por Jean-Joseph Buirette, o.f.m.
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La relación de Francisco con la Iglesia es un caso que llama la atención de los historiadores. Por una parte, Francisco revoluciona en muchos aspectos la cristiandad de la Edad Media, actuando a contrapelo de mentalidades y actitudes corrientes en la Iglesia de su tiempo. Por otra, aparece en sus Escritos tan preocupado por una total comunión con esta misma Iglesia hasta en los detalles más concretos, que no puede menos de verse en ello uno de los puntos destacados de su espiritualidad.
Para intentar comprender cómo conciliaba Francisco estos contrarios, empecemos por resaltar, con algunos historiadores, el aspecto paradójico de los hechos. Después procuraremos adivinar las razones, ciertamente humanas y sobre todo místicas, de su adhesión incondicional a la Iglesia.
I. UNA PARADOJA
Sigamos a los historiadores. Algunos hechos inducirían lógicamente a pensar que en el fondo las relaciones de Francisco con la Iglesia tenían que ser difíciles, si no dramáticas. Cuando alguien se empeña en vivir el Evangelio «pura y simplemente», es porque piensa que la cristiandad de su tiempo no lo vive tal como sería de desear. De ahí los riesgos de oposición, contestación, acritud, agresividad y sufrimientos recíprocos. Detallemos sumariamente el contraste.
1. La Iglesia del siglo XIII presenta una imagen discutible y discutida
-- El poder espiritual del papado lleva entonces consigo un poder temporal absoluto: Inocencio III, el papa que aprueba oralmente la nueva regla de Francisco, es también el teórico de la teocracia pontifical (que definía al papa como intermediario entre Dios y los reyes); y el poder temporal implica evidentemente el poder por las armas.
-- Con el poder se alía la riqueza, siguiendo la lógica feudal de la época: con frecuencia los papas, cardenales, obispos y abades son escogidos de entre la nobleza.
-- En la sociedad predominan los doctos, los que saben latín y, por tanto, la Escritura, la teología y la Tradición, el derecho y la literatura; en una palabra, las personas cultas, que constituyen, junto con los mercaderes de reciente aparición, la flor y nata de la sociedad.
-- Existe, en cambio, la miseria del bajo clero, sobre todo en las zonas rurales y en las afueras de las ciudades: miseria intelectual (poca formación), miseria material (escasísimos ingresos) y, a menudo, miseria sobre todo moral (concubinato, codicia y simonía, negligencia e irreverencia hacia las cosas santas).
-- Desde aproximadamente el año 1150, se observa en el pueblo el nacimiento de una oposición más o menos violenta a la Iglesia, sobre todo en el sur de Francia y en el norte de Italia, con la herejía cátara (o albigense), o en forma de movimientos «evangélicos» de laicos (valdenses o pobres de Lyón, patarinos de Milán, humillados, etc.) que encarnan, mucho antes que Francisco, la nostalgia de la pobreza y de la simplicidad del Evangelio (con predicación itinerante, sin distinción entre clérigos y laicos, y con discreta o escandalosa denuncia de todos los abusos eclesiásticos). Algunos de estos movimientos se mantendrán dentro de la Iglesia; otros se separarán abiertamente, incorporando a menudo el antisacramentalismo de los cátaros, esa eterna tentación de los «puros» consistente en negar la validez de los sacramentos administrados por un sacerdote indigno.
2. La nueva forma de vida propuesta por Francisco
acusaba implícitamente a la Iglesia de su tiempo
Por más que quisiera permanecer completamente alejado de cualquier intención de crítica, nos dicen los historiadores, las características de la forma de vida de Francisco lo enfrentaban a las formas de vivir y a las mentalidades entonces corrientes:
-- Su pobreza radical contrastaba a más no poder con la riqueza de la institución y de los dignatarios de la misma;
-- su voluntad de minoridad-servicio, con el poder y el dominio políticos;
-- su actitud misionera de desarmado-desarmante, con la política de fuerza de las cruzadas (recuérdese su visita al sultán);
-- su audacia de predicar al pueblo, siendo como era un laico iletrado, usurpaba manifiestamente una función tradicionalmente reservada a los obispos y sacerdotes;
-- sobre todo, quizá, su concepción de la vida común bajo la forma de «fraternidad», de carácter social igualitario, era una especie de discordia introducida en la escala jerárquica del orden «feudal» de la época. A la verticalidad de la estructura feudal, basada sobre la pirámide de los «órdenes» y los juramentos de fidelidad (nobleza, clero, burguesía, campesinado), Francisco opone como alternativa un modelo de comunidad de estructura horizontal, basada sobre la absoluta nivelación de las condiciones sociales de origen, el mutuo consenso y la reciprocidad de la autoridad-obediencia.
