MARÍA, CONSUELO DE LOS AFLIGIDOS
“… su madre le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando». (Lc 2, 48) María, tú también pasaste por la prueba de la tristeza, hasta de la angustia. No solo porque la profecía de Simeón estuvo siempre en tu memoria como espada pendiente sobre ti, sino porque en el desarrollo de los acontecimientos de tu Hijo, experimentaste la zozobra.
Si el Hijo de Dios tomó de ti nuestra naturaleza, y fue en todo semejante a nosotros, menos en el pecado, de tal forma que lo vemos llorar ante la muerte de su amigo Lázaro y sentir angustia en Getsemaní, ¡cuánto más tú, su madre, tuviste que sentir por Él y por ti los desgarros del sufrimiento!
El sentimiento de tristeza no es contrario al Evangelio. Sentir el zarpazo del dolor, de la prueba y de la muerte, no es contrario a la fe. Si lo fuera, ni tú ni Jesús habríais manifestado tan abiertamente vuestra angustia.
Tus gestos consoladores para los que tienen necesidad, como fueron tu ayuda a Isabel o tu intervención en Caná, no los hiciste desde la situación magnánima de quien siente el dolor de los otros sin saber lo que duelen la soledad, el vacío, la muerte, sino desde la compasión.
Tú palabra, tu presencia, tu silencio, se convierten en gestos cercanos, compañeros, que alivian, porque proceden de quien ha experimentado en su vida la prueba y el límite, y sin embargo, no ha perecido en la desesperanza.
Tu angustia, la espada de dolor en tu alma, la contemplación de tu Hijo en la Cruz, te han hecho experta en compasión, maestra espiritual para acompañar a quienes están tristes, a quienes se sienten solos, incomprendidos y angustiados.
Señora, no me abandones. Y con tantos con los que camino por este valle, a veces tan oscuro, muéstrate compasiva y compañera. ¡Cómo ayuda saberse acompañados en la hora de la prueba! Gracias, Madre, que seamos capaces de cantar el Magnificat en toda circunstancia.
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