Vivir con un espíritu reconciliado
Autor: Mons. Rómulo Emiliani, c.m.f.
Reconciliación es reparar, reconstruir, perfeccionar y renovar.
Reconciliarse con uno mismo significa sentirse amado por Dios.
El que se reconcilia con Él y con su propio ser
es capaz de volver a amar con mucha pasión, ternura y serenidad
y siente que es parte de un todo, de la sociedad y la historia.
Reconciliarse interiormente implica reconocer que Dios nos creó del barro, de tal manera que volvamos a sentir que somos tierra, aire, fuego, agua y cielo; somos materia que el Señor usó para soplar alma y crear un espíritu encarnado.
Comprendiendo cuál es nuestro origen,
nos reconciliamos con nuestro ser creado y limitado.
Cuando estamos en pecado, sentimos como si fuéramos nada, basura. Al aceptar nuestro pasado, con sus triunfos y fracasos, nos reconstruimos volviendo a sentirnos "ser" después de haber pasado por la experiencia de la "nada". Entonces descubrimos que somos alguien útil, único, original y valioso.
Vivir con un espíritu reconciliado
significa apreciar los dones, carismas y cualidades de los demás;
saber que los demás valen, porque son seres humanos.
Un corazón reconciliado mantiene los canales del alma siempre abiertos a la comunicación con otros y sabe promover, reconocer y felicitar siempre que pueda las cosas buenas de los demás.
La persona que se ha reconciliado ama a los demás y busca reconstruir, ayudando a que la sociedad mejore.
No es una persona pasiva, sino activa que se involucra en causas nobles que ayuden a solucionar, aunque sea en parte, los problemas de los más necesitados.
Una persona con espíritu reconciliado se pregunta:
¿Qué puedo hacer para detener en lo que pueda la delincuencia que hay en mi país?
¿Qué puedo hacer para que en el mundo haya menos pobreza y violencia?
¿QUE PUEDO HACER YO?
No, ¿qué tienen que hacer los demás por mí?
El pecado social es impresionante:
la pobreza, la delincuencia, el sufrimiento y la depresión de los demás, la deforestación y el deterioro del medio ambiente,
así como la tremenda carga de desnutrición infantil,
la cantidad de crímenes que aumenta día a día y el desempleo galopante.
En parte, todo esto es provocado por un pecado social en el que todos, en una medida u otra, tenemos culpa, porque vivimos aquí y de manera activa o pasiva contribuimos para que el mundo esté así.
También somos responsables de nuestro sufrimiento,
porque muchas veces sufrimos más por culpa nuestra que por las cruces que el Señor nos manda.
La tarea auténtica de reconciliación consiste en la reconstrucción de la sociedad y el medio ambiente.
El Apocalipsis habla de una nueva Jerusalén que viene de Dios y cae del cielo; una criatura que nace de nuevo.
El señor quiere que reconstruyamos la humanidad con un espíritu reconciliador, no combativo ni agresivo.
Para eso hay que renacer interiormente, florecer en una nueva primavera, sacar brillo a ese metal precioso de que está hecho el corazón y que se encuentra empañado por el tiempo, la desidia y el pecado.
Debemos buscar y reencontrar a nuestro propio ser y establecer paz en el alma para volver a amar, sonreír y tolerar.
Tenemos que reunir los pedazos rotos que están sueltos y dispersos por la confusión del pecado para hacer un gran mural de mosaicos donde aparezca una figura nueva y hermosa.
Dentro de ese proceso de reconciliación, nos compenetramos tanto con lo que nos rodea que nos tiene que doler cada vez que un hombre golpea a su mujer, un hijo maltrata a su madre o una persona destruye algo de la naturaleza.
Una persona con espíritu reconciliado no puede permanecer indiferente al crimen, al maltrato físico, al niño desnutrido o al anciano que busca en el basurero algo que comer.
Somos parte de todo, no seres aislados.
El pecado es lo que aísla y nos hace indiferentes.
Cuando uno está en gracia de Dios, en comunión con los demás,
siente profundamente la devastación del medio ambiente, la tala de los árboles, la quema de los bosques, los ríos que se secan y el aire que se contamina, así como el caso de una niña de trece años que queda embarazada y quiere abortar, un niño huérfano que llama a su papá que no existe o aquella persona que pasa cinco años en la cárcel, pudriéndose sin juicio.
Un cristiano de verdad, que se reconcilia con la humanidad,
siente estas cosas en carne propia y no puede dormir tranquilo ante el hambre o el sufrimiento.
Se siente compenetrado, llamado y golpeado por el sufrimiento de tal manera que necesita hacer algo para remediar estos males de la sociedad. Si no siente así, no está reconciliado con Dios ni con la sociedad y vive en pecado de omisión.
Entonces, para poder vivir una existencia digna,
tenemos que pagar por el pecado que hemos cometido y el mal que hemos hecho a la humanidad.
Todos somos deudores y debemos siempre procurar devolver bien por el mal que hacemos, sin complejo de culpa, pero conscientes de que como seres humanos, personal y comunitariamente, hacemos daño y tenemos una deuda con la sociedad.
En el fondo, los que nos reconciliamos debemos pagar la deuda con amor y ternura.
Con el poder de Cristo Jesús podemos reconstruir el mundo y hacerlo nuevo.
¡ RECUERDE QUE, CON DIOS, USTED ES INVENCIBLE !
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