viernes, 27 de enero de 2017

2 DE 9 CONTEMPLAR Y VIVIR EL MISTERIO DE CRISTO EUCARÍSTICO

2. Celebrar la comida del Señor: encontrar y acoger a Cristo vivo

Celebrar la eucaristía, ¿no es ante todo creer y proclamar públicamente que Jesús está vivo? Un Viviente que hoy convoca y reúne a sus hermanos para conmemorarle. También al respecto nos sugieren claramente los evangelistas cómo esta comida es, desde los orígenes del cristianismo, el lugar privilegiado del encuentro del Señor y del reconocimiento en la fe de su presencia entre nosotros. (Véase Jn 20,19-29, que relata las apariciones de Cristo resucitado en el cuadro de las celebraciones dominicales de la joven comunidad cristiana. Véase también Lc 24,13-35, donde los discípulos de Emaús le reconocen en la fracción del pan).

Francisco acoge en este sacramento el «memorial» del amor vivo del Señor. Por esta comida, el Señor se hace presente a nuestra memoria, a nuestra inteligencia y a nuestro corazón. ¿Cómo olvidar este acontecimiento creador, salvador, siempre actual? Clara encuentra en él el alimento cotidiano de su fe. «El pan nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, dánosle hoy: para que recordemos, comprendamos y veneremos el amor que nos tuvo y cuanto por nosotros dijo, hizo y sufrió», escribe Francisco en su Padrenuestro parafraseado (ParPN 6).

Luego veremos, analizando su primera admonición, que la eucaristía es para él el encuentro, en la fe, de Cristo hoy: «Como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado» (Adm 1,19). La fe no crea esta presencia, la reconoce y la acoge en los signos escogidos por Cristo mismo. Si la fe condiciona este encuentro, no es su causa. Para un cristiano, el fundamento de la comida eucarística no es ni la asamblea más o menos cálida de los hermanos, ni lo que yo siento, ni los signos externos -lugar, ornamentos, mobiliario-, sino Cristo reconocido y acogido en medio de la Comunidad.

Francisco vivirá siempre en la irradiación luminosa de esta presencia viva actual de su Señor. Así comienza espontáneamente una de sus cartas con el siguiente saludo original que remite explícitamente al Cristo eucarístico: «A todos los Custodios de los hermanos menores a quienes llegue esta carta, el hermano Francisco, vuestro siervo y pequeñuelo en el Señor: salud en las nuevas señales del cielo y de la tierra [la eucaristía], que son grandes y muy excelentes ante Dios y que por muchos religiosos y otros hombres son consideradas insignificantes»; y al hilo de esta carta, su fe en la presencia de Cristo «Señor Dios, vivo y verdadero», significada por el sacramento eucarístico, se vuelve más apremiante y más admirativa:

«Cuando el sacerdote ofrece el sacrificio sobre el altar y lo traslada a otro sitio, todos, arrodillándose, rindan alabanzas, gloria y honor al Señor Dios vivo y verdadero. Y acerca de la alabanza de Dios, anunciad y predicad a todas las gentes que el pueblo entero, a toda hora y cuando suenan las campanas, tribute siempre alabanzas y acciones de gracias al Dios omnipotente [Cristo Eucarístico] en toda la tierra» (CtaCus 6-8).

Invita, pues, a sus hermanos a ser verdaderos predicadores de la eucaristía a fin de que toda la tierra se convierta en una inmensa acción de gracias por esta presencia viva de Cristo. Francisco acumula aquí los términos que expresan la totalidad del espacio y del tiempo a fin de subrayar la universalidad del señorío de Cristo eucarístico. Para él, celebrar esta nueva presencia es ante todo y sobre todo reconocer y acoger en el signo a Cristo «que ha de vivir eternamente y está glorificado» (CtaO 22).

Convencido de que esta nueva presencia de Cristo es la fuente de un mundo nuevo, donde la jerarquía de valores y las relaciones sociales quedarán trastocadas, tiene la audacia de escribir a los jefes de los pueblos:

«Os aconsejo encarecidamente, señores míos, que, posponiendo toda preocupación y cuidado, hagáis penitencia verdadera y recibáis con grande humildad, en santa recordación suya, el santísimo cuerpo y la santísima sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaA 6-8).

Y para subrayar que este memorial no es una simple ceremonia de recuerdo, sino un acto que compromete el presente y el porvenir de cada uno y de la sociedad, concluye la carta diciendo:

«Y tributad al Señor tanto honor en el pueblo a vosotros encomendado, que todas las tardes, por medio de pregonero u otra señal, se anuncie que el pueblo entero rinda alabanzas y acciones de gracias al Señor Dios omnipotente. [¡Se trata siempre del Cristo eucarístico!] Y sabed que, si no hacéis esto, tendréis que rendir cuenta en el día del juicio, ante vuestro Señor Dios Jesucristo» (CtaA 6-8).

¿Cabe decir más claramente que el Cristo eucarístico es una presencia viva, actual, permanente en el centro de la vida social y política?

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