INVOCACIÓN AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
¿Por qué, Señor, te muestras vulnerable, si
has vencido a la muerte, y permaneces vivo
y resucitado?
¿Por qué invitaste a tu discípulo a introducir
su mano en la herida de tu pecho, y le
dejaste palpar tu carne traspasada?
¿Qué mensaje me quieres dar al mostrarme
tus llagas, si ya vives glorioso, y la muerte no tiene dominio sobre ti?
Conoces la naturaleza humana, y en qué es más sensible y se hiere más: por las
relaciones. Al contemplar tu costado abierto, me consuelas el sentimiento
dolorido, por tantos deseos insatisfechos, por la torpeza de mi afán posesivo y por
la soledad del alma.
Gracias, Señor Jesús, por mostrarte compañero, aunque glorioso, de lo que más
duele, la herida del corazón.
Si cabe el error en el empleo de las manos hacendosas, cansadas en mil tareas por
afán protagonista, o quizá por autovalimiento, cuando no tendría destreza alguna
sin tu gracia; si es posible errar en el camino, y avanzar torpemente por senda
equivocada y sentir el dolor del tiempo perdido y de los pasos inútiles. La
contemplación de las heridas de tus pies y de tus manos consuelan y curan las
mías de tantas acciones autosuficientes. Gracias a tu gesto solidario y compasivo,
al mostrar tus llagas, unges las mías con el bálsamo de la compasión.
Pero es la herida de tu costado la que más sangra. Tú conoces bien lo que duele la
soledad de los propios, la infidelidad de los amigos, el deseo de un amor
imposible, el error afectivo, la dependencia impropia.
Tú me ofreces en el hueco de tu pecho el cobijo, poder ponerme a resguardo en la
intemperie de mí mismo, y descubrir la verdad de tu invitación: “Venid a mi los
que estáis cansados y agobiados. Aprended de mi, que yo soy manso y humilde de
corazón.”
Gracias, Señor, por ofrecerte a ser puerto franco, amparo y refugio en los
momentos de mayor intemperie, cuando se siente la llaga en las entrañas.
Gracias, Señor, por mantener siempre abierta la puerta de tu costado, por donde
puedo entrar a gozar de tu regazo, como el discípulo preferido.
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