A decir verdad, Francisco no inventaba nada de todo esto, se situaba en la línea precedente de los movimientos «evangélicos» a los que hemos aludido, a la vez que en la lógica del movimiento «comunal» contemporáneo. Pero el fulgurante éxito de su fundación, en pleno centro de Italia y tan cerca de la Roma papal, hacía el contraste aún más llamativo.
3. ¿No «recuperó» la Iglesia, al menos en parte, a San Francisco?
Pues, de hecho, como subrayan todos los historiadores, el desarrollo de la fundación franciscana estuvo acompañado de tiranteces. Francisco tuvo que luchar, a veces tuvo que hacer concesiones y, más frecuentemente, dar muestras de intransigencia para preservar la pureza de su carisma. Hubo incluso un deslizamiento, y esto cuando todavía vivía Francisco:
-- Del estilo de pobreza de las chozas, se pasó pronto a la residencia en edificios de fábrica;
-- de la voluntad de vivir en la inseguridad, se pasó rápidamente a los «privilegios» obtenidos en la curia romana para ser admitidos por los obispos; o se aceptó la seguridad del alojamiento ofrecido amablemente por tal o cual municipio que, por supuesto, seguía manteniendo su propiedad;
-- el ideal de minoridad cedió a veces ante la aceptación de cargos o puestos de influencia, admitidos a menudo por motivos serios;
-- ¿cómo hubiera podido el ideal de simplicidad resistir a la afluencia masiva de clérigos a la Orden? La predicación se impone progresivamente al trabajo manual y se impulsan los estudios, tal vez para garantizar la seriedad de dicha predicación, o porque la herejía amenaza cada vez más;
-- la frescura, el lirismo seductor y la espontaneidad innovadora características de las sucesivas Reglas escritas por Francisco, encontraron serias dificultades para ser admitidas por los canonistas, que preferían la experimentada codificación de las antiguas reglas monásticas;
-- etc.
Evidentemente, queda por saber quiénes fueron los auténticos responsables de este deslizamiento. La curia romana, dicen algunos historiadores: ella fue la que enjauló a este pájaro libre, la que ejerció una incesante presión moral y jurídica sobre Francisco en persona para suavizar el rigor de su radicalismo, o la que creyó poder utilizar el movimiento de Francisco en la línea apostólica y ministerial de la gran reforma pontificia del Concilio de Letrán de 1215.
Desengañaos, dirán otros, fueron los mismos frailes quienes presionaron a Francisco para que modificara el movimiento franciscano. Es imposible pasar en diez años de doce frailes a cinco mil (tal vez a diez mil a la muerte del fundador), implantados además en toda Europa y hasta en Tierra Santa, sin cambiar de rostro, sin crisis que afrontar, y sin tener que estructurarse sólidamente en lo sucesivo como una verdadera institución eclesiástica; la Iglesia desempeñó sobre todo el papel de consejera y mediadora, y probablemente gracias a ella no se diluyó el movimiento franciscano desapareciendo en la arena.
Sea como fuere, y en la mejor de las hipótesis, no puede concluirse que Francisco y la Iglesia corrieran totalmente en la misma dirección. De manera que, según los historiadores, la paradoja sigue en pie: el contraste entre Francisco y la Iglesia de su tiempo era tal que, humanamente hablando, lo lógico hubiera sido que sus relaciones terminaran por agriarse.
* * * * *
Y, con todo, tenemos otro hecho no menos comprobable: en Francisco, sobre todo en sus Escritos, encontramos la voluntad expresa, firme, casi obstinada de una total comunión con la Iglesia-institución de su tiempo. Es incluso una especie de obsesión proeclesial. No sólo la decisión, bien meditada, de permanecer en la Iglesia, sino la firme voluntad de permanecer «siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia» (2 R 12,4).
