Maria Valtorta escribió sus visiones de la Resurrección del Señor en su libro titulado Poema de El Hombre Dios, para que nosotros comprendamos El Evangelio de modo que llegue a lo mas profundo de nuestro corazón.
La Resurrección
Algunas estrellitas se resisten todavía a morir, y parpadean, cada vez más débilmente bajo la onda de luz blancoverdosa del alba, láctea con tonalidades cenizosas, como las frondas de los olivos soñolientos que hacen de corona a aquel montículo poco lejano. Y naufragan luego, sumergidas por la ola del alba, como tierra sobrepujada por el agua. Y ya hay una menos… y luego otra menos… y otra, y otra: el cielo va perdiendo sus rebaños de estrellas… Ya sólo, en el extremo occidente, hay tres; luego, dos; luego una, que sigue contemplando ese prodigio cotidiano que es el surgimiento de la aurora. Y cuando un hilo rosicler dibuja una línea sobre la seda turquesa del cielo oriental, un suspiro de viento acaricia las frondas y las hierbas, diciendo: “Despertaos. El día resucita”. Pero sólo despierta a frondas y hierbas, que, bajo sus diamantes de rocío, se estremecen, con un leve susurro acompañado de arpegios de gotas que caen; los pájaros todavía no se despiertan entre las tupidas ramas de un altísimo ciprés que parece dominar como un señor en su reino; ni en la enredada maraña de un seto de laurel que protege de la tramontana.
Los soldados que están de guardia, aburridos, enfriados, en varias posturas, vigilan el Sepulcro, cuya puerta ha sido reforzada, en los bordes, con una gruesa capa de argamasa, como si fuera un contrafuerte. Sobre el fondo blanco opaco de la argamasa resaltan las anchas rosetas de cera roja del sello del Templo, estampadas junte a otros sellos directamente en la argamasa fresca.
Los soldados deben haber encendido un pequeño fuego durante la noche, porque hay en el suelo ceniza y tizones mal quemados; y deben haber jugado y comido, porque hay todavía restos de comida diseminados, y pequeños huesos limpios, usados, sin duda, para algún juego semejante a nuestro dominó o a nuestro infantil juego con canicas, jugados sobre un rudimentario trazado dibujado en el sendero. Luego se han cansado y han abandonado todo para buscar posturas más o menos cómodas, según fuera para dormir o para velar.
Los soldados deben haber encendido un pequeño fuego durante la noche, porque hay en el suelo ceniza y tizones mal quemados; y deben haber jugado y comido, porque hay todavía restos de comida diseminados, y pequeños huesos limpios, usados, sin duda, para algún juego semejante a nuestro dominó o a nuestro infantil juego con canicas, jugados sobre un rudimentario trazado dibujado en el sendero. Luego se han cansado y han abandonado todo para buscar posturas más o menos cómodas, según fuera para dormir o para velar.
Los soldados alzan, estupefactos, la cabeza (incluso porque con la luz llega un estampido potente, armónico, solemne, que llena con su sonido toda la Creación). Viene de profundidades paradisíacas. Es el aleluya, el gloria angélico, que sigue al Espíritu del Cristo en su regreso a su Carne gloriosa.
El meteoro se abate contra la piedra que inútilmente cierra el Sepulcro. La arranca de cuajo, la echa al suelo. Paraliza, por el terror y el fragor, a los soldados puestos como carceleros del Dueño del Universo. Y, a su regreso a la Tierra, al igual que había producido un terremoto cuando huyó de la Tierra, el Espíritu del Señor produce un nuevo terremoto. Entra en el oscuro Sepulcro, el cual, con esta indescriptible luz, se llena de claridad; y mientras la luz permanece suspendida en el aire inmóvil, el Espíritu se reinfunde en el inmóvil Cuerpo bajo la mortaja.
El meteoro se abate contra la piedra que inútilmente cierra el Sepulcro. La arranca de cuajo, la echa al suelo. Paraliza, por el terror y el fragor, a los soldados puestos como carceleros del Dueño del Universo. Y, a su regreso a la Tierra, al igual que había producido un terremoto cuando huyó de la Tierra, el Espíritu del Señor produce un nuevo terremoto. Entra en el oscuro Sepulcro, el cual, con esta indescriptible luz, se llena de claridad; y mientras la luz permanece suspendida en el aire inmóvil, el Espíritu se reinfunde en el inmóvil Cuerpo bajo la mortaja.
Todo esto (la aparición, el descenso, la entrada, la desaparición la Luz de Dios) ha sido rapidísimo: no en un momento, sino en una fracción de momento. El «Quiero» del divino Espíritu a su fría Carne no tiene sonido. Lo dice la Esencia a la Materia inmóvil. Pero ningún oído humano percibe esa palabra. La Carne recibe ese imperativo y obedece con profundo respiro… Durante unos momentos, nada más.
Debajo del sudario y de la sábana, la Carne gloriosa se recompone vestida de eterna belleza, se despierta del sueño de la muerte, regresa de la “nada” en que estaba, vive después de haber estado muerta. Ciertamente el corazón se despierta y da su primer latido, impulsa en las venas la helada sangre que quedaba y, inmediatamente, crea la medida total de sangre en las arterias vaciadas, en los pulmones inmóviles, en el cerebro entenebrecido, y aporta nuevo calor, salud, fuerza, pensamiento.
