HACIA DIOS POR LA PENITENCIA (III)
por Kajetan Esser, OFM
La oración de abandono
La vida de renuncia y mortificación se nutre permanentemente, y es al mismo tiempo su efecto y su fruto, de la oratio devota, de la oración incesante de abandono, en la que el hombre se confía todo él en manos de Dios. La piedad antropocéntrica intenta, incluso en la oración, atrapar a Dios; en casos límites, trata de hacer de Dios un servidor del hombre. El verdadero cristiano, en cambio, por la oración se va poniendo del lado de Dios y se va haciendo cada vez más siervo de Dios. Francisco interpretaba la oración como conversación, en las formas más variadas, de todas las fibras del corazón en holocausto. Abandonábase a Dios en ella sin reserva alguna; y de tal manera se ponía a disposición de Dios que era «todo él no ya sólo orante, sino oración» (2 Cel 95).
De tantas gracias le colmaba la oración que «le obligaban a desasirse por entero de sí mismo; y, rebosando de un gozo inmenso, aspiraba por todos los medios a llegar con todo su ser allí donde, fuera de sí, en parte ya estaba. Poseído del espíritu de Dios, estaba pronto a sufrir todos los padecimientos del alma, a tolerar todos los tormentos del cuerpo, si al fin se le concedía lo que deseaba: que se cumpliese misericordiosamente en él la voluntad del Padre celestial» (1 Cel 92).
Ese holocausto de la oración sólo es posible a quienes hicieron la completa donación de sus personas a Dios. Se ha dicho de los compañeros de Francisco que «los sentidos los traían tan mortificados, que no se permitían ni oír ni ver sino lo que se proponían de intento» (1 Cel 41). El maestro de la oración que era Francisco enseñaba a sus hermanos no sólo a reprimir los vicios y placeres de la carne, sino también a mortificar los sentidos exteriores «por los cuales se introduce la muerte en el alma» (1 Cel 43). Sabía perfectamente que para el hombre espiritual no existe enemigo mayor que el propio yo, sobre todo cuando uno pretende abismarse en Dios por medio de la oración de abandono (oratio devota). Pero tampoco ignoraba que, gracias a esa oración purificadora, Dios mismo venía a morar en él, llenándole de su presencia (1 R 22,27).
Esta ciencia sobrenatural puede explicar que en la oración del santo ocuparan un puesto tan central la cruz y la pasión del Señor. Y a la meditación de este misterio de la cruz y de la pasión del Señor orienta desde los inicios a sus hermanos, pues siempre deberán esforzarse en no apagar «el espíritu de la santa oración y devoción» (2 R 5,2). ¿Que no hay libros corales? Pues a leer día y noche «el libro de la cruz de Cristo, instruídos con el ejemplo y la palabra de su padre, que sin cesar les hablaba de la cruz de Cristo» (LM 4,3).
No fue por casualidad que Francisco enseñara desde el principio a orar así: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste el mundo» (Test 5). Este amor reconocido a Cristo, expresado en esta oración, supone para sí y los suyos el compromiso más sagrado de seguir al Señor por el camino de su pasión y de «ofrecerse desnudo en los brazos del Crucificado». Lo que para muchos cristianos se reduce a un simple medio de perfeccionamiento moral, para Francisco era un don de Dios y el fundamento mismo de su vida. Para él, la abnegación y la penitencia son la respuesta, lógica y natural, del hombre a la acción salvadora del amor divino.
[K. Esser, Temas espirituales. Oñate 1980, pp. 52-54
por Kajetan Esser, OFM
La oración de abandono
La vida de renuncia y mortificación se nutre permanentemente, y es al mismo tiempo su efecto y su fruto, de la oratio devota, de la oración incesante de abandono, en la que el hombre se confía todo él en manos de Dios. La piedad antropocéntrica intenta, incluso en la oración, atrapar a Dios; en casos límites, trata de hacer de Dios un servidor del hombre. El verdadero cristiano, en cambio, por la oración se va poniendo del lado de Dios y se va haciendo cada vez más siervo de Dios. Francisco interpretaba la oración como conversación, en las formas más variadas, de todas las fibras del corazón en holocausto. Abandonábase a Dios en ella sin reserva alguna; y de tal manera se ponía a disposición de Dios que era «todo él no ya sólo orante, sino oración» (2 Cel 95).
De tantas gracias le colmaba la oración que «le obligaban a desasirse por entero de sí mismo; y, rebosando de un gozo inmenso, aspiraba por todos los medios a llegar con todo su ser allí donde, fuera de sí, en parte ya estaba. Poseído del espíritu de Dios, estaba pronto a sufrir todos los padecimientos del alma, a tolerar todos los tormentos del cuerpo, si al fin se le concedía lo que deseaba: que se cumpliese misericordiosamente en él la voluntad del Padre celestial» (1 Cel 92).
Ese holocausto de la oración sólo es posible a quienes hicieron la completa donación de sus personas a Dios. Se ha dicho de los compañeros de Francisco que «los sentidos los traían tan mortificados, que no se permitían ni oír ni ver sino lo que se proponían de intento» (1 Cel 41). El maestro de la oración que era Francisco enseñaba a sus hermanos no sólo a reprimir los vicios y placeres de la carne, sino también a mortificar los sentidos exteriores «por los cuales se introduce la muerte en el alma» (1 Cel 43). Sabía perfectamente que para el hombre espiritual no existe enemigo mayor que el propio yo, sobre todo cuando uno pretende abismarse en Dios por medio de la oración de abandono (oratio devota). Pero tampoco ignoraba que, gracias a esa oración purificadora, Dios mismo venía a morar en él, llenándole de su presencia (1 R 22,27).
Esta ciencia sobrenatural puede explicar que en la oración del santo ocuparan un puesto tan central la cruz y la pasión del Señor. Y a la meditación de este misterio de la cruz y de la pasión del Señor orienta desde los inicios a sus hermanos, pues siempre deberán esforzarse en no apagar «el espíritu de la santa oración y devoción» (2 R 5,2). ¿Que no hay libros corales? Pues a leer día y noche «el libro de la cruz de Cristo, instruídos con el ejemplo y la palabra de su padre, que sin cesar les hablaba de la cruz de Cristo» (LM 4,3).
No fue por casualidad que Francisco enseñara desde el principio a orar así: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste el mundo» (Test 5). Este amor reconocido a Cristo, expresado en esta oración, supone para sí y los suyos el compromiso más sagrado de seguir al Señor por el camino de su pasión y de «ofrecerse desnudo en los brazos del Crucificado». Lo que para muchos cristianos se reduce a un simple medio de perfeccionamiento moral, para Francisco era un don de Dios y el fundamento mismo de su vida. Para él, la abnegación y la penitencia son la respuesta, lógica y natural, del hombre a la acción salvadora del amor divino.
[K. Esser, Temas espirituales. Oñate 1980, pp. 52-54
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