LA ARMADURA DE DIOS
Por lo demás, hermanos, confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder. Vestíos la armadura de Dios, para poder sosteneros contra los ataques engañosos del diablo. Porque para nosotros la lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanos de estas tinieblas, contra los espíritus de la maldad en lo celestial. Tomad, por eso, la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y, habiendo cumplido todo, estar en pie. Teneos, pues, firmes, ceñidos los lomos con la verdad y vestidos con la coraza de la justicia, y calzados los pies con la prontitud del Evangelio de la paz. Embrazad en todos las ocasiones el escudo de la fe, con el cual podéis apagar todos los dardos encendidos del Maligno. Recibid asimismo el yelmo de la salud, y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios; orando siempre en el Espíritu con toda suerte de oración y plegaria, y velando para ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos, y por mí, a fin de que al abrir mi boca se me den palabras para manifestar con denuedo el misterio del Evangelio, del cual soy mensajero entre cadenas, y sea yo capaz de anunciarlo con toda libertad, según debo hablar. (Efesios, VI: 10-20).
El Apóstol tiene presentes las armas de los soldados romanos y las toma como un símbolo de las espirituales que el cristiano ha de usar en su lucha contra el diablo y el pecado. Entre esas armas había también dardos encendidos que recuerdan al Apóstol los malos apetitos y concupiscencias. Sobre todo este pasaje (v. 13-17) dice S. Crisóstomo: “No hemos de estar preparados para una sola clase de lucha… por lo cual es necesario que quien ha de entrar en la lucha con todos (los enemigos), conozca las maquinaciones y tácticas de todos; que sea a la vez sagitario y hondero y conductor, jefe y soldado de infantería y caballería, marino y agresor de muros”. (Nota Mons. Straubinger).
Cuando leo esta Carta de San Pablo a los Efesios se despierta en mi alma como un grito de guerra.
No es simple en estos tiempos despertar del adormecimiento en el que vivimos, empastados en los caminos sinuosos y fangosos de la vida; más bien estamos como aletargados y con el pensamiento sumido en las preocupaciones terrenales.
Es por esto que, al leer a San Pablo, se provoca en mi espíritu ese sentimiento aguerrido; la comparación que hace con las armas de Dios referidas a los soldados con sus instrumentos de batalla hace sonar en mí como a un grito de preparación para la gran batalla.
Esta gran batalla es la que libramos a diario en nuestras vidas, batalla sangrienta y despiadada contra los enemigos del alma, que hoy se encuentran peleando con una aparente ventaja; pero sólo es aparente eso, está claro.
El cristiano se encuentra en esta lucha diaria por salvar su alma, libra a cada segundo un desafío nuevo con sus tentaciones, sus penas, su pecado dominante, con el demonio susurrando en el oído que nada es lo que parece y que debemos relajarnos.
Luchamos contra nosotros mismos, contra el mundo, contra el pecado, contra la carne, contra la falsa representación de una iglesia que burdamente quiere copiar a la Verdadera pero que cada vez se aleja más y más, ya no es ni siquiera una imitación, ni siquiera queda ya un pálido reflejo de la que intenta reflejar.
Luchamos muchas veces con nuestras familias, nuestros amigos, es decir con nuestros afectos; y al igual que muchos mártires tuvieron que experimentar de sus padres, hijos, hermanos la tentación para defeccionar, así nos encontramos nosotros, enfrentando a tan terrible sufrimiento que nos lleva a alejarnos de aquellos a los cuales amamos sinceramente, pero que se encuentran en el bando opuesto, lanzando los dardos envenenados que sólo provocan dolor a nuestras almas.
Es por esto que este llamado es un grito de guerra, ¿qué más importante para salvar que nuestra preciada alma, esa alma que tanto costó a Nuestro Señor, esa alma que hoy tiene todo para perderse, pero tiene tanto más para salvarse?
Debemos estar preparados, firmes en el combate, no dejar que el sueño, el cansancio nos abatan, debemos fortalecernos con la oración, con la Palabra del Señor que se hace presente de tantas maneras, con los Sacramentos, si están a nuestro alcance, y si no es así, pedir al Señor que supla; ¿qué padre acaso que ama a su hijo le negaría asistirle en un momento de necesidad, de enfermedad, de desánimo, de soledad?
Revistámonos, entonces, cada día con la armadura de Dios, permanezcamos atentos, vigilantes, dedicados, hilando bien fino para no dejar algún hilo que el demonio pueda utilizar para desgarrarnos, porque nuestra lucha es una lucha por el Reino de los Cielos, y porque más allá de la soledad humana tenemos a Nuestro Capitán luchando en la primera fila por nosotros, y a su lado la Reina más hermosa, más valiente, terror de los demonios y, a la vez, la Madre más dulce que siempre está para protegernos. ¿Qué mejores compañeros podremos tener?; con Ellos, nada debemos temer.
Tengamos, pues, entonces nuestra confianza puesta en Nuestro Rey, y digamos como el salmista (Salmo XC):
1 Tú que te abrigas en el retiro del Altísimo, y descansas a la sombra del Omnipotente,
2 di a Yahvé: “¡Refugio mío y fortaleza mía, mi Dios, en quien confío!”
3 Porque Él te librará del lazo de los cazadores y de la peste mortífera.
4 Con sus plumas te cubrirá, y tendrás refugio bajo sus alas; su fidelidad es escudo y broquel.
5 No temerás los terrores de la noche, ni las saetas disparadas de día,
6 ni la pestilencia que vaga en las tinieblas, ni el estrago que en pleno día devasta.
7 Aunque mil caigan junto a ti y diez mil a tu diestra, tú no serás alcanzado.
8 Antes bien, con tus propios ojos contemplarás, y verás la retribución de los pecadores.
9 Pues dijiste a Yahvé: “Tú eres mi refugio”, hiciste del Altísimo tu defensa.
10 No te llegará el mal ni plaga alguna se aproximará a tu tienda.
11 Pues Él te ha encomendado a sus ángeles, para que te guarden en todos tus caminos.
12 Ellos te llevarán en sus manos, no sea que lastimes tu pie contra una piedra.
13 Caminarás sobre el áspid y el basilisco; hollarás al león y al dragón.
14 “Por cuanto él se entregó a Mí, Yo lo preservaré; lo pondré en alto porque conoció mi Nombre.
15 Me invocará, y le escucharé; estaré con él en la tribulación, lo sacaré y lo honraré.
16 Lo saciaré de larga vida, y le haré ver mi salvación.”
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