Cuando da el primer paso y, al moverse, los rayos que irradian las Manos y los Pies lo aureolan de haces de luz: desde la Cabeza, nimbada con un halo constituido por las innumerables pequeñas heridas de 1a corona, que ya no manan sangre sino sólo fulgor, hasta el borde del vestido-, cuando, abriendo los brazos que tenía juntos en el pecho, descubre la zona de luminosidad vivísima que pasa a través del vestido encendiéndolo con un sol a la altura del Corazón, entonces realmente es la
“Luz” que ha tomado cuerpo. No la pobre luz de la Tierra, no la pobre luz de los astros, no la pobre luz del Sol. Es la Luz de Dios: todo el fulgor paradisíaco reunido en un solo Ser, un fulgor que le da sus inconcebibles azules como pupilas, sus fuegos de oro como cabellos, sus candores angélicos como vestido y colorido, y todo lo que constituye -y no es descriptible con palabra humana- el
supraeminente ardor de la Stma. Trinidad que anula con su potencia ardiente todo fuego del Paraíso absorbiéndolo en sí para generarlo nuevamente en cada instante del Tiempo eterno, Corazón del Cielo que atrae y difunde su sangre, las innumerables gotas de su sangre incorpórea: los bienaventurados, los ángeles, todo lo que constituye el Paraíso: el amor de Dios, el amor a
Dios; todo esto es la Luz que es el Cristo Resucitado, que constituye el Cristo Resucitado.
Cuando se mueve, viniendo hacia la salida, y la vista puede ver más allá del fulgor, entonces aparecen ante mi vista dos luminosidades hermosísimas (sólo como estrellas comparadas con el Sol): una hacia dentro y otra hacia afuera de la puerta, postradas en acto de adoración a su Dios que pasa envuelto en su luz, espirando beatitud con su sonrisa; y sale. Abandona la fúnebre gruta y vuelve a pisar la tierra, la cual se despierta de alegría y resplandece toda en su rocío, en los colores de las hierbas y los rosales, en las infinitas corolas de los manzanos que se abren por un prodigio al recibir los primeros rayos del Sol, que las besan, y ante la presencia del Sol eterno que bajo ellas camina.
“Luz” que ha tomado cuerpo. No la pobre luz de la Tierra, no la pobre luz de los astros, no la pobre luz del Sol. Es la Luz de Dios: todo el fulgor paradisíaco reunido en un solo Ser, un fulgor que le da sus inconcebibles azules como pupilas, sus fuegos de oro como cabellos, sus candores angélicos como vestido y colorido, y todo lo que constituye -y no es descriptible con palabra humana- el
supraeminente ardor de la Stma. Trinidad que anula con su potencia ardiente todo fuego del Paraíso absorbiéndolo en sí para generarlo nuevamente en cada instante del Tiempo eterno, Corazón del Cielo que atrae y difunde su sangre, las innumerables gotas de su sangre incorpórea: los bienaventurados, los ángeles, todo lo que constituye el Paraíso: el amor de Dios, el amor a
Dios; todo esto es la Luz que es el Cristo Resucitado, que constituye el Cristo Resucitado.
Cuando se mueve, viniendo hacia la salida, y la vista puede ver más allá del fulgor, entonces aparecen ante mi vista dos luminosidades hermosísimas (sólo como estrellas comparadas con el Sol): una hacia dentro y otra hacia afuera de la puerta, postradas en acto de adoración a su Dios que pasa envuelto en su luz, espirando beatitud con su sonrisa; y sale. Abandona la fúnebre gruta y vuelve a pisar la tierra, la cual se despierta de alegría y resplandece toda en su rocío, en los colores de las hierbas y los rosales, en las infinitas corolas de los manzanos que se abren por un prodigio al recibir los primeros rayos del Sol, que las besan, y ante la presencia del Sol eterno que bajo ellas camina.
Los soldados se han quedado paralizados donde estaban… Las fuerzas corrompidas del hombre no ven a Dios, mientras que las fuerzas puras del universo -las flores, las hierbas, los pájaros- admiran y veneran al Poderoso, que pasa nimbado con su propia Luz y rodeado de un nimbo de luz solar.
Su sonrisa, la mirada que deposita en las flores, en las frondas, o que se alza al cielo sereno, hace aumentar la belleza de todo: y más suaves, y teñidos de un esfumado, sedoso colorido rosáceo, aparecen los millones de pétalos que forman una espuma florecida sobre la cabeza del Vencedor; y más vivos aparecen los diamantes del rocío; y más azul el cielo, que refleja sus Ojos refulgentes; y más festivo el Sol, que pone pinceladas de alegría en una nubecita movida por una brisa ligera que viene a besar a su Rey con fragancias arrebatadas a los jardines y caricias de pétalos sedosos.
Jesús alza la Mano y bendice. Luego, mientras cantan más fuerte los pájaros y más intensamente el viento perfuma, desaparece de mi vista, dejándome en un gozo que borra hasta los más leves recuerdos de tristezas y sufrimientos y las más leves vacilaciones sobre el mañana
Su sonrisa, la mirada que deposita en las flores, en las frondas, o que se alza al cielo sereno, hace aumentar la belleza de todo: y más suaves, y teñidos de un esfumado, sedoso colorido rosáceo, aparecen los millones de pétalos que forman una espuma florecida sobre la cabeza del Vencedor; y más vivos aparecen los diamantes del rocío; y más azul el cielo, que refleja sus Ojos refulgentes; y más festivo el Sol, que pone pinceladas de alegría en una nubecita movida por una brisa ligera que viene a besar a su Rey con fragancias arrebatadas a los jardines y caricias de pétalos sedosos.
Jesús alza la Mano y bendice. Luego, mientras cantan más fuerte los pájaros y más intensamente el viento perfuma, desaparece de mi vista, dejándome en un gozo que borra hasta los más leves recuerdos de tristezas y sufrimientos y las más leves vacilaciones sobre el mañana
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