SER "MADRES" DE JESUCRISTO (IV)
por Gérard Guitton, OFM
Hagámosle una morada
María es la casa de Dios. Las letanías de la Virgen nos lo recuerdan. Francisco la saluda:
¡Salve, palacio de Dios!
¡Salve, tabernáculo de Dios!
¡Salve, casa de Dios! (SalVM).
Pero traslada esa realidad a la vida cristiana: «Y hagamos siempre en ellos (en nuestro corazón y en nuestra mente) habitación y morada a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,27). Dice en otro lugar: «...el espíritu del Señor, que habita en sus fieles...» (Adm 1,12). Y, personalmente, Francisco vive tan intensamente esta realidad que Celano puede escribir de él la siguiente frase sorprendente y maravillosa: «En todos los pobres veía al Hijo de la Señora pobre, llevando desnudo en el corazón a quien ella llevaba desnudo en los brazos» (2 Cel 83).
Y eso es lo que realmente acaeció en Greccio, la noche de Navidad. Francisco llevó allí en sus brazos al niño que llevaba constantemente en su corazón. El niño Jesús estaba muy despierto en sus brazos, a la par que lo daba a luz sin cesar con su vida de oración y de amor, e invitaba así a todos los participantes a hacer lo mismo: «No carece esta visión de sentido, puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido de muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados» (1 Cel 86).
Una vez más destaca el modelo mariano: llevar a Cristo en el corazón por la fe para ofrecerlo luego visiblemente al mundo.
Los hermanos que son madres
Sabemos desde hace mucho tiempo que Dios tiene entrañas de madre: como se preocupa una madre por su criatura, así se preocupa Dios Padre por nosotros (Is 66,13; 49,15; Sal 26,10).
También Francisco tiene entrañas maternas para con sus hermanos, y los invita a que se ocupen unos de otros con corazón maternal. En varias ocasiones dice Francisco que los hermanos deben transformarse en madres. Donde más insiste sobre este tema es en la Regla para los Eremitorios:
«Los que quieran llevar vida religiosa en eremitorios, sean tres hermanos o, a lo más, cuatro. Dos sean madres y tengan dos hijos o, al menos, uno. Los dos que son madres sigan la vida de Marta, y los dos hijos sigan la vida de María. Y tengan un claustro, y en él cada uno su celdita, para orar y dormir... Los hermanos que son madres procuren permanecer lejos de toda persona... Y los hijos no hablen con ninguna persona, sino con sus madres y con su ministro y custodio... Los hijos tomen de vez en cuando el oficio de madres, tal como les pareciere establecer los turnos» (REr 1-2 y 8-10).
Celano se hace eco de esta actitud de Francisco: «Quiero -decía- que mis hermanos se muestren hijos de una misma madre; y que a uno que pidiere la túnica, la cuerda u otra cosa, se la dé el otro generosamente. Pasen también unos a otros los libros y demás cosas que gustan» (2 Cel 180). Y en la Regla bulada: «Y exponga confiadamente el uno al otro su necesidad, porque si la madre nutre y quiere a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno querer y nutrir a su hermano espiritual?» (2 R 2,8). En la Carta al hermano León, se dirige a él en estos términos: «Te hablo, hijo mío, como una madre».
A veces, incluso, Francisco es llamado «madre» por sus hermanos (2 Cel 137) y, cuando se encuentra muy enfermo, Elías, para obligarle a que se deje cuidar, le recuerda que él, Francisco, lo había escogido como «madre» y lo había nombrado «padre» de todos los demás hermanos (1 Cel 98).
La palabra «madre», que tanto gustaba a Francisco, es mucho más que una mera imagen que invita a la dulzura y al servicio fraterno. Él vive esta maternidad como una tarea de alumbramiento: en la parábola que explica ante el papa Inocencio III para pedirle que apruebe su forma de vida evangélica, Francisco habla de una mujer desposada y fecundada por el rey que le da muchos hijos, y dice también claramente que esa mujer es él mismo. El Señor lo fecundó con su palabra y él engendró hijos espirituales (cf. 2 Cel 164; LM 8,2). Más tarde seguirá experimentando por sus hermanos la angustia y el dolor que siente una madre preocupada por sus hijos queridos:
«¿Quién ha llegado a tener la solicitud de Francisco por los súbditos?... Compadece con amor a la pequeña grey atraída en pos de sí... Le parecía desmerecer la gloria para sí si no hacía gloriosos a una consigo a los que se le habían confiado, a quienes su espíritu engendraba más trabajosamente que las entrañas de la madre cuando los había dado a luz» (2 Cel 174).
Y san Buenaventura comprendió perfectamente que Francisco concibió y alumbró (siempre los dos mismos verbos) una nueva vida en el Espíritu al escuchar el evangelio de la fiesta de san Matías, en la Porciúncula y bajo la protección de María:
«Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, Madre de Dios, su siervo Francisco insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada, y al fin logró -por los méritos de la madre de misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica» (LM 3,1).