He aquí los textos en los que Francisco habla del tema, con sorprendente insistencia:
-- En primer lugar su última voluntad en el Testamento de Siena, seis meses antes de su muerte y después de vivir la crisis que atravesaba la Orden desde hacía ya seis años: «Como, a causa de la debilidad y el dolor de la enfermedad, no me encuentro con fuerzas para hablar, declaro brevemente a mis hermanos mi voluntad en estas tres palabras: Que, en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, se amen siempre mutuamente, que amen siempre a nuestra señora la santa pobreza y la guarden, y que vivan siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los clérigos de la santa madre Iglesia» (TestS 2-5). Caridad, pobreza, devoción filial a la Iglesia, tres exigencias colocadas a un mismo nivel...
-- Esta total sumisión ya había sido prevista, inscrita y codificada en la Regla de 1223: «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia romana» (2 R 1,2). Y Francisco añade: «Además, impongo por obediencia a los ministros que pidan al señor papa un cardenal de la santa Iglesia romana que sea gobernador, protector y corrector de esta fraternidad; para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12,3-4).
-- Todo cuanto atañe a la fe católica y a los sacramentos estará sometido a una estricta vigilancia: «Los ministros examínenlos diligentemente sobre la fe católica y los sacramentos de la Iglesia. Y si creen todo esto, y quieren profesarlo fielmente, y guardarlo firmemente hasta el fin... (entonces, podrán ser admitidos)» (2 R 2,2-3). En la redacción de 1221 esta vigilancia era incluso despiadada: «Todos los hermanos sean católicos, vivan y hablen católicamente. Pero, si alguno se aparta de la fe y vida católica en dichos o en obras y no se enmienda, sea expulsado absolutamente de nuestra fraternidad» (1 R 19,1-2). ¡Y se trataba de hermanos profesos! Es el único caso de expulsión, además del de fornicación.
-- La vigilancia debe ser también muy estricta en todo cuanto concierne a la liturgia: «Los clérigos cumplan con el oficio divino según la ordenación de la santa Iglesia romana» (2 R 3,1). En caso contrario, la sanción será inexorable: «Y a los que se descubra que no cumplen con el oficio según la Regla y quieren variarlo de otro modo, o que no son católicos, todos los hermanos, sea donde sea, estén obligados por obediencia, dondequiera que hallen a uno de éstos, a presentarlo al custodio más cercano al lugar donde lo descubran. Y el custodio esté firmemente obligado, por obediencia, a custodiarlo fuertemente, como a hombre en prisión día y noche, de manera que no pueda ser arrebatado de sus manos hasta que en propia persona lo consigne en manos de su ministro. Y el ministro esté firmemente obligado, por obediencia, a remitirlo por medio de tales hermanos, que lo custodien día y noche como a hombre en prisión, hasta que lo lleven a la presencia del señor de Ostia, que es el señor, protector y corrector de toda la fraternidad» (Test 30-33).
A fortiori, la eucaristía debe celebrarse «según la forma de la santa Iglesia» (CtaO 30). Más aún, Francisco se toma el trabajo de escribir una Carta a todos los clérigos, en la cual lamenta la falta de respeto por parte de algunos hacia las cosas santas (copones, cálices, corporales, manteles, libros litúrgicos); así pues, «enmendémonos cuanto antes... Sabemos que todas estas cosas debemos guardarlas por encima de todo, según los mandamientos del Señor y las prescripciones de la santa madre Iglesia» (CtaCle 10.13).
-- Por último, profunda veneración a las personas, a todos los ministros de la Iglesia, sacerdotes y clérigos: «El Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia romana, por su ordenación, que, si me viese perseguido, quiero recurrir a ellos. Y si tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase con algunos pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las parroquias en que habitan no quiero predicar al margen de su voluntad. Y a estos sacerdotes y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a señores míos» (Test 6-8). «Y a todos los clérigos y a todos los religiosos tengámoslos por señores en las cosas que miran a la salud del alma y que no se desvían de nuestra Religión; y veneremos en el Señor su orden y oficio y su ministerio» (1 R 19,3). «Dichoso el siervo que mantiene la fe en los clérigos que viven verdaderamente según la forma de la Iglesia romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!, pues, aun cuando sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí solo el juicio sobre ellos» (Adm 26,1-2).
Y, por supuesto, «debemos confesar todos nuestros pecados al sacerdote; y recibamos de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 22; cf. CtaM 19).
¿Por qué tenía Francisco ese empeño en ser tan obediente, tan respetuoso de las personas, y tan escrupulosamente sumiso a todas las normas de la Iglesia de su tiempo?
