¡Buenos días, gente buena!
María, Madre de Dios
Evangelio
Lucas 2, 16-21
En aquel tiempo los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre.
Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón.
Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido.
Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.
Palabra del Señor
Ocho días después de Navidad, el mismo relato de aquella noche: No es fácil entender la Navidad, es una conquista lenta. Nos desconcierta: por el nacimiento, ese nacimiento que se convierte en la noche en una sucesión de voces que relatan una historia increíble. Como para abrumar los ojos. Ha venido el Mesías y está en unos cuantos lienzos, en la ruda paja de un pesebre. Quienes lo buscan en los palacios no lo encuentran.
“Todos los que escuchaban se sorprendían por las cosas contadas por los pastores”. Descubrir el asombro de la fe. Dejarse encantar al menos por una palabra del Señor, asombrarse también por el pesebre y por la Cruz, por este misterio de un Dios que sabe de estrellas y de leche, de infinito y de hogar. Olvidemos la liturgia sin alma que envuelve estos días: regalos, felicitaciones, mensajes reenviados, luces, petardos, para conservar lo que en verdad vale: la capacidad de sorprendernos por la indómita confianza de Dios en el hombre y en esta historia nuestra, bárbara y magnífica, por su comenzar desde los últimos de la fila.
Y aprendamos de María, que “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”; de ella que salvaguarda como en un cofre emociones y preguntas, ángeles y establo, un niño caído de una estrella entre sus brazos que busca el infinito perdido y lo encuentra en su pecho; de ella que medita en el corazón hechos y palabras, hasta que no se desenvuelva el hilo de oro que atará todo junto, de ella aprendemos a tomarnos el tiempo y cuidar de nuestros sueños. Con el corazón, con la forma más alta de inteligencia, la que puede poner juntos el pensamiento y el amor.
Y aprendamos la navidad también de los pastores, que no pueden contener para si la alegría y el asombro, como no se puede contener la respiración, sino que regresan cantando y contagian de sonrisas a quien les encuentra, diciendo a todos: ¡ha nacido el Amor!
En este día de felicitaciones, las primeras palabras que nos dirige la escritura son: el Señor habló a Moisés, a Aarón, a sus hijos, y les dijo: Bendecirán a sus hermanos. Lo primero, lo merezcan o no, ustedes los bendecirán.
Dios nos pide aprender a bendecir: hombres e historias, el azul del cielo y la vuelta de los años, el corazón del hombre y el rostro de Dios. Si no aprende a bendecir, el hombre nunca podrá ser feliz.
Bendecir es invocar del cielo una fuerza que haga crecer la vida, y recomenzar y resurgir; significa buscar, encontrar, proclamar el bien que hay en cada hermano. Y continua: El Señor haga brillar para ti su rostro. Descubre que Dios es luminoso, encuentra en el año que viene un Dios solar, rico no de tronos, de leyes, de declaraciones, sino aquel cuyo tabernáculo es un rostro luminoso. Descubre un Dios de los grandes brazos y el corazón de luz.
¡Feliz Año!
¡Feliz Fiesta!
¡Paz y Bien!
Fr. Arturo Ríos Lara, ofm
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