¡Buenos días, gente buena!
XVIII Domingo Ordinario A
Evangelio
Mateo 14,13-21
Al enterarse de eso, Jesús se alejó en una barca a un lugar desierto para esta a solas. Apenas lo supo la gente, dejó las ciudades y lo siguió a pie.
Cuando desembarcó, Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de ella, curó a los enfermos.
Al atardecer, los discípulos se acercaron y le dijeron: «Este es un lugar desierto y ya se hace tarde; despide a la multitud para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos».
Pero Jesús les dijo: «No es necesario que se vayan, denles de comer ustedes mismos».
Ellos respondieron: «Aquí no tenemos más que cinco panes y dos pescados».
«Tráiganmelos aquí», les dijo.
Y después de ordenar a la multitud que se sentara sobre el pasto, tomó los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los distribuyeron entre la multitud.
Todos comieron hasta saciarse y con los pedazos que sobraron se llenaron doce canastas.
Los que comieron fueron unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños.
Palabra del Señor
Denles ustedes de comer
Pan que sale de las manos, de los canastos… Evangelio. Un signo que va conservado con atención particular, contado hasta seis veces en los Evangelios, cargado de profecía y de promesas. Jesús ve a la gran muchedumbre, siente compasión de ellos, y cura a sus enfermos. Tres palabras reveladoras (vio, sintió, curó) que dejan ver los sentimientos de Jesús, su mundo interior. Vio una gran muchedumbre, y su mirada no es superficial, se detiene en cada uno, los ve en particular.
Para él, mirar y amar es la misma cosa. Y lo primero que ve nota de toda esa gente y que le toca el corazón, es su sufrimiento: y sintió compasión por ellos. Jesús siente dolor por el dolor del hombre, está herido por las heridas de quienes tiene enfrente, y es esto lo que le hace cambiar de planes: quería irse a un lugar desierto, pero ahora lo que marca el quehacer es el dolor del hombre, y Jesús se mete en el tumulto de la multitud, absorbido por el vértigo de la vida que duele. Lo primero es el dolor. El más importante es el que sufre: en la carne, en el espíritu, en el corazón. Y de la compasión florecen milagros: curó a sus enfermos. Nuestro tesoro más grande es un Dios apasionado que sufre por nosotros.
El lugar es desierto, y ya es tarde, esta gente debe comer… Los discípulos, a la escuela de Jesús se han hecho sensibles y atentos, se preocupan por las personas. Pero Jesús hace más: muestra la imagen materna de Dios que recoge, nutre y alimenta a toda vida, y empuja a los suyos: ustedes mismos denles… las emociones se deben hacer conductas, los sentimientos han de madurar en actitudes. Denles de comer: “la religión no es solo para preparar las almas para el cielo: sabemos que Dios desea la felicidad de sus hijos también en esta tierra” (Evangeli gaudium 182). Invocamos, dan el pan de cada día, y él nos responde: denles… Una religión que no se ocupe también del hambre, es estéril como el polvo.
El milagro del pan es contado como un asunto de manos. Un multiplicarse de manos mas que de pan. Que pasa de mano en mano: de los discípulos a Jesús, de él a los discípulos, de los discípulos a la gente. Bueno, pues abre tus manos. Cualquiera que sea el pan que tu puedes dar, no lo entretengas, abre el puño cerrado. Imita el retoño que brota, que se abre, la semilla que surge, la nube que riega su contenido. ¿Qué derecho tienen los cinco mil de recibir pan y pescado? El único derecho es el hambre. Y el pan de Dios, el de nuestras eucaristías, no lo empobrezcamos nunca con la mezquina alternativa entre pan merecido o pan prohibido: ese es el pan dado con el impulso de la divina compasión. Pan gozoso e inmerecido para los cinco mil de aquella tarde en la ribera de todas nuestras noches.
¡Feliz Domingo!
¡Paz y Bien!
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