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La relación de Francisco con la Iglesia es un caso que llama la atención de los historiadores. Por una parte, Francisco revoluciona en muchos aspectos la cristiandad de la Edad Media, actuando a contrapelo de mentalidades y actitudes corrientes en la Iglesia de su tiempo. Por otra, aparece en sus Escritos tan preocupado por una total comunión con esta misma Iglesia hasta en los detalles más concretos, que no puede menos de verse en ello uno de los puntos destacados de su espiritualidad.
Para intentar comprender cómo conciliaba Francisco estos contrarios, empecemos por resaltar, con algunos historiadores, el aspecto paradójico de los hechos. Después procuraremos adivinar las razones, ciertamente humanas y sobre todo místicas, de su adhesión incondicional a la Iglesia.
I. UNA PARADOJA
Sigamos a los historiadores. Algunos hechos inducirían lógicamente a pensar que en el fondo las relaciones de Francisco con la Iglesia tenían que ser difíciles, si no dramáticas. Cuando alguien se empeña en vivir el Evangelio «pura y simplemente», es porque piensa que la cristiandad de su tiempo no lo vive tal como sería de desear. De ahí los riesgos de oposición, contestación, acritud, agresividad y sufrimientos recíprocos. Detallemos sumariamente el contraste.
1. La Iglesia del siglo XIII presenta una imagen discutible y discutida
-- El poder espiritual del papado lleva entonces consigo un poder temporal absoluto: Inocencio III, el papa que aprueba oralmente la nueva regla de Francisco, es también el teórico de la teocracia pontifical (que definía al papa como intermediario entre Dios y los reyes); y el poder temporal implica evidentemente el poder por las armas.
-- Con el poder se alía la riqueza, siguiendo la lógica feudal de la época: con frecuencia los papas, cardenales, obispos y abades son escogidos de entre la nobleza.
-- En la sociedad predominan los doctos, los que saben latín y, por tanto, la Escritura, la teología y la Tradición, el derecho y la literatura; en una palabra, las personas cultas, que constituyen, junto con los mercaderes de reciente aparición, la flor y nata de la sociedad.
-- Existe, en cambio, la miseria del bajo clero, sobre todo en las zonas rurales y en las afueras de las ciudades: miseria intelectual (poca formación), miseria material (escasísimos ingresos) y, a menudo, miseria sobre todo moral (concubinato, codicia y simonía, negligencia e irreverencia hacia las cosas santas).
-- Desde aproximadamente el año 1150, se observa en el pueblo el nacimiento de una oposición más o menos violenta a la Iglesia, sobre todo en el sur de Francia y en el norte de Italia, con la herejía cátara (o albigense), o en forma de movimientos «evangélicos» de laicos (valdenses o pobres de Lyón, patarinos de Milán, humillados, etc.) que encarnan, mucho antes que Francisco, la nostalgia de la pobreza y de la simplicidad del Evangelio (con predicación itinerante, sin distinción entre clérigos y laicos, y con discreta o escandalosa denuncia de todos los abusos eclesiásticos). Algunos de estos movimientos se mantendrán dentro de la Iglesia; otros se separarán abiertamente, incorporando a menudo el antisacramentalismo de los cátaros, esa eterna tentación de los «puros» consistente en negar la validez de los sacramentos administrados por un sacerdote indigno.
2. La nueva forma de vida propuesta por Francisco
acusaba implícitamente a la Iglesia de su tiempo
Por más que quisiera permanecer completamente alejado de cualquier intención de crítica, nos dicen los historiadores, las características de la forma de vida de Francisco lo enfrentaban a las formas de vivir y a las mentalidades entonces corrientes:
-- Su pobreza radical contrastaba a más no poder con la riqueza de la institución y de los dignatarios de la misma;
-- su voluntad de minoridad-servicio, con el poder y el dominio políticos;
-- su actitud misionera de desarmado-desarmante, con la política de fuerza de las cruzadas (recuérdese su visita al sultán);
-- su audacia de predicar al pueblo, siendo como era un laico iletrado, usurpaba manifiestamente una función tradicionalmente reservada a los obispos y sacerdotes;
-- sobre todo, quizá, su concepción de la vida común bajo la forma de «fraternidad», de carácter social igualitario, era una especie de discordia introducida en la escala jerárquica del orden «feudal» de la época. A la verticalidad de la estructura feudal, basada sobre la pirámide de los «órdenes» y los juramentos de fidelidad (nobleza, clero, burguesía, campesinado), Francisco opone como alternativa un modelo de comunidad de estructura horizontal, basada sobre la absoluta nivelación de las condiciones sociales de origen, el mutuo consenso y la reciprocidad de la autoridad-obediencia.
