martes, 23 de abril de 2019

Miércoles Octava de Pascua 24-04-2019

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«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»

Evangelio según San Lucas 24, 13-35

Aquel mismo día, el primero de la semana, dos discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios —unos 11 kilómetros—; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Ellos se detuvieron con aire entristecido. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?». Él les dijo: «¿Qué?». Ellos contestaron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron». Entonces él les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?». Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras. Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída». Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.



Meditación sobre el Evangelio

Dejando a los demás en Jerusalén, marchaban estos discípulos bastante desilusionados hacia Emaús cuando se les acercó aquel caminante. No cayeron en la cuenta de quién era. Estaban demasiado enfrascados en sus cosas, encerrados, demasiado metidos en sí mismos y en sus esquemas de cuanto había sucedido como para fijarse bien en nadie, y sus corazones apesadumbrados por el fracaso de lo que esperaban. Era Jesús, que aparentando ignorar lo sucedido, va sacando de ellos amorosamente lo que llevan dentro para guiarlos, con las Escrituras y sus explicaciones, a la verdad plena de cuanto había acontecido. Fue necesaria la Pasión del Mesías para entrar en su gloria. Así, a nosotros nos es necesario pasar por todo lo que conlleva esta vida nuestra para, muriendo (sobre todo a nosotros mismos en el perseverar por amar a los demás), resucitar con él para la eternidad. ¡Cuánto los ama! Conforme iban descargando en él sus sentires y le escuchaban, iba entrando en ellos el ardor del Espíritu, el ardor del amor de Dios en sus corazones (“¡Con razón ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras…!”).

Nos ocurre a nosotros a menudo, estar metidos en nuestras cosas, proyectos, trabajos y demás preocupaciones, azuzados por la prisa, y no reparamos bien en quienes tenemos delante, al lado; no nos detenemos lo suficiente ni los atendemos debidamente. Tampoco advertimos que Jesús, Dios nuestro Padre, María,… nos manifiestan su amor, aun en los acontecimientos más duros, con ciertos detalles que nos llegan a través de personas, frases, hechos ‘casuales’, o directamente, como suave caricia interna, impulso que nos alegra y despeja, etc. Cristo, evidentemente, no es sólo “un profeta poderoso en obras y palabras” como creían. Experimentaron que era mucho más. Él es el vencedor que esperaba la Humanidad, y el que obtendrá para los suyos el éxito de la gloria absoluta e inmortal. Primero llegó a la victoria de su propia resurrección, para darle cima con la resurrección a la vida eterna de cuantos crean en él; resurrección que se empieza a pregustar en ocasiones ya desde aquí. Su corazón desborda caridad, para que, llenando los nuestros, nos volvamos celestiales. Ella nos dejó como norma y ley de vida: la caridad. Como él muere y resucita, nosotros moriremos y resucitaremos: nuestra redención es una transformación divina que, no sólo se opera, sino que se representa por la muerte de Cristo; transformación que, por lo que mira al pasado, es muerte, y por lo que mira a lo nuevo, es vida y resurrección.

Una vez atentos sus corazones a la escucha humilde de su Palabra, el Espíritu actuaba en su interior (les “ardía el corazón…”). Cuando hizo ademán de continuar el camino, reaccionaron con amor apremiándolo cariñosamente —sin saber aún que se trataba de él— para que se quedara, dado lo avanzado ya del día (“Fui forastero y me hospedasteis…” —Mt 25,35—) . Estaban ya muy blandos para reconocerlo (“El que ama —al prójimo— conoce a Dios” —1Jn 4—), y se les abrieron los ojos reconociéndolo en su gesto concreto de amor de partir el pan para ellos… En eso mismo reconocerán a Dios en nosotros, conocerán todos que somos realmente discípulos de Cristo (Jn 13,35): en el amor. No por lo que hablemos y digamos (“Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras” —1Jn 3,18—), sino por nuestro amor operante (“Lo que vale es la fe que actúa por el amor” —Gál 5,6b—).

Con ellos celebró Jesús aquella tarde su segunda eucaristía: la Palabra explicada por el camino, el pan… Su encuentro con él los hace cambiar de dirección, salir de ellos para ir a los otros, pasar de tristeza a alegría, de muerte a vida; resucitar a una vida nueva no encerrada en sí, sino abierta a los demás: se volvieron inmediatamente de Emaús (la soledad, el aislamiento) a Jerusalén para transmitir a todos su vivencia. Así nuestras eucaristías son el corazón de nuestros movimientos: sistólico, reuniéndonos en torno a la mesa con Jesús, de quien aprendemos por su Palabra y sus obras amor ardiente al Padre y a los hombres, recibiendo de él, comiendo su cuerpo y bebiendo su sangre, la fuerza necesaria para amar y extender el amor, glorificando así al Padre; diastólico, llevando expansivamente cada uno a su vivir el amor a todos allí aprendido allá donde vaya. ¡Con razón se ha dado en llamar a la Misa el corazón de la Iglesia!

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