Cristo crucificado (Velázquez)
EN EL ESPÍRITU DE LOS SALMOS (EDITORIAL SAN PABLO) | SALMO 2
En este Salmo escuchamos al autor inspirado, que nos dice: «¿Por qué se amotinan las naciones, los pueblos planean un fracaso? Se rebelan los reyes de la tierra, y unidos los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías». Conspiración que resaltan los discípulos de Jesucristo puestos en oración tal y como vemos en los Hechos de los Apóstoles que, partiendo del texto antes citado, dirán: «Porque verdaderamente en esta ciudad se han aliado Herodes y Poncio Pilato con las naciones y los pueblos de Israel contra tu santo siervo Jesús a quien has ungido…» (He 4,27).
Esta conspiración, ya anunciada, tiene la finalidad, tal y como continúa este Salmo, de romper «sus cadenas, sacudamos su yugo».
Israel conoce el yugo de la esclavitud durante los muchos años que estuvo esclavo en Egipto. Yugo que es, a su vez, imagen de toda esclavitud que aflige al hombre que ha perdido la presencia de Dios, como aconteció en el pecado original.
Israel tiene un memorial histórico de haber sido liberado de su yugo por la intervención de Dios, cuando en Egipto ya no era ni pueblo. Este acontecimiento salvador de Dios marca un punto importantísimo de referencia en la espiritualidad de este pueblo; y así escuchamos en el Levítico estas palabras: «Yo soy Yavé, vuestro Dios, que os saqué del país de Egipto, para que no fueseis sus esclavos; rompí las coyundas de vuestro yugo y os hice andar con la cabeza erguida».
Sin embargo, al llegar el pueblo a la tierra prometida, poco a poco se hace fuerte, poderoso y próspero, y se va olvidando del Dios que rompió su esclavitud; paulatinamente, se aproxima a los dioses de los pueblos vecinos que, poco a poco, hacen recaer sobre él una carga insoportable, hasta el punto de ser llamado por los profetas, «el pueblo de la prostitución», pues con ese nombre era definido el servicio a los ídolos. Recordemos, entre tantos textos, este del profeta Jeremías: «Oh tú, que rompiste desde siempre el yugo y, sacudiendo las coyundas decías: ¡no serviré!, tú, que sobre todo otero prominente y bajo todo árbol frondoso estabas yaciendo, prostituta» (Jer 2,20).
Israel que, como dice el apóstol Pablo, es imagen de toda la humanidad, ha cambiado el yugo de la presencia de Dios, por el yugo de los dioses visibles, es decir, de los ídolos que terminaron por conducirle al destierro.
Jesucristo viene con el yugo de Dios Padre, un yugo del que dice que «es suave y que su carga es ligera» (Mt 11,30). Hasta tal punto es suave y ligero este yugo, que Jesús podrá decir «el Padre y yo somos uno». Entre el Padre y el Hijo existe una misma voluntad, un mismo amor, un mismo deseo… en definitiva, una misma Palabra. Y es esta relación-yugo del Hijo de Dios con su Padre, lo que la «conspiración» antes citada, quieren destruir, justo en el momento culmen del Mesías, es decir, en el momento de la Cruz, cuando le gritan: «Si realmente es Hijo de Dios, que baje de la cruz y creeremos en Él» (Mt 27,42-43).
Que baje de la cruz, es decir, que sacuda el yugo que tiene con su Padre, que rompa la unión de su voluntad con Dios. Solicitado el Mesías a sacudir este yugo-unión tal y como pretendía esta conspiración, salen de su boca las palabras que sellan definitivamente su relación-yugo con el Padre: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Ante esta victoria del Mesías, gritará el Salmo: «Servid al Señor con temor, rendidle homenaje temblando». Algunos traducen: «Besad sus pies». Besad los pies de Dios, que, en la espiritualidad judía, significa «besad la Palabra», con el temblor que siente el hombre bíblico, cuando está en presencia de Dios. Temblor que también experimentó la Virgen María, que se «conturbó» con las palabras del Ángel (Lc 1,29).
«¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncian la Buena Noticia!». Besad en la Palabra los pies de Dios porque ella es la que aplasta la cabeza de la serpiente, tal y como prometió Dios al hombre (Gén 3,15). Besad los pies del Mesías, es decir, besad los pies del Evangelio, en él adoramos a Dios. Así lo entendieron María Magdalena y la otra María cuando fueron al sepulcro, y «en esto Jesús les salió al encuentro, y ellas, acercándose se abrazaron a sus pies y le adoraron» (Mt 28,9).
En la espiritualidad cristiana, estar en contacto con el Evangelio, escucharlo, apasionarse por él, es estar en presencia de Dios, a sus pies y, al mismo tiempo, con el temblor filial y confiado de quien está ante el mismo Dios: tal cual es, sin velos ni símbolos. Porque toda la plenitud de Dios está en la infinitud del Evangelio. Fruto de esta espiritualidad, el cristiano es aquel que lleva «sus pies calzados por el celo de anunciarlo» (Ef 6,15); pies que te permiten caminar sin desviaciones hacia Dios, tal y como nos lo dice el Salmo ll9,105: «Con temblor, besad sus pies». Así nos canta el Salmo la victoria del Mesías. Así el cristiano, «lavados sus pies» por el mismo Jesucristo, canta la victoria del Jesús en presencia del Padre.
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