A decir verdad, Francisco no inventaba nada de todo esto, se situaba en la línea precedente de los movimientos «evangélicos» a los que hemos aludido, a la vez que en la lógica del movimiento «comunal» contemporáneo. Pero el fulgurante éxito de su fundación, en pleno centro de Italia y tan cerca de la Roma papal, hacía el contraste aún más llamativo.
3. ¿No «recuperó» la Iglesia, al menos en parte, a San Francisco?
Pues, de hecho, como subrayan todos los historiadores, el desarrollo de la fundación franciscana estuvo acompañado de tiranteces. Francisco tuvo que luchar, a veces tuvo que hacer concesiones y, más frecuentemente, dar muestras de intransigencia para preservar la pureza de su carisma. Hubo incluso un deslizamiento, y esto cuando todavía vivía Francisco:
-- Del estilo de pobreza de las chozas, se pasó pronto a la residencia en edificios de fábrica;
-- de la voluntad de vivir en la inseguridad, se pasó rápidamente a los «privilegios» obtenidos en la curia romana para ser admitidos por los obispos; o se aceptó la seguridad del alojamiento ofrecido amablemente por tal o cual municipio que, por supuesto, seguía manteniendo su propiedad;
-- el ideal de minoridad cedió a veces ante la aceptación de cargos o puestos de influencia, admitidos a menudo por motivos serios;
-- ¿cómo hubiera podido el ideal de simplicidad resistir a la afluencia masiva de clérigos a la Orden? La predicación se impone progresivamente al trabajo manual y se impulsan los estudios, tal vez para garantizar la seriedad de dicha predicación, o porque la herejía amenaza cada vez más;
-- la frescura, el lirismo seductor y la espontaneidad innovadora características de las sucesivas Reglas escritas por Francisco, encontraron serias dificultades para ser admitidas por los canonistas, que preferían la experimentada codificación de las antiguas reglas monásticas;
-- etc.
Evidentemente, queda por saber quiénes fueron los auténticos responsables de este deslizamiento. La curia romana, dicen algunos historiadores: ella fue la que enjauló a este pájaro libre, la que ejerció una incesante presión moral y jurídica sobre Francisco en persona para suavizar el rigor de su radicalismo, o la que creyó poder utilizar el movimiento de Francisco en la línea apostólica y ministerial de la gran reforma pontificia del Concilio de Letrán de 1215.
Desengañaos, dirán otros, fueron los mismos frailes quienes presionaron a Francisco para que modificara el movimiento franciscano. Es imposible pasar en diez años de doce frailes a cinco mil (tal vez a diez mil a la muerte del fundador), implantados además en toda Europa y hasta en Tierra Santa, sin cambiar de rostro, sin crisis que afrontar, y sin tener que estructurarse sólidamente en lo sucesivo como una verdadera institución eclesiástica; la Iglesia desempeñó sobre todo el papel de consejera y mediadora, y probablemente gracias a ella no se diluyó el movimiento franciscano desapareciendo en la arena.
Sea como fuere, y en la mejor de las hipótesis, no puede concluirse que Francisco y la Iglesia corrieran totalmente en la misma dirección. De manera que, según los historiadores, la paradoja sigue en pie: el contraste entre Francisco y la Iglesia de su tiempo era tal que, humanamente hablando, lo lógico hubiera sido que sus relaciones terminaran por agriarse.
* * * * *
Y, con todo, tenemos otro hecho no menos comprobable: en Francisco, sobre todo en sus Escritos, encontramos la voluntad expresa, firme, casi obstinada de una total comunión con la Iglesia-institución de su tiempo. Es incluso una especie de obsesión proeclesial. No sólo la decisión, bien meditada, de permanecer en la Iglesia, sino la firme voluntad de permanecer «siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia» (2 R 12,4).
