SER "MADRES" DE JESUCRISTO (V)
por Gérard Guitton, OFM
Hasta ver a Cristo formado en nosotros
Toda vida cristiana debe ser fecunda: fecundidad física de los esposos cristianos, fecundidad espiritual de quienes habilitan a nuevos discípulos para nacer a la vida de la fe. San Francisco gustaba recordar los pasajes del Antiguo Testamento que hablan de la fecundidad de la mujer estéril (1 Sam 2,5; Is 54,1; Sal 112,9), y, según él, el hermano que oraba y que no salía nunca a predicar era tan útil y «fecundo» como el predicador famoso (cf. 2 Cel 164).
San Pablo se dirige así mismo a sus interlocutores como a sus propios hijos: «No os escribo estas cosas para avergonzares, sino más bien para amonestares como a hijos míos queridos. Pues aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús» (1 Cor 4,14-15). San Pablo entendió muy bien que no existe separación entre dar a luz nuevos cristianos y dar a luz al mismo Cristo: «¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gál 4,19).
La constitución Lumen Gentium insiste también en María como modelo de la Iglesia en su tarea de engendrar nuevos hijos concebidos por el Espíritu Santo, y de hacerles crecer en Cristo: «La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» (LG 65).
Por último, cada discípulo del Evangelio actúa a imagen de toda la Iglesia, viviendo el retorno de Cristo en la esperanza de un nuevo alumbramiento: «La mujer, cuando da a luz, está triste, porque le ha llegado la hora; pero cuando el niño le ha nacido, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21).
En la Iglesia, todo fiel se convierte en madre
Si Francisco era consciente de que tenía que alumbrar a sus hermanos a la nueva vida, María es la primera que «alumbra» a toda la Orden de los Hermanos Menores, puesto que ella los cobija bajo sus alas, para nutrirlos y protegerlos hasta el fin (2 Cel 198). A Francisco debía gustarle esta imagen de la gallina, pues ya al principio de la vida de la fraternidad vio en una visión a una gallina negra que no alcanzaba a cobijar a todos sus polluelos bajo sus alas: la gallina era él, y «Los polluelos son los hermanos, muchos ya en número y en gracia, a los que la sola fuerza de Francisco no puede defender de la turbación provocada por los hombres, ni poner a cubierto de las acusaciones enemigas. Iré, pues, y los encomendaré a la santa Iglesia romana» (2 Cel 24). Si Francisco es una madre para sus hermanos, lo es después de haber descubierto en María y en la santa Iglesia a una madre cariñosa, fecunda y misericordiosa.
Francisco sabía que «la Iglesia se hace también madre» (LG 64) y conocía tal vez este texto de Isaac de Estella, cisterciense del siglo XII, citado por el último Concilio: «A justo título, lo que en las Escrituras divinamente inspiradas se dice de la Virgen-Madre, que es la Iglesia en general, se aplica en particular a la Virgen María, y, lo que se dice de la Virgen María en particular, se entiende en general de la Iglesia, Virgen-Madre. Y cuando un texto habla de una o de otra, puede aplicarse a una y a otra sin distinción ni diferencia... Cristo permaneció nueve meses en la morada del seno de María, y permanecerá hasta el fin del mundo en la morada de la fe de la Iglesia, y, por los siglos de los siglos, en el conocimiento y en el amor del alma del creyente».
Volvamos a nuestro texto de partida. Ahora nos extraña menos. Realmente podemos llegar a ser «madres» de Jesús. Lo afirmó Él mismo en el Evangelio. Y Francisco comprendió y difundió la transcendencia de este mensaje: recibir el Espíritu y la Palabra divina en nuestro corazón, hacerla crecer en nosotros por la oración y el amor, dar a luz a Cristo en el mundo mediante nuestras buenas obras y la atención maternal a nuestros hermanos.
Al celebrar la fiesta de Navidad, vamos a acercarnos al pesebre con la misma fe y la misma simplicidad de niño que Francisco en Greccio. Él llevaba desnudo en su corazón a Aquel que nuestra Señora había llevado desnudo en sus brazos (2 Cel 83). Pero aquella noche llegó incluso a llevarlo también en sus brazos, como su propia Madre. Cada uno de nosotros lleva a ese Niño divino en su corazón; como los de Greccio, lo hemos dormido (cf. 1 Cel 86). No pide ahora sino que se le despierte.
Al igual que María y que Francisco, dejemos al Espíritu del Señor posarse sobre nosotros y que haga crecer su fruto en nosotros. Entonces podrá Cristo hacer en nosotros su morada y llegaremos a ser verdaderamente «su madre».
