viernes, 19 de abril de 2024

EL AMOR MISERICORDIOSO DE DIOS Y LA PAZ Benedicto XVI, del Regina Caeli CRISTO TRANSFORMARÁ NUESTRO CUERPO HUMILDE San Anastasio de Antioquía,

 


EL AMOR MISERICORDIOSO DE DIOS Y LA PAZ
Benedicto XVI, del Regina Caeli
de los días 15 de abril de 2007 y 19 de abril de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Este domingo concluye la semana o, más precisamente, la «octava» de Pascua, que la liturgia considera como un único día: «Este es el día en que actuó el Señor». No es un tiempo cronológico, sino espiritual, que Dios abrió en el entramado de los días cuando resucitó a Cristo de entre los muertos. El Espíritu Creador, al infundir la vida nueva y eterna en el cuerpo sepultado de Jesús de Nazaret, llevó a la perfección la obra de la creación, dando origen a una «primicia»: primicia de una humanidad nueva que es, al mismo tiempo, primicia de un nuevo mundo y de una nueva era.

Esta renovación del mundo se puede resumir en una frase: la que Jesús resucitado pronunció como saludo y sobre todo como anuncio de su victoria a los discípulos: «Paz a vosotros». La paz es el don que Cristo ha dejado a sus amigos como bendición destinada a todos los hombres y a todos los pueblos. No la paz según la mentalidad del «mundo», como equilibrio de fuerzas, sino una realidad nueva, fruto del amor de Dios, de su misericordia. Es la paz que Jesucristo adquirió al precio de su sangre y que comunica a los que confían en él. «Jesús, confío en ti»: en estas palabras se resume la fe del cristiano, que es fe en la omnipotencia del amor misericordioso de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, a la vez que os agradezco vuestra cercanía espiritual con ocasión de mi cumpleaños y del aniversario de mi elección como Sucesor de Pedro, os encomiendo a todos a María, Madre de misericordia, Madre de Jesús, que es la encarnación de la Misericordia divina. Con su ayuda, dejémonos renovar por el Espíritu, para cooperar en la obra de paz que Dios está realizando en el mundo y que no hace ruido, sino que actúa en los innumerables gestos de caridad de todos sus hijos.

La comunión de los primeros cristianos tenía como verdadero centro y fundamento a Cristo resucitado. En efecto, el Evangelio narra que, en el momento de la Pasión, cuando el Maestro divino fue arrestado y condenado a muerte, los discípulos se dispersaron. Sólo María y las mujeres, con el apóstol san Juan, permanecieron juntos y lo siguieron hasta el Calvario. Una vez resucitado, Jesús dio a los suyos una nueva unidad, más fuerte que antes, invencible, porque no se fundaba en los recursos humanos sino en la misericordia divina, gracias a la cual todos se sentían amados y perdonados por él.

Por tanto, es el amor misericordioso de Dios el que une firmemente, hoy como ayer, a la Iglesia y hace de la humanidad una sola familia; el amor divino, que mediante Jesús crucificado y resucitado nos perdona los pecados y nos renueva interiormente. Animado por esta íntima convicción, mi amado predecesor Juan Pablo II quiso dedicar este domingo, el segundo de Pascua, a la Misericordia divina, e indicó a todos a Cristo resucitado como fuente de confianza y de esperanza, acogiendo el mensaje espiritual que el Señor transmitió a Faustina Kowalska, sintetizado en la invocación: «Jesús, en ti confío».

Como sucedió con la primera comunidad, María nos acompaña en la vida de cada día. Nosotros la invocamos como «Reina del cielo», sabiendo que su realeza es como la de su Hijo: toda amor, y amor misericordioso. Os pido que le encomendéis a ella mi servicio a la Iglesia, a la vez que con confianza le decimos: Mater misericordiae, ora pro nobis.

[Después del Regina caeli] Saludo con afecto... En este segundo domingo de Pascua, dedicado a la Divina Misericordia, invoquemos a la santísima Virgen María para que nos alcance la gracia de reconocer a Cristo resucitado como la fuente de toda esperanza, que sigue actuando su misericordia en los sacramentos, especialmente en el de la Reconciliación, y en la acción caritativa de la Iglesia.

El siervo de Dios Juan Pablo II nos recordó a todos el mensaje de Cristo misericordioso, revelado a santa Faustina. Nos exhortó a llevarlo al mundo entero. Ante el mal, que en los corazones humanos siembra tanta desolación, es una tarea más actual que nunca. Esforcémonos por ser testigos del amor misericordioso de Dios.

* * *

CRISTO TRANSFORMARÁ NUESTRO CUERPO HUMILDE
San Anastasio de Antioquía,
Sermón 5 sobre la resurrección de Cristo (6-7.9)

Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos. Pero, no obstante, Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Los muertos, por tanto, que tienen como Señor al que volvió a la vida, ya no están muertos, sino que viven, y la vida los penetra hasta tal punto que viven sin temer ya a la muerte.

Como Cristo que, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, así ellos también, liberados de la corrupción, no conocerán ya la muerte y participarán de la resurrección de Cristo, como Cristo participó de nuestra muerte.

Cristo, en efecto, no descendió a la tierra sino para destrozar las puertas de bronce y quebrar los cerrojos de hierro, que, desde antiguo, aprisionaban al hombre, y para librar nuestras vidas de la corrupción y atraernos hacia él, trasladándonos de la esclavitud a la libertad.

Si este plan de salvación no lo contemplamos aún totalmente realizado -pues los hombres continúan muriendo, y sus cuerpos continúan corrompiéndose en los sepulcros-, que nadie vea en ello un obstáculo para la fe. Que piense más bien cómo hemos recibido ya las primicias de los bienes que hemos mencionado y cómo poseemos ya la prenda de nuestra ascensión a lo más alto de los cielos, pues estamos ya sentados en el trono de Dios, junto con aquel que, como afirma san Pablo, nos ha llevado consigo a las alturas; escuchad, si no, lo que dice el Apóstol: Nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él.

Llegaremos a la consumación cuando llegue el tiempo prefijado por el Padre, cuando, dejando de ser niños, alcancemos la medida del hombre perfecto. Así le agradó al Padre de los siglos, que lo determinó de esta forma para que no volviéramos a recaer en la insensatez infantil, y no se perdieran de nuevo sus dones.

Siendo así que el cuerpo del Señor resucitó de una manera espiritual, ¿será necesario insistir en que, como afirma san Pablo de los otros cuerpos, se siembra un cuerpo animal, pero resucita un cuerpo espiritual, es decir, transfigurado como el de Jesucristo, que nos ha precedido con su gloriosa transfiguración?

El Apóstol, en efecto, bien enterado de esta materia, nos enseña cuál sea el futuro de toda la humanidad, gracias a Cristo, el cual transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso.

Si, pues, esta transfiguración consiste en que el cuerpo se torna espiritual, y este cuerpo es semejante al cuerpo glorioso de Cristo, que resucitó con un cuerpo espiritual, todo ello no significa sino que el cuerpo, que fue sembrado en condición humilde, será transformado en cuerpo glorioso.

Por esta razón, cuando Cristo elevó hasta el Padre las primicias de nuestra naturaleza, elevó ya a las alturas a todo el universo, como él mismo lo había prometido al decir: Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.



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