He aquí los textos en los que Francisco habla del tema, con sorprendente insistencia:
-- En primer lugar su última voluntad en el Testamento de Siena, seis meses antes de su muerte y después de vivir la crisis que atravesaba la Orden desde hacía ya seis años: «Como, a causa de la debilidad y el dolor de la enfermedad, no me encuentro con fuerzas para hablar, declaro brevemente a mis hermanos mi voluntad en estas tres palabras: Que, en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, se amen siempre mutuamente, que amen siempre a nuestra señora la santa pobreza y la guarden, y que vivan siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los clérigos de la santa madre Iglesia» (TestS 2-5). Caridad, pobreza, devoción filial a la Iglesia, tres exigencias colocadas a un mismo nivel...
-- Esta total sumisión ya había sido prevista, inscrita y codificada en la Regla de 1223: «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia romana» (2 R 1,2). Y Francisco añade: «Además, impongo por obediencia a los ministros que pidan al señor papa un cardenal de la santa Iglesia romana que sea gobernador, protector y corrector de esta fraternidad; para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12,3-4).
-- Todo cuanto atañe a la fe católica y a los sacramentos estará sometido a una estricta vigilancia: «Los ministros examínenlos diligentemente sobre la fe católica y los sacramentos de la Iglesia. Y si creen todo esto, y quieren profesarlo fielmente, y guardarlo firmemente hasta el fin... (entonces, podrán ser admitidos)» (2 R 2,2-3). En la redacción de 1221 esta vigilancia era incluso despiadada: «Todos los hermanos sean católicos, vivan y hablen católicamente. Pero, si alguno se aparta de la fe y vida católica en dichos o en obras y no se enmienda, sea expulsado absolutamente de nuestra fraternidad» (1 R 19,1-2). ¡Y se trataba de hermanos profesos! Es el único caso de expulsión, además del de fornicación.
-- La vigilancia debe ser también muy estricta en todo cuanto concierne a la liturgia: «Los clérigos cumplan con el oficio divino según la ordenación de la santa Iglesia romana» (2 R 3,1). En caso contrario, la sanción será inexorable: «Y a los que se descubra que no cumplen con el oficio según la Regla y quieren variarlo de otro modo, o que no son católicos, todos los hermanos, sea donde sea, estén obligados por obediencia, dondequiera que hallen a uno de éstos, a presentarlo al custodio más cercano al lugar donde lo descubran. Y el custodio esté firmemente obligado, por obediencia, a custodiarlo fuertemente, como a hombre en prisión día y noche, de manera que no pueda ser arrebatado de sus manos hasta que en propia persona lo consigne en manos de su ministro. Y el ministro esté firmemente obligado, por obediencia, a remitirlo por medio de tales hermanos, que lo custodien día y noche como a hombre en prisión, hasta que lo lleven a la presencia del señor de Ostia, que es el señor, protector y corrector de toda la fraternidad» (Test 30-33).
A fortiori, la eucaristía debe celebrarse «según la forma de la santa Iglesia» (CtaO 30). Más aún, Francisco se toma el trabajo de escribir una Carta a todos los clérigos, en la cual lamenta la falta de respeto por parte de algunos hacia las cosas santas (copones, cálices, corporales, manteles, libros litúrgicos); así pues, «enmendémonos cuanto antes... Sabemos que todas estas cosas debemos guardarlas por encima de todo, según los mandamientos del Señor y las prescripciones de la santa madre Iglesia» (CtaCle 10.13).
-- Por último, profunda veneración a las personas, a todos los ministros de la Iglesia, sacerdotes y clérigos: «El Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia romana, por su ordenación, que, si me viese perseguido, quiero recurrir a ellos. Y si tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase con algunos pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las parroquias en que habitan no quiero predicar al margen de su voluntad. Y a estos sacerdotes y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a señores míos» (Test 6-8). «Y a todos los clérigos y a todos los religiosos tengámoslos por señores en las cosas que miran a la salud del alma y que no se desvían de nuestra Religión; y veneremos en el Señor su orden y oficio y su ministerio» (1 R 19,3). «Dichoso el siervo que mantiene la fe en los clérigos que viven verdaderamente según la forma de la Iglesia romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!, pues, aun cuando sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí solo el juicio sobre ellos» (Adm 26,1-2).
Y, por supuesto, «debemos confesar todos nuestros pecados al sacerdote; y recibamos de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 22; cf. CtaM 19).
¿Por qué tenía Francisco ese empeño en ser tan obediente, tan respetuoso de las personas, y tan escrupulosamente sumiso a todas las normas de la Iglesia de su tiempo?
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