia en condenar a Jesucristo, ya que este ha dado muestras evidentes de culpabilidad, al pasar por alto la ley y el precepto, al desmitificar el Templo de Jerusalén, regalo de Dios al pueblo para manifestar su Presencia, y al desautorizar a los dirigentes y pastores del pueblo con su predicación.
Isaías anuncia proféticamente este escarnio y oprobio de Jesucristo, justificado religiosamente, cuando dice de él: «Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado» (Is 53,4). No es para menos, se hacía llamar «Hijo de Dios»: no podía haber blasfemia mayor que pudiera irritar y herir tanto los oídos de estos hombres, tan celosos de sus leyes y tradiciones.
Esteban anunciará este rechazo del pueblo de Israel a la Verdad que encarnaba el Justo con estas palabras: «¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Como vuestros padres, así vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, de aquel a quien vosotros ahora habéis traicionado y asesinado» (He 7,51-52).
Jesucristo ve más allá del pecado de su pueblo, hasta el punto de que cruza sus ojos con la mirada de su Padre, por lo que puede decir: «Él me responde desde su santo Monte». Efectivamente, sus ojos sobrepasan el mal que le rodea, oye una respuesta a sus sufrimientos desde la única boca de donde le puede venir. En esta situación infernal, en el colmo de su oprobio, es tal la comunión que tiene con su Padre, que le gritará en un postrero esfuerzo de su garganta: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Dios Padre recibe el espíritu del Justo yacente y lo devuelve al hombre en forma del santo Evangelio: el Espíritu de Dios, la Palabra creadora, la posibilidad real de que el hombre pueda convertirse, el don de Dios hacia el hombre que nos posibilita llegar a ser hijos con la misma naturaleza de su propio Hijo…, «y a todos los que recibieron la Palabra les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12).
Dios vence así, en su propio Hijo crucificado, al mal en todas sus dimensiones. Esta victoria regalada a la Humanidad, es nuestra alternativa…, la puerta abierta a la vida eterna, obstruida por nuestra incredulidad y nuestra falsa piedad; de hecho, ambas se juntaron al pie de la Cruz, aunando voces y gritos en el rechazo al Mesías; y allí estábamos todos, los del pasado, los del presente y los del futuro, ya que esta actitud es el sello inconfundible que nos deja el pecado original.
El Justo, entrando en esta prueba, convierte el drama en fiesta, la opresión en libertad, la mentira en verdad, la ley en gracia, la ausencia en presencia.
Jesucristo representa la confianza de este justo del Salmo que, ante esta experiencia profunda que tiene de Dios, puede decir: «Puedo acostarme y dormir y despertar, pues el Señor me sostiene». Efectivamente, Jesucristo se acuesta en el lecho de la Cruz y se duerme sobre ella, provocando la ilusión de victoria y rectitud por parte de los que le acosan. Pero Él no es sostenido por las palabras de los hombres, bien sean éstos enemigos o sean aduladores, Jesucristo es sostenido por su Padre.
Jesús tiene conciencia de que Aquel que con su Palabra sostiene y mantiene firmes cielos y tierra, poderoso es para romper las ataduras de la muerte, para hacer saltar las rocas del sepulcro, de rasgar el sello de la muerte en que había sido introducido. Poderoso es Dios para despertarle de su letargo mortal, introducirle en su presencia y pronunciar sobre Él estas palabras: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mt 3,17). Palabras que, todo el que se deja llevar por el Evangelio, está llamado a escuchar de la boca del mismo Dios. Termina este Salmo con estas expresiones de alabanza: «De ti viene la salvación y la bendición sobre tu pueblo». En la resurrección de Jesucristo fueron bendecidos el pueblo de Israel y todos los pueblos de la tierra.
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