[En Selecciones de Franciscanismo, n. 39 (1984) 499-501]
por Gérard Guitton, OFM
Hasta ver a Cristo formado en nosotros
Toda vida cristiana debe ser fecunda: fecundidad física de los esposos cristianos, fecundidad espiritual de quienes habilitan a nuevos discípulos para nacer a la vida de la fe. San Francisco gustaba recordar los pasajes del Antiguo Testamento que hablan de la fecundidad de la mujer estéril (1 Sam 2,5; Is 54,1; Sal 112,9), y, según él, el hermano que oraba y que no salía nunca a predicar era tan útil y «fecundo» como el predicador famoso (cf. 2 Cel 164).
San Pablo se dirige así mismo a sus interlocutores como a sus propios hijos: «No os escribo estas cosas para avergonzares, sino más bien para amonestares como a hijos míos queridos. Pues aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús» (1 Cor 4,14-15). San Pablo entendió muy bien que no existe separación entre dar a luz nuevos cristianos y dar a luz al mismo Cristo: «¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gál 4,19).
La constitución Lumen Gentium insiste también en María como modelo de la Iglesia en su tarea de engendrar nuevos hijos concebidos por el Espíritu Santo, y de hacerles crecer en Cristo: «La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» (LG 65).
Por último, cada discípulo del Evangelio actúa a imagen de toda la Iglesia, viviendo el retorno de Cristo en la esperanza de un nuevo alumbramiento: «La mujer, cuando da a luz, está triste, porque le ha llegado la hora; pero cuando el niño le ha nacido, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21).
En la Iglesia, todo fiel se convierte en madre
Si Francisco era consciente de que tenía que alumbrar a sus hermanos a la nueva vida, María es la primera que «alumbra» a toda la Orden de los Hermanos Menores, puesto que ella los cobija bajo sus alas, para nutrirlos y protegerlos hasta el fin (2 Cel 198). A Francisco debía gustarle esta imagen de la gallina, pues ya al principio de la vida de la fraternidad vio en una visión a una gallina negra que no alcanzaba a cobijar a todos sus polluelos bajo sus alas: la gallina era él, y «Los polluelos son los hermanos, muchos ya en número y en gracia, a los que la sola fuerza de Francisco no puede defender de la turbación provocada por los hombres, ni poner a cubierto de las acusaciones enemigas. Iré, pues, y los encomendaré a la santa Iglesia romana» (2 Cel 24). Si Francisco es una madre para sus hermanos, lo es después de haber descubierto en María y en la santa Iglesia a una madre cariñosa, fecunda y misericordiosa.
Francisco sabía que «la Iglesia se hace también madre» (LG 64) y conocía tal vez este texto de Isaac de Estella, cisterciense del siglo XII, citado por el último Concilio: «A justo título, lo que en las Escrituras divinamente inspiradas se dice de la Virgen-Madre, que es la Iglesia en general, se aplica en particular a la Virgen María, y, lo que se dice de la Virgen María en particular, se entiende en general de la Iglesia, Virgen-Madre. Y cuando un texto habla de una o de otra, puede aplicarse a una y a otra sin distinción ni diferencia... Cristo permaneció nueve meses en la morada del seno de María, y permanecerá hasta el fin del mundo en la morada de la fe de la Iglesia, y, por los siglos de los siglos, en el conocimiento y en el amor del alma del creyente».
Volvamos a nuestro texto de partida. Ahora nos extraña menos. Realmente podemos llegar a ser «madres» de Jesús. Lo afirmó Él mismo en el Evangelio. Y Francisco comprendió y difundió la transcendencia de este mensaje: recibir el Espíritu y la Palabra divina en nuestro corazón, hacerla crecer en nosotros por la oración y el amor, dar a luz a Cristo en el mundo mediante nuestras buenas obras y la atención maternal a nuestros hermanos.
Al celebrar la fiesta de Navidad, vamos a acercarnos al pesebre con la misma fe y la misma simplicidad de niño que Francisco en Greccio. Él llevaba desnudo en su corazón a Aquel que nuestra Señora había llevado desnudo en sus brazos (2 Cel 83). Pero aquella noche llegó incluso a llevarlo también en sus brazos, como su propia Madre. Cada uno de nosotros lleva a ese Niño divino en su corazón; como los de Greccio, lo hemos dormido (cf. 1 Cel 86). No pide ahora sino que se le despierte.
Al igual que María y que Francisco, dejemos al Espíritu del Señor posarse sobre nosotros y que haga crecer su fruto en nosotros. Entonces podrá Cristo hacer en nosotros su morada y llegaremos a ser verdaderamente «su madre».
[En Selecciones de Franciscanismo, n. 39 (1984) 499-501]
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