[En Selecciones de Franciscanismo, n. 39 (1984) 497-499]
por Gérard Guitton, OFM
Hagámosle una morada
María es la casa de Dios. Las letanías de la Virgen nos lo recuerdan. Francisco la saluda:
¡Salve, palacio de Dios!
¡Salve, tabernáculo de Dios!
¡Salve, casa de Dios! (SalVM).
Pero traslada esa realidad a la vida cristiana: «Y hagamos siempre en ellos (en nuestro corazón y en nuestra mente) habitación y morada a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,27). Dice en otro lugar: «...el espíritu del Señor, que habita en sus fieles...» (Adm 1,12). Y, personalmente, Francisco vive tan intensamente esta realidad que Celano puede escribir de él la siguiente frase sorprendente y maravillosa: «En todos los pobres veía al Hijo de la Señora pobre, llevando desnudo en el corazón a quien ella llevaba desnudo en los brazos» (2 Cel 83).
Y eso es lo que realmente acaeció en Greccio, la noche de Navidad. Francisco llevó allí en sus brazos al niño que llevaba constantemente en su corazón. El niño Jesús estaba muy despierto en sus brazos, a la par que lo daba a luz sin cesar con su vida de oración y de amor, e invitaba así a todos los participantes a hacer lo mismo: «No carece esta visión de sentido, puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido de muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados» (1 Cel 86).
Una vez más destaca el modelo mariano: llevar a Cristo en el corazón por la fe para ofrecerlo luego visiblemente al mundo.
Los hermanos que son madres
Sabemos desde hace mucho tiempo que Dios tiene entrañas de madre: como se preocupa una madre por su criatura, así se preocupa Dios Padre por nosotros (Is 66,13; 49,15; Sal 26,10).
También Francisco tiene entrañas maternas para con sus hermanos, y los invita a que se ocupen unos de otros con corazón maternal. En varias ocasiones dice Francisco que los hermanos deben transformarse en madres. Donde más insiste sobre este tema es en la Regla para los Eremitorios:
«Los que quieran llevar vida religiosa en eremitorios, sean tres hermanos o, a lo más, cuatro. Dos sean madres y tengan dos hijos o, al menos, uno. Los dos que son madres sigan la vida de Marta, y los dos hijos sigan la vida de María. Y tengan un claustro, y en él cada uno su celdita, para orar y dormir... Los hermanos que son madres procuren permanecer lejos de toda persona... Y los hijos no hablen con ninguna persona, sino con sus madres y con su ministro y custodio... Los hijos tomen de vez en cuando el oficio de madres, tal como les pareciere establecer los turnos» (REr 1-2 y 8-10).
Celano se hace eco de esta actitud de Francisco: «Quiero -decía- que mis hermanos se muestren hijos de una misma madre; y que a uno que pidiere la túnica, la cuerda u otra cosa, se la dé el otro generosamente. Pasen también unos a otros los libros y demás cosas que gustan» (2 Cel 180). Y en la Regla bulada: «Y exponga confiadamente el uno al otro su necesidad, porque si la madre nutre y quiere a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno querer y nutrir a su hermano espiritual?» (2 R 2,8). En la Carta al hermano León, se dirige a él en estos términos: «Te hablo, hijo mío, como una madre».
A veces, incluso, Francisco es llamado «madre» por sus hermanos (2 Cel 137) y, cuando se encuentra muy enfermo, Elías, para obligarle a que se deje cuidar, le recuerda que él, Francisco, lo había escogido como «madre» y lo había nombrado «padre» de todos los demás hermanos (1 Cel 98).
La palabra «madre», que tanto gustaba a Francisco, es mucho más que una mera imagen que invita a la dulzura y al servicio fraterno. Él vive esta maternidad como una tarea de alumbramiento: en la parábola que explica ante el papa Inocencio III para pedirle que apruebe su forma de vida evangélica, Francisco habla de una mujer desposada y fecundada por el rey que le da muchos hijos, y dice también claramente que esa mujer es él mismo. El Señor lo fecundó con su palabra y él engendró hijos espirituales (cf. 2 Cel 164; LM 8,2). Más tarde seguirá experimentando por sus hermanos la angustia y el dolor que siente una madre preocupada por sus hijos queridos:
«¿Quién ha llegado a tener la solicitud de Francisco por los súbditos?... Compadece con amor a la pequeña grey atraída en pos de sí... Le parecía desmerecer la gloria para sí si no hacía gloriosos a una consigo a los que se le habían confiado, a quienes su espíritu engendraba más trabajosamente que las entrañas de la madre cuando los había dado a luz» (2 Cel 174).
Y san Buenaventura comprendió perfectamente que Francisco concibió y alumbró (siempre los dos mismos verbos) una nueva vida en el Espíritu al escuchar el evangelio de la fiesta de san Matías, en la Porciúncula y bajo la protección de María:
«Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, Madre de Dios, su siervo Francisco insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada, y al fin logró -por los méritos de la madre de misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica» (LM 3,1).
[En Selecciones de Franciscanismo, n. 39 (1984) 497-499]
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